“Un joven cobrador y una combi” (por César Ruiz)

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combi

Bueno si, la vida siempre fue difícil para mí. Desde pequeño sufrí muchas penurias: incontables hambrunas que padecimos con mis hermanos. Nuestra casita en un asentamiento humano no nos protegía del viento que soplaba inexorablemente, haciéndonos tiritar de frío bajo nuestras prendas ajadas.
Contar la historia de todos mis hermanos sería como narrar La Iliada o La Odisea. Sólo me limitaré a narrar cómo me hice cobrador de una de las tantas líneas de transporte urbano de la gran Lima. Como dije mi familia era pobre, así que tuve que trabajar desde muy pequeño. Mis hermanos ya ocupaban los diversos oficios en los que yo, un niño de 12 años, me hubiera podido desempeñar. Fue así que me decidí por ser cobrador.
A mis padres no les importó el riesgo que correría, en realidad no tenían tiempo de preocuparse y lo más que querían era que sus hijos lleven plata a la casa. Con el tiempo creo que hasta olvidaron mi oficio.

Comencé en la empresa S.T.U. Atahualpa, esa cuyos vehículos tienen líneas azules y verdes. Bajo una madrugada moribunda, cuando el alba ya empezaba a rayar salí a trabajar. Roger era mi compañero, un joven chofer, que a sus 28 años era capaz de convertir una simple vehiculo motorizado “combi” en uno de fórmula 1. “Por los pasajeros”, siempre decía eso cuando apretaba el acelerador a fondo.
Rápidamente aprendí el lenguaje subterráneo de los dateros: “Pampa”, “planchado”, si no, habla habla, sube baja baja sube, sudor, calor, sencillo vuelto, baja en la esquina, policía, tránsito pesado, pampa… policía, pisa pisa frenos, aguántate, sudor, papeleta, lágrimas, sencillo, gaseosa, 20 soles, jefe jefazo amigo, 10 vamos…
Así pues, poco a poco, fui haciéndome ducho en tal oficio. Roger siempre quería trabajar conmigo, y es que yo siempre le indicaba el momento preciso para apresurar la marcha o para emprenderla parsimoniosamente.
Nuestra marcha era interrumpida por los policías; nuestro botín era recoger pasajeros, más que las otras tantas empresas que nos hacían la vil competencia. Cada día era una lucha encarnizada. La primera batalla que yo libraba, era la de levantarme a tiempo. La fría y húmeda mañana me obligaban a permanecer en un agujero negro cálido, que no era otra cosa que mi cama. Cuantas veces hundí la cabeza entre las sábanas, topándome con otras cabezas, tratando de alargar los segundos que me separaban de la hora de la partida. La segunda contienda, ya en las pistas, era contra las otras tantas combis que también circulaban. Y la última batalla, la batalla, era contra los policías, los hombres uniformados que no nos dejaban laborar a nuestras anchas.
Un día, al volver a mi casa de trabajar, mi madre me dijo que el menor de mis hermanos estaba muy enfermo. El pobre se retorcía de dolor en su cuna, pues apenas contaba con 3 años. Le habían aparecido bubones a lo largo del cuello, así como ronchas en la cara y brazos. Todos estábamos muy preocupados. “Es la enfermedad, la misma que se llevo a Manuelito” dijo mi padre. Yo no iba a permitir que las mismas bacterias se lleven a la tumba a otro hermano mío. Si, al día siguiente me esforcé como un loco descarriado para obtener más plata de lo normal. Le exigí al máximo a Roger. Dentro de mí decía “él es como un caballo al que hay que arrear y espolear para exigirle mas velocidad y tirar de las riendas para frenar”. Nunca había laborado con tanta intensidad.
Sube baja… baja… dale, vamos…de frente derecha todo derecha sigue nomás…quédate ahí, sube… baja en la esquina rápido vamos…. Tingo maría todo Bolivia cercado de lima, Tacna, no pasa nada vamos… no pasa nada hasta la otra esquina pisa nomás… oiga no debería manejar tan rápido –vieja entrometida, pensé- ….mete la cabeza un policía -mierda- ya fue se quedó atrás… todo Bolivia Tacna… ya vamos…pasajes, con sencillo por favor, pasajes…. No, el medio está ochenta… ¿a dónde va? Un sol veinte…ah policía despacio nomás, ya pisa ahí, espera pera, sube la señora…vamos….cómo va…dos cinco uno, se va con 3 el rojo, 5 – 5, planchado…vamos bien…íbamos bien, nunca mi canguro se había llenado más de lo normal, así lo indicaba su peso y el chistar de la monedas.
De pronto, y menos mal fue cuando no había pasajeros, unos cuantos solamente, por seguir con el paso acelerado hicimos desviar a pequeño vehículo blanco con rojo de su ruta, estrellándose contra otro carro por esquivarnos. No paramos, seguimos de largo. “Así es la vida” pensé, “una desgracia por otra”.
Iba entre medio contento y medio preocupado todo el camino de regreso a mi casa. La cantidad que llevaba era mucha más de lo que acostumbraba a llevar, el triple aproximadamente. Aún así no serviría de mucho, pero entre todos sumaríamos una cantidad considerable.
Casi me desmorono de la impresión, del susto. Encontré a mi madre destrozada, llorando sin consuelo, mis hermanos solo atinaban a abrazarla. Ellos sollozaban en silencio, ahogando el grito de dolor. “¿Qué pasó?” atiné a decir, “Nuestro pequeño hermano, pues…murió. No fue a causa de la enfermedad, si no que la ambulancia en la que iba se chocó contra otro carro. Murieron todos los pasajeros al instante” “¡¿Qué?!” dije mientras me sujetaba e intentaba abrazarme “Fue a causa de una combi, una combi de líneas azules y verdes.”

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