Archivo por meses: junio 2007

S/T por Felipe Mera

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-¡Me quiero morir!

-¿Qué ha pasado Claudia?

-No encuentro mi rimel, el que compré en París.

-¡Dios! Ese rimel es carísimo.

-Ni me lo digas, tendré que cambiarme de vestido ahora.

Ambas están tardísimo. El almuerzo de Rafaelito de la Jara empieza a las tres sin falta. Qué horror llegar tarde y sentarse solas. Ni hablar. Aparte, habían quedado con Nico y con Julián para llegar emparejados. Son las dos y falta peinarse.
Claudia se puso un vestido lila que compró en Madrid en una de sus giras. Tuvo que quitarse el lápiz labial y ponerse uno que combinara con el vestido y los zapatos.

-Ya está, estamos regias-dice Mónica.

-No, aún no-se acomoda Claudia el sostén para que se le note un poco los pezones-. Ahora sí, regias cien por ciento.

Al llegar al almuerzo la música recién empezaba. Los cuatro caminan con un aire de distinción, de belleza griega: cuerpos esculturales y manos dóciles. El almuerzo es para unas cien personas. Hay mesas distribuidas de manera que el centro quede libre para bailar. Cada mesa tiene una botella de whisky y una botella de vino. El olor a tabaco cubano empieza a imperar. Los cuatro son conducidos por un mozo a una mesa cercana a Javier Klug. Claudia se vuelve loca, no sabe cómo disimular su gozo de tenerlo tan cerca. Es que Javier Klug es divino.
Nico empieza a servir el whisky mientras Claudia intenta hacer un contacto visual con Javier. No lo consigue.

-¿Vieron la “Somos” de ayer?-pregunta Julián-. Salió Pepe Nuria con su ex.

-Ese perro-responde Mónica-. No le bastó con humillar a Paolita, sino que tuvo que tomarse fotos con ella para que todos viéramos que tan bacán es.

-No seas exagerada- refuta Claudia como volviendo en sí-. Pepe es un amor de gente, lo malo es que tiene tanto dinero que no sabe con quién gastarlo.

-Me sorprende que no haya venido al almuerzo-agrega Nico-.

-Es que hoy viajaba a Punta Cana, es el cumpleaños de su hermano y toda la familia va-dice Mónica.

Lo más selecto de Lima está en el almuerzo. Todos sonrientes. Todos enterándose de los últimos chismes, de los divorcios y cuánto le tocaba a cada esposa, de cómo iban a repartirse los carros y quién iba a usar la casa de playa el verano que viene.
La comida empieza a servirse. Las mujeres mesuradas para no despintarse los labios comen en intervalos de minuto a minuto y medio mientras sus orejas se estiran en un perímetro de cuatro mesas (si es que no eres mayor de treinta y cinco, si no escuchas en un rango de siete mesas como máximo). Es que todos gritan y gritan fuerte. No hay intimidad que te salve.
Javier está inquieto, según Claudia. No para de mirar su reloj que hasta la mesa de ella brilla.
De pronto, Javier se levanta de la mesa y es tan perfecto, que Claudia no puede contenerse y separa las piernas bajo la mesa. Claro, con mesura, siempre. Javier atraviesa el universo monetario que domina cada planeta-persona. Lo ve alejarse hasta la entrada y su imaginación comienza a funcionar. ¿A quién habrá ido a recibir?-piensa mientras toma un vaso de whisky.
Los minutos pasan y Claudia no despega la mirada del frente. Mónica a cada rato le llama la atención para que participe del raje sobre Fidel y Helen. Claudia se mantiene en silencio.

-Puta de mierda- intenta gritar Claudia-. Ella sabía y fue tras él.

Mónica desvía la mirada y ha tenido que morderse la lengua para no gritar.
Ahí vienen Javier Klug con Vania.

-La muy zorra me lo quitó-le dice Claudia a Mónica. Esto no va a quedar así.

-No hagas ninguna estupidez-le aconseja Mónica como susurrándole-. Este puede ser el show de la década.

Claudia se levanta, con mesura, de la mesa y avanza con la excusa de hablar con Regina que estaba a unas mesas más allá.
Vania la ve acercándose y echa a reírse, agarra a Javier de la mano y le dice algo en el oído. Ambos sonríen.
Claudia trata de pasar inadvertida entre ellos pero Vania la ve a los ojos. Javier también la ve a los ojos y no puede alejarse, no es “polite”.

-Te ves fabulosa en tu vestido-le dice Vania-. Tan campestre.

-Tú también te ves muy bien-le responde Claudia-. Ese collar que tienes es divino

¿En serio?-pregunta Vania-. Me lo regaló Javi hace una semana por nuestro primer mes.

Claudia quiere explotar. El odio emana de su bello cuerpo. Vania no sólo es la persona que más detesta en este superficial planeta, es su mayor enemiga desde que ambas entraron a la escuela de modelos.

-Oí-dice Vania mientras Javier la mira- que no te han renovaron contrato con Revlon Perú.

-Sí…-vacila Claudia- es que hubo un problema…con la agencia.

-A mi me dijeron- y Vania empieza a reírse nuevamente- que contrataron a otra mucho menor que tú y con mejor rostro.

Ahora sí, te voy a matar puta de mierda, piensa Claudia. Esto sobrepasa todo lo anterior, cualquier golpe bajo es una nimiedad comparado con que te digan vieja. Jamás. Primero muerta.
Claudia mantiene silencio hasta que ambos comienzan a alejarse. Luego:

-Vania-grita Claudia- ¿llegó a enterarse la esposa de Manuel Villavicencio que ustedes pasaron un fin de semana de Barbados?

Silencio. Sangre. Los invitados piden sangre. Era un secreto a voces el affaire de Vania con Manuel Villavicencio.
Mónica se queda helada. Esto es guerra. Javier suelta a Vania y la mira con desprecio. La orquesta toca una canción más movida pero todos siguen pendientes de lo que van a decirse.

Javier, eso fue hace más de un año-le dice resignadamente Vania-. Y no hubo nada serio.
Pero Javier no puede escucharla, ya todos saben del affaire, “no way”, imposible verla a la cara o si quiera hablarle. ¡Qué asco!
Vania se siente una puta. Todos atinan a verla y murmuran. Hay unos que brindan por el destape.

-Al menos a mi me desean-responde Vania- A ti en unos meses se te descuelga el trasero inflado.

Todos están al borde del infarto. Demasiado. Ni Rafaelito de la Jara Miró Quesada en sus mejores voladas hubiera pensando que este almuerzo tendría semejante espectáculo. Manda a destapar más botellas de vino y que sirvan rápido, he dicho.

-Hazme el favor-dijo Claudia mirando alrededor-. La mitad de estos hombres alguna vez se han acostado contigo por seiscientos dólares.

Lo hombres se miran cínicamente. Esto ya escapa de lo real. Ambas están frente a frente, ambos cuerpos bellos, lisos y aún rosados, están a punto de aniquilarse. Las mujeres, todas con lentes negros, no pueden contener el morbo y alguna que otro ya tiene el celular en la oreja.
Mejor imposible, piensa Rafael de la Jara Miró Quesada. Las botellas de vinos ya están siendo distribuidas a cada mesa. Todos asientan con la copa en alto.
Vania ya no tiene donde esconder la cabeza. Claudia sabe que ha dado en la yaga.

-A mí no me dejaron por frígida- dice Vania-. Claudia empieza a convulsionar en su mente, Vania vuelve al ataque para darle la estocada final con el mejor insulto: ¡Solterona!

Damas y caballeros, en la esquina azul tenemos a Vania Mijares, de veintiséis años, un metro sesenta y cinco de altura y cincuenta y dos kilos. En la otra esquina, con vestido lila, con treinta años a cuestas, un metro setenta de altura y cincuenta y seis kilos, Claudia Hidalgo. La pelea está en marcha, ya saben, golpes del torso hacia arriba, evitando el rostro porque pierdes contratos publicitarios, nada de golpes en las canillas ni arañazos porque la “manicure” se estropea. Las reglas están puestas. Ahora, sáquense la mierda.

