Archivo por meses: octubre 2006

“En el bosque” (por Ryonosuke Akutagawa)

[Visto: 3204 veces]

aku

[…]

Declaración del monje budista interrogado por el oficial del Kebiishi

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun1, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.

¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo

Ryonosuke Akutagawa (Tokio 1892-1927), lector de poesía china, agudo crítico de sus contemporáneos y notable narrador del Japon imperial de comienzos del siglo XX nos entrega, bajo la apariencia de una recolección de testimonios para la investigación de un crimen, un mosaico de secuencias con cambios de punto de vista cuya lectura atenta vuelve discutibles todos los testimonios de los involucrados y nos permite examinar, en un plano más general, los intereses en juego de cada perpespectiva, de cada personaje, desde cuya idiosincracia e interioridad se decide narrar, alternativamente, una historia. El modelo que ofrece el cuento “En el bosque” nos permite ejercitar las posibilidades expresivas de cambiar el foco narrativo de un relato y los talleristas lo hacen desde una focalización interna a otra del mismo tipo, a una externa o a una “cero” en los siguientes cuentos. Sigue leyendo

Declaración tácita (por William Dodds)

[Visto: 2494 veces]

William Dodds, tallerista y asiduo huésped semanal de este blog, añade a Extraterritorial un cuento para el libre comentario de sus compañeros. Adelante.

rator

Dedicado a Erika, quien me lo pidió hace tiempo.
Disculpa la demora.

Sin quererlo, bajó de su habitación. No era algo opcional: sabía que era algo así como su deber bajar y aplacar las iras de su madre. Hacerle conversación de cualquier cosa, para evitar sus iras. ¿Qué le habrían dicho en esa llamada telefónica para ponerla así? Pero se tranquilizó cuando vio que el vaso de whisky etiqueta roja de su madre tenía tres cubitos de hielo en él ¡Qué alivio! No era nada tan grave. Supuso que su cara había reflejado demasiado alivio cuando su madre le dijo:

-Sí, Sebastián, tiene hielo. No deberías preocuparte. ¿Me acompañas con un traguito?

La verdad era que a Sebastián no le gustaba demasiado el whisky. Antes de responder echó una mirada al muy surtido bar de su padre. Le hubiera encantado tomar un poco de curaçao, pero sabía que la botella era nueva y que era política de su padre mantener en el bar una botella sin abrir al menos por seis meses, tal vez por un año. Volvió a notar que su madre obtenía más información de sus gestos de que sus palabras cuando le dijo:

– ¡Ah! Había olvidado que no te gustaba el whisky.
– Está bien, madre. Prefiero no tomar nada.

Sebastián y su madre se fueron hacia la cocina, ella con su whisky en la mano y él esperando que se demorara al menos cuarenta y cinco minutos en acabárselo. De pronto, como si hubiera estado rezando para ello, escuchó el sonido inconfundible de un manojo de llaves. Sebastián dejó a su madre y se dirigió hacia la puerta, pues sabía que sólo podría ser su padre. Sin mostrar demasiada expectativa, abrió la puerta, pero se sentía muy aliviado de no tener que ser el único compañero de copas de su madre, aunque estuviera resuelto a no tomar más que gaseosa y comer nachos.

Se sentó a la mesa, cuidándose de estar lo suficientemente alejados de sus padres como para evitar que le cayera algún plato o algo que se tiraran entre ellos, pero al mismo tiempo en una posición que le permitía vigilarlos. Cuando volvió a pensar en esto, no pudo evitar una sonrisa. Estaba exagerando. Nunca habían peleado al punto de lanzarse cosas, y sabía que no gritarían porque el abuelo, que estaba enfermo, ya estaba durmiendo. Sin embargo, no abandonó su sitio. Le gustó imaginarse allí, como un rey, viendo a sus súbditos. Su madre le preguntó a su padre por el motivo de no haber llegado temprano como lo había prometido, pero Sebastián supo que no había peligro. Su padre y su madre tenían conceptos muy diferentes para lo que “tarde” y “temprano” significaban, y ambos lo sabían. Unos minutos de explicación mientras su padre se servía el almuerzo bastaron para devolver la conversación a la “normalidad”.

Al cabo de medio vaso de whisky (unos veinte minutos), Sebastián sintió que su interés comenzaba a despertarse. Sin saber cómo, la conversación había pasado de asuntos de la próxima mudanza a un pequeño curso introductoria sobre numerología y tarot. Su madre era lectora de cartas y, según le había comentado a Sebastián en numerosas ocasiones, no dejaba de consultarlas en situaciones difíciles. Sebastián se sentía bastante interesado, aunque estaba convencido de que jamás lo estaría lo suficiente como para ser como su madre. Como pudo recordar, el curso había comenzado cuando su madre le había hecho sumar los números de su fecha de nacimiento hasta obtener un número entre uno y veintidós, y le explicaba cómo se relacionaba cada número con las cartas mayores de la baraja del tarot y qué significaba cada relación.

