El señor Morrison se dedicaba al humilde oficio de la actuación. Desde muy pequeño, acaparó los papeles más importantes de todas las obras escolares, y le encantaba buscar los roles mas extraños que pudiera encarnar. Se divertía actuando, y lo hacía con tanta naturalidad que uno podía jurar que el personaje lo había poseído, o tal vez, él había poseído al personaje. Solo él decidía cuando abandonarlo y, por más que éste quisiera escapar, engullía cada uno de sus roles como dulces, dejándolos volver a ver el exterior de vez en cuando, únicamente cuando él así lo dispusiera.
El pequeño creció; si por él hubiera sido, ni la secundaria habría terminado, en tanto que la actuación era su vida. A sus prematuros 12 años, ya lo saludaban con costumbre los escenarios y las butacas lo esperaban impacientes, a ver cuándo regresaría.
En sus tiempos libres, encontraba la manera de escurrirse dentro de los teatros calladamente vacíos, que procuraban no dormir, tensos, para no perder su llegada. A media luz, se paseaba por las filas de asientos rojos, conversando con tanto personaje que llevaba dentro, negociando quién sería el próximo en salir. A su vez, asistía a las obras de teatro solo para que, una vez que los actores descuidaran sus personajes, dejándolos desprotegidos, él los pudiera robar, tomándolos para sí; interpretándolos en su mente, mientras su cuerpo, ahora relajado, se dejaba arrastrar sin sentido por las calles.
Y así pasaron los años, con su actuación mejorando día a día. Se hizo famoso, pero él casi ni lo notó, pues se encontraba muy ocupado viviendo historias ajenas, recolectadas al paso, quizá a la fuerza, quizá por voluntad propia. Muchos dijeron que se estaba volviendo loco. Lo veían hablando consigo mismo por los pasillos y, poco a poco, fueron siendo menos los que querían contratarlo. Se fue quedando solo, pero él se sentía cada vez más acompañado. Los escuchaba siempre, a veces no lo dejaban dormir, pero él era feliz con su presencia.
Comenzaron a dudar de quién llevaba el control, si él o sus personajes, porque parecía que ahora ellos habían tomado el fuerte. Algunos sentían pena por él, lo veían deambular y notaban que ya solo era un cuerpo vacío, albergando a muchos dueños que luchaban por dirigir. Y así dejó la actuación, más bien, lo “invitaron a retirarse” de ella; pues ya nadie podía entablar siquiera una conversación concreta con él. Pero a esto no le tomó mucha importancia. Envejeció interpretando; quién sabe si para él mismo o para sus tantos roles-compañeros-espectadores de los que no podía ya huir.
Se daba casi el 15 de agosto cuando murió, o, al menos, su cuerpo lo hizo. Muchos decían que junto a su ataúd se escuchaban murmullos, deliberando quién interpretaría el próximo papel. Pero la única voz que nunca se volvió a escuchar fue la del señor Morrison.
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Archivo por meses: septiembre 2006
“Juan Reyes Olaechea” (por Abril Cárdenas)
La última vez que Juan Reyes Olaechea visitó un cementerio fue a cinco días de que cumpliera nueve años, en la ceremonia de entierro de su madre, cuando detuvo a los seis hombres que llevaban el cajón, los obligó a bajarlo y con fuerza sobrehumana, aún más sorprendente por su edad, abrió la pesada tapa, contempló a su madre unos segundos, le quitó la preciosa cadena de oro del cuello y, ante la mirada atónita de todos, le besó la frente.
Después de aquello recuerda poco, imágenes salpicadas de un niño perseguido por una multitud furiosa encabezada por un cura, una tía gorda y la abuela que le pedía a gritos la cadena de oro; recuerda el rostro enloquecido de su padre, pero como una caricatura y el llanto avergonzado de sus hermanas como una mala combinación de mugidos y sirenas de policía. Y luego, se recuerda él, escondido entre los pabellones con la cadena en el bolsillo, suspirando aliviado.
