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Muñeco de trapos, estás quemado

Un invitado especial reposa en la casa desde el mediodía. El muñeco de trapos ha esperado todo el año para hacer nuevamente su aparición.

El año pasado adoptó una forma muy mediocre: quizás hubiera sido no tan preferible ponerle una caja de panetón D’Onofrio como cabeza.

Esta vez, quiso parecer un doble del abuelo Domingo. El emblema de la familia materna y el único vínculo entre tantas personas diferentes como nosotros.

Le robó un pantalón oscuro con líneas verticales blancas y una camisa de invierno a cuadros, esas que el abuelo ya no usa por haber bajado de peso.

La idea es simple: quemar lo viejo. El abuelo, no hace más que reír cada vez que ve ‘la kagada’, como nombró Mijail al monumento de trapos comprimidos, sentada en el mueble de la sala.

En lo único que difiere ‘la kagada’ con el anciano es en el llamativo peluquín rosa que lo hace más hilarante pues la cabellera del abuelo es en su totalidad canosa.

Mi pa’ le da el toque final a la cara del muñeco, pálida por la tela, añadiendo detalles como arrugas, ojeras y defectos que lo acercan más a la vejez. La nariz roja de un clown, ahora partida, se burla de la forma de las narinas del abuelo.

Otra razón que motiva su aparición cada año es ‘quemar’ simbólicamente con él lo malo que puede haber sucedido a los miembros de la familia durante el año que finaliza.

Por ello, ‘la kagada’ viste un polo blanco encima en el que con plumón negro están escritas las descripciones más irónicas de la familia, como para burlarse de uno mismo, nadie se escapa.

Pronto estará deshaciéndose tras las brasas mientras a lo lejos en el cielo empiecen a figurarse las luces de los fuegos artificiales en toda dirección posible.

Cuando volvamos nuestros ojos sobre ‘la kagada’ habrá desaparecido y sólo cenizas quedarán acompañadas de grandes nubes de negro humo.

¡Ay muñeco de trapos!… estás quemado.

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Chavito de un micro: el arbolito del títere

Velocidad y distracción: ‘Señores pasajeros vengo a cantarles una canción’.

Viendo tú que te alejas junto a mi amorcito
cuéntale que la espero junto al arbolito.

Aquel arbolito donde estaba escrito
tu nombre y el mío, tu nombre y el mío,
aquel arbolito donde estaba escrito
tu nombre y el mío, tu nombre y el mío.

Nunca había llorado por ningún cariño
y hoy como el arbolito lloro como un niño.

Aquel arbolito donde estaba escrito
tu nombre y el mío, tu nombre y el mío,
aquel arbolito donde estaba escrito
tu nombre y el mío, tu nombre y el mío.

Nunca había llorado por ningún cariño
y hoy como el arbolito lloro como un niño.

Aquel arbolito donde estaba escrito
tu nombre y el mío, tu nombre y el mío,
aquel arbolito donde esta escrito
tu nombre y el mío, tu nombre y el mío.

Favor y sumisión: ‘Colabórame pe‘… pa‘ comprarme mi pan’.

Velocidad y distracción: ‘Señores pasajeros vengo a cantarles una canción’.

Los mal pintados ojos tratan a la emitir vanamente calor alguno.
El rostro inerte del personaje no posee ningún parecido con el original.
El despintado plástico imita erradamente la tela multicolor del sombrero de Quico.
Las manos, también de plástico, chocan constantemente con sus quizás inflados cachetes emitiendo un continuo sonido casi sordo.
El cuerpo de brillosa tela se mueve al ritmo de la canción que el niño de esta vez entona.
El brazo izquierdo del jovenzuelo, cuya mano sostiene el títere, reposa sobre el respaldar de un asiento vacío.
El cuerpecillo de la criatura es sucio, enjuto, sin el entusiasmo propio de un infante.
El rostro oscuro es ya por el bronceado diario que implica su trabajo.
La boca se mueve por el reflejo de la memorizada canción, sin aclaración ni fortaleza en las palabras, una tras otra salen y se unen al ruido conjunto del micro.
Los ojos sin embargo viven, irradian todo sueño de niño: bailan con el títere; bailan con su mano. Aunque casi todo lo que lo rodea es indiferencia [tanto de los pasajeros como la que él mismo puede generar], éstos juegan. Escapan unos minutos de la realidad. Sueñan con el títere. Son niños.

Favor y sumisión: ‘Colabórame pe‘… pa‘ comprarme mi pan’.

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