“Dicen que el amor es un juego de damas chinas en donde el objetivo de cada uno consiste en adivinar la próxima jugada de su contrincante o su pareja, es igual. Es un juego de damas chinas con estrategias silenciosas y perturbadoras en el que cada uno percibe la jugada que el otro hará y que tratará de desestabilizar la partida inclinándola hacia uno de los lados….. para que el juego no gire su destino a favor de uno y en prejuicio del otro ……. el otro bloqueará la victoria del uno en el juego……. el uno defenderá el territorio que ha recorrido y que ha ganado evitando el avance libre y la persecución del otro….y a sí es…. un lúdico y laberíntico experimento de avance y retroceso lento… de albedríos en roce…. un toma y daca un dame que te doy una tensión un ceder un beso un engaño……una cama un hotel……. un aguantar la rutina de niños carros y pastillas un acariciar el cuerpo por debajo de las sábanas de satén……… lo importante es seguir en el juego y no aburrirse…… es lo más trascendente porque justamente el amor se encuentra debajo de la capa de tenacidad que los contendientes puedan mostrar para continuar la partida ……… si uno abandona ……….. el otro no puede seguir con el desafío….es un stop…. el juego se termina y no hay más historia que contar….. no hay más camino por recorrer…….. no hay relación que inmortalizar………no hay más piezas con las que se pueda seguir afrontando el desafío de amar….no hay vida entre dos………un Otelo soltero no llegaría a ser un Otelo celoso…. en la competencia peligrosa del amor enfermizo y en la viperina convivencia de la paranoia del engaño ……….una Madame Bovary no sería la infiel perra del mundo romántico si hubiese abandonada en one a su humilde doctor en una suerte de juego sadomasoquista ………..un Florentino Ariza no sería nada sin su otoñal y crepuscular amor por Fermina Daza una mujer que hizo de la paciencia y la experiencia del matrimonio su excusa perfecta para hallar el gran sentimiento llamado AMOR……….LOVE ………L`AMOUR………..LIEBE…………..imagínate ……un juego de damas chinas……….. ¿un compromiso un pacto entre dos individuos ?…… no ………… por favor…………eso se llama compañía…… es costumbre lo que mantiene unido a esos dos aburridos jugadores …….. los jugadores jugando al amor… je… damas chinas……… no?…….. suena cursi sólo de pensar en eso…………”
Sigue leyendo
Archivo por meses: diciembre 2006
“Propiedad privada” (por José Carlos Banda)
El timbre de mi casa sonó a las nueve y media. Alfredo y Carlos venían a buscarme para ir a la reunión de Rodrigo. Desde hacía varios meses no los veía, ni a ellos ni a nadie del grupo. Yo había sido el único al que se le ocurrió estudiar letras en la Católica mientras ellos la pasaban de lo mejor en la de Lima. No estaba seguro si quería ver a Rodrigo, pero quería tomarme unos tragos y pasar un buen rato con la gente de mí promoción del colegio.
Los hice esperar casi una hora. Alegué que me faltaba ducharme, pese a que me había duchado solo un par de horas atrás. Les dije que buscaran cerveza en el refrigerador, toda la que querían, mientras me esperaban. Me peiné y despeiné consecutivas veces. Amarré y desamarré y amarré y volví a desamarrar mis pasadores. Ahí fue cuando me di cuenta de lo que en realidad sucedía: no quería ir donde Rodrigo.
Aquella vez había sido diferente. Alfredo y Carlos llegaron a las diez y yo ya estaba listo. Siempre habían llegado Alfredo y Carlos porque mi casa estaba entre la de ellos y la de Rodrigo. No sé por qué los jóvenes tenemos esa costumbre de querer llegar en grupo a todos lados, pero desde que tengo conocimiento de la existencia de reuniones en la casa de Rodrigo, siempre habían llegado Alfredo y Carlos a mi casa primero. Aquella vez partimos muy rápidamente, no queríamos llegar muy tarde. Llegamos a las diez y media. Una hora razonable como para una reunión de jóvenes, casi adultos, que cursaban el primer ciclo en la universidad.
Creí que dándoles de tomar mucha cerveza quizás ellos quisiesen quedarse en mi casa y no ir donde Rodrigo, pero me equivoqué. Apenas me vieron bajar por las escalares, pese a que aún estaba descalzo (a último momento decidí cambiar de zapatos) y buscaba algunos accesorios que siempre utilizo, se pusieron de pie y me dijeron que estarían afuera buscando un taxi. Esperen, qué tal si… ¡Apúrate, te esperamos afuera! – me interrumpieron. Comprendí que no tenía opción a reclamo y que en un par de minutos estaría tomando una cerveza donde Rodrigo.
Aquella vez yo fui quien tocó el timbre y fue el mismo Rodrigo quien me abrió la puerta. Me saludó con un emotivo abrazo que yo correspondí de la misma manera. Solo habían llegado Yasmín, Alejandra y Andrea; Alex, Álvaro y el chato (nunca puede faltar un chato en un grupo). Cogí un vaso, lo llené de cerveza y me dediqué a tomar y a pasarla bien.
