COMBATE EN LA ZONA DE MUERTE
Esta nota actualiza con reportaje adicional la que apareció en la revista Caretas 2184, del 9 de junio.
Por Gustavo Gorriti.-
Cuando uno asciende montañas se resigna a la fatiga pero no a la muerte. Pero, cuando en el silencio de la tarde revienta de súbito el cerro y el camino se hace zona de muerte, solo el entrenamiento y el temple de los que sobreviven puede impedir que la tragedia termine en catástrofe. Como pasó el 4 de junio, en Choquetira.
El helicóptero había dejado a la patrulla en Acobamba, a la una de la tarde del viernes 4 de junio. Eran solo 13 militares porque en la altura el helicóptero carga menos. Les aguardaba una caminata fatigosa desde los 2480 metros de altura de Acobamba hasta los 3830 metros de Choquetira, su destino.
Eran cinco horas, quizá seis, de marcha cuesta arriba. La pequeña patrulla, bajo el mando del capitán EP Juan Medina–un experimentado oficial comando a quien, por alguna razón misteriosa, sus colegas apodan “la Vieja”– llevaba la potencia de fuego que puede cargar el grupo reducido de infantes que asciende por sendas fragosas en el aire enrarecido de la altura.
Los otros doce integrantes de la patrulla eran todos suboficiales –y un sargento– comandos.
Pero este grupo de fuerzas especiales no iba a pelear sino a cuidar. Les habían asignado proteger a los votantes de Choquetira en las elecciones de segunda vuelta. Como la zona está dentro del eje sur de Sendero-VRAE (de Vilcabamba hacia Andahuaylas), el comando militar del VRAE destacó ahí a soldados profesionales con experiencia y bien entrenados.
La patrulla ascendió precavidamente, por la mitad del cerro, con diez metros de distancia entre cada militar. La cumbre arriba, la quebrada abajo. Además del armamento personal, llevaban dos ametralladoras ligeras Mini SS, de calibre 5.56 y un lanzagranadas de tambor MGL de 40 mm.
Antes de una curva que daba a un trecho largo en línea casi recta, el suboficial de punta Wildo Cárdenas Aguilar se detuvo para pasarle la ametralladora Mini SS al también suboficial Régulo Cruz Bocanegra. Al loretano Cárdenas, la caminata en brusco ascenso de una altura a otra mayor, le había provocado soroche. Se detuvo para descansar un momento mientras el resto de la patrulla los pasó, dobló la curva bordeando una peña grande y avanzó por la huella larga.
Once militares caminaban por esa recta a lo largo de 110 o 120 metros, cuando el cerro pareció reventar. Una mina de 150 metros de largo detonó paralelamente a la patrulla.
La explosión barrió a los soldados, fragmentó y disparó las peñas, levantó una tormenta de tierra que cubrió los cuerpos y el camino.
“Fue una explosión en L” dice uno de los sobrevivientes “la sentí desde abajo y al costado”. La mina no reventó en cadena sino instantáneamente, con una intensidad calculada por los senderistas para herir o matar a los militares sin dañar el armamento, que era el objetivo principal de la emboscada.
Centenares de horas de entrenamiento engranaron en Cárdenas y Cruz. Moviéndose y parapetándose, dispararon con la Mini SS a través de la polvareda hacia la fuente acústica de los disparos. La intensidad de su fuego sorprendió a los senderistas, que no esperaron, parece, que quedara un solo combatiente hábil después de la explosión.
Como en Tintaypunco, en 2008, o Sanabamba, en 2009, los senderistas se aprestaban a bajar disparando, rematar a los heridos y despojar a todos del armamento. Pese a la desventaja de posición, la ráfaga persistente de la ametralladora los detuvo.
“Nos llovieron las balas de [la ametralladora] PKT… las sentía golpear cerca de los pies … detrás de los arbustos repelíamos”, dice el suboficial Cárdenas.
Pronto, su ametralladora Mini SS se encasquilló, y ambos suboficiales dispararon a la vez con sus fusiles Galil.