Treinta años después mira fijamente la tumba de su madre y llora por dentro porque ella nunca regresó para recuperar lo que era suyo (como estaba esperando que hiciera cuando robó la cadena) y porque aunque quisiera, ya no iba a poder hacerlo. Juan Reyes Olaechea, ludópata irremediable, acababa de perderlo todo, incluso la cadena, en su última partida de póker.
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“El indio” (por Carlos Quispe)
Ella tan bella, con la alegría emanando de sus cabellos, la sonrisa inquebrantable, de inocencia seductora y tan lejana como que era la hija del hacendado y él hijo de la matrona.
Él vivió cada día hasta el último en la provincia preguntándose ¿por qué no lo hago?¿por qué no la toco?
Los años quedados en sus arrugas prematuras, las marcas de una vida de privaciones en las manos y el sol ardiente atrapado en su piel. El desconcierto en los ojos de cualquier provinciano llegado a la capital y en su mente repitiéndose ¿por qué lo hice? ¿porqué la violé?
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“Melchor Ninemann” (por Héctor Rodríguez)
A Melchor Ninemann lo conocí una de esas típicas noches domingueras limeñas de agosto, frías y grises, en el “Partido”; no pocas veces lo vi en las acaloradas, pero apasionadas reuniones marxistas que teníamos en aquella vieja casona limeña de la cuadra 6 de la avenida Emancipación, en la que animosos estudiantes universitarios, deseosos de cambiar el mundo (yo entre ellos), radicales sindicalistas y numerosos desempleados públicos, descargaban sus frustraciones políticas y miserias personales alegando la posibilidad de reconstruir un Estado comunista que volviera instaurar la “igualdad” entre los hombres en el mundo, algo de lo más estúpido si tomamos en cuenta esta palabra de mierda, que Robespierre alguna vez quiso proyectarla como “felicidad terrenal”. Ninemann era un viejo colorado de bigotes negrísimos y estatura baja que debía bordear los 60 años; siempre lo observaba lejos de las discusiones de los efusivos copartidarios, vestido con un deteriorado saco de satén gris, sentado en las últimas y más desvencijadas bancas del salón, en el rincón más apartado, fumando un cigarro sin filtro y mirando hacia el vacío, con un aire de profunda desesperanza y desidia; la luz opaca en sus ojos verdes, denotaban una melancolía sempiterna, tal vez causada por algún remordimiento en el pasado o algún fracaso en esta vida contingente y fútil, pensaba; nunca hablaba con nadie, pero era siempre el primero llegar y el último en irse de las reuniones, y a pesar de su aparente arrogancia y antipatía (que causaba recelo entre los compañeros), su soledad, su mirada desconcertante, su andar cadencioso y la tristeza de su figura despertaba una inexplicable fascinación por saber qué pensaba, quién era. Veía a mí en él. Me causaba lástima y admiración. No entendía porqué estaba ahí y lo quería averiguar. Había algo no real en él en ese lugar.
Alguna vez, Manuel, un antiguo compañero de universidad que asistía, al igual que yo, a las sesiones de delirio ideológico comunista, me había comentado, sin estar seguro por supuesto, haber visto la cara de ese sujeto (mucho más joven, obviamente) en alguna antigua revista norteamericana en un reportaje confidencial sobre la CIA en el tiempo de la cacería de socialistas por el mundo. Luego, me contó haber escuchado, por boca de algunos charlatanes, que aquel tipo misterioso era en efecto un judío desempleado y un antiguo exiliado de guerra, venido desde Bolivia hace algunos años, sin familia conocida ni hogar fijo; y que una noche apareció, intempestivamente, en aquel tugurio tan lejano del mundo de ideologías políticas utópicas.