Cuando salí, un taxi estaba en la puerta de mi casa y Alfredo y Carlos me esperaban dentro. En veinte minutos llegamos a la casa de Rodrigo. Fui yo otra vez el que tocó el timbre y Rodrigo fue otra vez quien abrió. Su repentina aparición me asustó, quedé sin poder decir una palabra. Me saludó de nuevo con un emotivo abrazo, aunque creo que esta vez tuvo más emoción. Yo le correspondí con un tímido y frió abrazo, y me limité a decirle solamente hola. Preferí evitar todas esas preguntas y respuestas que se hacen siempre cuando uno no ve a un buen amigo en mucho tiempo, y que en realidad no dicen nada (¿qué tal?, ¿cómo estas?, ¿qué es de tu vida?, ahí, igual, bien, gracias, ¿y tú?, etc.). Pero ahora tenía ciertas dudas si Rodrigo era un buen amigo mío, o más específicamente si yo era un buen amigo suyo. Había mucha gente en la casa. Incluso más que todo el grupo que parábamos juntos en el colegio. Por primera vez parecía una reunión de la promoción 2004 y no una reunión de unos cuantos amigos de la promoción 2004.
Fui dejando que pase tranquilo el reloj. Me senté a un costado. Llenaba mi vaso con cerveza constantemente. Hablaba poco. Fumaba mucho. Cuando me preguntaban qué me pasaba, respondía que había dormido poco por la universidad y que tenía sueño. Así fue pasando la hora hasta que aproximadamente a la una de la mañana, salió de su habitación la tía Viviana, la mamá de Rodrigo. Con un cigarro en la mano, sin bajar la mirada y sin saludar a nadie; fue hacia la sala, se sirvió un vaso de whsiky y regresó a su habitación.
Aquella vez también salió la tía Vivi. Así la llamábamos todos, Vivi, con cariño. Solo que esa vez estaba un poco más arreglada. Unos jeans apretados, una blusa negra, los labios pintados y todos la amaban con la mirada. Siempre salía la tía Vivi durante nuestras reuniones. Siempre. Se servía un poco de whisky, nos saludaba a todos, nos decía unas cuantas palabras y regresaba a su habitación ante la paciente vista de todos. Al decir todos me refiero a todos. Los hombres la amaban, las mujeres la envidiaban y Rodrigo no sabía lo que pasaba.
Lo único que sabíamos del papá de Rodrigo (sí, aquel hombre con suerte que en algún momento se tiraba a la tía Vivi) era que estaba divorciado y vivía en otro país. Había sido un policía, un policía con mucha suerte probablemente. Pero ya no era nada. No tenía otros hijos, pero se había vuelto a casar (¿Qué clase de hombre podría separarse de una mujer así?).
Cuando la tía Viviana cerró la puerta, se empezaron a escuchar murmuros sobre su actitud. Unos creían que estaba molesta. Otros tenían más imaginación e inventaban vulgaridades. Era comprensible. La tía Viviana había sido la fantasía sexual de toda una generación de alumnos de nuestro colegio. Desde este punto de vista es muy fácil entender porqué Rodrigo tiene tantos amigos, y porqué sus amigos siempre quieren ir a su casa.
Decidí esperar una hora más para confirmar si en verdad la tía Viviana estaba molesta o simplemente se hacía la cojuda o se había olvidado de saludarnos y de intercambiar con nosotros una que otra palabra. Pasó una hora y la tía Viviana nunca volvió a salir. Decidí, a nombre del gremio de admiradores suyos, averiguar qué era lo que sucedía. Como todos ya estaban un poco borrachos fue muy fácil perderme de vista e internarme cautelosamente en su habitación.
Aquella vez la tía Vivi se me acercó y me dijo al oído: – ven y ayúdame un momento con el follaje. Yo no sabía a lo que se refería, pero igual me puse de pie y la seguí. Me quedé pensando en lo que me había dicho. Follaje para mí significaba algo así como un conjunto de hojas, ¿pero con qué clase de hojas quería que la ayude? Más adelante me enteré que la tía Vivi acababa de llegar de España y que había quedado impresionada con la cantidad de veces que había escuchado la palabra follar. Esto le había gustado y por eso conjugaba esta palabra con todo. La vi entrar a la cocina y yo también entré. Me esperaba cruzada de piernas sobre la mesa. Puso uno de sus largos y hermosos dedos entre mis labios, no hagas ningún ruido dijo, y luego me tomó de la mano y no me soltó hasta llegar a su habitación. Me llevó por la lavandería, el cuarto de servicio y otros lugares de la casa que no conocía. Era obvio que no quería que la vieran conmigo. Cerró la puerta con pestillo, me bajó los pantalones, me recostó contra la cama y empezó a hacerme sexo oral. Tomó una de mis manos y empezó a frotarla contra su pecho. Yo no entendía lo que estaba sucediendo. ¿La mujer con la que perdería mi inocencia sexual seria la mamá de Rodrigo? Rodrigo era un cojudo, pero también un buen amigo. Uno de los mejores. No podía hacer algo así. Pero que bien se sentía, no quería que esto se detuviese.