Sebastián se sorprendió calculando el número de la chica que amaba desde hacía años, Estefanía, y preguntándole a su mamá que carta le correspondía a ese número. Escuchó la explicación incluso con más atención que cuando le había explicado la suya, y casi se entristeció cuando supo que la carta de Estefanía quería decir que ella debía permanecer en solitario, pero después se recuperó cuando se dio cuenta que eso no excluía la posibilidad de una relación amorosa. Y he aquí que no pudo evitar imaginarla con él primero como novios y después como esposos cuando se enteró que la unión de su carta con la de su amada auguraba una muy buena relación.

Había un detalle que llamaba su atención, sin embargo. Su padre y su madre, aunque con diferentes cartas, obtenían la misma suma que él y Estefanía. Sin quererlo, se imaginó a Estefanía en el lugar de su madre y a él en el de su padre. ¿Esa era la buena relación que auguraba la carta? Se le antojó una relación un poco conflictiva y desordenada, pero después se dio cuenta que la suya con Estefanía, si llegaba a darse, no sería igual porque eran personas diferentes, y también porque sus números individuales eran diferentes a los de su padre y madre.

Por un momento, se desconectó de todo y se concentró en ella. Como ya era tarde, se la imaginó durmiendo, angelical. Se quiso imaginar a sí mismo allí, observándola, pero se dio cuenta que proyectaba una imagen más de padre que de novio y se borró del cuadro. Sólo quedaba ella durmiendo, como un angelito. Era todo lo que Sebastián necesitaba ver.

Se preguntó, como últimamente hacía muy a menudo, si no sería todo una coincidencia. Desde que la conoció en el colegio, comenzó a encontrar muchas similitudes entre él y ella, y cuando se dio cuenta que la amaba, no dejaba de encontrar razones que justificaran ese amor. Era cierto que había pasado un tiempo en que había intentado negarlo, pero se había dado cuenta que años de amor no podían ser retenidos sin consecuencias negativas. Era mejor dejar fluir todos esos sentimientos, sin negarlos, sin luchar contra ellos. También se dio cuenta que Estefanía debía enterarse, aún a riesgo de enfrentarse a una nueva decepción. No podía ser una simple coincidencia encontrar tantos indicios que le dijeran que no estaba equivocado. Tal vez uno o dos no significaran tanto… pero ¿encontrar uno nuevo casi todos los días? Tenía que significar algo. Esta nueva razón de las cartas tenía que augurar algo. Tal vez el destino de ambos era estar juntos. Él estaba más que dispuesto, pero ¿y que tal Estefanía? ¿Estaría dispuesta?

Cuando despertó de su ensoñación, ya había transcurrido otro medio vaso de whisky. Su padre ya había terminado de almorzar y su madre se disponía a prepararse otro vaso de whisky. Como supuso que se habían dado cuenta de que no había estado atendiéndolos por los últimos diez minutos, lanzó un par de preguntas al aire, aunque ya no estaba tan interesado: había descubierto algo que lo interesaba más.

Tras otro medio vaso de whisky, lamentó haberlas hecho. Se paró, esperando que su madre interpretara correctamente el gesto y lo dejara ir. Pero no. Parecía resuelta a contestar lo más exhaustivamente las preguntas de su hijo, y él tendría que quedarse a escuchar. Sebastián ya quería zafarse del asunto.

Por fin, la clase terminó cuando su padre se levantó y se disponía a irse. Sebastián también se levantó, aún con la imagen de Estefanía en la cabeza y le dijo al oído a su padre que no dejara sola a su madre, recomendándole que se preparara un trago y que la acompañara, con lo que lo convenció. Después, se fue a terminar el trabajo que debía presentar en la universidad, pero a la vez sostenía su teléfono celular, a la espera del momento adecuado para llamar a Estefanía y decirle lo mucho que la amaba.

Por supuesto, el momento no llegó nunca.
Sigue leyendo

“Bajito para que toque tu alma “(por Ivette Cajacuri)

[Visto: 2872 veces]

Ivette Cajacuri, tallerista de mirada sutil, expone el siguiente cuento para el análisis sesudo y las críticas del caso. Es nuestra primera huésped en la sección Extraterritorial del blog. Bienvenida.

museo

ÉL veía las persianas con tal odio, pues le recordaban a ese niño que le robaba los caramelos en su infancia. Se dirigió a su viejo armario y buscó su saco negro, más no lo encontró. Fue así que se dispuso a usar el saco gris. Era poco usual que lo usara, pero no tenía otra opción. Se cambió rápidamente como cada domingo, pues así lo demandaba el frío de Lima, que lo traía adormecido desde hace unos días. Bajó las escaleras corriendo y abrió la puerta. Un niño cruzaba con una bolsa azul en la mano, este le sonrió y le recordó que ya era un anciano y recuerdos asaltaron su mente, pero él los esquivó como lo venía haciendo desde hace unos años. Ya dominaba ese arte, ya era un deporte para él. “Destrozar todo lo oprimente” había sido la frase que lo mantenía vivo. Lo mejor era no pensar, no preguntar, simplemente ahogar.

