“Propiedad privada” (por José Carlos Banda)

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El timbre de mi casa sonó a las nueve y media. Alfredo y Carlos venían a buscarme para ir a la reunión de Rodrigo. Desde hacía varios meses no los veía, ni a ellos ni a nadie del grupo. Yo había sido el único al que se le ocurrió estudiar letras en la Católica mientras ellos la pasaban de lo mejor en la de Lima. No estaba seguro si quería ver a Rodrigo, pero quería tomarme unos tragos y pasar un buen rato con la gente de mí promoción del colegio.
Los hice esperar casi una hora. Alegué que me faltaba ducharme, pese a que me había duchado solo un par de horas atrás. Les dije que buscaran cerveza en el refrigerador, toda la que querían, mientras me esperaban. Me peiné y despeiné consecutivas veces. Amarré y desamarré y amarré y volví a desamarrar mis pasadores. Ahí fue cuando me di cuenta de lo que en realidad sucedía: no quería ir donde Rodrigo.
Aquella vez había sido diferente. Alfredo y Carlos llegaron a las diez y yo ya estaba listo. Siempre habían llegado Alfredo y Carlos porque mi casa estaba entre la de ellos y la de Rodrigo. No sé por qué los jóvenes tenemos esa costumbre de querer llegar en grupo a todos lados, pero desde que tengo conocimiento de la existencia de reuniones en la casa de Rodrigo, siempre habían llegado Alfredo y Carlos a mi casa primero. Aquella vez partimos muy rápidamente, no queríamos llegar muy tarde. Llegamos a las diez y media. Una hora razonable como para una reunión de jóvenes, casi adultos, que cursaban el primer ciclo en la universidad.
Creí que dándoles de tomar mucha cerveza quizás ellos quisiesen quedarse en mi casa y no ir donde Rodrigo, pero me equivoqué. Apenas me vieron bajar por las escalares, pese a que aún estaba descalzo (a último momento decidí cambiar de zapatos) y buscaba algunos accesorios que siempre utilizo, se pusieron de pie y me dijeron que estarían afuera buscando un taxi. Esperen, qué tal si… ¡Apúrate, te esperamos afuera! – me interrumpieron. Comprendí que no tenía opción a reclamo y que en un par de minutos estaría tomando una cerveza donde Rodrigo.
Aquella vez yo fui quien tocó el timbre y fue el mismo Rodrigo quien me abrió la puerta. Me saludó con un emotivo abrazo que yo correspondí de la misma manera. Solo habían llegado Yasmín, Alejandra y Andrea; Alex, Álvaro y el chato (nunca puede faltar un chato en un grupo). Cogí un vaso, lo llené de cerveza y me dediqué a tomar y a pasarla bien.
Cuando salí, un taxi estaba en la puerta de mi casa y Alfredo y Carlos me esperaban dentro. En veinte minutos llegamos a la casa de Rodrigo. Fui yo otra vez el que tocó el timbre y Rodrigo fue otra vez quien abrió. Su repentina aparición me asustó, quedé sin poder decir una palabra. Me saludó de nuevo con un emotivo abrazo, aunque creo que esta vez tuvo más emoción. Yo le correspondí con un tímido y frió abrazo, y me limité a decirle solamente hola. Preferí evitar todas esas preguntas y respuestas que se hacen siempre cuando uno no ve a un buen amigo en mucho tiempo, y que en realidad no dicen nada (¿qué tal?, ¿cómo estas?, ¿qué es de tu vida?, ahí, igual, bien, gracias, ¿y tú?, etc.). Pero ahora tenía ciertas dudas si Rodrigo era un buen amigo mío, o más específicamente si yo era un buen amigo suyo. Había mucha gente en la casa. Incluso más que todo el grupo que parábamos juntos en el colegio. Por primera vez parecía una reunión de la promoción 2004 y no una reunión de unos cuantos amigos de la promoción 2004.
Fui dejando que pase tranquilo el reloj. Me senté a un costado. Llenaba mi vaso con cerveza constantemente. Hablaba poco. Fumaba mucho. Cuando me preguntaban qué me pasaba, respondía que había dormido poco por la universidad y que tenía sueño. Así fue pasando la hora hasta que aproximadamente a la una de la mañana, salió de su habitación la tía Viviana, la mamá de Rodrigo. Con un cigarro en la mano, sin bajar la mirada y sin saludar a nadie; fue hacia la sala, se sirvió un vaso de whsiky y regresó a su habitación.
