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El viento soplaba lentamente, balanceando el bote al compás de las olas. Yo estaba echado en el fondo, sobre unas mantas, tomando un poco de sol. Solo tenía una cantimplora y comida para dos días, pero eso debía ser suficiente. La vela improvisada de un pedazo de tela y el viento del norte harían que llegue pronto a tierra firme. Levanté la pequeña caja que tenía a mi costado y la abrí. La luz del sol inmediatamente se reflejó en sus múltiples lados, creando un brillo casi sobrenatural que me dejo ciego por unos momentos. Cerré rápidamente la caja, y me levanté. Miré en dirección al sur, esperando poder ver la costa que hace unos días había logrado divisar en el horizonte. Aún estaba ahí. Acomodé la vela, tome un poco de agua, comí y me volví a echar en el fondo del barco. Lentamente me fui durmiendo, bajo el calor del sol.
El ruido de la selva rodeaba el claro, y su silencio alrededor de la hoguera hacía presentir la espera de algo. Todos estaban sentados, con los ojos cerrados, agarrados de las manos. Tenían la cara pintada de blanco con símbolos en algún dialecto imposible de identificar. De repente uno se paró y apuntando con la mano, señaló en dirección del norte. Dijo algo incomprensible, y todos se pararon de golpe. Agarraron sus lanzas, ubicadas a sus espaldas, y empezaron a correr, adentrándose en la selva, perdiéndose dentro de aquel mar verde de plantas.
Me levanté de un salto. Había tenido de nuevo la misma pesadilla. A mi alrededor ya era de noche, y podía ver las estrellas. El bote ahora estaba muy cerca de la costa, y podía escuchar las olas romper contra la costa. Saqué los remos, y decidido a llegar de una vez a la costa, remé sin parar hasta estar tan cerca que las olas me empezaron a llevar, cada vez más rápido, en contra de la playa. A penas encalló el bote en la arena, me bajé, lo jalé a un lujar seguro, y metiéndome dentro, decidí dormir lo que quedaba de la noche. Me dormí inmediatamente, muy agotado por el esfuerzo físico.
Corrieron sin parar toda la noche. Se movían a través de la selva sin titubear un segundo, como si conocieran cada centímetro del terreno. Su mirada no se desviaba para ningún lado, manteniéndose en dirección al norte. Parecían en algún tipo de trance. Al amanecer se detuvieron al costado de un río para comer y tomar agua, y terminado esto continuaron. Algo los estaba apurando, pero era imposible saber que era.
Las pesadillas volvieron esa noche, y cuando me levante con los primeros rayos del sol estaba sudando. Había tenido esas pesadillas desde hace 5 días, cuando el galeón portugués en el que iba fue atacado por dos fragatas holandesas. La razón del ataque la tenía ahora entre mis manos, en esa pequeña caja de madera que yo había cogido y donde había escondido el diamante más grande descubierto hasta ahora en África. La mayoría de mis compañeros habían muerto, y los que no probablemente habían sido tomados prisioneros. Intentando sacar esas imágenes de mi cabeza, saque de mi bolsillo un pedazo de papel que había guardado con casi tanto recelo como la caja de madera. Era el mapa de esta parte de las costas africanas. Tenía que poder encontrar alguna referencia a mi alrededor para poder ubicarme y poder ir al enclave portugués más cercano. Esta zona de la costa debía estar llena de ellos.
Para el final del segundo día de viaje una persona normal ya hubiera estado totalmente agotado, pero ellos seguían corriendo. La motivación que podría empujar a un grupo de hombres a seguir tan enraizadamente el camino hacia unameta era impresionante. Su cara no producía gesto alguno, y corrían a un paso constante, pareciendo más maquinas cruzando la espesura de la selva que hombres. En algún momento de la noche, bajo la luz de las estrellas, se pudo ver como la marcha se aceleraba. Algo hacía presentir que se acercaban a su objetivo. Ya no faltaba mucho.