Respiró y sintió que vivía dentro de una pecera, Lima era demasiado húmeda, pero lo acogía como una madre. Subió al bus, iniciando el ritual, y las personas dentro miraban por la ventana, se perdían absortos en la nada. Bajó del bus y el centro de Lima lo recibía con envolturas que adornaban las veredas, con súplicas de los más débiles y los más astutos que apelaban a la sensibilidad de los transeúntes, con miradas, con apariencias que hacían gala de su serenidad.

Encendió un cigarrillo en la esquina de su destino y lo saludó un señor diciendo: “pilas, pilas, para su tv, para la radio..”; él negó con la cabeza y entró al museo de arte. Nada había cambiado, respiraba el mismo aire, el lugar aún mantenía su juventud. Hace 2 años que mantenía el ritual, hace dos años que el lugar era el mismo, o por los menos para él.

Empezó su caminata y vio en una banca a una niña sentada en un extremo mirando a la nada, mirando todo. Se dirigió hacia ella y le preguntó si él podía sentarse en el otro extremo. Ella asintió y permaneció callada. Él sacó su viejo maletín marrón e inició su tarea de escribir partituras. No había pasado más de quince minutos cuando ya no podía soportar la observación de esa niña y enfadado o quizá con un gran anhelo de empezar una conversación, le dijo: ¿seguirás mirando o preguntarás? Volteó su cara para verla y ella estaba pasmada y colorada. Ella le pidió perdón, pero él no la disculpó y le preguntó si sabía de música. La niña no sabía absolutamente nada, era una completa ignorante. Eso hubiera bastado para retirarse y terminar la conversación apenas iniciada pero algo lo intrigaba. Él hablaba frescamente, mientras ella mantenía la cordialidad y el recato de toda niña de buena educación. En ese cruce de palabras, descubrió que ella también buscaba regocijo en aquel lugar. Él miró su reloj, ya eran las doce y el frío destrozaba sus huesos. La miró por última vez y entre sus divagaciones musicales le dijo: “cada vez que escuches música, hazlo muy bajito para que las notas toquen tu alma” Se paró lentamente, realmente no quería irse, lo había aliviado hablar con esa niña, no era cualquiera, en medio de sus preguntas encontró un alma parecida a la de él en su juventud.

Con un “hasta pronto” se retiró y caminó lentamente. El ritual había terminado. Su vida había acabado, tendría que esperar hasta el siguiente frío domingo.
Ella guardó su voz, guardó su ropa, guardó su mirada y sobre todo guardo la última frase. Guardó su alma y le dio las gracias en voz baja viendo su espalda desaparecer entre la multitud…bajito para que abrace su alma, que ya es mia, pensó.

Sigue leyendo

“Así ocurrió, Paulita” (por Diego Martínez)

[Visto: 2692 veces]

