La Justicia de Paz peruana en su bicentenario

No quería dejar de dedicar unas líneas, antes de culminar el año, sobre la celebración del Bicentenario de la Justicia de Paz en el Perú, fecha que pasó prácticamente desapercibida para los medios de comunicación a pesar de ser objeto de una solemne ceremonia realizada el pasado 03 de agosto en Palacio de Justicia, situación que solo expresa lo mucho que aún falta por reivindicar debidamente a esta forma de justicia.

Por lo pronto, hablar de 200 años de existencia de la Justicia de Paz es quedarse corto en el tiempo. Si bien la Constitución de 1823 incluyó por primera vez la función de justicia de paz en nuestra historia republicana, encargándosela a los alcaldes, lo cierto es que esta norma solo recogió una atribución propia de los cabildos desde inicios de la época colonial, como encargados de regular la vida económica local, administrar justicia y representar a sus poblaciones ante el gobernador y la Corona (Alarcón, 2019). De esta manera, la facultad que se les otorgó a burgomaestres y regidores para conocer las demandas civiles de menor cuantía, así como sobre las causas referidas a injurias leves y delitos menores, no fue algo novedoso para quienes estaban acostumbrados a llevar sus conflictos ante sus autoridades locales.

A partir de la Constitución de 1826, la Justicia de Paz será ubicada formalmente como parte de la administración de justicia; sin embargo, la separación entre poder municipal y justicia local no a va ser un proceso fácil, dado que en muchas localidades el gobernador, el alcalde y el juez de paz, “lejos de constituir autoridades separadas, actuaban colectivamente”, lo que se explicaba por el hecho de que “estas autoridades eran elegidas conjuntamente, en un mismo acto de votación, y designadas a partir de un mismo grupo de electores” (Diez Hurtado, 2014). Y si bien esta separación se verá favorecida luego de la supresión de los cabildos en 1839, ello no impedirá que los jueces de paz se mantengan como parte de la estructura de dominación local, considerando que para acceder al cargo se exigía ser ciudadano en ejercicio, saber leer y escribir, y tener una renta no menor de 300 pesos o alguna profesión (Escobedo Sánchez, 2016).

Con la dación del Reglamento de Jueces de Paz de 1854, y posteriormente con la Ley Orgánica del Poder Judicial del 1911, se logrará reconocer finalmente a la Justicia de Paz como parte del servicio de justicia, otorgando con ello al Poder Judicial la facultad de designar a estos jueces de manera exclusiva mediante el sistema de ternas (Ardito, 2004). Sin embargo, ello no va a llevar a una mejora en la situación de la Justicia de Paz; por el contrario, ello solo servirá para hacer visibles los prejuicios negativos que tenían jueces y magistrados sobre esta forma de justicia, considerándola un “mal necesario” ante su incapacidad para llegar al conjunto del territorio nacional (Loli, 1997). En tal sentido, antes que verse fortalecida, la Justicia de Paz va a ver recortadas sus atribuciones legales, además de ser marginada al ámbito rural y comunal a expensas de la justicia de paz letrada que será constituida en los centros urbanos.

Paradójicamente, el perfil de la Justicia de Paz resultante de estos cambios será objeto de los primeros estudios de campo hechos sobre esta forma de justicia -DESCO (1977), Pásara (1980, 1982), Chunga Lamonja (1982), Brandt (1987)-, los cuales la definirán como una justicia popular, ejercida por personas sin formación jurídica, basada en la conciliación pero sobre todo en los usos y costumbres de cada pueblo y/o comunidad; además de ser una justicia inmediata y poco costosa, por lo menos para el Estado. Resalta, sin embargo, que a diferencia de la percepción negativa que pesaba sobre la Justicia de Paz, estos estudios van a ensalzar sus rasgos más positivos, como su alta legitimidad social, su flexibilidad y horizontalidad y el alto nivel de satisfacción de las partes, además de estimar que ella atendía alrededor del 47% de todos los asuntos litigiosos a nivel nacional (Brandt, 1990).

Como es claro hoy, esta lectura de la Justicia de Paz estaba dirigida sobre todo a confrontar dichos rasgos con un Poder Judicial considerado lento, corrupto y oneroso, además de maltratado y ninguneado constantemente por los gobiernos de turno. De esta manera, se fue construyendo una visión dualista y antagónica entre la justicia de paz y la justicia oficial, recogida claramente en este párrafo icónico de Brandt:

“Dentro del Poder Judicial peruano encontramos dos mundos diametralmente opuestos y profundamente desiguales, en los que rigen de hecho diferentes conceptos, procedimientos, objetivos, valores y normas: el mundo del juez profesional, es decir, del técnico de derecho, preparado en la universidad; y el otro mundo, donde ejerce el juez empírico: el juez de paz. El primero aplica el derecho oficial, el último actúa en base al principio de “la verdad sabida y la buena fue guardada” (1990: 373, el subrayado es nuestro).

Esta visión marcará los estudios posteriores que se hicieron sobre la Justicia de Paz, como los de Revilla y Price (1992), Puentes del Barrio (1997), Instituto de Defensa Legal (1999) y Lovatón Palacios (2000), si bien algunos de estos trabajos empezarán a abordar otras aristas que serán materia de mayor interés en los años subsiguientes, como las relaciones entre la Justicia de Paz y la justicia consuetudinaria aplicada por las rondas campesinas, comunidades campesinas y nativas (Ardito, 2002; Ardito y Lovatón 2002); el rol de la Justicia de Paz como un mecanismo de reproducción de patrones de género antes que en un agente de cambio a favor de las mujeres (Loli, 1997; Balbuena, 2005); o la ubicación de la Justicia de Paz en las nuevas estructuras de poder local en el campo (Castillo, Ciurlizza y Gómez, 1999).