Mientras su “promo” (compañero de promoción) Cruz lo cubría con fuego de fusil Cárdenas rampó hacia donde estaban los primeros heridos. Encontró al suboficial del Águila, quien pese a estar herido, disparó también para cubrirlo.
Semi enterrada por la explosión, Cárdenas vio y recogió la otra ametralladora ligera Mini SS. Parapetado detrás de una piedra le limpió frenéticamente la tierra de las partes móviles hasta con saliva y la hizo disparar.
Avanzó disparando y vio al suboficial Jiménez, el puntero, herido, sin poder moverse. Cerca, el suboficial Cuyo agonizaba sin perder la conciencia. “Promito” recuerda Cárdenas que le dijo, “me vaciaron el estómago… dile a mi mamá, a mi esposa y a mi hijo que no pude despedirme de ellos”. Antes de morir, Cuyo le dio las claves de radio y satelitales.
Disparando, cubriéndose con el fuego de Cruz, Cárdenas encontró el lanzagranadas MGL junto a un suboficial muerto. El cañón estaba “roseado” hacia adentro. Cárdenas recuerda que apeló a un expediente desesperado para arreglarlo: disparó una granada que abrió el “roseado” pero cayó a un metro, sin detonar. Cárdenas agarró el proyectil y lo lanzó lo más lejos que pudo. Tampoco detonó. Volvió a disparar con el MGL y esta vez el arma, milagrosamente, disparó bien y no dejó de funcionar.
Rampando, y protegiéndose por turnos, Cruz y Cárdenas arrastraron a los heridos (y también a los muertos, menos dos) a la seguridad relativa de la peña. Uno de ellos, el sargento Alberto Pezo Merma, herido de menor gravedad, ayudó y pudo incorporarse luego al combate.
A las cinco de la tarde, rampando, cubriéndose y disparando, Cruz encontró el teléfono satelital y pudo comunicarse por primera vez.
No les faltaba munición, pero disparaban en semiautomático para evitar derrocharla.
Con el armamento y la munición en sus manos, Cárdenas y Cruz contaron a los rescatados. Estaban casi todos. Tres habían muerto. Dos más estaban muy graves. Los otros heridos se esforzaban por recuperarse y disparar. Pero faltaba uno.
– ¿Y el capitán, dónde está ‘La Vieja’? – gritó Cárdenas, mientras arreciaban los disparos senderistas, se aclaraba la polvareda y empezaba a oscurecer.
En el puesto de comando del Frente VRAE, en Pichari, un comandante vio en pantalla las primeras señales de auxilio del spot.
El spot es un dispositivo radial que va al hombro de un soldado en la patrulla. Es un pequeño GPS que incorpora un botón de alarma. Al apretarlo, emite una señal que parpadea en la pantalla del centro de comando. En la patrulla, el suboficial de punta, Jiménez, había presionado el botón de alarma.
Llamado por el comandante, llegó el jefe de operaciones del VRAE, general EP Felipe Aguilar. Momentos después, la alarma convocaba oficiales en el VRAE y en el Comando Conjunto en Lima.
En el poblado de San Martín, el capitán EP John Hinojosa emprendió, pese al riesgo, una marcha forzada con sus comandos por la puna durante toda la noche para reforzar a la patrulla.
En la noche, pese a la altura y la cerrada oscuridad, un helicóptero Mi-17 sobrevoló el área.
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Poco después, escucharon, desde el fondo de la quebrada, la voz del capitán Medina. Le pedía al sargento Pezo que lo cubra. Medina estaba seriamente herido: ciego, con la cara quemada e impactada por múltiples esquirlas. Una roca le había hundido parte de la frente. Pero no había soltado su fusil y, sin poder ver, buscaba alejarse de la zona de muerte por el fondo de la quebrada.
Los suboficiales trataron de divisarlo pero sintieron que la voz de Medina se apagaba. Ahí, en la puna, heridos casi todos, pasaron en máxima alerta su noche más larga y más triste. En la noche, con media hora de diferencia entre sí, murieron dos heridos, los suboficiales Casimiro Arias y Eldwin Tananta.