opio

Qué bueno que ya no me tengas rencor, Paulita. Tú sabes que nunca le hubiese hecho nada a Rupertita si no hubiese sido por el bien de todas. Temía que las cosas entre nosotras no volvieran a ser igual desde su muerte, pero vaya que no fue así, aquí estamos ahora, tu y yo paseando por los pastizales. ¿Pero no te parece que nos vamos alejando mucho de las demás muchachas? sí, tienes razón, sigamos. Disculpa que toque el tema nuevamente pero es que creo que debería aclararte lo que pasó con Rupertita para darlo por cerrado. No me digas que no, porque sí es necesario; sé que duele hablar de ello, y créeme, ella era como mi hermana también y me duele tanto como a ti. Desde muy chica siempre estuvimos las tres juntas, de aquí para allá, jugando, pastando, durmiendo. Aún recuerdo el día que nació, yo tenía ya un año, y la señora Carlota daba a luz en nuestro pequeño establo. Nació pesando más que yo, era una gordita bella, sus manchitas negras se veían con dificultad y su orejitas rosaditas llenaban de ternura todo el lugar. ¿Recuerdas cómo la cuidábamos? Todos los días vigilándola porque su curiosidad era más fuerte que su pequeña conciencia y estaba siempre en busca de algo nuevo. Lástima que encontró lo que nunca debió encontrar. Paulita, pero ¿por dónde vamos? Yo creo que ya estamos muy lejos, ya casi salimos del campo, más allá sólo hay arena y nos podemos perder, luego el amo no nos va a encontrar. Sí, tienes razón, un poco de algo nuevo no nos vendría mal, y además no quiero echar a perder este día, cuando por fin me volviste a hablar. Rupertita había resultado la más lista de las tres, tenía al amo en sus manos, era increíble su habilidad, su gran capacidad. Todos los días desaparecía para volver con noticias de nuevos hallazgos, nuevas pastos, plantas curiosas. Mientras todas nos quedábamos cerca al establo, ella se iba sola por lugares extraños, así como nosotras ahora, que no sé ni dónde estamos, espero que tú sí. Así era mi Rupertita, siempre experimentando cosas nuevas de la vida, era tan alegre, tan optimista, creía que más allá del campo, el establo y la casita del amo, había cosas que no conocíamos, que no veíamos, lugares extraños que no pisábamos. Tenía la esperanza de que ella nos llevaría a lugares nuevos con su intrepidez, pero desgraciadamente encontró esa maldita planta. Todavía recuerdo el día en que llegó contenta, nos miró emocionada y sorprendida a la vez; traía una pequeña flor entre sus dientes. Era una flor muy rara, tenía la forma de una sandía en miniatura, con un tallo largo y unos pétalos blancos. Sólo trajo una, y fue ella quien se la comió. Ese día cambió todo en nuestras vidas. Rupertita se levantaba mucho más temprano que las demás y desaparecía. Volvía demasiado tranquila, y ya no hablaba con nadie, sólo vivía por y para esa planta. Una vez escuché al amo decir que Rupertita estaba comiendo una flor extraña, “opio” decía que se llamaba y que crecía en muy pocos lugares y uno de ellos era en nuestro campo. Rupertita se volvió adicta a esa vil planta y nos hizo de lado ¿recuerdas? Paulita, ¿estás segura que sabes como volver luego al establo? Este lugar está desierto. Te creo, sigamos entonces. Lo peor de todo, fue que ella cambió radicalmente, ya no producía como antes, hablaba mal de todas y generaba peleas entre nosotras. Su risa se volvió irónica, siempre buscando pelea a cualquiera que se cruzaba en su camino. Todo se volvió un caos debido a ella, era insoportable seguir viviendo así. Tú sabes muy bien que la convivencia con ella se volvió un infierno. Algo se debía de hacer, y yo lo hice. Paulita, será mejor que empecemos a volver, mira el acantilado de allá, ya no hay nada. Las demás chicas me pidieron que lo hiciera, y no me quedó de otra, me dolió muchísimo, pero tuve que hacerlo. Planté en medio de los rieles del tren, dentro del túnel una florcita cualquiera, luego cuando volví al establo, le comenté que había encontrado una flor de las que le gustaban, y que era muy especial, que habían muy pocas en la India y que debía de aprovecharla. Por supuesto, que al principio no me creyó; yo misma tuve que llevarla allá para que la vea. Le dije que yo no me atrevía a sacarla. Ella me miró con desconfianza, me dijo que era una cobarde y entró al túnel. Todas sabíamos que el tren pasaría a mediodía, justo a la hora que ella entró al túnel. No escuché nada, sólo vi sangre en la parte delantera del tren que salía por el túnel y que empezaba a frenar. Así fue como sucedió. Sé que eres su hermana, pero yo también la quería como tal. No había salida, no te lo dijimos porque supusimos te opondrías. Fue mucho tiempo sin que nos hablaras, pero lo bueno es que ahora todo volvió a la normalidad. Yo también extrañé mucho tu compañía, Paulita, pero mejor volvamos porque este acantilado me da un poco de miedo. No! ¿qué haces, Paulita? No me empujes, no lo hagas por favor. Me caigo!!! Te juro que así ocurrió Paulita, me caigo!! Sigue leyendo

“Vaca” (por Abril Cárdenas)

[Visto: 3265 veces]