Una noche tibia y nauseabunda de octubre, encontré al viejo, recostado sobre la pared descascarada de la fachada de aquel caserón venido a menos desde mucho tiempo atrás. Era temprano y no había nadie en el lugar. Decidí esperar junto al viejo y, pronto, empezó a contagiarme su melancolía, su rigor, su “mirar”; en un arranque de confianza e impaciencia a la vez, decidí pedirle un cigarrillo de esos sin filtro que él fumaba. Sin mirarme, sostuvo el paquete delante de mi y me alcanzó uno. Fumábamos tranquilos uno al lado del otro, veíamos el humo despedido de nuestras bocas levantarse por sobre las comisuras invisibles del viento limeño, mirando las calles grises y vulgares de Lima, llenas de coches, de ambulantes y de gentes de mierda. Éramos dos montañas, dos mundos, dos dioses impasibles y aburridos de la realidad. Pensaba (aun lo recuerdo) en ese momento, si cada hombre no serán todos los hombres, si yo no podría pensar lo que el viejo Ninemann pensaba y sentir su tristeza, su remordimiento, su soledad, su “secreto”. Cuando el cigarrillo se extinguía entre mis manos, atiné a preguntarle sin mirarlo :
-Señor, ¿qué le parece el “Partido, que opina de los “compañeros”, de las ideas del viejo Marx? Al terminar la frase, sentí la boca helada y una súbita sensación de que algo extraordinario se suscitaría en nuestra charla.
-Ja, esos trotskistas de mierda, siempre habladores y ególatras, huevones de saco y corbata. Mucho hablar, poca acción, muchacho. Maricones. El que nace pa hacer las cosas, las hace.
Me habló sin exaltarse, pasivamente, casi con indiferencia. Luego volteé y le dije:
– Tiene usted razón, carajo si todos fuéramos como el CHE, ése es mi ídolo, un hombre de la puta madre, valiente, convencido de su ideología, jodido para todos e invencible-. Hablaba sin tapujos, libre, me sentía feliz.
Ninemann sonrió de una manera maquiavélica, casi patética, tiró su cigarro al suelo y me miró directo a los ojos. Le pregunté con solemnidad :
– ¿Usted admira al CHE, el héroe del socialismo en América? ¿Cree en él?
De pronto, el viejo judío me agarró del cuello de la camisa con las dos manos blancas y ásperas, soltó un par de lágrimas. Yo estaba aterrado. M soltó y me dio la espalda, luego me dijo:
-Desde luego, huevón; ese sonrió antes de morir, cuando le disparé.
Prendió un cigarrillo y se marchó célere. No lo volví a ver más.
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“La nota” (por Ángela Gaona)
No sé mucho de ella, tampoco sé cuándo o porqué comenzó su obsesión, aquella obsesión que marcó su fatal destino. Su nombre era Gloria, era bonita, inteligente, segura de sí misma y tenía varios amigos, gozaba además de aquel extraño don de ser una persona a la que la gente se acerca sin miedo. La había visto, pero nunca había hablado con ella hasta aquél día en que dejó caer un pequeño papel rosado doblado en dos desde la carpeta de al lado. Lo recogí, lo leí y su contenido me impactó de tal modo que salí corriendo tras de ella. Cuando la alcance, toqué su hombro y aún sin recuperar por completo el aliento le dije: Toma. Ella abrió sus ojos negros y me miró atónita, con esa mirada que delataba que aquél escrito era la definición de su existencia y que se sentía al descubierto. Sin saber bien qué hacer, me pidió que la acompañara por un café. Unos minutos más tarde, estábamos conversando de aquella nota como si fuera una decisión cualquiera. Me explicó sus razones, que no pensará que sus padres tenían la culpa, que ellos siempre la amaron y apoyaron, que tampoco era el amor, que su novio la amaba mucho, que se habían conocido hace poco y que jamás había amado a nadie como lo amaba a él…Yo la escuchaba con poca atención, quise encontrar algo que decirle, lo que sea, pero ella hablaba con tal calma, con tal decisión, que dos horas más tarde, cuando se fue, era yo quien dudaba de si debía o no hacer lo mismo. Eso fue todo lo que conocí de ella, lo demás, lo supe por los noticieros. Había organizado una comida con su familia y amigos cercanos (incluyendo a su novio), en medio de la cena se había excusado para ir al baño y luego se había oído el disparo. Todos los que la conocían declaraban desconocer sus motivos. Yo, por otro lado, desde aquella nota lo supe todo: “La vida es como un orgasmo, cuando el gozo y la felicidad llegan su punto máximo todo debe acabar de golpe”. Sigue leyendo