Claudia empieza a acercarse a Vania, la gente no puede contenerse, se escucha a lo lejos: pégale. Ya todos están esperando los golpes. Los músicos acompañan con un ritmo progresivo: cada latido es un rebote en la batería. Vania está estática, complacida por su último acierto. No hay nada peor que ser solterona en una sociedad superficial, y peor aún, frígida. Por favor, esto es digno de una nominación al Oscar como mejor actuación dramática.

-¡Roba maridos!-grita Claudia.

-¡Come vaselina!-responde Vania.

Mónica reza para que Claudia la mate rápido. Nico y Julián están electrocutándose de risa a la vez que sufren de una erección brutal (al igual que todos los hombres, incluyendo los mozos, que se han puesto las charolas a la altura de la pelvis para ocultar lo inocultable).
Un golpe seco, como hielo antártico sobre un cuerpo desnudo, así de caliente es ese puñetazo. Vania se sacude adolorida. Claudia propina otro golpe, esta vez al estómago. La gente llega al orgasmo de emoción. ¡Ahhhhh! Se escucha mesa por mesa. Un acto de “voyeurismo” con sadismo se está llevando a cabo en tan distinguida locación.
Vania contraataca y le patea el muslo. El taco se le hunde en la carne a Claudia y cae. Está llorando y sus ojos han cambiado de color. Son rojos. Como la sangre que le brota del muslo derecho. Vania se abalanza contra ella y ambas se revuelcan. Los dos vestidos son uno solo: uno de una colección inédita, que no tiene casa distribuidora.
La gente sigue expectante, acabando la segunda copa de vino. Claudia se aferra a una de las tiras del vestido de su contrincante y lo desune del resto del vestido. ¡Vaaaaamos!-grita un excitado Rafaelito de la Jara Miró Quesada. Hay gritos de lujuría, sólo falta el fango y esto es una verdadera lucha, como las que valen la pena presenciar.
Con un seno al aire Vania ya no es humana. Claudia se levanta y la ve llorando. No hay un cuerpo que pueda resistir semejante vergüenza. Los zapatos embarrados, los hilos dentales atascados entre el gozo y la libertad. Nada es nada. Ambas se miran. Ya no hay motivos para seguir golpeándose, han cumplido con su máxima aspiración: ser la envidia de la gente “in”.

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“Tónico contra la rabia” por Ethel Barja

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El día se había aclarado hasta donde habían dado las posibilidades de un cielo de invierno. No recuerda con exactitud desde cuando empezó, pero definitivamente ya no era el mismo; sus ojos negros se encendían cada vez con mayor vivacidad. La voz se le hacía más grave. Recordó a su padre. Con sus ojos llenos de ira deambulando por la casa en la madrugada. Se llenó de temor. Hace poco buscó a Ismael, un chamán piurano; él había tratado a su papá. Confió en encontrar ayuda. Ismael le dijo que era demasiado tarde; sólo podía venderle un tónico aromatizado para controlar sus crisis. La extrañeza de la enfermedad o del hechizo no admitía cura alguna.
“Fue eso, no encontré el tónico de mierda”. Frena bruscamente. Un hombre con un gran costal negro en la espalda cruza la avenida repentinamente. “No debo pensar en eso”.

A las cinco de la mañana pasó Chicho, su cobrador, para que vayan a recoger el carro de la cochera. Escuchar los gritos de Chicho diciéndole que se apure lo trajeron de una especie de letargo. Claudia estaba a su lado. Él la tenía cogida de los cabellos. En la pared una mancha púrpura rompía la armonía de la pintura blanca. Sentía que la piel aún le quemaba y la violencia se iba comprimiendo en su pecho. No pudo responder al llamado de Chicho al instante. Cogió a Claudia por los hombros y la sacudió fuertemente. Sus lágrimas brotaban en abundancia. La voz de Chicho insistió nuevamente: ¿padrino, estás bien? Apenas y atinó: Ve sacando el carro, ya te alcanzo; cogió a Claudia entre sus brazos. La metió a su habitación. La colocó sobre la cama. Su chompa gris había quedado manchada. Se puso otra inmediatamente. Cerró la habitación y salió en busca de Chicho. Decidió seguir con su rutina para no levantar sospecha.

La neblina aún era espesa. No podía evitar pensar en los ojos negros suspendidos de Claudia. Pasó por su mente la imagen de su madre. Sentada en la vieja mecedora, con los ojos extraviados. Ella tenía la mano contra la nariz empapada de sangre.
– Padrino ¿vamos a tomar desayuno en la China? Nos hemos pasado un poco de la hora, pero podemos aprovechar de que no hay pasajeros.
– Sí, Chicho.
– ¿Está bien? Está un poco raro.
– Estoy bien. ¿Cómo quieres que esté?
– Yo decía no más.
Internaba la cucharita en su taza de café. Alberto recordó los cabellos negros de Claudia; arremolinados e impregnados de la humedad de su propia sangre. Apenas y tomó un sorbo. Él y Chicho tenían que comenzar su día de trabajo.
No había tráfico. Un hombre alto y moreno fue el primer pasajero del día. Quizás fueron las circunstancias pero no pudo evitar hallarle cierto parecido con su padre. Recordó que cuando se acercó a su madre, que estaba en la mecedora, quiso tocarla y su padre le tapó la boca y lo encerró. Su madre gritó durante unos minutos, después dejó de hacerlo; desde aquella vez no supo nada de su padre.

Las manos extendidas a un lado de la carretera se van incrementando. Se va llenando la combi. Lo único que está en su mente es llegar al final del día. Desea deshacerse del cuerpo de Claudia. Limpiar la sala; debe hacerlo antes que cualquiera lo descubra.

Mira el retrovisor. Una patrulla se encuentra cerca. Siente una presión en el pecho. La luz cambia. Escucha las bocinas protestando estrepitosamente. Una gota de sudor se desliza por su sien. Arranca. “¿Y si alguien sabe lo que ha pasado? ¿Y si ya encontraron a Claudia?”
-Esquina baja…Bajan tres
-¡No escucha que vamos a bajar!
Incrementa la velocidad. “Tan sólo me habían contado que Claudia estuvo bailando en la pollada con Lucho. Estaba bien pintadita, me dijeron. ¿Pintada?” Vuelve los ojos al retrovisor. La patrulla va muy cerca de la combi. Se coloca a su lado. Uno de los que va dentro baja la luna y grita:
-¡Deténgase!
Dentro de la combi las voces se confunden. Él no alcanza a prestar atención a ninguna; debe huir. “No permitiré que me encarcelen. No quise hacerlo. Estoy enfermo; no encontré el tónico. Claudia se ha estado viendo con ese idiota. Le gustaba seguro, así no más no se pintaba. Estoy enfermo, contaminado por la rabia. Ismael dijo que ya no podía sanarme; es tarde para arrepentirse de la sangre derramada.”
Se pasa tres de semáforos en rojo. Sabe que es la lucha por la supervivencia. Siente que las calles son una suma de bocas abiertas que lo tragan.
-¿Está loco? ¡Pare! – Muchas voces lo repiten. Algunos niños lloran. Chicho trata de persuadirlo
– Créanme, no lo quise hacer. No encontré el tónico
La sirena de la patrulla se escucha cerca. Debe detenerse. Hay unos cuantos transeúntes cruzando la avenida Venezuela. No puede esquivarlos y pasarse esa luz roja. Frena rudamente. La patrulla logra alcanzarlo. Los pasajeros bajan presurosamente.

Recuerda haber escuchado a Claudia llegar. Abrió la puerta con cuidado, seguramente pensaba que como siempre llegaría a la una y media y no a las doce. Al entrar a la habitación Claudia tropezó con los zapatos de Alberto. Sus labios estaban coloreados; alzó la mirada. Él estaba sentado al borde de la cama. Las miradas se cruzaron. Alberto no vió en sus ojos ni un ápice de temor o de sorpresa. Tuvo la urgencia de verla atemorizarse. Su sangre iba incrementando su temperatura. Ella debía pedir perdón; Claudia volvió hacia los zapatos marrones. Los arrimó. Me hice tarde, oye. Hemos estado conversando con la Rosa, dijo finalmente. Alberto sabía que estaba mintiendo; en ese momento sintió que la veía por primera vez, tan indiferente y tan ajena que sintió rencor de verla allí.