Mis latidos iban a cien, ya me iba a venir y no sabía como avisarle a mi tía Vivi (¿Debía seguir llamándola así?). En el momento preciso se detuvo, era como si me hubiese leído la mente. Yo no aguanté y eyaculé sobre su alfombra. Luego me dijo que me acomodase bien sobre la cama, que ella ya venia. Era sorprendente cuan nervioso, pero a la vez ansioso, podía estar. Era una maquina sexual que venía sobre mí a devorarme y yo me sentía solo e indefenso en esa cama. Sin opción a resistir, y así fue. Me hizo el amor tantas veces durante toda la noche que hasta perdí la cuenta. Tantas veces que después de alguna de ellas, cerré los ojos y me quedé profundamente dormido a su lado.
Sabía que vendrías, dijo, mientras yo intentaba cerrar la puerta sin hacer el menor ruido. Te estaba esperando desde hacía rato. Después de escuchar su voz sentía que un cosquilleo recorría todo mi cuerpo. Siéntate, me dijo. Luego golpeó tres veces una porción de la cama junto a ella. Entendí que debía sentarme a su lado. Entendí también que quería satisfacer otra vez alguna necesidad conmigo (eso quizás no lo entendí, simplemente lo deseé). Me empezó a acariciar el cabello y me preguntó que qué había sido de mí, que no sabía nada de mí desde aquella última vez. Hablaba con tanta naturalidad acerca de nuestro encuentro sexual que me hacía sentir como un imbecil al haber dudado en algún momento sobre el venir aquí hoy. Ahora era un poco más maduro, ya sabía como era todo esto de andar tirando con mujeres. Antes no. Volteé mi rostro hacía ella y me acerca hasta casi rozarla, mientras iba acariciando su cabello con mis manos. ¿Estas en la edad del revoloteo de hormonas, verdad? Vamos más despacio, darling – me dijo juntando sus labios a los míos, pero sin tocarlos.
Luego se puso de pie y dijo que me quería explicar lo que había pasado aquella vez. Me contó una historia sobre el papá de Rodrigo y sobre lo sola y trastornada que estaba. La verdad no le presté demasiada atención. La batalla entre sus hermosos senos y su blusa roja escotada me había distraído totalmente. Los senos luchaban por salir y tomar algo de aire, y esa blusa maldita se los impedía. Finalmente la blusa ganó la guerra, nunca los dejó salir. Pero esta batalla me abría nuevos horizontes: quizá ese par de hermosos senos necesitan algo de ayuda.
Me puse de pie e intenté atarla a mí rodeando mis brazos a su cuerpo, pero no se dejo. Me empujó y en unos cuantos segundos estuve sentado de nuevo en la cama. Quería contarme lo que había pasado aquella vez mientras yo dormía. Se levantó muy temprano, me dijo, por un terrible dolor de cabeza. Entró un momento al baño. Al salir, Rodrigo estaba a un lado de la cama, viéndome dormir, desnudo, en la cama de su madre. Me apuntaba con el arma que le había regalado su papá antes de marcharse (solo un policía podría regalarle un arma a un niño de diecisiete años). Al ver a su madre empezó a llorar, pero no dejaba de apuntarme. Sostenía el arma con ambas manos ¿Por qué no me habías contado eso antes?, la interrumpí. ¿Entonces Rodrigo lo sabe todo? No, me respondió. No sabe nada. Inventé una historia poco convincente, que se vio obligado a creerme porque era su madre. Dije que habías tomado más de la cuenta, habías vomitado, y por eso te acosté en mi cama. Sobre tu ropa, le dije que la habías ensuciado completamente por eso te la quitaste.
Poco a poco fui acercándome a él y juntos bajamos el arma. Nos abrazamos por unos segundos. Intenté calmar sus lágrimas. Después de eso él fue a su habitación sin decir una palabra. Cuando tú despertaste, te fuiste muy rápido. Nunca más te vi, por eso no pude contarte nada. Rodrigo no salió de su habitación en los próximos tres días. Cuando salió parecía haber olvidado todo. El tema nunca más fue mencionado.
Ahora que sabes esto creo que sería mejor que te vayas. Antes déjame decirte que lo que pasó aquella vez me gustó mucho, pese a tu inexperiencia. Ahora sal sin hacer ruido e intenta amanecer hoy con cualquier chica de las que están afuera, que están un poco pasadas de copas, no conmigo. Me dio un beso en los labios, me dejó una última caricia en el rostro y se alejó un poco de mí.
Entendí que debía marcharme. Me puse de pie y camine hacia la puerta. Antes de salir de la habitación, me detuve, volteé mi rostro hacia ella y le sonreí. Ella me devolvió la sonrisa, puso un dedo sobre sus labios y echó un beso al aire, beso que lo sentí como si hubiese rozado mis labios. Luego seguí mi camino. Giré la manija de la puerta sin hacer el menor ruido y salí de la habitación. Al salir, sentí un intenso frío que entraba por mi sien izquierda.
Sigue leyendo
“Secretos al inodoro” (por Melissa Lazo)
-Un momento- le dijo a su madre que la esperaba en el auto para llevarla a la escuela-. Olvidé mi cuaderno.
