Me acuerdo que constantemente tenía aquel sueño : yo, Héctor Rodríguez (seguro de eso), reposando sobre las oscuras sábanas de un catre, aparentemente en el silencioso espacio cerrado de algún hospital, postrado, inerte, inmóvil, seco. Me asombraba e inquietaba la idea, durante los primeros días de aquel insomnio en el sueño , de poder analizarme visualmente, enteramente; casi sentía el placer de palpar, con sumo y devoto cuidado, la aridez de mi piel, la textura de los cobertores, la ondulación de mis cabellos; sin embargo no se me permitió observar mi rostro. Eso me intrigaba sobremanera : sabía que era yo (lo sabía en mi sueño y en mi vigilia), pero mi rostro desconocido, saber que no podía mirarme, como a un espejo maldito y real, era algo atroz para mi. Era preciso adaptarse a esa rutina onírica, constante y recurrente, para indagar de manera fulminante la forma y el contenido de aquel pedazo de carne que me faltaba y que debía pertenecerme. Mi terror (o hasta cierto punto, mi maquiavélica felicidad) estaba en la angustia de verme cercado, casi de manera claustrofóbica, en una prisión en la que yo era actor y espectador, al mismo tiempo. Luego el terror devino en la vigilia. Andaba insoportable el día entero, hasta cuando la sensación lúdica del sueño me espesaba los ojos y caía rendido. No conseguía nada en aquellos ulteriores días.
– Es un sueño estúpido, ¿verdad?-inquiría, de vez en cuando, a algún amigo.
-Relájate, a menos de que el hombre que sueñas pueda matarte, no hay nada de que preocuparse ……jajaja- me dijo Alicia, una noche que retocé con ella.
Ya empezaba a perder la paciencia, hasta que dejé de soñar con aquel extraño sujeto, que era yo. Por aquellos días, encontré en mi biblioteca un arcano libro, fechado en 1942, de Jorge Luis Borges, llamado Historia de la muerte de un hombre en mis sueños . Lo leí con pasión, con fervor, con fe, hasta asustarme por completo; de pronto, con un previo escalofrío que recorrió mis vértebras y una emoción de excitación inexplicable que me aceleró los latidos, sentí que la modorra me embargaba las pupilas, sentí el cuerpo pesado, las manos inmóviles, las piernas entumecidas y el pecho agitado. Me vi de pronto en el sueño, en aquel sueño obtuso, en aquel espejo insomne. Me detuve, me acerqué a la cama y contemplé el cuerpo, lo contemplé ansiosamente, luego di con el rostro : el infierno en el que me sentí al ver aquella cara fue incomparable………luego de sufrir durante un siglo comprendí la magnitud de aquel descubrimiento : era Jorge Luis Borges muerto, era Héctor Rodríguez el espectador. Mi cuerpo estático y mi mente disipada no podían más. Luego, él abrió los ojos y me miró. La oscuridad vino hacia mi. 30 segundos después oí una voz dulce y condenadora :
-Jorge Luis, despierta, soy María-. Sudé frío al abrir los ojos.
“Recuerdo constante” (por Héctor Rodríguez)
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