-¿Crees que estas en una carrera? Te has pasado tres rojas- Alberto mira al policía como si no lo mirara. Parece que sus palabras no tienen ningún efecto en él.
-Tú dirás- dice el policía un poco impaciente.
– Yo la maté. Yo lo hice.
– Viste mal compadrito, no mataste a nadie pasándote la luz. Son sesenta y yo no te he visto.
La violencia viajaba en su sangre. Se acunaba dentro de él desde que su padre la sembró; la sangre derramada ha clamado venganza y ha maldecido. De ahí que nadie pueda escapar de tanto rencor. “No maldecirá a quienes vengan después de mi”

– No te voy a dar nada ni mierda. Te digo que la maté.

Se baja otro policía de la patrulla.
-Salazar, a ese lo están buscando. Dicen que ha matado a su mujer.
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S/T por Carólina Vásquez

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Nada me gustaba tanto… nada conseguía ponerme de tan buen humor como pasarme la luz roja cada vez que me era posible, como frenar la combi de golpe para recoger pasajeros aunque no estuviera en un paradero, como hacer carreras con las otras combis de la misma línea, como escuchar salsa y cumbia todo el día… ufff… eso si que era vida…
Pero un día… alguien que seguramente gozaba haciendo esas mismas huevadas que yo… esas mismas pendejadas que solo se pueden hacer manejando una combi… de tan pendejo que era el hijo de puta, atropelló a mi hijita Ximena… a mi tesoro… Pero gracias a la Sarita que todo lo puede, a quien le rezé sin parar y le ofrecí un sacrificio, mi niña se recuperó pronto.
Yo le prometí a la sarita milagrosa, que si salvaba a mi Ximenita, me volvería un “buen” chofer… y bueno… digo “buen” por que cada vez que corría o no quería parar donde los pasajeros me decían para poder bajar… se ponían salsa pe… se me ponían saltones… y me gritaban malcriado, salvaje, bruto… y nunca faltaba el: “¡Chofer de combi tenías que ser pues!”… Porque en el Perú no hay ningún BUEN chofer decían… Sin embargo, para mí… después de una larga reflexión mientras leía “El Men”, lectura diaria básica, dicho sea de paso… ser un “buen” chofer no es más que ser un maricón…un crema volteada… un recontra brito.
Y bueno pues… ya que la Sarita me concedió mi deseo, ya no había de otra… Pero en que problemón me había metido…si yo no soy así, y eso ni quien lo niegue… yo soy recontra macho pe. No por nada en la luna de mi combi… esa de atrás… pegué un cartel bien chévere… uno que decía… “El TRAVIESO”. Porque yo siempre fui un travieso… un travieso en todos los sentidos… un vivo pe… recontra vivo… y un mañoso también… y lo digo así, sin roche nomá, pues no me interesa para nada esconderlo…
Bueno pues… por mi Sarita todo… y manteniendo eso en mente, despegué el cartel de mi combi… aunque obvio, dejé ese otro de la U… ¡Puta la U campeón carajo!… Y también dejé ese pegado cerca al asiento reservado… ese que dice… “Aquí todo es chevre…la música, el chofer y el cobrador”. Y quien podría dudarlo… Si nosotros la rompemos pe causa…
Después de haber despegado ese cartel de mi combi… comenzó la pequeña transformación… aunque pronto descubriría que ese supuesto pequeño cambio sería mejor descrito como el GRAN MARTIRIO… y que martirio cuñao… ni cuando pierde la U me cagan así…
Bueno… lo días que siguieron intenté, para comenzar… dejar de lanzar esos piropos wenasos a cada mamita rica que veía cruzar la calle o subir a mi combi… Uno de mis preferidos de Lunes a Sábado era: “Oe mamasota todo es tuyo o te lo has robado”… y los domingos por la mañana… con toda la rescasa y la secona por la pollada de la noche anterior lanzaba de fresa nomá: “Oe mamita quiero hacerte un hijo. A Ver para cuando me anotas en tu agenda.”
Olvidarme de esa costumbre era un paso importante, pues ya no era más “El Travieso”… A Yeferson… el cobrador de mi combi… lo quise arrastrar a mi desgracia para no sentirme solo en esto… Y así, cada vez que piropeaba a alguna germa… yo me arañaba y le decía: “¿Oe que pasa huevón ah? Respeta a la señorita flaco ah… no te pongas faltoso oe… Se consciente pe varón… se consiente.” Pero el animal este… solo se reía de mí y me mandaba a callar… Ta que me daban ganas de bajar a su jato con la batería seria esa del callao y reventarlo carajo… por la sarita que sí… pero inmediatamente recordaba que eso era algo que tampoco podía hacer ahora… todo estaba cagado pe…
Ta que la verdad que estaba bien tranca respetar a las señoritas como yo mismo decía pe… si las germas andan así con sus faldas… Se hace lo que se puede dicen por ahí… y eso fue lo que yo hice… pero uno es varón pe caucha… recontra macho… y hay cosas que no se pueden evitar… sobre todo si ellas lo provocan a uno…
Además, intentaba respetar las señales de tránsito y a la policía claro… así como dicen que a la policía se la respeta pe… eso mismo hacía yo… o intentaba al menos… Pero un día me pasé la luz sin querer… juro que esta vez fue sin querer… y el tombo me pidió 3 lucrecias para almorzar… y bueno… se las di… ¿Pero cómo es que se supone que debo aprender a respetar a los tombos, si ellos no se hacen respetar? Ay que dilema… que dilema por la Sarita…
También intenté manejar lento… parar cuando los pasajeros dicen: “esquina bajo”… esperar a que terminen de bajar para arrancar mi adorada combi de nuevo… pero me fue imposible. Por más que trataba… los demás pasajeros siempre me estaban apurando… porque tenían que llegar a chambear o a estudiar a tiempo decían…
Pues en general… todos me impedían ser quien quería… quien le había prometido a la Sarita que sería… El Perú es un país de mierda pues… aquí nadie respeta nada…y muchos ni siquiera exigen o si quiera aspiran a ser respetados… Teniendo esa idea en la cabeza continué varios días… varios durante los cuales seguí siendo “El Travieso” por las transitadas avenidas de la gris Lima. Pensando así, no me sentía culpable…no sentía que le fallaba a MI santa… a esa que era pobre como yo…
Pero en el fondo sabía que si le estaba fallando… ofreciéndole menos que nada a ella… justamente a ella quien me lo devolvió todo… Que fea sensación cuñao… La verdad era que aunque en realidad el Perú entero estuviera intentando cagarme… tratando de impedirme llegar a mi objetivo… el verdadero problema, el verdadero gran obstáculo era yo… solo yo… Era yo quien no podía cambiar… Era yo quien disfrutaba de ser “El Travieso”… el vivo, el pendejo, el mañoso… yo era feliz así, y de eso nadie tenía la culpa… nadie más que yo. Si realmente hubiera estado dispuesto a cambiar, lo habría hecho… a pesar de todos y cada uno de ellos… a pesar del Perú entero.
Pero no quise…no quise porque en mi combi me sentía el rey… el rey de… de… pues solo de mi combi creo… y de las avenidas… y hasta de Lima… sea como sea… un rey al fin. Y eso solo lo sentía en mi combi… solo manejándola me sentía controlándolo todo… que tanto se demora la gente en llegar a sus destinos… que tanto caso les hago para detener la combi donde deseen bajar… y muchas… muchas otras cosas… y no estaba dispuesto a perder eso… ni por la Sarita… y que me perdone…
Quizás sea justamente por esto que este país está como está… porque todos sienten lo mismo que yo… porque nadie desea renuncia a su diversión… a su satisfacción por lograr algo bueno… algo que beneficie a todos… Quizás sea por esto también que todo el mundo estaba en mi contra… porque estaban… porque están de su lado… solo de su lado… y del de nadie más… igual que hago yo…
Que me perdone la Sarita… Perdóname Sarita… perdóname por favor… pero es que esto es muy fuerte… tan fuerte… creo que siempre he sido así… creo que la vida y nuestro país me enseñaron a ser “El Travieso”… a ser el vivo para poder sobrevivir…y para serte sincero… no me pesa… la verdad es que así soy feliz… Todo este mundo del transporte público limeño es mi habitat natural… ¿entiendes? Es mi habitat al cual ya estoy perfectamente adaptado… de lograr cambiar tal vez no sobreviviría… o al menos… no sería feliz… Y como todos los peruanos y todas las personas del mundo… solo busco ser feliz… Todos buscamos aprovecharnos de los demás… sacarle la vuelta a la autoridad… divertirnos… todos menos tu… por eso eres santa… por eso te rezo… porque tu eres diferente… porque yo jamás podría llegar a ser como tú…