Abrió rápidamente la puerta de entrada, subió las escaleras y entró al cuarto de baño. Cerró la puerta con seguro, prendió la radio que había colocado en el tocador la tarde anterior, cerró los ojos y empezó a vomitar. Introdujo prácticamente toda su mano dentro de su boca. Podía sentir las heridas que se había provocado haciendo el mismo proceso la noche anterior. Sólo que esta vez fue diferente. Un chorro de sangre cayó en el inodoro. No le dio importancia. No podía dejar de pensar en lo que le había ocurrido el día anterior. Era imposible de creer. Sus manos temblaban y no podía dejar de pensar en aquel sobre que su amiga le entregaría esa misma tarde.
El sobre había llegado por la mañana y la mamá de Nadia lo había recibido. Un poco inquietada por el remitente, le preguntó a su hija de que se trataba, pero era casi obvio imaginar que ella nunca se lo diría.
– No es nada ma’. Sólo un encargo para una amiga.
– Y si es para tu amiga, ¿por qué ha llegado a nuestra casa?
– ¡Ay, mamá! ¡No seas chismosa! Le dije que podía dar nuestra dirección porque ella está de viaje y no lo iba a poder recibir.- dijo Nadia, con voz firme para no delatar la mentira que acababa de decir.
– ¡Entonces entrégaselo de una vez! No lo vayas a perder.- le respondió su madre, con un tono rudo y retirándose en dirección a la cocina.
Nadia tomó el sobre, corrió hasta su cuarto y se encerró con llave. Tomó el teléfono y marcó el número de su amiga.
-¿Aló?
– Buenas tardes, ¿se encuentra Vivian?- dijo Nadia un poco exaltada
– ¿Eres tu, Nadia? Vivian esta en su cuarto. Espérame un momento que la llamo.
– Gracias señora Suárez.
Mientras esperaba, Nadia empezó a imaginar si el contenido de la carta sería conveniente o no para los planes de su amiga. Dudó. Pensó que mejor seria olvidarse de todo y botar el sobre a la basura. Luego inventaría una excusa y se la diría a su amiga. El sobre nunca llegó o el perro se lo comió. Nada parecía coherente. De repente, una voz un tanto apagada interrumpió su pensamiento.
– ¿Nadia? ¿Qué sucede?
– Nada llamaba para ver cómo estabas, ayer te noté un poco deprimida.
– Estoy bien.
– ¿Todavía piensas seguir con el plan?
– ¿Por qué? ¿Sabes algo? ¿Te llegó algún recado?
– Sólo pregunto….
– No….no sé…creo que sí…sí estoy segura.
– Se nota.- dijo Nadia un tanto irónica.
– Qué graciosa. Es por mi madre. A veces me confunde. Un día todo es diferente, pero al día siguiente todo parece igual. Hay días que no la soporto o parece ignorarme y otros en los parecemos mejores amigas.
– Es la menopausia. Mi mamá esta igual. Siempre voluble. Pero yo sé que nunca va a cambiar.
– Sí debe ser eso. Bueno tengo que salir a hacer unas compras.
– Espera….-dijo Nadia –…tengo el sobre.
Un silencio largo ocupó al ambiente. Un silencio que a Nadia le pareció interminable.
– No hablemos ahora.- dijo Vivian, recordando la vez que vio a su madre escuchando las conversaciones de su padre por el teléfono de la cocina. Tal vez por ello, su padre, un día, optó por abandonar la casa dejando una nota sombría con las palabras, “Vivian, Perdóname” dirigida a ella en su mesita de noche. Eso fue lo único que ella nunca pudo hacer.- mañana hablamos y lleva el sobre contigo.
Esas fueron las últimas palabras que Vivian pronunció. Colgó el teléfono y del otro lado del auricular, Nadia no lograba entender la reacción de su amiga. Guardó el sobre en su mochila de escuela para no olvidárselo, y guardo la mochila bajo su cama. Luego, prendió el televisor y trató de olvidar lo ocurrido.
Vivian estaba confundida y exaltada a la vez. Había esperado una respuesta por más de tres semanas y finalmente la había obtenido. Tenia un millón de cosas en que pensar y salió a caminar cerca de su casa. Su madre le había encargado que compre un ambientador más grande porque los que había en casa parecían no durar mucho. Vivian caminó, caminó y caminó durante varias horas. Pensó en sus opciones. Pensó en su madre. Se sintió acorralada y no veía solución alguna para lo que sentía. Eran las tres de la tarde, y Vivian seguía pensando. Entró a una tienda, compró tres donas, dos alfajores, una barra de chocolate y una botella de agua. Se retiro y empezó a comer sin control. Primero las donas, luego los alfajores, la barra de chocolate y finalmente se hastió con el agua. Inmediatamente, una sensación de culpa la envolvió. ¿Como podía haberlo hecho? Se sentía despreciada, horrible, todos la miraban y era por su culpa. Lloró. Miles de imágenes de modelos de portada que invadían las calles en diversos anuncios, parecían señalarla. Tenía que hacerlo. Corrió hasta la tienda más cercana y pidió prestado uno de los baños. Introdujo su mano derecha dentro de su boca. Sus uñas estaban demasiado largas y sintió desgarrarse la garganta. Eso no impidió que lo hiciera. Continúo el “proceso”, como ella lo llamaba. El mismo “proceso” que venía repitiendo desde los trece años. Ahora con quince se había vuelto un hábito para ella.