faruka

Bajo juramento afirmo que todo lo que voy a decir es la verdad y advierto que cuando termine no soltaré un mugido más, ni siquiera para hablar con mis terneros, mucho menos para dar otra declaración.
Recuerdo como si fuera ayer el día en el que conocí a Victoriana, recuerdo sus patas gruesas y su profundo olor a pasto más fresco que el nuestro, recuerdo haber pensado mal de ella desde el primer segundo. La odié y que alguna vaca objete si no digo la verdad. Ella era odiosa con sus ojos enormes más enormes del establo y su cola linda que nunca dejaba de mover, hasta cuando dormía, como un péndulo insinuante.
Nuestra primera pelea sucedió dos meses después de que la marcaron. Le advertí que no se dejara tocar por el campesino rubio de las manos frías, que sus manos refrescantes estaban destinadas solamente a mi, a calmar el ardor constante de mis ubres. Como a todas ustedes le dije que pateara el suelo, golpeara la cubeta o lo que fuera… pero no me hizo caso y la bella, la insinuante con su cola de péndulo lo dejó. A la larga el campesino rubio la volvió su favorita y me ordeñaba después de ella, con las manos calientes.
Ahora nada calma el ardor de mis ubres.
Por eso la engañé, señoras del jurado, porque esa vaca poco a poco nos iría quitando lo que nos pertenece y por eso estoy tranquila, porque hice lo que todas querían pero nadie podía; por eso soy una heroína, porque lo hice por ustedes.
Ese día Victoriana pastaba feliz, siempre con su cola odiosa, cuando de pronto escuchó a lo lejos al tren, que pasa muy cerca de la cabaña en el árbol del campesino rubio. Por supuesto que ella no sabía que era un tren y yo era la única a su lado; me miró con su malcriado aire holandés y yo le sonreí. Se extrañó, por supuesto, y yo le sonreí aún más.
Sentí las palabras venir desde mis ubres ardientes, la cólera de las mañanas sin mi campesino y le dije:
“¿Escuchas ese silbato fuerte, Victoriana?”
“Sí” me dijo “¿Y?”
“¿No lo reconoces? Es el rubio que siempre te ordeña, esa es su llamada especial. Hoy te va a tratar mejor que nunca.”
Le dije que tenía que pararse cerca de la casa del árbol con los ojos cerrados y esperar.
Yo esperé más que ella, cada segundo era una hora. Mientras veía su cola mecerse al alejarse me la imaginaba arrancada de su cuerpo, llena de sangre, en la puerta de la casa del árbol. Sonreí, el campesino también tenía que pagar por su traición. Cuando Victoriana se paró sobre la vía del tren mi corazón palpitó tan fuerte que sentí a la tierra temblando bajo mis patas. Un minuto más y el tren estaría sobre ella… y la idiota no comprendería la causa del súbito dolor, no comprendería por qué de pronto sentía su cuerpo haciéndose polvo bajo un peso mayor, su cuero rasgándose y el aire acabándosele para siempre.
De pronto, Victoriana seguramente cansada de esperar mugió. El campesino sacó la cabeza por una de las ventanas de su casa en el árbol y la vio, sobre la vía del tren, con los ojos cerrados.
“Victoriana” gritó, asustado. Y en segundos estaba abajo, al lado de ella, tratando de moverla a pesar del movimiento frenético de su cola que lo golpeaba en la cara constantemente. Uno de esos golpes le dio demasiado fuerte y cayó al suelo.
Yo no podía hacer nada más que mirarlos. No sé por qué sonreí. No sé por qué no mugí cuando vi al tren acercarse… le hubiera podido gritar a Victoriana que todo era una broma, que saliera de la vía, pero el ruido de la locomotora se hacía más y más fuerte y había algo dentro de mi que me ordenaba que no dijera nada.
Cuando ella dejó de mover la cola y mi campesino se puso de pié, medio atontado, el tren estaba casi sobre ellos.
Mi campesino está muerto, la cola de Victoriana se destruyó en la madera… señoras del jurado, no me molesta que esté muerta, lo que me da rabia es que a pesar de todo lo que pasó, no conseguí lo que quería.

Sigue leyendo

La vaca deprimida (por César Ruiz)

[Visto: 2737 veces]

fisgón

Vale la pena recordar lo que le sucedió a Betty, ahora que ha pasado bastante tiempo desde que ocurrieran ciertos hechos.
Betty era, sin duda, la más hermosa de todas nosotras. Tenía unas ubres espléndidas, unos cuernos a la medida, una bonita cola y unas pezuñas envidiables. Sus manchas negras en sus arcas tenían forma de nubes, nubes negras en un cielo lechoso.
Yo tenía una gran amistad con ella. Hablábamos de todo, de la granja del verde pasto, del cielo y de los perros que nos cuidaban.
Un día, bajo la luz crepuscular, me confesó que tenía una relación con el granjero. Yo le dije que todas teníamos una relación con él, ya que era él quién nos ordeñaba. “No”, me dijo, “no ese tipo de relación. Somos amantes”. No me sorprendió. En realidad ya lo sabía, estaba esperando que me lo dijera. Muchas veces los había visto desaparecer a ellos dos, alejarse de la manada, cruzar el límite de la hacienda, cerca a los rieles del tren, y amarse a escondidas. Tampoco me sorprendió que él se haya enamorado precisamente de ella, ya que Betty era una hembra en todo su esplendor, joven, fresca y lozana.
Sin embargo un día la noté cabizbaja y taciturna: estaba deprimida. Le pregunté qué tenía. “Es el granjero” me dijo. Al principio pensé que la estaba engañando con otra vaca, pero eso era imposible: ya se sabría, o al menos correría algún rumor. La seguí interrogando, y me dijo que no la complacía sexualmente. Yo no entendía. No tenía por qué entender: nunca había sido amante de un granjero.
Entonces decidí espiarlos. Me oculté entre arbustos y ramas, cerca al límite de la finca, donde ocurrían sus encuentros carnales. Vi al granjero sacarse la piel y al fin entendí el por qué de la insatisfacción sexual que sumergía en aquel estado tósigo a mi mejor amiga: tenía un tamaño ridículo ese miembro. No llegaba al suelo como el de los toros. Pero claro, ella no sabía de toros, nunca había visto uno.
Ese mismo día, cuando estábamos rumiando, le hablé sobre ellos, esperando así que se reanime. “Son grandes, negros y furiosos. Embisten con fuerza y mugen con mucha bravura”
Al día siguiente, al salir de la finca, el granjero encontró los restos de una vaca: el ferrocarril la había partido en mil pedazos. No había duda de que era Betty, el único animal que faltaba en la granja.
Sigue leyendo

“Un clamor de justicia” (por Giuliana Zúñiga)