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“Norma, no regla” por María del Rosario Zúñiga

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– No, no. Así no cariño –

Norma siente el retumbar de esa voz ronca una y otra vez dentro de sus oídos como ecos interminables. Recordaba como David chascaba la goma de mascar grotescamente mientras retiraba el enfoque de la cámara fotográfica de su rostro. Ella, un tanto confundida, sentía la piel desnuda de su cuerpo erizarse repentinamente. 90, 60, revienta, pensaba. ¿Es que no soy suficiente?. La cooster 29 que acababa de cruzar Canevaro estaba repleta de gente. Un hombre de pie al lado del asiento de Norma se deleitaba mirando los bamboleantes senos de la ensimismada adolescente a medida que la cooster proseguía su camino por agrietada senda. Hacía calor. Mucho calor. Norma sentía sofocarse y aún así, se rehusaba a abrir la luna que estaba al lado. El fastidio le quemaba la faringe y le daba una tonalidad rojiza a su rostro. Ella quería quedarse así. Sumida en el fastidio, ella tenía cólera. Cólera, cólera, cólera.

Penélope Cruz sonreía encantadora desde un gigantesco afiche colocado sobre un poste de publicidad. A medida que la cooster avanzaba, Norma giraba el rostro para no dejarla de observar. El semáforo estaba en verde y el chofer no hacía uso de los frenos. La mirada de Penélope Cruz se hacía distante, su rostro cada vez más pequeño y su afiche cada vez más invisible entre la niebla limeña que luchaba por ocultarla. Norma volteó a mirar al frente con rostro deprimido. Nunca sería tan sensual como Penélope Cruz o cualquier otra.

– Te falta experiencia, cielo. Regresa cuando dejes de ser una nena –

Cuando Norma estuvo retirándose la lencería en el camerino y volviéndose a poner el calzón holgado que mamá hacía tiempo le había prometido cambiar, escuchó que David hablaba con el editor del catálogo que ella no servía. Es una niña, le dijo. De seguro que no le ha venido la regla. Risas, risas y más risas. Lástima, dijeron. Lástima que no sea perfecta.

Norma tenía 14 años y aún no lo había venido la regla. ¿Pero cómo sabían esos malditos si me había venido o no? Las manos de Norma se encerraron en dolorosos puños. ¡Ellos me dijeron que tenía todos los requisitos para ser modelo! ¿Qué falló entonces, qué falló?. El cobrador dejaba entrar a más pasajeros a pesar de que la cooster ya no tenía más espacio. El hombre al lado de Norma dejaba que su rodilla rozara con el brazo pecoso de ella a medida que la cooster daba saltos de un lado al otro. Norma no lo miraba. Sumida en sus pensamientos, recordaba la voz de David decirle que para modelar lencería hacía falta ser provocativa y natural. No seas rígida, abre más las piernas, muérdete los labios, sé esto, sé lo otro.

De pronto, la cooster dio una gran salto y Norma por fin sintió una rodilla extraña chocar suavemente cerca de sus senos. Dio un respingo y volteó a mirar de quien se trataba. Era un hombre de unos 24 años enternado, blancón y de pelo castaño. Norma lo miró unos segundos pero él sólo miraba los carros y las avenidas que la cooster cruzaba por la ventana. Norma supuso que se trataba de un accidente. Ella volteó el rostro a mirar las musarañas y él, sin que ella lo viera, volvió a mirarla.

Una señora de edad se abrió paso entre la multitud que yacía de pie a lo largo del pasadizo de la cooster. Al llegar al lado de Norma, Norma titubeó pero le cedió el asiento. Ahora de pie y sofocada por diversos cuerpos que chocaban indiferentemente con el de ella, pudo ver más de cerca el rostro de un hombre que no dejaba de mirarla. Ella le desvió la mirada pero por una extraña razón, volvía a mirarlo de rato en rato siempre notando que él no dejaba de mirarla. La mujer que se encontraba entre ellos se abrió paso hacia la puerta para bajar al paradero. Apretada con los otros cuerpos, el cuerpo de Norma ahora yacía apretado con el del hombre que no la dejaba de observar. Sin decir palabra, Norma dejó que el pecho de él se acercara más al pecho de ella. La cooster saltaba, Norma no se dejaba caer pero él cada vez más se acercaba y la rozaba. Norma recordaba como David chascaba grotescamente la goma de mascar y como la miraba sin excitación. Este hombre desconocido, viéndola navegar en pensamientos perdidos la cogió de la cintura y la juntó hacia él. Norma no hizo nada. Unos minutos después se dejó coger la mano y juntos, sin saber dónde, bajaron de la cooster a un callejón desolado.

Al día siguiente Norma regresó al estudio y con la lencería ya puesta sorprendió a David, diciéndole que le diera una oportunidad más. David dejó el periódico a un lado y se llevó la correa de la cámara fotográfica al cuello, resignado. Norma se dirigió a la cama y se arrodilló sobre ella con las piernas ligeramente abiertas y los brazos alzados por detrás del cuello. 1er flash. Revoloteaba su cabello lacio entre las yemas de sus dedos y llevaba las manos sobre su vientre y uno de sus senos. 2do, 3ero, 4to, 5to flash. Adentraba su rostro al cuello y miraba fijamente a la cámara, miraba de lado a lado, alzaba el mentón y abría los labios. David ya había cambiado de rollo y embelesado reía y le decía que no se moviera. Cada flash era para Norma una rápida escena del primer beso que tuvo ayer en la oscuridad. Cada flash, era un recuerdo de esas manos desconocidas explorar su piel bajo su jean y la chompa de lana. La corona de oro volvía a sentarse invisiblemente sobre su cabeza. Soy una modela profesional, se dijo. Soy y seré siempre una modelo profesional.

A la semana siguiente, Norma recogió del buzón de su casa un sobre con el catálogo de la marca de lencería para la que había estado modelando. Emocionada, abrió bruscamente la revista y pasó las páginas con mirada obsesiva. El mundo cobró para ella un color blanco y negro cuando página tras página no veía su rostro maquillado, sino las fotografías de un cuerpo semidesnudo que, experimentado o no experimentado, no llegaría nunca a ser un afiche tan grande, como aquel que había visto días antes, en un poste de estúpida publicidad.