“MM Burke & Hare. Asesinos” (por Marcel Schwob)
El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher: juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores. […]
Marcel Schwob (1867-1905), escritor francés a quien se deben libros tan imaginativos y singulares como Doble corazón, Mimos y sus memorables Vidas imaginarias, incitó en el joven Jorge Luis Borges el gusto por la escritura, según lo declaró alguna vez el viejo maestro. La biografía imaginaria de “MM Burke & Hare. Asesinos” incita ahora a los talleristas a construir vidas ficticias que revelen la mirada propia de cada cual. Como sucedió en el ejercicio anterior, selecciono seis trabajos que me han parecido peculiarmente signficativos. Sigue leyendo
“El cuy” (por Ivette Cajacuri)
La mayoría le adjudica la facultad de escuchar; sin embargo, yo le pido que se acerque y no se mueve. Claro, puede que no me quiera escuchar y solo permanece en el centro, rodeado de cajas que ciertamente no le aseguran nada, mucho menos cobijo.
Sus vivarachos ojos, junto a sus movimientos de cabeza se burlan de los seres superiores que lo miran ansiosamente anhelando introducir su cuerpo peludo y castaño en una de las cajas.
Ellos lo retienen en sus manos mientras este animal agita sus peludas patas en círculos, como protestando por la violación de cogerlo sin su consentimiento. Pero los superiores no lo sienten y solo dicen: como cuy en tómbola.
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“El perro de raza” (por Rocío Huatuco)
Naturalmente se espera de todo buen canino que sea de raza, que tenga ciertas características por las cuales valga la pena haber sido comprado, que cumpla con los estándares exigidos por la norma, el tamaño y peso adecuado, el porte elegante, el ladrido que se interponga al de sus compañeros. Se espera, además, que en determinado momento de su vida se junte con su contraparte, que por cierto debe tener las mismas características, para que el producto final de la efímera relación siga conservando la “línea”. Entonces el ciclo vuelve a repetirse, la frívola vida de exposición, la monótona sucesión de hechos de un libreto escrito de antemano. Sigue leyendo
“El perro salchicha” (por Álvaro Bretel)
Original de Alemania, el Perro Salchicha migró, en comunidades no mayores de cinco ejemplares, a diversas partes del mundo. Caminando, reptando, nadando o cavando su salida a través del planeta Tierra. Actualmente habitan en el 90% del mundo, hay uno en cada tres hogares; ya que, como sabemos, son civilizados y excelentes psicoterapeutas. Entre tantas cualidades, tienen un solo error de fabricación, no se les puede mostrar largos panes de yema cortados por la mitad, debido a que estos canes se introducirán en el corte del pan y se acostarán. En este estado y con un poco de mostaza y ketchup al gusto, podrán ser comercializados por un dólar y cincuenta centavos en las estaciones de autobús. Sigue leyendo
“Los etots” (por Henry Dyer)
Habitan en jardines ornamentales que normalmente son cuidados por viejas señoras. Tienen ojos grandotes y orejotas limpias. En sus rostros no hay más. En su niñez son pequeños y redonditos. Luego, con una rapidez desmesurada, crecen porque el aire que entra por sus oídos no tiene boca o nariz por donde sea exhalado. Se inflan. Es así como se vuelven cabezones. Las noticias les llegan a ellos antes que a cualquiera, ya que su capacidad auditiva se hace cada día mejor; de esta forma se enteran de cuáles serán las siguientes rosas y flores del jardín que serán cortadas. Una vez que su tamaño se ha desarrollado en proporciones inmensas y ya no caben en el jardín, son pinchados, se desinflan y no siempre vuelven a crecer.