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SE BUSCA. Alexandra Estefania Carbajal Herrera

Una fotocopia (en formato azul) de un cartel de SE BUSCA me esperó aquella tarde en el portón principal del colegio primario del centro poblado Santa Rosa en Chincha Baja.

Una niña vestida de blanco sonreía en la parte superior-media del afiche. La cabeza ligeramente inclinada denotaba ternura; las colitas que sujetaban su cabellera, infancia. Abajo, con una llamativa fuente de letra, el apodo Sandrita se introducía en la foto.

El nombre completo de la extraviada se exhibía en mayúsculas bajo la foto. ALEXANDRA ESTEFANIA CARBAJAL HERRERA. Información importante le sigue: la fecha en la que se perdió y la urgencia de una operación.

– Desde el 22 de junio al 13 de julio. A la… casi un mes -me dije.

– Espero que la encuentren -respondió otra voz en mí- y pronto.

– Y espero que, sobre todo, esté bien -volví.

Las horas pasaron y mientas esperé a los voluntarios la mirada angelical de Sandrita me acompañó a toda hora en el colegio.

Al día siguiente tuvimos que ir al mercado de Chincha a comprar ciertos materiales para la noche. En el centro, todas las calles exhibían el mismo rostro: Sandrita sonriente. En cada esquina Sandrita esperó paciente a que alguien se detuviera y la ayude, día tras día, pero fue en vano, los transeúntes se habían acostumbrado a verla así, estática y muda.

– Sorprendente -pensé en la familia- cuánto deben estar buscándola. Pedacito de cielo, pobeshita.

En Lima los días siguientes erradicaron la mayoría de los detalles vividos el fin de semana en Chincha. Sin embargo, nunca olvidé el nombre Alexandra o mejor Sandrita. Había sembrado algo… una preocupación de hermandad.

El televisor me despertó hoy, jueves 17 a las 7 am, el canal cinco transmitía las noticias policiales del día. La cama me ganaba otra vez cuando sucedió. Entre sueños, escuché algo acerca de una niña perdida llamada Alexandra, más conocida como Sandrita. No puede ser coincidencia, le grité al dormir. ¡Chincha! Es ella.

Al fin, desperté sonriente recordando el cartel del portón del colegio. Callé mis voces para escuchar el reportaje. La sonrisa se esfumó y un nudo en la garganta se formó. Las imágenes eran desastrosas. La lentitud del parpadeo matutino no me hizo captar bien el reportaje. Recurrí al oír. Rescaté tres palabras claves entre el sueño (horribles todas): putrefacción, degollada y acuchillada.

Me derrumbé. La madre lloraba incansablemente entre desmayos. Pedía la búsqueda del culpable y su futuro castigo.

– Desgraciado -dije cerrando los ojos-. Maldito desgraciado.

Cerrar los ojos no evitó que derramara algunas lágrimas. Inevitable. No era un llanto, era una mezcla de gemidos de impotencia e hileras de repudio mientras mentaba la madre al asesino.

El conductor del noticiero únicamente atinó a decir “lamentable” dos veces. Presentaron el siguiente reportaje. Bajé el volumen casi en su totalidad.

Volví a mi almohada. Giré mi cabeza hacia la pared. PUM. Un puñetazo a la pintura crema de mi muro. Algunas lágrimas ya se sentían en mi almohada.

– ¡Maldito! En qué estabas pensando hijo de perra.

Pensé en venganza. En la justicia comunal. En encontrar al culpable de una vez por todas y matarlo. No, castigarlo y luego matarlo. Hacerlo sufrir y mandarlo directo al infierno. PUM. Otro puñetazo. Maldita indignación, ¿no puedo hacer algo para volverla a la vida?

– Por qué no te llevaste a un adulto “perdedor” cualquiera, ¿no te has dado cuenta?, acá sobran. Ella era una niña inocente, tenía una vida por delante; no se lo merecía. Por favor, ¿si te doy algo a cambio, la traes de nuevo?

Caí en la imposibilidad de aquello último, pensé en algo más dable. Una llamada a la madre. Los teléfonos ¿cuáles eran? Mi mente, sin embargo, no memorizó los tantos números que contenía el cartel. Quise llamar a la señora, decirle que lo siento, no sé por qué. Que estoy con ella. Que mi ética se puede ir “por un tubo” (¿Regenerar a este perro asesino?). Que si podría formar parte del ajusticiamiento comunal.

PUM. Un grito. No era el dolor en mi mano. Era el nudo en la garganta que merecía salir y explotar. Algunas lágrimas continuaron.

– Puto. Puto. Desgraciado. Hijo de mil perras. Ojala que te mueras, ojala que no puedas dormir esta noche -era yo inyectado de ira.

El calor de las sábanas volvió a cubrir el pensar y adormeció mi puño. Pronto, el sueño.

– Por favor Dios, por favor, que esto sea sólo una pesadilla.

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Frenesí mecánico

La fila de personas serpentea lentamente, se detiene unos minutos para otra vez volver a su infinito consumir, nos incita a entrar en ella.

La ves de lejos: ‘A esperar nomás, qué nos queda’. Pronto te unes y te sigue pareciendo ‘lenta’.

Impredecible llega. Sientes asco. Te apartas del resto y miras al suelo. Las huellas en la arena son ‘la historia anacrónica de la diversión’. Cierras los ojos para no marearte más. Por momentos la negra plataforma viene y va: la saliva salada.

Abres los ojos: ‘No voy a vomitar’. Piensas en otra cosa rápidamente y te incorporas a la cola una vez más.

‘Si así te sientes por la borrachera de ayer, cómo terminarás cuando estés en el juego mismo’

Estás demasiado cerca ahora. Te detienes para contemplar la máquina que te mira a unos pasos.

Metales gruesos a medio oxidar, neón multicolor, polvo sobre polvo, dinamismo momentáneo: mecanismo. Todo esto forma al monstruo gigante. Llamativo, imponente, no teme a enfrentarnos.
Nos obliga a gritar de satisfacción y de susto, pronto saborearé esa sensación.

Te late el cerebro. Quiere salir y destrozar tu cráneo. Quiere escapar, huir de ti y del monstruoso aparato frente tuyo.

Tratas de descansar la mirada en otro lado: hay una mano de niño bajo el juego que se desliza, levanta cúmulos de arena, busca algo.
Imprevisto, caen del cielo monedas. Suenan secas al impactar en la arena a los pies del gigante. La mano se pierde tras capturar algo de la pequeña fortuna.
Vuelve inmediatamente a asomar la palma ahora vacía. Esta vez el operador del juego cae en la astucia del niño.
Un fastidio cotidiano se hace notar en su ojeroso rostro. Suelta algunos insultos y a un pesado andar se dirige a la parte trasera del aparato eléctrico. Para cuando hubo llegado a su destino, la manita había desaparecido instantes atrás sujetando más monedas.

Llega tu turno: ‘Espero no vomitar’. Subes. Otro desganado operador mecánico [cual pieza adicional de la estructura metálica del monstruo] te ‘asegura’ la vida. Empieza la acción.

Siente como te eleva. Ahora te suspende. Continúa. Te divierte. El éxtasis te hace olvidar sobre esos mareos en la tierra. Te gusta el placer de este momento.
Unos segundos más. Unos segundos más.

Luego, caes: ‘¡Otra vez, otra vez! Necesito volver a subir’.

El gigante comienza a moverse nuevamente. Cobra vida, se alimenta de personas, nos reta. Leer más