Norma se siente sucia. Llevándose una mano hacia la boca, ella siente ganas de vomitar.
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“Un delincuente que conduce por las calles” por Ronald Cotaquispe

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El crepúsculo anunciaba el arribo de un nuevo día en la ciudad. Los primeros síntomas del trajín citadino se vislumbraban. Las almas y los vehículos aparecieron por decenas, invadiendo cada calle, avenida, paradero, todo. Entre estos se encontraba Sócrates, un chofer de combi que empezaba su ruta, quien además estaba acompañado por Platón, el cobrador de la combi. Estos venían con el vehículo desde las afueras de la ciudad. Ellos, pues, no residían en ella.
−Está seguro de querer ir−preguntó Platón a Sócrates.
−¡Tenemos que!−respondió Sócrates.
−Pero, no somos bienvenidos−argulló Platón.
−Es nuestro trabajo−dijo Sócrates.
La combi fue adentrándose cada vez más a la ciudad. Cuando esta llegó a la primera calle, aparecieron personas alzando la mano, pretendiendo subirse a la combi. Estos se encontraban en un cruce donde no había paradero. Sócrates no los vio ni pretendió hacerlo. Solo siguió con su ruta, concentrado en su fin. Más adelante, llegó al primer paradero. Se detuvo en él. Aguardó unos segundos. Platón abre la puerta de la combi. Unas cuantas almas se suben. Lo hacen entre griteríos y golpeteos que prorrumpían entre ellos. Entonces, la combi volvió a emprender su marcha por la ciudad. Sócrates conducía despreocupadamente. Solo se avocaba a hacer su oficio, a hacerlo bien. Ese era su fin.
El día avanzaba. Los pasajeros se impacientaban por no hallarse aún en su destino. En eso, la combi llega a la carretera.
−Ya pues, maestro, pise a fondo−le dice uno de los pasajeros a Sócrates.
−No puedo, caballero− responde.
−¡Qué fue!
−Ya estoy bordeando el límite de velocidad.
−Si no hay tombo−dice el pasajero.
−Eso no me hace señor de la carretera.
El pasajero no dice nada más; al menos no a Sócrates. Hay murmullos que empiezan a escucharse dentro de la combi. Eran los pasajeros que entre ellos hablaban. Platón se da cuenta de ello. “¿Sobre qué hablarían?”, se cuestionaba sí mismo. Aprovecha el momento para cobrar los pasajes y, de paso, averiguarlo. “Pasaje. Pasaje. Pasaje, caballero”, va diciendo Platón mientras pasa entre los asientos de los pasajeros. Mientras tanto, discretamente pega el oído a cuanta conversación oye. Pudo escuchar las cosas que se decían en la combi sobre Sócrates:
−Ese qué tiene. Está loco−dijo un pasajero.
−No sabe conducir. Debe ser un huevón−responde otro.
Platón se guarda los pasajes y va solapadamente donde Sócrates a contarle las cosas que ha escuchado.
−Perdón, señor−dice Platón a Sócrates−La gente está soltando injurias en contra de su persona.
−¿Eso es novedad?−dice Sócrates.
−No, pero…
−¿Entonces?−dice Sócrates, recriminando a Platón−. No seas testarudo y sigue trabajando.−Y continuó manejando.
La combi continúo su ruta. Sócrates siguió manejando dedicado a su fin. Otros vehículos también iban por el lugar. Todos estos pasaban, dejando a tras a Sócrates. Todos y por, sobre todo, las combis con la misma ruta que la de Sócrates, quines le robaban pasajeros. Entonces, las habladurías en la combi prosiguieron:
−Este es un huevón−dijo un pasajero a su par del costado.
−Sí, oye. Fácil está “crazy”−respondió el otro.
Platón seguía oyendo esto y cosas parecidas. Le empezaban a perturbar esas palabras. Fue, por tanto, nuevamente donde Sócrates.
−Señor, siguen−dice Platón.
−¿Qué cosa sigue?−pregunta Sócrates.
−Usted ya sabe de qué hablo−dice Platón en un tono recriminador.
−Y cuál es el problema.
−Voy y les hago el pare, señor−dice Platón cerrando los puños, mostrándose un tanto agresivo.
−¿Es ese tu fin?−pregunta Sócrates.
Platón no dijo nada.
−Entonces, sigue trabajando−termina por decir Sócrates para que Platón se retirara a su puesto.
Sócrates continuó manejando la combi. De repente, uno de los pasajeros advierte que está pronto a llegar a su destino. Este se levanta de su asiento y camina hasta la puerta.
−“Cruzando, baja”−dijo el pasajero.
No hubo respuesta alguna por parte de Sócrates ni Platón. Aquel siguió manejando y la combi se pasó de largo la esquina donde quería bajar el pasajero.
−Oiga, le dije que bajaba en el cruce−vociferó el pasajero.
−Ese no es paradero−argullo Sócrates.
−Pero, dejeme bajar.
−Aurita llegamos a un paradero.
−Oiga, loco de mierda, dejeme bajar.
−Platón, no abras la puerta−dice Sócrates.
Platón obedece y se planta firmemente frente a la puerta de la combi. El pasajero empieza a agraviar verbalmente tanto al chofer como al cobrador. “¡Hijos de puta, Locos, locos de mierda, Cojudos, delincuentes! Déjenme bajar”, decía.
Pronto, la combi llega a un paradero y se detiene. Al pasajero, por fin, se le permite bajar. Este sale de la combi, soltando los mismos insultos que antes. Siguió con ello incluso después de bajarse.
Lo acontecido hizo que los demás pasajeros que aún se encontraba en sus asientos blasfemaran aún más y peor contra Sócrates. “¡Cojudos de mierda, huevones, locos, delincuentes, delincuentes! Eso es lo que son. Son unos malditos delincuentes”, decían los pasajeros casi como si de una sola voz se tratara.
Sócrates no se mostró afectado por ello. Continuó manejando abocado a su fin. El griterío de los pasajeros en la combi provocó un gran tumulto en las calles. La combi se había convertido en una suerte de escándalo ambulante. En eso, una sirena de moto policíaca resuena por detrás de la combi, ordenando que esta se detenga. Sócrates acató. Cuadró la combi en una esquina donde estaba permitido. El tombo de la moto se cuadra al costado de la combi, esperando a que Sócrates, el chofer, saliera a rendir cuentas. Sócrates se levantó del asiento y se dirigió a la puerta de la combi.
−¿Está seguro de salir?−preguntó Platón.
−Tengo que hacerlo −respondió Sócrates.
−¿Qué hará estando afuera?
−Lo que debo, mi fin.
−¿Y después?
−Tú solo mírame−termina por decir Sócrates.
Platón abre la puerta de la combi para que Sócrates pudiese salir. Una vez afuera, se dirigió donde el tombo.
−Buenas, oficial−dice Sócrates al tombo.
−Nada de buenas, huevón. ¿Qué era todo ese alboroto de ahí adentro?−dice el tombo.
−Gritos de los pasajeros−responde Sócrates.
−Baboso, eso lo sé. Pero, ¿por qué gritaban?
En eso, los pasajeros que se encontraban aún en la combi vuelven a injuriar a Sócrates desde las ventanas. “¡Huevonaso de mierda, maldito delincuente!”, le gritaban.
−¡O sea que eres un maldito delincuente!−dice el tombo.
−¿Y cuál sería mi delito?−dice Sócrates.
−¡Está bien, está bién! Acá lo arreglamos.
−¿A qué se refiere?
−Ya sabes. Una guita para estar contentos los dos.
−No−dice Sócrates.
−¿Qué? Oye, ya pues, entre tú y yo nomás. No hay nadie−dice el tombo.
−¿Nadie? Estamos tú y yo.
−Oye, huevonaso, acaso quieres estar en cana−dice el tombo.
Sócrates no responde. Entonces, el tombo llama a sus pares que se encontraban en los alrededores y pide una unidad policíaca que se haga presente. Estos llegan y aprenden a Sócrates. Este lo único que hizo fue someterse al arresto. Platón solo se quedó mirando. Miró cómo Sócrates era apresado por los tombos, cómo era introducido a la unidad policíaca, cómo aún le gritaban los pasajeros mientras se lo llevaban, miró cómo era tratado: como a un delincuente.
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“Todo por la música” de Anna Davis

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groupie

[…]
Antes de meterme en el taxi, me quedo un par de minutos observando al mundo al que no pertenezco. Me doy uno de mis abrazos desde adentro. Dios sabe que necesito que alguién me de un auténtico abrazo. Solo me tomo un par de minutos para mí misma. Luego volveré a casa con mamá y Jake […]