Nada. No había nada a mi alrededor que me diera una pista de donde podría estar. Mi desesperación crecía con el tiempo, y yo no dejaba de mirar la caja de madera. Me senté en la arena, y no pude evitar volver a pensar en la tragedia. Había sido una noche oscura, y la niebla cubría casi toda la visión del galeón. Todo parecía tranquilo, y yo estaba en la cubierta, limpiando la proa. De pronto se escucha el sonido de un cañón. Segundos después, hay un hueco en la cubierta. Se da la alarma. La gente corre, se desespera. Cargan los cañones, pero es imposible saber donde está el barco enemigo. Se escucha el sonido de otro cañón, y segundos después hemos perdido uno de los tres mástiles. Pero ahora sabíamos donde estaba el otro barco. Una suave brisa del este quitó un poco de la niebla, y pudimos distinguir a medias a una fragata holandesa. La batalla se fue intensificando con el tiempo, y lo peor de todo es que aun nadie sabía cual era la razón de las hostilidades. Sin querer, me di cuenta que el capitán se estaba escabullendo hacia el bote que usábamos para desembarcar, llevando algo entre brazos.
– ¡Capitán! – grite, intentando que mi voz le llegue entre todo el griterío y los sonidos de los cañones. Pero el no volteó.
Me le acerqué corriendo, esquivando objetos que volaban por los aires. Pero cuando estaba casi detrás de él, una explosión cercana lanzó un pedazo de madera directamente al rostro del capitán, quien murió instantáneamente. La caja cayó al suelo, y se abrió. Inmediatamente entendí. Cogí el diamante, lo metí en la caja, me subí al bote, y me escape. No fue muy difícil gracias a la niebla, pero si pude ver como el galeón se hundía lentamente, entre llamas y gritos. Todavía no se por qué me escapé. Fue más un impulso que un acto racional.
La selva cada vez se hacía menos espesa, y una brisa marina se empezaba a colar entre las hojas de los árboles. La marcha se fue aminorando conforme se acercaban a la playa. El fin de su viaje se acercaba, y pronto encontrarían aquello que buscaban con tanta desesperación y ansiedad. El sol ya quemaba una vez más arriba de los árboles. Llegarían antes del ocaso.
Todo había sido por gusto. Mejor me hubiera quedado en el galeón y probado mi suerte ahí. Estaba perdido en medio de un territorio totalmente desconocido y hostil. Esa zona estaba llena de tribus caníbales, y sabía lo sangrientos que podían ser. Habíamos luchado contra una tribu muy grande hacia unas semanas, y probablemente fue ahí donde el capitán robo el diamante. ¿Cómo se habían enterado los holandeses? Eso si era aun una incógnita. Me eché en la arena. Ya no tenía comida, y no tenía agua. Me aterrorizaba tener que adentrarme en la selva, pero a la vez me aterrorizaba quedarme ahí, solo en medio de la playa.
La noche llegó rápidamente, y esta vez no hubo estrellas. Una oscuridad casi absoluta me empezó a rodear poco a poco. Mi corazón empezó a latir más rápido. Me paré y me metí dentro del bote, y me tapé con la frazada. A lo lejos escuché un sonido raro, como si un cuerpo grande se moviera entre las plantas. Levanté mi cabeza levemente, y pude ver dos ojos brillantes contrastando la oscuridad de la noche. Enseguida aparecieron dos más, y después dos más. Definitivamente hoy no estaba con suerte.
Cuando llegaron a la playa, el sol ya se ocultaba en el horizonte. Delante de ellos había un bote. Sabían que lo que habían estado buscando se encontraba ahí dentro. Se acercaron con desconfianza, lanzas apuntando hacia delante, listas para atacar. Cuando llegaron al borde del bote, el líder, aquel que los había llevado a través de la selva dirigiéndolos en la travesía, se metió de un salto y con la lanza empezó a mover todo lo que había en el fondo. No había nadie, pero sin querer golpeo una caja de madera. Esta rodó para un costado y se abrió. El líder agarro el diamante, lo levantó con sus dos manos, y todos los demás guerreros se arrodillaron. Habían recuperado aquellos que les fue arrebatado. Se levantaron, y enseguida empezaron correr de vuelta hacia la espesura de la selva, donde desaparecieron rápidamente. En el bote solo quedó un pequeño mapa, unas frazadas rotas, una cantimplora vacía, y las marcas de arañazos en el fondo. El sol, en el horizonte, se terminó de ocultar.
Secuencias narrativas en paralelo simultáneas y con retardo
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