“Melchor Ninemann” (por Héctor Rodríguez)

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partido

A Melchor Ninemann lo conocí una de esas típicas noches domingueras limeñas de agosto, frías y grises, en el “Partido”; no pocas veces lo vi en las acaloradas, pero apasionadas reuniones marxistas que teníamos en aquella vieja casona limeña de la cuadra 6 de la avenida Emancipación, en la que animosos estudiantes universitarios, deseosos de cambiar el mundo (yo entre ellos), radicales sindicalistas y numerosos desempleados públicos, descargaban sus frustraciones políticas y miserias personales alegando la posibilidad de reconstruir un Estado comunista que volviera instaurar la “igualdad” entre los hombres en el mundo, algo de lo más estúpido si tomamos en cuenta esta palabra de mierda, que Robespierre alguna vez quiso proyectarla como “felicidad terrenal”. Ninemann era un viejo colorado de bigotes negrísimos y estatura baja que debía bordear los 60 años; siempre lo observaba lejos de las discusiones de los efusivos copartidarios, vestido con un deteriorado saco de satén gris, sentado en las últimas y más desvencijadas bancas del salón, en el rincón más apartado, fumando un cigarro sin filtro y mirando hacia el vacío, con un aire de profunda desesperanza y desidia; la luz opaca en sus ojos verdes, denotaban una melancolía sempiterna, tal vez causada por algún remordimiento en el pasado o algún fracaso en esta vida contingente y fútil, pensaba; nunca hablaba con nadie, pero era siempre el primero llegar y el último en irse de las reuniones, y a pesar de su aparente arrogancia y antipatía (que causaba recelo entre los compañeros), su soledad, su mirada desconcertante, su andar cadencioso y la tristeza de su figura despertaba una inexplicable fascinación por saber qué pensaba, quién era. Veía a mí en él. Me causaba lástima y admiración. No entendía porqué estaba ahí y lo quería averiguar. Había algo no real en él en ese lugar.

Alguna vez, Manuel, un antiguo compañero de universidad que asistía, al igual que yo, a las sesiones de delirio ideológico comunista, me había comentado, sin estar seguro por supuesto, haber visto la cara de ese sujeto (mucho más joven, obviamente) en alguna antigua revista norteamericana en un reportaje confidencial sobre la CIA en el tiempo de la cacería de socialistas por el mundo. Luego, me contó haber escuchado, por boca de algunos charlatanes, que aquel tipo misterioso era en efecto un judío desempleado y un antiguo exiliado de guerra, venido desde Bolivia hace algunos años, sin familia conocida ni hogar fijo; y que una noche apareció, intempestivamente, en aquel tugurio tan lejano del mundo de ideologías políticas utópicas.

Una noche tibia y nauseabunda de octubre, encontré al viejo, recostado sobre la pared descascarada de la fachada de aquel caserón venido a menos desde mucho tiempo atrás. Era temprano y no había nadie en el lugar. Decidí esperar junto al viejo y, pronto, empezó a contagiarme su melancolía, su rigor, su “mirar”; en un arranque de confianza e impaciencia a la vez, decidí pedirle un cigarrillo de esos sin filtro que él fumaba. Sin mirarme, sostuvo el paquete delante de mi y me alcanzó uno. Fumábamos tranquilos uno al lado del otro, veíamos el humo despedido de nuestras bocas levantarse por sobre las comisuras invisibles del viento limeño, mirando las calles grises y vulgares de Lima, llenas de coches, de ambulantes y de gentes de mierda. Éramos dos montañas, dos mundos, dos dioses impasibles y aburridos de la realidad. Pensaba (aun lo recuerdo) en ese momento, si cada hombre no serán todos los hombres, si yo no podría pensar lo que el viejo Ninemann pensaba y sentir su tristeza, su remordimiento, su soledad, su “secreto”. Cuando el cigarrillo se extinguía entre mis manos, atiné a preguntarle sin mirarlo :
-Señor, ¿qué le parece el “Partido, que opina de los “compañeros”, de las ideas del viejo Marx? Al terminar la frase, sentí la boca helada y una súbita sensación de que algo extraordinario se suscitaría en nuestra charla.
-Ja, esos trotskistas de mierda, siempre habladores y ególatras, huevones de saco y corbata. Mucho hablar, poca acción, muchacho. Maricones. El que nace pa hacer las cosas, las hace.
Me habló sin exaltarse, pasivamente, casi con indiferencia. Luego volteé y le dije:
– Tiene usted razón, carajo si todos fuéramos como el CHE, ése es mi ídolo, un hombre de la puta madre, valiente, convencido de su ideología, jodido para todos e invencible-. Hablaba sin tapujos, libre, me sentía feliz.
Ninemann sonrió de una manera maquiavélica, casi patética, tiró su cigarro al suelo y me miró directo a los ojos. Le pregunté con solemnidad :
– ¿Usted admira al CHE, el héroe del socialismo en América? ¿Cree en él?
De pronto, el viejo judío me agarró del cuello de la camisa con las dos manos blancas y ásperas, soltó un par de lágrimas. Yo estaba aterrado. M soltó y me dio la espalda, luego me dijo:
-Desde luego, huevón; ese sonrió antes de morir, cuando le disparé.
Prendió un cigarrillo y se marchó célere. No lo volví a ver más.

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2 pensamientos en ““Melchor Ninemann” (por Héctor Rodríguez)

  1. a20051151

    Por un momento casi pensé que era una historia verídica. Para mi, el mejor cuento de los cinco que estan publicados. La ilacion es excelente y la descripcion de Melchor es tan buena que casi me parece conocerlo.

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  2. a20040952

    Para mí la trama, la historia es muy buena aunque me pregunto si era necesario que fuese tan larga o dicho de otra manera, quizás pudo haber sido un poco más breve, claro que no tanto como el cuento "El indio" pero recuerdo que se pidió una descripción del personaje no un cuento en sí, porque a mi parecer es un cuento, bueno un gran cuento, lo que sea de cada quien.

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