Estuvo encerrada por más de 20 minutos. Nadie se percató de ello, sólo una señora que se encontraba fuera esperando su turno para hacer uso de los servicios higiénicos. Le preguntó si se sentía bien y ella le dijo que todo estaba bien, sólo que algo que comió le había caído mal. La señora sonrió y con un paso un tanto acelerado entró al baño. Vivian deseó haberle dicho la verdad y haberle contado todos sus problemas para desahogarse un poco. Pero calló al recordar las palabras de su madre: “Las niñas educadas callan y no andan por la calle hablando con extraños de asuntos familiares o privados”. Lloró en silencio.
Fue en ese momento, que decidió comprar una radio para disimular los sonidos que hacía durante su proceso de purgación. Lo había pensado desde hace varias semanas, ya que en una reunión familiar, ciertos sonidos extraños provenientes del baño de visita (el cual Vivian solía usar, ya que era el más alejado de la casa), alertaron a su abuela, la cual alertó a su madre. Contrariamente a la reacción que Vivian pensó que su madre podría tener, ésta le recomendó un laxante y la felicitó por usar el baño más alejado. “las niñas educadas no interrumpen las conversaciones de los adultos”, era lo que siempre decía.
Era una radio cómoda y pequeña. Al llegar a casa, Vivian la colocó en el tocador del baño y se fue a acostar. No podía dejar de pensar en la carta, pero se sentía cansada y el sueño le ganó. Durmió esperando el día siguiente.
Ahora ella se encontraba en el cuarto de baño y su madre la esperaba en el auto. Todas las imágenes que rondaban su cabeza desaparecieron con el sonido del claxon, que su mama no dejaba de tocar. Por un momento, su mente quedó en blanco. Luego, se apuró en dejar las cosas como estaban, se lavó las manos, activó el ambientador, se coloco algo de perfume en el cuello y rápidamente bajó las escaleras. Salió de la casa y subió al carro.
-¿Encontraste tu cuaderno?- le dijo su mamá.
-¿Qué cua….? ah! Sí lo puse en mi mochila- dijo Vivian, con una voz temblorosa tratando de no delatarse.
-¿Necesitas dinero?- dijo la señora Suárez tratando de cambiar la conversación que se había tornado un tanto incomoda.
– No, gracias. Tengo lo necesario.- respondió Vivian acostumbrada a la indiferencia de su madre. A veces deseaba gritarle, decirle lo que estaba pasando por su cabeza. Lo que planeaba hacer. Lo que había hecho. Quería hablarle de su “proceso”. Le resultaba extraño que su madre aún no se hubiese enterado. “Seguro es mejor así”, pensó
El camino a la escuela se hizo demasiado largo. Todos los semáforos por los que pasaban parecían darle la contra. Miró a su madre y pensó en contárselo todo. Pensó que su madre no le daría mucha importancia. Siempre había sido así. Desde que su padre se fue, su mamá lo había enfocado toda su vida en ubicarlo. No entendía como una persona podía rebajarse de esa manera. Si la había dejado era porque ya no la quería, y no había nada que hacer al respecto.
Finalmente, llegaron a la escuela. Vivian se bajó del carro, rápidamente, y cuando volteó para despedirse de su madre, porque sentía remordimientos de todo lo que le ocultaba, su madre ya había arrancado y andaba en dirección a su trabajo. Vivian no la juzgó. No tenía cabeza para pensar en eso.
Llegó a su salón. Nadia no había llegado aún. Eran las 8:20 y la clase estaba a punto de empezar. Observó bien a su alrededor y sólo se percató de una joven desconocida que estaba sentada frente a la carpeta del profesor. Estaba sola y se veía confundida. Recordó que una nueva alumna llegaría ese mismo día y supuso que era ella. De repente, se abrió la puerta y el pulso de Vivian latía cada vez más rápido. Era la profesora y Nadia venia corriendo detrás de ella. Llegó. Ahora sólo debían esperar al receso para poder conversar. No podían hacerlo ahora porque el sitio de Nadia se hallaba al otro extremo del salón. Solo quedaba esperar.
Vivian veía su reloj cada 15 minutos, y finalmente el sonido del timbre la alejó de su angustia por un momento y, luego, una confusión la embargó. Guardó sus cosas y se acercó al sitio de Nadia.
-¿Lo trajiste?
– Sí- dijo Nadia sacando un sobre color azul de su mochila- ¿Lo abrimos?
– Todavía no. Hay mucha gente. Mejor vamos al comedor.
– Allí hay más gente.
– Sí, pero cada quien se ocupa de su almuerzo y nadie se percata en mirar lo que hace el resto.- recalcó Vivian.
– Entonces vamos. Pero primero déjame presentarte a Lucía.
Era la joven desconocida que había visto al inicio de la clase. Vivian la miró de pies a cabeza y le dijo “hola”. Luego, dirigiéndose a Nadia dijo “vamos”.