Aquella vez también salió la tía Vivi. Así la llamábamos todos, Vivi, con cariño. Solo que esa vez estaba un poco más arreglada. Unos jeans apretados, una blusa negra, los labios pintados y todos la amaban con la mirada. Siempre salía la tía Vivi durante nuestras reuniones. Siempre. Se servía un poco de whisky, nos saludaba a todos, nos decía unas cuantas palabras y regresaba a su habitación ante la paciente vista de todos. Al decir todos me refiero a todos. Los hombres la amaban, las mujeres la envidiaban y Rodrigo no sabía lo que pasaba.
Lo único que sabíamos del papá de Rodrigo (sí, aquel hombre con suerte que en algún momento se tiraba a la tía Vivi) era que estaba divorciado y vivía en otro país. Había sido un policía, un policía con mucha suerte probablemente. Pero ya no era nada. No tenía otros hijos, pero se había vuelto a casar (¿Qué clase de hombre podría separarse de una mujer así?).
Cuando la tía Viviana cerró la puerta, se empezaron a escuchar murmuros sobre su actitud. Unos creían que estaba molesta. Otros tenían más imaginación e inventaban vulgaridades. Era comprensible. La tía Viviana había sido la fantasía sexual de toda una generación de alumnos de nuestro colegio. Desde este punto de vista es muy fácil entender porqué Rodrigo tiene tantos amigos, y porqué sus amigos siempre quieren ir a su casa.
Decidí esperar una hora más para confirmar si en verdad la tía Viviana estaba molesta o simplemente se hacía la cojuda o se había olvidado de saludarnos y de intercambiar con nosotros una que otra palabra. Pasó una hora y la tía Viviana nunca volvió a salir. Decidí, a nombre del gremio de admiradores suyos, averiguar qué era lo que sucedía. Como todos ya estaban un poco borrachos fue muy fácil perderme de vista e internarme cautelosamente en su habitación.
Aquella vez la tía Vivi se me acercó y me dijo al oído: – ven y ayúdame un momento con el follaje. Yo no sabía a lo que se refería, pero igual me puse de pie y la seguí. Me quedé pensando en lo que me había dicho. Follaje para mí significaba algo así como un conjunto de hojas, ¿pero con qué clase de hojas quería que la ayude? Más adelante me enteré que la tía Vivi acababa de llegar de España y que había quedado impresionada con la cantidad de veces que había escuchado la palabra follar. Esto le había gustado y por eso conjugaba esta palabra con todo. La vi entrar a la cocina y yo también entré. Me esperaba cruzada de piernas sobre la mesa. Puso uno de sus largos y hermosos dedos entre mis labios, no hagas ningún ruido dijo, y luego me tomó de la mano y no me soltó hasta llegar a su habitación. Me llevó por la lavandería, el cuarto de servicio y otros lugares de la casa que no conocía. Era obvio que no quería que la vieran conmigo. Cerró la puerta con pestillo, me bajó los pantalones, me recostó contra la cama y empezó a hacerme sexo oral. Tomó una de mis manos y empezó a frotarla contra su pecho. Yo no entendía lo que estaba sucediendo. ¿La mujer con la que perdería mi inocencia sexual seria la mamá de Rodrigo? Rodrigo era un cojudo, pero también un buen amigo. Uno de los mejores. No podía hacer algo así. Pero que bien se sentía, no quería que esto se detuviese.
Mis latidos iban a cien, ya me iba a venir y no sabía como avisarle a mi tía Vivi (¿Debía seguir llamándola así?). En el momento preciso se detuvo, era como si me hubiese leído la mente. Yo no aguanté y eyaculé sobre su alfombra. Luego me dijo que me acomodase bien sobre la cama, que ella ya venia. Era sorprendente cuan nervioso, pero a la vez ansioso, podía estar. Era una maquina sexual que venía sobre mí a devorarme y yo me sentía solo e indefenso en esa cama. Sin opción a resistir, y así fue. Me hizo el amor tantas veces durante toda la noche que hasta perdí la cuenta. Tantas veces que después de alguna de ellas, cerré los ojos y me quedé profundamente dormido a su lado.
