See you soon, Stocky

Dotado de una extraña personalidad, a veces indiferente, a veces apasionado, le gustaba la independencia. Le encantaba dormir casi todo el día, o al menos sus ojos -que se igualaban a dos ranuras horizontales- así lo aparentaban. Muchas veces, el sol que entraba por la puerta lo acariciaba dejando al descubierto su fascinación por el calor matutino.

Todo el tiempo, me gustaba acercarme a él así, en el suelo, y tirarme a su lado. Pensar como él, que no existe el tiempo. Y sentir esos rayos de relajamiento. Lo abrazaba en el suelo. Me respondía con un gruñido, sabía que significaba “Peter, no molestes… déjame dormir”. Pero no me importaba, yo lo abrazaba y así quería que terminara el día, en un momento congelado en el suelo.

Era alérgico a él, lo descubrí a las semanas que lo traje. Pero no me importaba, podía aguantar unas ronchitas en los brazos con tal de cargarlo y pasar mis manos entre sus rollos desiguales.

Recuerdo sus suspiros, los imito cuando algo no sale mal ¿O él imitaba los míos? No es importante saberlo. La perfecta combinación entre ronquidos y sueños -con sus respectivas movidas de patas- era su mejor amigo.

Aunque sabía que era diferente a los demás, nunca se consideró un perro. Nunca jugó con otros perros más que el perro de mi tía -al que igualmente, a veces no soportaba-. Sólo se sentaba en la calle al lado de mi abuelo y tomaba más sol.

Una noche, luego de haber estado lejos unas horas y sin preveer lo que ocurriría en la mañana, llegué a la casa y mis tías estaban en la puerta. Muy raro, pensé, algo habrá pasado. Me acerqué y me dijeron que Stocky había muerto. “Naaaa”, imposible, negué creerlo, me estaban haciendo una broma, cómo se iba a morir un animal tan cuidadoso.

“En serio”, confirmaban la noticia. “Bueno… de algo tenía que morir ¿no?” fui duro. No quería mostrarme, no quería que me vieran bajo. Mucho menos quería que realmente sintieran lo que sentía. Qué les importa al fin. Me miraron los ojos como si quisieran sacarme lágrimas para desahogarme. Pero no lo lograron.

“Está en la veterinaria, lo están alistando para el entierro”. En el jardín Michael estaba cavando un hueco lo suficientemente grande para su robusto cuerpo. Fui a la veterinaria y lo encontré tendido en la mesa de metal.

Estaba dormido, yo creí. Lo toqué, aún estaba tibio, tan tibio como siempre. Tan tibio como cuando lo dejé esa mañana. Pasé mis manos entre sus rollos y lo sacudí para que despertara. Le decía, “Stocky despierta, no seas tonto, despierta”. No lo hizo, en vez, mis lágrimas cayeron sobre su cuerpo. No había nadie más que él y yo en esa sala. En el fondo, así lo quería, durmiendo como le gustaba.

Cuando llegó alguien, que no recuerdo bien, lo tuve que cargar para llevarlo al entierro. Pesaba, siempre había ensayado cargarlo por última vez pero nunca pensé que sería tan horrible. Sus ojitos estaban cerrados, y su cuerpo aún emanaba ese olor fuerte característico de él.

Lo dejé en el hueco, ahí echado. Sabía que a él le gustaba estirar las piernitas de cerdo para dormir. El hueco no era lo suficientemente largo como para enterrarlo estirado, le encogimos las patitas y entró perfecto.

Empezaron a echarle cal y tierra. Cada montículo de arena sobre su cuerpo era como un golpe en el estómago, insoportable. Y ya sabía que nunca iba volver a verlo moviendo su espiralada cola o escuchar su ladrido jamás. Quizás, tal vez no acá.

Sé que ese jardín era uno de sus lugares preferidos, y ahora, el mío también.

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