Las tres se sentaron en una de las mesas del comedor, la más alejada de la entrada y que justamente se encontraba cerca del baño. Era su mesa preferida. En las bandejas de Nadia y Vivian sólo había un vaso de yogurt y una ensalada que iban a compartir entre las dos. En la bandeja de Lucía había una hamburguesa doble queso, una porción de papas y un vaso de gaseosa.
– ¿De verdad vas a comer eso?- dijo Nadia observando a Lucía
– Esas papas se van a pegar en tus caderas y nadie las va a sacar- añadió Vivian.
– ¿Y qué puedo comer?- dijo Lucía tratando de absorber los nuevos de sus nuevas amigas.
– Compartimos la ensalada las tres. Igual, en la mañana me comí un trozo de pepino y no tengo mucha hambre- dijo Nadia
– ¿Sólo comen eso?- preguntó Lucía, un poco extrañada
– Já. Si comemos sólo que no frente a tanta gente.- recalcó Vivian.
Luego de haber comido un pedazo de lechuga y tomate cada una, Vivian se dirigió al baño. De regreso, como ignorando la presencia de la nueva joven, le contó a Nadia sobre el chorro de sangre que había caído en su inodoro durante el “proceso”.
– Creo que lo voy a dejar- dijo Vivian
– ¿Y volver al primer paso?…..Te puede dar gastritis o úlceras. Este proceso es mas seguro- respondió Nadia, recordando la vez que la llevaron a la sala de emergencias por una fuerte gastritis que le había producido el dejar de comer.
Lucia escuchaba la conversación, pero parecía no entender lo que sus nuevas amigas hablaban y prefirió no molestarlas con sus preguntas.
– Pensaba dejarlo por completo- añadió Vivian- no me he sentido bien últimamente.
– ¿Estas segura?, piénsalo bien.-respondió Nadia, bastante contrariada por la conducta de su amiga- seguro dices eso porque estas deprimida. Ya pasará.
Vivian no respondió. No quería molestar a su amiga, pero sabia que si quería seguir con su plan, debía dejar “el proceso” atrás y por completo.
-¿No piensas abrir el sobre?- añadió Nadia
– Creo que no- dijo Vivian señalando con la mirada a Lucía que trataba de dividir en tres partes iguales un trozo de tomate.
-Como quieras- concluyó Nadia, dirigiéndose al baño.
Vivian decidió no abrir el sobre en aquel momento, y esperó a la hora de salida. Mientras más tiempo pasaba, más tranquila se sentía; pero mientras más se acercaba el sonido del timbre, se sentía más aterrada. Finalmente, llegó la hora. Llamó a su mamá para avisarle que iría caminando a casa. Su madre no contestó el celular y Vivian sólo se limitó en dejarle un mensaje de voz.
Caminó por varios minutos. No quería volver a casa. Se sintió mal por defraudar a su amiga al proponerle dejar de lado el hábito que ambas habían iniciado hacía ya varios años. Se sintió mal porque su plan implicaba traicionar a su madre. Tuvo deseos de comer. Compró lo mismo que el día anterior, y acudió al baño del día anterior. Inició el “proceso”. Una vez que se sintió cansada, se recostó sobre la pared fría de aquel lugar y saco el sobre azul de su mochila. Lo abrió lentamente, y leyó el contenido. Las primeras líneas la paralizaron. “Lo sentimos…”. Sabía que no era necesario terminar de leer, pero igual lo hizo. Las ideas que se había formado en la cabeza se desvanecían rápidamente. Le pareció increíble porque siempre se consideró una buena estudiante, pero la realidad era otra: su beca de estudios en España había sido negada y con ella sus sueños de empezar una nueva vida lejos de la actual. Se sintió morir. Se sintió atrapada. Su vida había sido siempre complacer a su madre y a su amiga. Miles de cosas rondaron por su cabeza. El suicidio parecía una salida pero tenia miedo. ¿Qué dirían los diarios? “Niña bulímica se mata por fracaso en sus estudios” ¿Qué diría su padre si lo leyera? Una vez más, no era en ella en quien pensaba. Miró a su alrededor y se levantó. Se vio en el espejo, acomodó su cabello y se despidió de su verdadero y único amigo, el inodoro. Aquel que sabía sus más íntimos secretos y que siempre estaría allí para ella. Lanzó el sobre al basurero y se retiró renegando de su suerte.
“Tierra y humedad” (por Andrés Palacios)
Don Maximiliano llevaba puesta una camisa a cuadros beige y un pantalón marrón con tirantes. Era domingo y la quinta se encontraba desolada, panorama que no le era extraño un día como aquel. “Holgazanes”, pensó al contemplar el área común y apresuró el paso en un intento por despojarse de la pereza de los demás. Rápidamente, salió de la quinta y llegó al puesto de periódicos de la esquina. Después de una breve charla con el vendedor acerca de lo irregular del clima, don Maximiliano volvió a encontrarse con la vereda derruida que marcaba el camino hacia la quinta. Con un pesado caminar, don Maximiliano llegó hasta la puerta de su casa. El patio seguía vacío a excepción de su vecina Berna, que se encontraba tendiendo la ropa mientras aun conservaba su pijama. Don Maximiliano volteó y le trató de dirigirle un ademán cortés a manera de saludo, pero no pudo y en su lugar giró sobre su sitio y cayó.