Sabía que vendrías, dijo, mientras yo intentaba cerrar la puerta sin hacer el menor ruido. Te estaba esperando desde hacía rato. Después de escuchar su voz sentía que un cosquilleo recorría todo mi cuerpo. Siéntate, me dijo. Luego golpeó tres veces una porción de la cama junto a ella. Entendí que debía sentarme a su lado. Entendí también que quería satisfacer otra vez alguna necesidad conmigo (eso quizás no lo entendí, simplemente lo deseé). Me empezó a acariciar el cabello y me preguntó que qué había sido de mí, que no sabía nada de mí desde aquella última vez. Hablaba con tanta naturalidad acerca de nuestro encuentro sexual que me hacía sentir como un imbecil al haber dudado en algún momento sobre el venir aquí hoy. Ahora era un poco más maduro, ya sabía como era todo esto de andar tirando con mujeres. Antes no. Volteé mi rostro hacía ella y me acerca hasta casi rozarla, mientras iba acariciando su cabello con mis manos. ¿Estas en la edad del revoloteo de hormonas, verdad? Vamos más despacio, darling – me dijo juntando sus labios a los míos, pero sin tocarlos.
Luego se puso de pie y dijo que me quería explicar lo que había pasado aquella vez. Me contó una historia sobre el papá de Rodrigo y sobre lo sola y trastornada que estaba. La verdad no le presté demasiada atención. La batalla entre sus hermosos senos y su blusa roja escotada me había distraído totalmente. Los senos luchaban por salir y tomar algo de aire, y esa blusa maldita se los impedía. Finalmente la blusa ganó la guerra, nunca los dejó salir. Pero esta batalla me abría nuevos horizontes: quizá ese par de hermosos senos necesitan algo de ayuda.
Me puse de pie e intenté atarla a mí rodeando mis brazos a su cuerpo, pero no se dejo. Me empujó y en unos cuantos segundos estuve sentado de nuevo en la cama. Quería contarme lo que había pasado aquella vez mientras yo dormía. Se levantó muy temprano, me dijo, por un terrible dolor de cabeza. Entró un momento al baño. Al salir, Rodrigo estaba a un lado de la cama, viéndome dormir, desnudo, en la cama de su madre. Me apuntaba con el arma que le había regalado su papá antes de marcharse (solo un policía podría regalarle un arma a un niño de diecisiete años). Al ver a su madre empezó a llorar, pero no dejaba de apuntarme. Sostenía el arma con ambas manos ¿Por qué no me habías contado eso antes?, la interrumpí. ¿Entonces Rodrigo lo sabe todo? No, me respondió. No sabe nada. Inventé una historia poco convincente, que se vio obligado a creerme porque era su madre. Dije que habías tomado más de la cuenta, habías vomitado, y por eso te acosté en mi cama. Sobre tu ropa, le dije que la habías ensuciado completamente por eso te la quitaste.
Poco a poco fui acercándome a él y juntos bajamos el arma. Nos abrazamos por unos segundos. Intenté calmar sus lágrimas. Después de eso él fue a su habitación sin decir una palabra. Cuando tú despertaste, te fuiste muy rápido. Nunca más te vi, por eso no pude contarte nada. Rodrigo no salió de su habitación en los próximos tres días. Cuando salió parecía haber olvidado todo. El tema nunca más fue mencionado.
Ahora que sabes esto creo que sería mejor que te vayas. Antes déjame decirte que lo que pasó aquella vez me gustó mucho, pese a tu inexperiencia. Ahora sal sin hacer ruido e intenta amanecer hoy con cualquier chica de las que están afuera, que están un poco pasadas de copas, no conmigo. Me dio un beso en los labios, me dejó una última caricia en el rostro y se alejó un poco de mí.
Entendí que debía marcharme. Me puse de pie y camine hacia la puerta. Antes de salir de la habitación, me detuve, volteé mi rostro hacia ella y le sonreí. Ella me devolvió la sonrisa, puso un dedo sobre sus labios y echó un beso al aire, beso que lo sentí como si hubiese rozado mis labios. Luego seguí mi camino. Giré la manija de la puerta sin hacer el menor ruido y salí de la habitación. Al salir, sentí un intenso frío que entraba por mi sien izquierda.

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