Anna Davis, escritora también antologada en Los nuevos puritanos, ofrece en “Todo por la música” la versión adolescente, suburbana y escocesa del relato de aventuras. Una quinceañera observadora y manipuladora debe enfrentar la persecusión de su madre que no quiere que asista al concierto de la banda rockera de sus sueños, único objeto de la ternura de la chica. Ella, fecunda en ardides como Ulises, enfrentará la aventura de la caminata nocturna, con el auto de la madre dando vueltas y el blanco de su deseo apareciendo y deapareciendo. El perseguidor, el perseguido, la meta, todos son lugares comunes de este tipo de ficciones que nuestros talleristas enfrentan apelando a dos personajes dispares de la Lima contemporánea: el cobrador de combi y la modelo. Sigue leyendo

“Venganzas” por Román Paredes

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Para la que apellida Nieto
y su nombre es Lucía:
la cachetona

Había guardado aquel cigarrillo de marihuana jamaiquina desde hace veinte años por si alguna vez lo necesitara. Trataba de recordar poco la vida de aquellos años, las mujeres que toqué y menos las personas que lastimé, lo único que sabía era que el cigarrillo estaba en mi escritorio y que no se había movido de ahí desde hace veinte años cuando lo coloqué la noche que decidí que no más. El momento que sabía que iba a llegar ya estaba aquí y nunca soñé, ni me esperancé, que la felicidad me durara para siempre, no. Ahora, con el cigarrillo entre los dedos, el problema era con que diablos prenderlo y recordé, y constaté que mi memoria ya no era tan buena, que el encendedor con el que siempre prendía los cigarrillos, y único con el que los prendía, también lo había escondido quién sabrá donde. Me levante de la silla, y comencé a buscar en mi pequeña biblioteca, entre esas pequeñas fisuras que dejaban los libros, y encontré, en vez del encendedor, una foto de Lucy joven, hermosa y radiante con aquel cabello enredado y artificialmente laceado tan suyo, y no pude evitar dejar salir unas cuantas lágrimas y desear, con más ansias, encontrar el encendedor rápidamente.

La primera vez que la besó fue en un parque cerca de Larcomar, a las ocho de la noche, y es casi imposible olvidar que un vendedor se les acerco para venderles una flor y ellos respondieron, al unísono, que eran hermanos. Cuando se alejó ellos rieron comentando las ideas que habrán pasado por el vendedor, la degenerada juventud de ahora que hasta entre hermanos se besan o el misio que no tiene ni para comprarle una rosa a su enamorada. No importaba, en esos momentos solo las ganas de seguir con el beso estaba presente y el viento frió y violento animaba estas ansias. Sus dedos se entrelazaban tímidamente, los cabellos de ella revoloteaban desordenados y la nariz colorada de él hacía que pensaran que parecía un perrito.

¿Terminaste la tarea de Matemáticas? – le preguntó sin apartar sus labios de los de ella.

Obvio – respondió ella mientras lo miraba a los ojos orgullosa y tratando de adivinar el motivo de la pregunta.

Que bonita es Lucy, pensó él. El buzo azul con rayas blancas en los costados le quedaba tan bien, muy pegado pero no tan atrevido, lo suficiente para imaginar cosas que no debían decirse. El polo blanco tenía que ser, sin exagerar, de cuatro tallas menos porque aunque ella no las tenía grandes con ese polo hacía pensar que estaba con una estrella porno.

¿Por qué más crees? – le dijo él mientras la miraba con una cara de no seas tonta.

Seguro otra vez no has hecho al tarea – dijo ella – Ya te he dicho que no me gusta que seas tan flojo.

¿Me la das o no? – pregunto esta vez sin sonreír mucho.

Si, si – dijo ella sin mirarle a los ojos – sabes que nunca te niego nada.

Lo se, dijo con una sonrisa maliciosa mientras la tomaba con más fuerza de la mano y llevaba sus labios a los de ellas para darle un beso agresivo, que de pasión tenía bastante y de ternura poco, y al terminar comenzaron a caminar, sin estar de la mano, como dos buenos amigos, hacia la Arequipa para que tomarán el carro pues los padres de Lucy la regañaban si llegaba muy tarde.

¿Oye, este… esto significa que estamos no? – pregunto Lucy sin mirarle los ojos, con sus manos juntas y apretándolas suavemente.

Parece que sí, dijo Manuel.

Se veía tan bien en esa foto, como en esas épocas de vida loca universitaria, las clases hasta las nueve de la noche seguidas de un roncito en algún bar cercano a la Católica, las fiestas semanales hasta las cinco de la mañana en alguna discoteca, yo borracho, ella borracha tirados en la cama de algún hotelucho cercano esperando el amanecer, agotados de tanto hacer el amor. Eran tiempos distintos, tiempos en que uno aún era joven, veinte años cada uno, y quería probar de todo, saber de todo, estar en todo sin saber que después podía arrepentirme de todo, y lo hice. Era una historia demasiado larga como para recordarla ahí, parado frente a la pequeña biblioteca y mirando su foto, no. Para estas cosas era necesario un buen whisky escocés, que tanto le gustaban a Lucy, un buen habano cubano y el maldito encendedor. Era en vano ser tan exigente, la melancolía y el bombardeo de recuerdos en forma de films no dejaban de venir, era mejor, siquiera, sentarse en la silla, abrir una botella de whisky y fumarse un cigarro normal. Si, era mejor que soportar la nostalgia sin nada, que probar la sopa fría, el whisky y talvez con un poco de gaseosa para que se convirtieran en ron, como el ron de aquellas épocas, y degenerara todo al final en una borrachera con una resaca tremenda que el dolor de cabeza sería más fuerte que el del corazón. Sabía que era una ilusión pero estaba de más si me aferraba a ella o no pues igual no dejaría de salirme lágrimas de los ojos y de recordar, como si fuera ayer, el olor de sus cabellos negros azulados, sus ojos marrones cafés, su piel blanca como la luna, sus labios sabor a miel, su sonrisa coqueta, su firme carácter, que al principio era imposible saber que tenía, sus senos pequeños y coquetos, sus piernas anchas y sensuales, sus cachetes suaves.

¿Y compadre, la manoseaste siquiera? – le preguntó Camilo

Tú que crees, huevón. – respondió Manuel con una de esas sonrisas pendejas – Si te contara todo ahorita mismo te me caes para atrás.

La profesora no dejaba conversar mucho, era mejor mandar papelitos tipo Chat detallando todo lo que no sucedió, salvo en la imaginación. Era la primera vez que estaba con una chica que todo el colegio calificaba como bonita y la gran sonrisa que se le dibujaba en el rostro no estaba de más, pero a pesar de esto desde ayer, desde que llego a su casa después de haberla dejado embarcada en su carro, se preguntaba si estaría bien así como sucedieron las cosas, si talvez Lucy había entendido las cosas de otra manera y porqué es que le costaba tanto no quedarse embobado ante sus ojos, su sonrisa y esos cachetes grandes y lindos que tenía.

Manuel – dijo Lucy – ¿A ti te gusta hacer poemas no?

¿Quién te dijo eso? – preguntó sonrojado.

Una de mis amigas – dijo sonriendo – Me dijo que hace un año tu le mandaste un poema declarándote y que era muy bonito.

¿Si? – dijo – Te ha mentido, ni siquiera se digno a responderme la carta

Porque quería que tu le dijeras todo eso en persona – dijo ella – Es de hombres hacer eso ¿no?

Quien sabe, pensaba, en fin ya no importaba, ahora ellos dos estaban juntos y no había nada de que discutir.

Es que… yo también quiero un poema, Manuel – dijo Lucy mientras lo agarraba del brazo y lo pegaba contra ella – Uno por cada mes que cumplamos.

Manuel no respondió y comenzó a caminar, ya era la hora de salida y mientras caminaba pensaba que desde aquél poema no había escrito otro más, un año entero sin escribir nada.

No sirven de nada, pensó.

