“Tierra y humedad” (por Andrés Palacios)

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callejon

Don Maximiliano llevaba puesta una camisa a cuadros beige y un pantalón marrón con tirantes. Era domingo y la quinta se encontraba desolada, panorama que no le era extraño un día como aquel. “Holgazanes”, pensó al contemplar el área común y apresuró el paso en un intento por despojarse de la pereza de los demás. Rápidamente, salió de la quinta y llegó al puesto de periódicos de la esquina. Después de una breve charla con el vendedor acerca de lo irregular del clima, don Maximiliano volvió a encontrarse con la vereda derruida que marcaba el camino hacia la quinta. Con un pesado caminar, don Maximiliano llegó hasta la puerta de su casa. El patio seguía vacío a excepción de su vecina Berna, que se encontraba tendiendo la ropa mientras aun conservaba su pijama. Don Maximiliano volteó y le trató de dirigirle un ademán cortés a manera de saludo, pero no pudo y en su lugar giró sobre su sitio y cayó.

Su despertar fue lento. Primero una niebla espesa se apoderó de sus ojos, luego una mixtura de olores llegó a su nariz. El ambiente se encontraba cargado, diferentes químicos y desinfectantes se deslizaban en una atmósfera completamente clara. Don Maximiliano se sentía perturbado, la conmoción y los aromas que despedía su habitación lo confundían. Después de abrir y cerrar sus ojos con obstinación, recobró la nitidez de su vista. Se encontraba solo y con un dolor de cabeza moderado. Estaba recordando lo que había pasado: la vecina, la caída, el olor. Ahora no sólo su visión, sino también su memoria recobraba claridad. Pasó poco tiempo antes de que entrara una enfermera y le hiciera preguntas de rutina. Él respondía mientras ella cotejaba los números de diferentes aparatos. Antes de que saliera con la misma velocidad con la que llegó, le dijo que debido a su estado podría salir en un par de horas, que volvería para avisarle.

Esa misma noche, don Maximiliano se encontraba nuevamente en su casa alumbrado sólo por una lámpara de gas tan antigua como la casa misma. Antes de apagar el lamparín y proceder a acostarse, don Maximiliano fue atacado por un sobresalto. Un pequeño mareo le siguió, casi igual al de la mañana, lo que le obligó a tomar una pastilla para la presión y acostarse. En lo oscuro de la noche, la pesadez que había sentido esa misma mañana se volvía más fuerte y aumentaba su potencia con suma rapidez. Su respiración se agitaba y hasta él llegaba lo que parecía el perfume distintivo de su casa, olor de humedad y de vejez. Nunca había sentido con tal vigor aquel aroma que ahora lo desesperaba. No aguantó más, prendió la luz, busco sus zapatos de dormir y salió de su casa.

Había llegado a la puerta de su vecina Berna con fuerzas sacadas de la desesperación. El peso sobre su pecho se había disipado casi completamente, y su respiración se regularizaba. Tocó la puerta y está se abrió, observó la luz de la casa prendida y no objetó en entrar. A pesar de la luz que desprendía un foco en el techo de la sala, la habitación parecía encontrarse en rodeada de una niebla espesa que provenía del incienso prendido y las diferentes flores aromáticas que se encontraban remojando en bateas de plástico alrededor de la mesa central. Allí se encontraba Berna, vestida con diferentes telas de diversos colores ocres entrecruzadas sobre su anciano cuerpo. Ella estiró su delgado brazo y lo invitó a sentarse. Cada paso más cerca de aquella mujer era una confrontación con diferentes hedores de todo tipo de hierba exótica, y una pérdida sutil de la utilidad de la visión. Finalmente con ayuda de las manos don Maximiano se sentó en la mesa, frente a Berna.

-¿Qué problema te aqueja, Maximiliano querido? – la voz parecía proceder más que de Berna, de la habitación misma.
-En verdad no sé ni el porqué de mi llegada. Ha sido un día difícil, Berna. Estuve en el…
-Eso lo sé, querido, como sé lo que te ha pasado ésta noche. Tengo algo para ti. Toma esto – estira su mano y le alcanza un atado de hierbas. – , hiérvelas inmediatamente y deja que su efecto se apodere de tu casa y échate en tu cama con los pies en la cabecera. ¡Apresúrate!

Don Maximiliano no dijo nada, tomó el atado y caminó acelerado hasta su casa. Al entrar, aquel aroma aun se encontraba estancado en su sala, su cabeza empezó a dolerle. Recordó las palabras de Berna, no perdió tiempo y empezó a hervir el atado. Mientras el agua helada del caño se calentaba en la olla junto con las hierbas, don Maximiliano pensaba cuan loco se podría ver aquello. Recordaba que de joven nunca había creído en hierbas ni en ancianas pitonisas, que si algo lo molestaba una noche bastaba una cerveza. Después de un par, podía dormir toda la noche, no importaba si la ciudad era sacudida por un terremoto o una bomba. Ahora, sin embargo, los años le habían inculcado la idea de sospechar de cualquier hecho aparentemente casual. Antes un perro ladrándole a una pared el parecía consecuencia de una animal loco, ahora había aprendido a decir que si hacía eso “debía ser por algo”.