[Visto: 2588 veces]

vaca

Buenos días, señorita periodista, y buenos días a todo el publico televidente. Si me permite usted, señorita, quisiera aprovechar esta ocasión para enviar un saludo a mi prima Hermelinda que hoy cumple… ¿qué, no puedo enviar saludos? ¡Ah! Perdóneme usted, se me olvidaba que el tiempo en televisión es breve. Es que, usted sabe, son muy pocas las veces que a una vaca como yo se le permite salir en televisión, y menos aún a declarar. Comúnmente solo nos llaman para hacer comerciales de leche o cosas por el estilo, ¡nos tienen a todas esteriotipadas! Creo que hasta podría ser considerado discrimina… ¡Ay! Tiene usted razón señorita periodista, de nuevo me estoy desviando del tema. ¡Perdóneme, es la última vez! ahora si le prometo ir directo al grano! Bueno, usted desea saber acerca del incidente que sufrió esta mañana una de mis amigas, pero para que usted y todo el público televidente pueda entender bien que pasó, primero tengo que contarle que motivos la trajeron a mi amiga hasta aquí esta mañana. Créame señorita, es realmente necesario. ¿Esta bien, no? Por supuesto señorita, le prometo ser breve. Sucedió así:

Un grupo de amigas y yo, vinimos a Lima desde Cajamarca en el año noventa, gracias a una buena amiga mía, una vaca llamada Lulú. Fue ella la que nos avisó de este terreno que se encontraba abandonado; ya que el presidente anterior había hecho la promesa de terminar de construir aquí un tren, y como buen político, no cumplió. Nosotras, vacas realmente trabajadoras, hicimos de este lugar lo que es, ¡si usted, señorita, hubiera visto como estaba antes este lugar! Era todo un caos: El tren estaba abandonado y a medio construir, piezas y repuestos tirados por todos lados, abundante polvo por todas lados. Ahora ¿Cómo lo ve, señorita? Claro, una urbanización ordenada, bonita y tranquila. Así marchaba todo, perfectamente, hasta este año, en el que volvió a salir electo el mismo presidente que hace veinte años había prometido construir el tren. Yo no tenía ningún problema con este presidente, señorita periodista, hasta que él comunicó sus planes de reanudar la construcción del tren, que este pasaría por encima del lugar donde esta ubicada nuestra urbanización. Todas las vecinas nos encontrábamos muy preocupadas y por esto recurrimos a nuestra amiga Lulú, de la que le comenté hace un rato; y que, como todos saben, ahora es una figura respetable en nuestro medio político. Ella nos ofreció su ayuda desinteresadamente, realmente es una vaca muy noble y una gran líder. Nos organizó a todas las vecinas en comités y realizamos diversas manifestaciones y marchas frente al palacio de gobierno, en contra de la construcción del tren, pero lamentablemente no recibimos el apoyo que esperábamos. Como todos saben, el viaje inaugural del tren fue esta mañana, y se anunció que el presidente sería el pasajero de honor. Lulú, al amanecer, nos dio una charla muy motivadora acerca de nuestra responsabilidad social frente a la injusticia que el presidente estaba cometiendo con nosotras y que ya era hora de terminar con todo esto. Luego, Lulú nos congregó a todas las vecinas al frente de la urbanización, sobre los mismos rieles por donde pasaría el tren dentro de unos pocos minutos. Pienso que su idea era que el tren se detendría para evitar atropellar a las 120 vacas que se estaba cruzando en su camino; sin embargo todas veíamos con temor como el tren se iba acercando, al parecer sin la menor intención de detenerse. Una a una, temerosas y cabizbajas, fuimos alejándonos de los rieles para ponernos a salvo de una probable colisión, todas excepto Lulú, que estaba a la cabeza del grupo y que continuaba mirando fijamente al tren, como desafiándolo a que detenga su recorrido. Recuerdo claramente como Lulú, dando un paso al frente, levantó la pata delantera derecha en señal de alto, y como luego, un tren que marchaba a 200 km./h, la golpeó y la elevó varios metros por encima del suelo. Como ustedes saben, todo lo que sube tiene que bajar, y quiso la mala suerte que nuestra Lulú cayera en picada sobre el vagón donde se encontraba el presidente y toda su comitiva.

Bueno, señorita periodista, eso es todo lo que le puedo contar, ya que luego, para desesperación mía y de todas las demás vecinas, el tren continuó su marcha a toda velocidad, con nuestra querida Lulú dentro; y, hasta ahora, no tenemos ninguna noticia de ella.
Sigue leyendo

“Se necesitan forenses en las granjas modernas” (por Álvaro Bretel)