Cuanto había cambiado desde chico, ya no leía libros, ya no cantaba a todo pulmón canciones alegres, ya no soñaba con una vida feliz. Todo ha sido por mi culpa, es bueno aclarar, porque mientras me tomo un vaso de whisky, rodeado por cuatro paredes de color verde, acompañado únicamente por mi escritorio, mi pequeña biblioteca, empolvada por su desuso, y la foto de Lucy, intento encontrar un Dios que me permita volver otra vez a aquellos tiempos y hacer tantas cosas que nunca realice y no hacer muchas cosas que hice. Cuando yo creí que llevándola a un altar vestida de blanco, con su ramo de flores y sus padres entregándomela, había logrado hacerla mía para siempre me equivoqué y, lo peor, es que ningún instante fue mía, en alma y corazón, salvo aquellos años tan lejanos que cada vez se me hace más difícil recordar. Lucy estudiaba Joyería y yo Literatura, ella iba a la Senati y yo a la Católica y mayormente nos veíamos en las noches cuando ella salía de clases y yo la recogía para llevarla a su casa en Chorrillos. Ella siempre me gustó como ninguna otra, ella siempre supo moverse en la dirección que yo quería, abrigarme las noches que más lo necesitaba y darme la mano sin que tuviera que pedírselo y yo, aunque suene duro decirlo, nunca le agradecí todo esto. Si en esa época hubiera sido un adolescente de nuevo no hubiese hecho nada de las cosas que le hice, no la hubiese engañado con cualquier mujer que se me ofreciera para ir a la cama, no le hubiera puesto una mano encima jamás y jamás le hubiera dicho tantas veces que era un perra. Lucy soporto dos años mi desprecio, mi amargura contra mi mismo, mis ganas de desquitarme con alguien y a pesar que yo sentía que estaba enamorado de ella no podía dejar de maltratarla. ¿Alguna vez han sentido eso? Es como golpearte a ti mismo, es como clavarte una daga en el corazón y estás tan acostumbrado a hacerte daño a ti mismo que no te das cuenta que el mayor daño se lo causas a esa persona que tu amas. Eran tiempos de drogas y alcohol desmesurados, en mi círculo de amigos no existía el respeto hacia la mujer y menos hacia una relación sentimental, Lucy era un objeto más de uso, de placer. Después de dos años ella me dijo que se iba a Estados Unidos a seguir su carrera y me confesó, también, que le era urgente alejarse de mí, que a pesar de todo me seguía amando pero no más, dijo ella, y cuando la vi partir en su avión, yo también dije no más. Desde aquel día deje las drogas y mis amigos, bote toda botella de whisky y solo guarde un cigarrillo de marihuana por si alguna vez, como ahora, llegaba a necesitarlo. La encontré diez años después caminando en la Arequipa, entre las cuadras 20 y 21, sola, no me importo saber como es que estaba allí, desde cuando ni porqué y lo único que sentí fue que debía acercarme, darle un beso y mostrarle que ya no era el fracasado que había conocido. La tomé de la cintura, la volteé y cuando iba a besarla, frené: sus ojos estaban llenos de lágrimas.

¿Cuándo vas a darme un poema? – preguntó Lucy con un rostro mezclado de enfado y engreimiento – Llevo medio año esperando uno y nada.

Para cuando cumplamos un año te prometo uno – dijo Manuel – Así que si de verdad quieres tanto uno tendrás que esperar.

Pero si de acá a medio año terminamos el colegio – dijo ella.

¿Mejor no? – dijo él – Así el poema vale como despedida de fin de año y como nuestro primer aniversario.

Estaban de la mano en la sala de la casa de Lucy esperando que su mamá traiga esos platos deliciosos que solo ella preparaba y que tanto disfrutaban, mientras miraban los padrinos mágicos.

¿Por qué me miras tanto las piernas, Manuel? – preguntó Lucy sonrojada.

Porque son bonitas pues, tonta – dijo él – ya te he confesado que verlas me excita.

No deberías pensar esas cosas – dijo ella

Pues si cachetona, solo tenemos quince años, pensó Manuel.

La llevé a un bar cerca a Shell que era donde yo vivía, ella me dijo que no quería entrar así que le dije que compraríamos algunos tragos y los tomaríamos en mi casa, lo cual ella accedió. Estaba llorando y verla así me destrozó el corazón, no pude besarla, no pude sonreír, no pude hacer nada más que decirle que vayamos a un bar o a mi casa a conversar. Subimos con los tragos, dos botellas de whisky y una gaseosa negra, y la llevé a mi cuarto para que se recostara mientras yo preparaba el ron. Desde la cocina podía escuchar como lloraba sin parar y sentía como mi corazón se arrugaba y se apretaba fuerte contra mi pecho, habían pasado diez años desde que no la veía y ahora la amaba más que antes, encontrarla así me destruía pues ella era alegre y soñadora, llena de vida y de sonrisas. Me acerque a ella ofreciéndole un vaso, lo cogió y lo dejo a un lado, se paró y sin pronunciar palabra alguna me besó, se comenzó a sacar la ropa y yo no supe que hacer pero su desesperación me dijo que más que un trago necesitaba amor, calor y caricias. Esa noche le hice el amor una vez más y fue como aquella primera vez con ella, donde sentí que las estrellas eran alcanzables. Aquella primera vez fue hace tanto tiempo y no supe entender que estaba enamorado de ella y tanto amor me dio miedo y me hizo huir. ¿Alguna vez han huido del amor? Si lo han hecho me entenderán, gente como yo que no esta acostumbrada a recibir amor cuando lo consigue, en grandes dosis, sufre pánico, aunque suene estúpido, es así. Cuando vi por primera vez el cuerpo desnudo de Lucy, sus senos pequeños eran muy blancos con unas tetillas rosadas, sus piernas de una textura lisa y perfumada y su rostro tan inocente como la noche. Esa noche estaba otra vez en mi cama, recordándome la primera vez que la hice mi mujer y que ella me hizo hombre, juré que nunca más la dejaría ir, que le daría todo lo que no supe darle, todo lo que ella merecía.

Que bonitos son tus senos – dijo Manuel excitado.

Lucy estaba tan roja como un tomate, emocionada y aterrada, preguntándose que se debía hacer.

¿Te has dado cuenta que lo de abajo tiene pelitos? – dijo Lucy – Y eso que me he rasurado un poco.

Era cierto, pensó Manuel, que no podía apartar su vista de los senos de Lucy mientras jugueteaba con ellos con su lengua.

¿Quieres besármelo? – preguntó Manuel mientras con sus ojos le señalaba todo el esplendor de su sexo inexperto.

Había que probar, pensó Lucy, sino para que estábamos acá ¿no?

Uhmmm… No es rico pero tampoco feo ¿Te gusto? – preguntó Lucy

Ni te imaginas, pensó Manuel, y olvidándose de cualquier miedo comenzó a besarla sin tapujos mientras Lucy hacía pequeños gemidos para alentarlo. Sus manos recorrieron cada parte del cuerpo de Lucy hasta los rincones más desconocidos y con un jadeo mutuo hacían movimientos medios extraños, intentando acercarse a esas películas de adultos que habían visto antes de echarse a la cama para ver como se hacía, hasta que Manuel ya no pudo más y eyaculó dentro de ella.

No estuvo mal – dijo ella media confusa

¿Mal? – dijo Manuel – Yo me sentí en las nubes.
¿Te nos imaginas casados ya viejos y tomados de las manos con nuestros hijos? – le pregunto Lucy mientras se cubría los senos con las sábanas y recibía a Manuel entre sus brazos.

No – dijo Manuel en vez de solo pensarlo

Y pensar que ya es fin de año – dijo él – Camilo y los demás me deben de estar esperando, ya es tarde.

Lucy con un gesto le indicó que comprendía que debía ir con sus amigos y ella quedarse en su cama hasta que llegaran sus padres que habían salido a una fiesta social. Poniéndose una bata transparente negra, muy sexy, de su mama se levantó y le dio a Manuel un beso tierno.

¿Me llamas mañana temprano, no? Recuerda que mañana es nuestro aniversario – dijo ella

Manuel no pensó ni dijo nada y solo volteó y se fue. Mientras caminaba hacia la fiesta donde estaban sus amigos, recordó el olor a leche fresca su piel y pensó que sería una pena no volver a verte Lucía Nieto.