Después de unos minutos, don Maximiliano se sentía mucho mejor, las hierbas apestaban, pero lo habían descongestionado, y junto con ello, el dolor de cabeza había desaparecido. Pensó en cuantas noches de insomnio había pasado debido a la gripe y nunca había sabido de estas hierbas, mejores por lo que notaba a cualquier antigripal de consumo masivo.

Se despertó mareado y en seguida sintió una presión sobre su pecho. Trató de incorporarse, pero no pudo en el primer intento. No se desesperó, a veces le sucedía, se incorporo al segundo intento. Ahora observaba su habitación, derruida y oscura adquiría un tono grisáceo debido a la luz del día. Sin embargo, hoy era diferente, el humor del atado teñía de un color verdoso cada lugar del cuarto. Don Maximiliano se llevó la palma de su mano izquierda a la frente, la otra, encima de la rodilla. Miró el reloj, ya era la una de la tarde y él seguía sin haberse cambiado. Se reprochó a si mismo por el descuido de ese día, pero el cansancio adquirido durante el sueño no dejó fuerzas para seguir haciéndolo. Se preguntó la razón de su inesperado agotamiento después de haberse sentido tan bien en la noche cuando repentinamente escuchó golpes en su puerta. No tuvo otra elección que levantarse y arrastrar sus pies hasta la puerta de la casa; la abrió, era Berna.

-Lo sabía, sabía que no lo haría.- dijo mientras irrumpía en la casa con sus manos llenos de hierbas aún más exóticas que las de la noche anterior. Inmediatamente y ante la vista de don Maximiliano, Berna comenzó a hervir dos atados simultáneamente mientras cubría el de la noche anterior con diferentes tipos de polvos y brebajes. Finalmente le echó un polvillo blanco, lo enrolló en un periódico y terminó quemándolo en el patio ante la vista atónita de todos los de la quinta. En seguida se colocó diferentes collares y empezó a articular una lengua desconocida. Mientras todo aquello sucedió, don Maximiliano seguía parado en su sala con la puerta en la mano, luego se desvaneció. Para cuando él recobró conciencia de lo que pasaba, se encontró rodeado de diferentes aromas mientras descansaba sobre su cama con sus pies apoyados en la cabecera. Entre todas aquella mezcla de emanaciones, don Maximiliano encontró el olor de la noche pasada y de la mañana del día anterior. Un olor a humedad, a vejez, el olor de la tierra.

-Aun hay tiempo, aun se puede hacer algo a pesar del poco caso que me hizo anoche. Está usted pálido, descuide, esto lo calmará.
Berna prendió un incienso, roció el agua hervida de los atados en toda superficie mientras mascullaba palabras entre dientes. Don Maximiliano pensó que todo aquello era insano, una vieja que arruinaba su casa y que con sus aromas y menjunjes, terminaban mareándolo aun más.

-¿Qué cree que hace?
-Tú sabes.
-No sé y no quiero saber. ¿No ve que todo lo que hace me marea, me destruye con un dolor de cabeza?
-Eso no lo hago yo. ¡Es ella, es el olor!
-¡No quiero saber que estupideces habla, señora! ¡Quiero que se vaya! ¿Acaso trata de que pierda mi olfato con tanta planta podrida, con el olor a tierra?
-Pero esos no son de las hierbas, ese es…
-¡Lárguese de una vez con todas sus cosas!

Berna le dirigió una mirada de odio que lentamente se transformó en pena. Ella entendió y se limitó a recoger cada una de sus hierbas ante los ojos de don Maximiliano. A los diez minutos no quedaba hoja en habitación alguna. Después, se escuchó el sonido de la puerta y los pasos distantes de Berna. Don Maximiliano había recuperado su casa, sus sentidos. ¿Cómo pudo esa mujer conseguir tal libertad para poder ejercer su magia dentro de sus paredes? “La edad nos ablanda”, pensó. Los perfumes que Berna había dejado se desvanecían en el ambiente al mismo tiempo que don Maximiliano recuperaba sus sentidos. Se levantó y de pronto observó como desaparecían en el ambiente los rezagos verdes de los hedores de las plantas que había traído Berna. Miró el reloj, ya era casi de noche, la hora de tomar su pastilla. Cogió la mitad de una, se sirvió un vaso y la tomó. Se sintió mejor, más calmado. Para cuando observó la calle, ya era de noche, por lo que don Maximiliano prendió su lamparín. Ahora recordaba lo extraño de la noche anterior, de aquel olor que se encontraba estancado es su habitación. Luego, se preguntó por qué pensaba en aquello. Rápidamente se dio cuenta que aun lo sentía, casi imperceptible, pero allí estaba, había algo horrendo en el olor esta noche. En aquel instante el hedor entró a su sistema con fuerza, primero como un escalofrío en su espalda, luego como un ente oscuro que provenía de todas partes, que lo rodeaba. Siguieron sus piernas, que en un espasmo lo derribaron, terminando en el suelo. Cada respiración, le restaba fuerzas a su cuerpo, que se retorcía sobre los maderos antiguos del piso de su sala. Al final, en la última respiración, el olor de tierra y humedad estalló en su mente, hinchando sus pulmones con sangre. En aquel momento entró Berna, con ojos llorosos y hierbas en las manos. La oscuridad teñía cada objeto de la habitación, olía a muerte.

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