Su despertar fue lento. Primero una niebla espesa se apoderó de sus ojos, luego una mixtura de olores llegó a su nariz. El ambiente se encontraba cargado, diferentes químicos y desinfectantes se deslizaban en una atmósfera completamente clara. Don Maximiliano se sentía perturbado, la conmoción y los aromas que despedía su habitación lo confundían. Después de abrir y cerrar sus ojos con obstinación, recobró la nitidez de su vista. Se encontraba solo y con un dolor de cabeza moderado. Estaba recordando lo que había pasado: la vecina, la caída, el olor. Ahora no sólo su visión, sino también su memoria recobraba claridad. Pasó poco tiempo antes de que entrara una enfermera y le hiciera preguntas de rutina. Él respondía mientras ella cotejaba los números de diferentes aparatos. Antes de que saliera con la misma velocidad con la que llegó, le dijo que debido a su estado podría salir en un par de horas, que volvería para avisarle.
Esa misma noche, don Maximiliano se encontraba nuevamente en su casa alumbrado sólo por una lámpara de gas tan antigua como la casa misma. Antes de apagar el lamparín y proceder a acostarse, don Maximiliano fue atacado por un sobresalto. Un pequeño mareo le siguió, casi igual al de la mañana, lo que le obligó a tomar una pastilla para la presión y acostarse. En lo oscuro de la noche, la pesadez que había sentido esa misma mañana se volvía más fuerte y aumentaba su potencia con suma rapidez. Su respiración se agitaba y hasta él llegaba lo que parecía el perfume distintivo de su casa, olor de humedad y de vejez. Nunca había sentido con tal vigor aquel aroma que ahora lo desesperaba. No aguantó más, prendió la luz, busco sus zapatos de dormir y salió de su casa.
Había llegado a la puerta de su vecina Berna con fuerzas sacadas de la desesperación. El peso sobre su pecho se había disipado casi completamente, y su respiración se regularizaba. Tocó la puerta y está se abrió, observó la luz de la casa prendida y no objetó en entrar. A pesar de la luz que desprendía un foco en el techo de la sala, la habitación parecía encontrarse en rodeada de una niebla espesa que provenía del incienso prendido y las diferentes flores aromáticas que se encontraban remojando en bateas de plástico alrededor de la mesa central. Allí se encontraba Berna, vestida con diferentes telas de diversos colores ocres entrecruzadas sobre su anciano cuerpo. Ella estiró su delgado brazo y lo invitó a sentarse. Cada paso más cerca de aquella mujer era una confrontación con diferentes hedores de todo tipo de hierba exótica, y una pérdida sutil de la utilidad de la visión. Finalmente con ayuda de las manos don Maximiano se sentó en la mesa, frente a Berna.
-¿Qué problema te aqueja, Maximiliano querido? – la voz parecía proceder más que de Berna, de la habitación misma.
-En verdad no sé ni el porqué de mi llegada. Ha sido un día difícil, Berna. Estuve en el…
-Eso lo sé, querido, como sé lo que te ha pasado ésta noche. Tengo algo para ti. Toma esto – estira su mano y le alcanza un atado de hierbas. – , hiérvelas inmediatamente y deja que su efecto se apodere de tu casa y échate en tu cama con los pies en la cabecera. ¡Apresúrate!
Don Maximiliano no dijo nada, tomó el atado y caminó acelerado hasta su casa. Al entrar, aquel aroma aun se encontraba estancado en su sala, su cabeza empezó a dolerle. Recordó las palabras de Berna, no perdió tiempo y empezó a hervir el atado. Mientras el agua helada del caño se calentaba en la olla junto con las hierbas, don Maximiliano pensaba cuan loco se podría ver aquello. Recordaba que de joven nunca había creído en hierbas ni en ancianas pitonisas, que si algo lo molestaba una noche bastaba una cerveza. Después de un par, podía dormir toda la noche, no importaba si la ciudad era sacudida por un terremoto o una bomba. Ahora, sin embargo, los años le habían inculcado la idea de sospechar de cualquier hecho aparentemente casual. Antes un perro ladrándole a una pared el parecía consecuencia de una animal loco, ahora había aprendido a decir que si hacía eso “debía ser por algo”.
Después de unos minutos, don Maximiliano se sentía mucho mejor, las hierbas apestaban, pero lo habían descongestionado, y junto con ello, el dolor de cabeza había desaparecido. Pensó en cuantas noches de insomnio había pasado debido a la gripe y nunca había sabido de estas hierbas, mejores por lo que notaba a cualquier antigripal de consumo masivo.
