Le bastó solo un trago para tranquilizarse, aunque en el fondo sabía que era solo una sugestión. El agua de azahar no calmaba ni a su abuelita, pero tenía la convicción de que se sentiría mejor: en el momento funcionó, su corazón dejó de latir con la rapidez de antes y ya no sudaba frío, el nudo en la garganta y el silbido en sus oídos desaparecieron poco a poco, no habían más lágrimas rodando abajo por sus mejillas; finalmente decidió irse. Eran casi las 9 de la mañana y el frío no respetaba al próximo verano. De su maleta blanca sacó el reproductor de música para relajarse un poco más, funcionó. Miró por última vez aquel lugar en el que había sido tan feliz y que, de alguna manera, le vio crecer. Miró alrededor, las calles limpias, aquel parque que conocía poco a pesar de haberlo visto casi a diario, las mismas palomas torpes de siempre, el mismo perro al que temía. Las personas de siempre, personas que tampoco volvería a ver, ella lo sabía. Decidió sonreír para sentirse bien consigo misma y recordar que tan solo hace unos minutos le había prometido a la-persona-menos-esperada no volver a llorar. Caminó firme hacia un nuevo destino: ese día empezaba una nueva vida. Porque nada ni nadie valían sus lágrimas. Porque ningún dolor era para siempre. Porque habían muchas otras razones para ser feliz. Porque ese día fue solo su razón y nada más. Y entendió tantas cosas que se sintió preparada para cualquier evento. Y dejó de ser quién había sido desde siempre. No importaba más lo que sentía, solo lo que pensaba, pues sabía que era lo correcto.
Pero ¿quién inventa esta historia que yo escribo? al pasar de los días, descubrí que la vida no es más que una ilusión y no tenemos nada que perder, por tanto, arriesgarnos siempre es una opción, al final igual moriremos. No debemos dejar ir nuestros sueños, yo me quedo hasta el final, intentando tocar una vieja guitarra empapada, valorando algún paisaje en algún parque conocido, llorando en silencio al amanecer, equivocándome como siempre. Aun así, nada es igual ahora.
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