Me casé con ella pensando en hacerla feliz y amarla por el resto de su vida, pero olvidé que la vida juega con nosotros y que mi amargura de los tiempos de joven se transmitió a ella. Con el pasar de los años me fui dando cuenta que Lucy, desde que la volví a ver, ya no me amaba y que se había casado conmigo para cobrarme todo lo que le hice sufrir. Me engañaba sin remordimiento con cuanto hombre se le cruzara, en nuestra propia cama y no tenía reparos en tener cuidado para que no la vea. Derrochaba el dinero que le daba malgastándolo en bebidas y drogas, como yo en aquellos tiempos, jugándolos en el casino o alquilando pasión en las calles. Yo sentía que no podía hacer nada y volví a repetirme una vez más que gente como nosotros no esta acostumbrada a recibir amor, gente que quedó huérfano desde pequeño y nunca conoció el amor de padres. Lucy nunca entendió porqué es que yo me comporté así con ella tanto tiempo y hasta el último día que estuvo a mi lado, antes de mandar todo al diablo y marcharse con mi dinero, me recordó que era yo el que había desgraciado toda su vida, las tantas veces que la llamé perra, las veces que la golpeé, pero sobre todo aquella vez, que después de hacer por primera vez el amor, cuando estudiábamos en el mismo colegio, me marche y nunca más la volví a ver. Ahora que estoy solo en este cuarto vacío busco desesperadamente el maldito encendedor para poder prender aquel cigarrillo que guarde porque en el fondo de mi corazón sentía que llegaría algo así algún día, pero encuentro de todo menos el encendedor, incluso he encontrado mi vieja pistola de aquellos días sin rumbo. Juego con ella, puedo sentirla fría, pesada y escucho como grita que la utilice, que acabe de una vez con este sufrimiento y mientras sucede eso veo ante mis ojos de nuevo aquellos días de enamorados mientras estábamos en el colegio y el rostro adolescente de Lucy preguntándome si la llamaré mañana, el último día del último año de colegio, después de haber hecho el amor por primera vez, y como desearía haberle respondido que sí, que la llamaría para decir feliz aniversario, aquí esta el poema que te prometí, y para pedirle que aunque solo teníamos quince años quería que sea mi esposa y lleguemos a viejos juntos, de la mano y a lado de nuestros hijos, mi cachetona.
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“Solo son papas y huevos” por Cynthia Téllez

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Hoy tengo que entrar, como todos los días, a la cocina. No sé cuál será el plato principal que han preparado. No sé si almorzaré. Tengo unas extrañas ganas de comer papa con huevo. Sancocharlos ha sido mi labor durante la mayor parte de mi niñez; me extraña sentirme provocada.

Mi madre solía encargarme sancochar papas y huevos diariamente. Entre las tres y las cinco de la mañana, sancochaba, pelaba y empaquetaba lo necesario para la venta del día. Mi madre, en ese tiempo, aseaba la casa, se alistaba y sacaba la carretilla para irse a vender al cementerio, a Gamarra o simplemente al mercado. Al acabar el día regresaba con lo que habría que sancochar al día siguiente, se sentaba en la cama y sacaba cuentas.

Creo que hoy sacaré cuentas. Tal vez actualice el inventario y encargue las compras de esta semana. Espero que la cocinera principal y mi ayudante hayan hecho la lista de lo que necesitarán. No me preocupo porque ellas son responsables; tal vez algo chinchosas, pero responsables. Ser la dueña de un restaurante me gusta mucho porque me permite decidirlo todo: presupuestos, pagos, contratos, despidos.
Negocios, negocios…

El día de los muertos era uno de los mejores para el negocio de mi madre; usualmente ella me prometía comprarme un dulce en recompensa por ayudarla. Recuerdo una de esas ocasiones. Una niña, no mayor que yo, que se acercó a nosotras y nos compró una porción, quién sabe si por piedad pues no parecía tener ganas de comer. Su madre violentamente tiró su porción al piso. “Que no tengamos dinero para enterrar mejor a tu padre, no te convierte en una muerta de hambre.”- le dijo. Ese día entendí que cosa era ser pobre ¡Es cosa del pasado!

A la gente, a una gran parte por lo menos, le gusta el dinero y tratar mal al resto. Una de mis vecinas se casó con un oficial, luego de ser por mucho la amante. Ayer la vi nuevamente porque vino a almorzar. Tenía sobre sí mucho pellejo de animal; más que a comer, se dedicó a mirar con desprecio a mis empleadas.

Nunca me ha gustado trabajar; menos en limpieza o en casa. Trabajé por un tiempo de cocinera en una casa de locos. El día que llegué oí gritar ahogado, a una chica, en el cuarto contiguo al mió; seguramente el patrón le tapaba la boca. No dije nada. A la semana siguiente esa chica, María creo, se mató. Ella era parte del grupo de gente que no entra en la primera categoría pues era muy humilde. Ella y su hermanita, que también trabajaba en la casa, no entran en la primera categoría. La pequeña enmudeció desde el día que encontró a su hermana muerta en el cuarto. Nunca más, hasta que me fui, pronunció palabra.

Me apenó mucho el final de las dos primeras chicas. La segunda empleada a la que violaron se volvió drogadicta. La tercera; sin embargo, me contó algo escalofriante después de que enterraran al dueño por un paro cardiaco. Me dijo que había descubierto que con un inyectable y aire se podía matar. Renunció y no la vi más.

Es hora de ir a la cocina y verificar si todo marcha bien; sin embargo, no tengo ganas de felicitar a nadie por su trabajo; llamar es mejor opción. Las cocineras saben que soy muy estricta; espero que hoy haya algún problema, tengo ganas de despedir a alguien…

Un día me despidieron. Yo no quería quedarme, no me quedaba valor para nada más. Ese día decidí contarle todo a la dueña. Resultó que ella lo sabía todo sobre lo que hacía su esposo; a ella también la maltrataba. Ella era quien había ordenado a la última empleada que conocí matar a su esposo. Algunas personas prefieren matarse y otras matar.

Hoy tengo ganas de despedir. No sé por qué me gusta hacerlo de vez en cuando, nunca sin motivo, claro. Un paseo por la cocina me dará ideas; ojalá que no motivos…

¿Que es este olor? El gas ¡El gas se esta saliendo!…

-¡Descuidadas! Como es posible que dejaran escapar el gas. Aunque lo que más me molesta es la cara de estúpidas que ponen cuando se equivocan.
-Luego decidiré que haré con la responsable; ahora atiendan a los comensales.

Atender gente es realmente feo. En la segunda casa, donde trabajé, viví cosas tan feas como en la primera. Al dueño de la casa le gustaba golpear; siempre golpeaba a su esposa. Ella solía decirles a sus invitados que había sufrido un accidente porque era muy descuidada.

Con el tiempo y la gente que he conocido entendí que las personas actúan de dos maneras. No es cosa de dinero, probablemente es una marca dentro de su alma. El comportamiento humano es el mismo que tienen las papas y los huevos frente al agua hirviendo. Cuando saco las papas y los huevos de la olla se ven iguales a como los metí. Sin mucho esfuerzo puedes hacer de una papa sancochada, puré; cosa que no podrías con una papa sin sancochar. En cambio los huevos, que también se ven iguales a como entraron a la olla, salen duros por dentro. Unas personas se suavizan tanto que destruirse o destruirlas es fácil. Algunas personas se endurecen tanto que destruir les parece bien.

Las papas son solamente papas y los huevos, huevos; sin embargo, la segunda patrona que tuve nunca fue una papa aunque yo lo creí así por mucho. Un día antes de que renuncie su marido murió. Ella había ocultado bien, tras su fachada de sufrida, una vida llena de amantes. Quería que todos la creyeran incapaz de hacer algo malo, para vengarse matando a su marido con sus propias manos. Ella era un perfecto huevo.

Está listo el menú; me gusta la presentación; espero que también a los comensales. Me acaban de servir mi plato de papas con huevo. Intentaré demorarme para pensar bien si despediré a la responsable de que se escapara el gas. Creo que es la excusa perfecta para despedirla, me ahorrará dinero no darle liquidación. Esa pobre chica tiene una madre enferma. Ojalá no llore.
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