[Visto: 3289 veces]

granjero y vaca

Todas las mañanas el granjero, agitaba dos veces su canoso pelo en la puerta de su hogar y avanzaba sacudiendo su panza de un lado a otro mientras se dirigía hacia las barracas. Llamaba a Margarita, la peinaba con un cepillo de cerdas metálicas para despiojarla. Luego traía un banco, se sentaba y con el más delicado toque, la ordeñaba. En la cara de Margarita se podía ver el goce con cada toque de su ubre. Al finalizar, el granjero le besaba la cabeza y se retiraba a su hogar nuevamente.
Así sucedían las cosas casi todos los días, mientras que a nosotras, las demás, nos ponían esas frías máquinas para ordeñarnos, a Margarita le daban trato de calidad, trato especial. Creo que esa es la razón por la cual no nos acercábamos a aquella vaca arpía, venía y nos contaba de cada sobada que le daba el granjero, de cada toque en su ubre, de cada sensación. Se pavoneaba frente a nosotras, era una vaca egocéntrica, quizás por la crianza, quizás porque simplemente le encantaban nuestras caras de dolor y decepción después de la ordeñada matutina.
Lo peor fue cuando el granjero, trabajó por una semana para que Margarita, su vaca favorita, duerma bajo techo. Una bella casita, llena de pasto de la mejor calidad, de madera, roja con blanco, alta, cálida, cómoda, todo. Admirábamos aquella casa con odio y envidia, nosotras a la intemperie nos congelábamos y usualmente nos enfermábamos, y cuando nos enfermábamos, todos saben que pasa, nos sacrificaban si no teníamos cura. Margarita se acercaba cada mañana a decirnos cuán cómoda era su inmunda casa, cuán bien podía dormir, qué rico podía comer. Maldita perra.
Mi recurrente pregunta, y la de todas nosotras, era, qué le ve el granjero a la obesa de Margarita. El exceso de pasto la hizo engordar y engordar, a ella le gustaba regocijarse con su propia grasa. Era fea, sus manchas eran irregulares en demasía, algunas incluso eran marrones. Era una gorda sin raza, no pertenecía a la estirpe a la que todas nosotras pertenecíamos. Nosotras éramos vacas de familias nobles, ella era de padres impuros. Su ubre parecía una masa gelatinosa de cebo, era fea, le faltaba un pezón, no era tan rosada como las vacas de clase, era beige, que asco me podía dar aquella vaca. Fea, fea, fea, vaca fea y asquerosa, fea y sin clase, fea y sin elegancia. Rabo sin pelos.
El odio fue aumentando debido a todos estos factores, qué insoportable era Margarita. La preferida del granjero. La vaca obesa y asquerosa. La que recibía cuidados como princesa. La que se pavoneaba ante nosotras.
Por pensar en aquellas cosas es que sucedió todo esto. Por manifestar nuestro odio es que estamos en esta lamentable situación. Aún así, siento que no es culpa de nuestro odio, es culpa de la maldita arpía de Margarita.
No he dicho, sin embargo, lo que sucedió después, razón por la cual estamos desdichadas y miserables.
Nuestro odio aumentó y aumentó. Ya no teníamos abasto en nuestros cuatro estómagos para seguir alojando la rabia que teníamos en contra de la arpía. Así que, una mañana, luego de que el granjero ordeñara a esta amorfa vaca, su preferida, Margarita. Le dijimos que le teníamos una sorpresa, ingenua ella, ignorante de nuestro odio (la verdad, era una vaca estúpida, nunca se dio cuenta que la aborrecíamos), le dijimos que iríamos a ver el paisaje y a hablar de toros, cerca de las vías del tren. Así llegamos a este lugar, yo empecé a hablar de mi novio de la juventud, todo iba bien. A lo lejos logramos escuchar al tren aproximándose.
A cinco metros de nosotras, decididas y apegándonos a nuestro plan, empujamos con fuerza a Margarita. El tren no tuvo opción a frenar, descuartizó a Margarita. No nos sentimos mal, nos regocijamos de la desgracia que acababa de ocurrir. Era lo mejor que habíamos hecho en nuestras vidas. Pensamos en la razón por la cual no lo hicimos antes.
El granjero al día siguiente salió a buscar a su vaca favorita. No la encontraba. Caminaba y gritaba. Lo vi llorar. Lo vi patear arbustos. Lo vi golpear paredes. No podía encontrar a su vaca favorita. Llegó hasta el límite de su granja, cuando vio que en las vías del tren había algo extraño. Corrió. Observó. Margarita había muerto. No dudó un segundo de que este cuerpo no fuera el de su vaca preferida. Se echó pedazos de la arpía descuartizada al hombro. Con la sangre chorreando por su cuerpo, corrió, corrió, corrió, corrió. No vi nunca a alguien tan triste. Nunca vi a alguien tan solo. Desdichado.
Aquella noche el granjero apagó las luces de la casa, por último de su cuarto, al parecer se echó a dormir. Pero fue un sueño eterno, ya que el granjero no salió más.
Creemos que fue la depresión la que lo mató.
Así llegamos al día de hoy. Días en los que ya no hay pasto, se terminó. Días en los que no nos ordeñan, no hay nadie que lo pueda hacer. Días en los que las enfermedades nos atacan, no hay nadie que nos sane. Una por una, muriendo de inanición.
Todo porque quisimos ser justas con el mundo y matar a la arpía máxima.
Sigue leyendo

“La muerte de la vaca Matilda” (por William Dodds)

[Visto: 3441 veces]

vacuelas

Vaca estúpida. Sólo a ella le podía haber pasado algo como eso. Sí, ingenua y estúpida. ¿Cómo se le ocurre hacernos caso? Sí, compañeras vacas, nuestro plan dio resultado. Matilda acaba de morir descuartizada. Atropellada de la forma más espantosa. Jajaja, vaca estúpida.