Se despertó mareado y en seguida sintió una presión sobre su pecho. Trató de incorporarse, pero no pudo en el primer intento. No se desesperó, a veces le sucedía, se incorporo al segundo intento. Ahora observaba su habitación, derruida y oscura adquiría un tono grisáceo debido a la luz del día. Sin embargo, hoy era diferente, el humor del atado teñía de un color verdoso cada lugar del cuarto. Don Maximiliano se llevó la palma de su mano izquierda a la frente, la otra, encima de la rodilla. Miró el reloj, ya era la una de la tarde y él seguía sin haberse cambiado. Se reprochó a si mismo por el descuido de ese día, pero el cansancio adquirido durante el sueño no dejó fuerzas para seguir haciéndolo. Se preguntó la razón de su inesperado agotamiento después de haberse sentido tan bien en la noche cuando repentinamente escuchó golpes en su puerta. No tuvo otra elección que levantarse y arrastrar sus pies hasta la puerta de la casa; la abrió, era Berna.
-Lo sabía, sabía que no lo haría.- dijo mientras irrumpía en la casa con sus manos llenos de hierbas aún más exóticas que las de la noche anterior. Inmediatamente y ante la vista de don Maximiliano, Berna comenzó a hervir dos atados simultáneamente mientras cubría el de la noche anterior con diferentes tipos de polvos y brebajes. Finalmente le echó un polvillo blanco, lo enrolló en un periódico y terminó quemándolo en el patio ante la vista atónita de todos los de la quinta. En seguida se colocó diferentes collares y empezó a articular una lengua desconocida. Mientras todo aquello sucedió, don Maximiliano seguía parado en su sala con la puerta en la mano, luego se desvaneció. Para cuando él recobró conciencia de lo que pasaba, se encontró rodeado de diferentes aromas mientras descansaba sobre su cama con sus pies apoyados en la cabecera. Entre todas aquella mezcla de emanaciones, don Maximiliano encontró el olor de la noche pasada y de la mañana del día anterior. Un olor a humedad, a vejez, el olor de la tierra.
-Aun hay tiempo, aun se puede hacer algo a pesar del poco caso que me hizo anoche. Está usted pálido, descuide, esto lo calmará.
Berna prendió un incienso, roció el agua hervida de los atados en toda superficie mientras mascullaba palabras entre dientes. Don Maximiliano pensó que todo aquello era insano, una vieja que arruinaba su casa y que con sus aromas y menjunjes, terminaban mareándolo aun más.
-¿Qué cree que hace?
-Tú sabes.
-No sé y no quiero saber. ¿No ve que todo lo que hace me marea, me destruye con un dolor de cabeza?
-Eso no lo hago yo. ¡Es ella, es el olor!
-¡No quiero saber que estupideces habla, señora! ¡Quiero que se vaya! ¿Acaso trata de que pierda mi olfato con tanta planta podrida, con el olor a tierra?
-Pero esos no son de las hierbas, ese es…
-¡Lárguese de una vez con todas sus cosas!
Berna le dirigió una mirada de odio que lentamente se transformó en pena. Ella entendió y se limitó a recoger cada una de sus hierbas ante los ojos de don Maximiliano. A los diez minutos no quedaba hoja en habitación alguna. Después, se escuchó el sonido de la puerta y los pasos distantes de Berna. Don Maximiliano había recuperado su casa, sus sentidos. ¿Cómo pudo esa mujer conseguir tal libertad para poder ejercer su magia dentro de sus paredes? “La edad nos ablanda”, pensó. Los perfumes que Berna había dejado se desvanecían en el ambiente al mismo tiempo que don Maximiliano recuperaba sus sentidos. Se levantó y de pronto observó como desaparecían en el ambiente los rezagos verdes de los hedores de las plantas que había traído Berna. Miró el reloj, ya era casi de noche, la hora de tomar su pastilla. Cogió la mitad de una, se sirvió un vaso y la tomó. Se sintió mejor, más calmado. Para cuando observó la calle, ya era de noche, por lo que don Maximiliano prendió su lamparín. Ahora recordaba lo extraño de la noche anterior, de aquel olor que se encontraba estancado es su habitación. Luego, se preguntó por qué pensaba en aquello. Rápidamente se dio cuenta que aun lo sentía, casi imperceptible, pero allí estaba, había algo horrendo en el olor esta noche. En aquel instante el hedor entró a su sistema con fuerza, primero como un escalofrío en su espalda, luego como un ente oscuro que provenía de todas partes, que lo rodeaba. Siguieron sus piernas, que en un espasmo lo derribaron, terminando en el suelo. Cada respiración, le restaba fuerzas a su cuerpo, que se retorcía sobre los maderos antiguos del piso de su sala. Al final, en la última respiración, el olor de tierra y humedad estalló en su mente, hinchando sus pulmones con sangre. En aquel momento entró Berna, con ojos llorosos y hierbas en las manos. La oscuridad teñía cada objeto de la habitación, olía a muerte.
Sigue leyendo
Un alto en el camino
Las obligaciones académicas hacen que los ejercicios de los talleristas cesen. La universidad exige la suma y consecuencia de casi cuatro meses de explorar prosas y autores. El tema es libre para el cuento y las instrucciones de carácter técnico implican todos los ejercicios revisados. Haciendo enfásis en el el logro de algunos de estos procedimientos más que en otros, los siguientes cuentos son expresiones sobresalientes de talleristas que se han explorado a fondo en sus textos. Exigen, desde luego, un comentario que evalue este despliegue de esfuerzo. Sigue leyendo