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William Dodds, tallerista y asiduo huésped semanal de este blog, añade a Extraterritorial un cuento para el libre comentario de sus compañeros. Adelante.
Dedicado a Erika, quien me lo pidió hace tiempo.
Disculpa la demora.
Sin quererlo, bajó de su habitación. No era algo opcional: sabía que era algo así como su deber bajar y aplacar las iras de su madre. Hacerle conversación de cualquier cosa, para evitar sus iras. ¿Qué le habrían dicho en esa llamada telefónica para ponerla así? Pero se tranquilizó cuando vio que el vaso de whisky etiqueta roja de su madre tenía tres cubitos de hielo en él ¡Qué alivio! No era nada tan grave. Supuso que su cara había reflejado demasiado alivio cuando su madre le dijo:
-Sí, Sebastián, tiene hielo. No deberías preocuparte. ¿Me acompañas con un traguito?
La verdad era que a Sebastián no le gustaba demasiado el whisky. Antes de responder echó una mirada al muy surtido bar de su padre. Le hubiera encantado tomar un poco de curaçao, pero sabía que la botella era nueva y que era política de su padre mantener en el bar una botella sin abrir al menos por seis meses, tal vez por un año. Volvió a notar que su madre obtenía más información de sus gestos de que sus palabras cuando le dijo:
– ¡Ah! Había olvidado que no te gustaba el whisky.
– Está bien, madre. Prefiero no tomar nada.
Sebastián y su madre se fueron hacia la cocina, ella con su whisky en la mano y él esperando que se demorara al menos cuarenta y cinco minutos en acabárselo. De pronto, como si hubiera estado rezando para ello, escuchó el sonido inconfundible de un manojo de llaves. Sebastián dejó a su madre y se dirigió hacia la puerta, pues sabía que sólo podría ser su padre. Sin mostrar demasiada expectativa, abrió la puerta, pero se sentía muy aliviado de no tener que ser el único compañero de copas de su madre, aunque estuviera resuelto a no tomar más que gaseosa y comer nachos.
Se sentó a la mesa, cuidándose de estar lo suficientemente alejados de sus padres como para evitar que le cayera algún plato o algo que se tiraran entre ellos, pero al mismo tiempo en una posición que le permitía vigilarlos. Cuando volvió a pensar en esto, no pudo evitar una sonrisa. Estaba exagerando. Nunca habían peleado al punto de lanzarse cosas, y sabía que no gritarían porque el abuelo, que estaba enfermo, ya estaba durmiendo. Sin embargo, no abandonó su sitio. Le gustó imaginarse allí, como un rey, viendo a sus súbditos. Su madre le preguntó a su padre por el motivo de no haber llegado temprano como lo había prometido, pero Sebastián supo que no había peligro. Su padre y su madre tenían conceptos muy diferentes para lo que “tarde” y “temprano” significaban, y ambos lo sabían. Unos minutos de explicación mientras su padre se servía el almuerzo bastaron para devolver la conversación a la “normalidad”.
Al cabo de medio vaso de whisky (unos veinte minutos), Sebastián sintió que su interés comenzaba a despertarse. Sin saber cómo, la conversación había pasado de asuntos de la próxima mudanza a un pequeño curso introductoria sobre numerología y tarot. Su madre era lectora de cartas y, según le había comentado a Sebastián en numerosas ocasiones, no dejaba de consultarlas en situaciones difíciles. Sebastián se sentía bastante interesado, aunque estaba convencido de que jamás lo estaría lo suficiente como para ser como su madre. Como pudo recordar, el curso había comenzado cuando su madre le había hecho sumar los números de su fecha de nacimiento hasta obtener un número entre uno y veintidós, y le explicaba cómo se relacionaba cada número con las cartas mayores de la baraja del tarot y qué significaba cada relación.
Sebastián se sorprendió calculando el número de la chica que amaba desde hacía años, Estefanía, y preguntándole a su mamá que carta le correspondía a ese número. Escuchó la explicación incluso con más atención que cuando le había explicado la suya, y casi se entristeció cuando supo que la carta de Estefanía quería decir que ella debía permanecer en solitario, pero después se recuperó cuando se dio cuenta que eso no excluía la posibilidad de una relación amorosa. Y he aquí que no pudo evitar imaginarla con él primero como novios y después como esposos cuando se enteró que la unión de su carta con la de su amada auguraba una muy buena relación.
Había un detalle que llamaba su atención, sin embargo. Su padre y su madre, aunque con diferentes cartas, obtenían la misma suma que él y Estefanía. Sin quererlo, se imaginó a Estefanía en el lugar de su madre y a él en el de su padre. ¿Esa era la buena relación que auguraba la carta? Se le antojó una relación un poco conflictiva y desordenada, pero después se dio cuenta que la suya con Estefanía, si llegaba a darse, no sería igual porque eran personas diferentes, y también porque sus números individuales eran diferentes a los de su padre y madre.
Por un momento, se desconectó de todo y se concentró en ella. Como ya era tarde, se la imaginó durmiendo, angelical. Se quiso imaginar a sí mismo allí, observándola, pero se dio cuenta que proyectaba una imagen más de padre que de novio y se borró del cuadro. Sólo quedaba ella durmiendo, como un angelito. Era todo lo que Sebastián necesitaba ver.
Se preguntó, como últimamente hacía muy a menudo, si no sería todo una coincidencia. Desde que la conoció en el colegio, comenzó a encontrar muchas similitudes entre él y ella, y cuando se dio cuenta que la amaba, no dejaba de encontrar razones que justificaran ese amor. Era cierto que había pasado un tiempo en que había intentado negarlo, pero se había dado cuenta que años de amor no podían ser retenidos sin consecuencias negativas. Era mejor dejar fluir todos esos sentimientos, sin negarlos, sin luchar contra ellos. También se dio cuenta que Estefanía debía enterarse, aún a riesgo de enfrentarse a una nueva decepción. No podía ser una simple coincidencia encontrar tantos indicios que le dijeran que no estaba equivocado. Tal vez uno o dos no significaran tanto… pero ¿encontrar uno nuevo casi todos los días? Tenía que significar algo. Esta nueva razón de las cartas tenía que augurar algo. Tal vez el destino de ambos era estar juntos. Él estaba más que dispuesto, pero ¿y que tal Estefanía? ¿Estaría dispuesta?
Cuando despertó de su ensoñación, ya había transcurrido otro medio vaso de whisky. Su padre ya había terminado de almorzar y su madre se disponía a prepararse otro vaso de whisky. Como supuso que se habían dado cuenta de que no había estado atendiéndolos por los últimos diez minutos, lanzó un par de preguntas al aire, aunque ya no estaba tan interesado: había descubierto algo que lo interesaba más.
Tras otro medio vaso de whisky, lamentó haberlas hecho. Se paró, esperando que su madre interpretara correctamente el gesto y lo dejara ir. Pero no. Parecía resuelta a contestar lo más exhaustivamente las preguntas de su hijo, y él tendría que quedarse a escuchar. Sebastián ya quería zafarse del asunto.
Por fin, la clase terminó cuando su padre se levantó y se disponía a irse. Sebastián también se levantó, aún con la imagen de Estefanía en la cabeza y le dijo al oído a su padre que no dejara sola a su madre, recomendándole que se preparara un trago y que la acompañara, con lo que lo convenció. Después, se fue a terminar el trabajo que debía presentar en la universidad, pero a la vez sostenía su teléfono celular, a la espera del momento adecuado para llamar a Estefanía y decirle lo mucho que la amaba.
Por supuesto, el momento no llegó nunca.
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