El 12 de enero de 1908, Lorenzo Siglieri descubrió, para sí, el otro lado de la cordillera; infames murmullos de la época aseguran que no abrió los ojos hasta el día siguiente, inconsciente, por el soroche. Sea como fuere, la mina que explotaría estaba arruinada; tres años después la producción se quintuplicó. Sus proyectos, abstractos, eran ajenos al tecnicismo (rudimentario) del trabajo minero. Fue el hombre más rico de la región; con la humildad de los grandes mortales, siempre decía que la abundancia de la mina era la voluntad de los demás. Nadie lo veía por el pueblo en tiempos de fiestas; varón que aprecia las grandes obras y desdeña las trivialidades, tampoco había mujer en su vida. Y a pesar de todo (y en un gesto de nobleza) ¡lo sentía todo tan inmerecido! Siguieron tiempos en el que el pueblo se llenó de rumores malignos; al fin y al cabo, era un profeta en su tierra. Un día, encontró, sobre su escritorio, el plano (modesto y tosco) de un carril aéreo para el mineral. De mente innovadora, quiso realizarlo. Increíblemente, el capataz y sus hombres se mostraron dóciles al apoyarlo. En agosto, con los días de la Virgen, llegó el momento esperado; toda la provincia acudió. Aún así, dudaba del entusiasmo de los demás; el desprendimiento de un cubo determinó su certeza. Estaba, como nuestro Salvador, dispuesto al sacrificio; en un gesto homérico, subió al segundo balde, tratando de reparar el posible daño. La perplejidad dominó a los espectadores: Siglieri cayó al vacío con un grito espantoso. La provincia y los mineros lo lloraron sin dolor, como se llora a los hombres fuertes. La herencia fue repartida e inexplicablemente, la provincia jamás llevó su nombre.
“Siglieri, el pionero” por Luis García
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