Así comencé mi relato ante la gran audiencia de vacas que me miraba embelesada. Solamente yo me había ofrecido para cumplir esa tarea. Pero al final, todo resultó según el plan. Matilda era la vaca más mimada de toda la granja. Y no tenía nada de especial como para que lo fuera, era una vaca más, como nosotros. Si al menos hubiera dado mejor leche, o hubiera sido ligeramente más bonita, yo no me hubiera ofrecido. Lo hubiera entendido. Pero no, ella era la favorita. Y ni yo ni las otras vacas de la granja estábamos dispuestas a permitirlo. Una vez que yo hice el trabajo sucio, venía la parte más reconfortante: la historia. Todas esas otras vacas cobardes anhelantes me miraban expectantes, ansiosas por saber más. Y yo esperaba anhelante el clamor que me alzaría como la vaca más valiosa del rebaño. Así que, respondiendo a las preguntas de ¿cómo fue?, continué mi relato.

Ella pastaba tranquilamente, como todos los días, sin hacer ningún problema, aunque siempre la escuchaba decir que esperaba comer un mejor pasto algún día. La muy estúpida. Todavía la más mimada de la granja y se queja de lo que le dan. Y me puse a pastar con ella. Hablamos unas cuantas cosas sin importancia. Ya saben, siempre es bueno ganarse un aliado. Sí, que este pasto es horrible, que el granjero no sabe tratarnos. Sí, así es. Impón tus pensamientos a alguien y te ganarás un enemigo, convéncelo o adopta su propia idea y ganarás un aliado. Así es. Juego mental. Matilda nunca se dio cuenta de mi juego. Cuando por fin la convencí de que debíamos intentar salir del corral y probar nuevos pastos, comenzamos a caminar. Ustedes hicieron su trabajo espectacularmente. La puerta estaba abierta, y sin rastros de su presencia. ¿Cómo podría Matilda sospechar algo? Qué ingenua.

Comenzamos a caminar, y salimos de los dominios del granjero. Por un momento creí que el granjero estaba sobre nosotros, y casi me eché para atrás. Pero todo resultó un simple espejismo. Nadie venía. Compañeras, ese camino fue tan arduo. Conforme avanzábamos, Matilda iba a cayendo en la cuenta de mi plan. No sé cómo, pero se estaba dando cuenta. Casi al final del camino, pude percibir su expresión. No cabía duda, Matilda sabía que planeaba asesinarla. Al fin me plantó cara. Luchamos, como si nos estuviéramos peleando por la preferencia de un toro. Ella era fuerte, pero yo más. Aguanté el dolor de mis heridas, me revolqué unas cuantas veces, pero al final este cuerno que ustedes ven con manchas de sangre se clavó en uno de sus costados. Ya estaba mortalmente herida, pero yo no iba a permitir que se muriera lentamente. No le iba a dejar chances de recuperarse. Aproveché que el tren estaba allí. Le di un par de embestidas y se revolcó. Le di con precisión y fuerza exactas, y allí quedó, tendida, esperando su final. Matilda ya no se podía levantar. Yo no quería verlo, y empecé a volver a la granja, pero el tren vino muy rápido. No pude evitar ver morir a Matilda, y su cabeza cayó a mis pies. Vomité todo lo que llevaba en mi estómago. Fue horrible, pero al final se sobrepuse y regresé. Y aquí estoy, a la espera. Sé que me he vuelto una heroína.

Las otras vacas sólo pudieron mugir en asentimiento. Me sentía realizada, una heroína de verdad. Ahora ya no habría diferencias. Todas seríamos iguales. Otra vez. Qué felicidad sentí en ese momento. En medio de todos los vítores, yo salí a los bebederos a beber un poco, pues la plática me había dejado sedienta. Y he aquí lo vi. El granjero sentado en la puerta del granero. Y vi en su sonrisa malévola mi final. Todo había sido una conspiración. Se rió malévolamente. Y en esa risa percibí que yo era la próxima. Iba a hacer todo para que yo, la vaca Jacinta, fuera la más odiada entre todas las vacas y que planearan mi asesinato. Pero sé que no será así. Un par de cornadas y el granjero morirá. O tal no. Las otras vacas son tan cobardes que ninguna se atreverá a matarme como hice yo con Matilda. Mi final no está cerca. ¡Lo prometo!
Sigue leyendo

Lo que dijo una vaca

[Visto: 2447 veces]

vaquilla

Nunca se termina de destacar la importancia de la voz narrativa en la constitución de un cuento. Esta dota al relato de una determinada amplitud cognitiva y de una idiosincrasia singular, en un rango de amplitud que va desde la omnisciencia hasta el testimonio de carácter meramente conductista. En esta ocasión los talleristas fueron desafiados a contar el testimonio que una vaca da a sus compañeras sobre la muerte de otra, atropellada por un tren. La anécdota disparatada movilizó las interesantes voces narrativas que aparecen a continuación Sigue leyendo