Al romper el alba, los senderistas volvieron a dispararles. El hostigamiento se hizo fuerte sobre todo a las 6 de la mañana, con la ametralladora PKT. Pero ya era un número menor de tiradores y los disparos venían desde un solo lado.
Cárdenas y Cruz ayudaron a Pezo a sentarse con una roca de respaldar, que le permitiera el mayor campo de fuego. Ellos mejoraron todo lo que pudieron su precario reducto y ordenaron la munición y las granadas al alcance de la mano para enfrentar un intento de asalto a su posición. Pusieron también granadas junto al resto del armamento para volarlo si perdían la capacidad de resistir.
Pero lo que llegó no fue el enemigo. La patrulla “Negro”, del capitán Hinojosa arribó alrededor de las 9 de la mañana, luego de ablandar las cumbres cercanas con fuego de mortero. Para la patrulla de heroicos suboficiales, el rescate había llegado, aunque muy tarde para la mayoría.
Dos helicópteros ametrallaron la cumbre, mientras otras patrullas avanzaban y controlaban la zona. Poco después se pudo evacuar a los sobrevivientes.
La búsqueda de Medina continuó con frenética energía. Siguiendo el rastro de sangre por la quebrada, vieron que el comando herido, había caminado casi un kilómetro y luego había intentado subir por la quebrada.
Ciego, con el rostro quemado, con esquirlas de roca incrustadas en él, parte del hueso frontal hundido por un impacto brutal de una roca, perdiendo sangre continuamente, Medina se extravió durante la noche. En la mañana, trató de subir desde el fondo de la quebrada a la trocha y lo hizo a tientas. Cruzó la trocha sin darse cuenta y continuó subiendo el cerro. Luego, sintió los disparos de las patrullas, los helicópteros que llegaban y, después de un rato, se iban. Los llamó, gritó pidiendo ayuda, pero se había quedado sin voz. Pensó que se había quedado solo y que los senderistas llegarían. Pasado el mediodía escuchó voces. “¡Ahí está!”, gritó una persona.
Eran las tres de la tarde, cuando un grupo de comuneros, entre los 63 hombres que lo buscaban, encontró a Medina. Ciego, sin voz, muy debilitado. Pero empuñando su fusil.
Solo dos, de los trece integrantes de la patrulla, quedaron ilesos. Antes que fallecieran Arias y Tananta, murieron en la emboscada los suboficiales Zózimo Huamán, Huilber Ángeles y Rusber Alván. Todos los otros, heridos. El sargento Pezo, por ejemplo, tiene la cara quemada y una herida de bala en la pierna.
Pero la patrulla no perdió una sola arma y se mantuvo irreductible hasta ser rescatada, pese al devastador efecto inicial de la emboscada.
¿Cómo lograron defender sus armas y recomponerse como unidad en medio del combate, luego de pérdidas tan severas y en una posición tan desventajosa? Por el entrenamiento y la valentía de todos; y sobre todo por el heroísmo de los suboficiales Wildo Cárdenas y Régulo Cruz.
¿Quieren saber cómo retribuimos a estos magníficos soldados de la república? El suboficial Cárdenas, por ejemplo, cuando va a combatir al VRAE –que es casi todo el tiempo–, deja a su esposa y tres hijos en un cuarto alquilado en Ventanilla. Ni a él, ni tampoco su oficial, el capitán Medina, casado y con dos hijos, les han asignado la casa de servicio que debieran tener los familiares de quienes arriesgan cada día la vida en el VRAE.
Eso provoca el único comentario en breve tono de amargura por parte de Cárdenas: “Somos los únicos, a pesar de ser marginados y discriminados, que arriesgamos todo para que otros vivan bien”.
Y así es.
Pero si algo demuestra la Historia es que la nación que es indif
erente al sacrificio de quienes la defienden, tarde o temprano deja de merecerlo.
El gran valor, la magnífica resistencia de esta patrulla simbolizó la importancia de su misión: defender el derecho de los ciudadanos a decidir, a través del voto, su gobierno, su libertad y su destino. Muy pocas cosas son más dignas de respeto y gratitud.
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