La manera en la cual será incorporada la Justicia de Paz en la Constitución de 1993 no ayudará a superar esta visión dicotómica, dado que el artículo 152º -ubicado además en el capítulo correspondiente al Consejo Nacional de la Magistratura y no del Poder Judicial- va a señalar expresamente que esta forma de justicia estaría sujeta a un régimen especial y distinto al del resto de jueces, incluyendo su nombramiento a través de elección popular. En este marco, se irán perfilando dos maneras distintas de definir la Justicia de Paz, cuya tensión se reflejará tanto en las normas que se dictaron para regularla como en el tratamiento que se le dará en los procesos de reforma judicial iniciados en esos años.

Una primera definición es aquella que asume a la Justicia de Paz como un primer nivel y una instancia básica del Poder Judicial, lo que centra la preocupación en cómo integrarla de manera plena al sistema de justicia oficial, tanto a nivel institucional, administrativo y cultural. Así, desde esta visión, el énfasis está puesto en acciones como el desarrollo de programas de capacitación que permitan a los jueces de paz un ejercicio adecuado de sus atribuciones legales, dotarlos de capacidades adecuadas para la gestión de sus despachos y reforzar sus vínculos con otras instancias “superiores” del Poder Judicial.

Una segunda postura es la que define a la Justicia de Paz como una forma de justicia comunitaria, más cercana a la justicia comunal o consuetudinaria, aun cuando formalmente forme parte del Poder Judicial. Esta postura pone así mayor énfasis en fortalecer su carácter conciliador, en sus relaciones con otras formas de justicia al igual que con la justicia oficial, así como en su rol promotor de paz social y de restablecimiento de las relaciones sociales. En esta visión se incluye nuestra propia definición de la justicia de paz como una instancia interlegal, en tanto sus decisiones o acuerdos suelen incluir interpretaciones propias tanto de la ley oficial como las costumbres locales (Castillo, 2012: 137).

A nuestro entender, ambas definiciones han ido marcando la postura del Poder Judicial hacia la Justicia de Paz. Así, la primera definición orientó inicialmente la labor de la Oficina Nacional de Justicia de Paz (ONAJUP), luego de su creación en el 2004, además de ser recogida en normas como la Ley 28545, primera Ley de Elección de Jueces de Paz. Paulatinamente, sin embargo, la ONAJUP irá asumiendo una postura más cercana a la segunda definición, a partir de la experiencia lograda con los Congresos de Justicia Intercultural iniciados en el 2010. Un hito en este giro será la visión plasmada en la Hoja de Ruta Intercultural aprobada en diciembre del 2012, en la cual -si bien se mantiene la definición de la Justicia de Paz como una instancia básica del Poder Judicial- se propone como meta consolidar su articulación funcional y práctica con la justicia especial comunal -ubicando a ambas como “instituciones del sistema de justicia intercultural”- con miras a “asegurar su actuación conjunta y eficiente”.

Este giro dará como resultado una suerte de definición “mixta” o “fusionada” que será incorporada en la Ley 29824, Ley de Justicia de Paz, norma que recoge la siguiente definición:

“La Justicia de Paz es un órgano integrante del Poder Judicial cuyos operadores solucionan conflictos y controversias preferentemente mediante la conciliación, y también a través de decisiones de carácter jurisdiccional, conforme a los criterios propios de justicia de la comunidad y en el marco de la Constitución Política del Perú” (art. I, el subrayado es nuestro).

Como puede apreciarse, si bien se mantiene como eje de la definición que la Justicia de Paz, en tanto institución, forma parte del Poder Judicial, la manera en que se concibe su práctica es claramente intercultural, al señalar que puede optar por la conciliación -mediante la búsqueda de acuerdos entre las partes- o por adoptar decisiones que si bien tendrían “carácter jurisdiccional”, no se basan obligatoriamente en la ley sino que pueden ser “conformes a los criterios de justicia de la comunidad”. Esto es reforzado incluso en el Reglamento de dicha ley (Decreto Supremo 007-2013-JUS), el cual define el “leal saber y entender” que le cabe al juez de paz como el “ser fiel al conocimiento que tenga de los hechos y a su sentido común en relación a ellos, buscando la solución más justa y considerando las costumbres propias del lugar donde ejerce su labor” (art. 6.1, el subrayado es nuestro). En tal sentido, los únicos límites que se fijan para su práctica son el respeto al marco constitucional y la motivación de sus decisiones, la misma que no necesariamente debe ser jurídica (art.  6.2 del Reglamento).

Respecto de esta definición cabe hacer dos comentarios. El primero de ellos es que, a diferencia de la visión dicotómica propuesta por Brandt, esta definición ya no asume la idea de dos “mundos” judiciales separados y distintos, tanto porque se reconoce a la Justicia de Paz como una instancia del sistema de justicia, como por el hecho de que el propio Poder Judicial comparte un enfoque intercultural para entender su labor, como hemos visto arriba. El segundo comentario es que, a pesar del importante avance que implica esta definición “intercultural” de la Justicia de Paz, ella no se refleja debidamente en el texto de la Ley 29824, ante la exigencia que se hace a los jueces de paz de cumplir formalismos como fijar un horario de despacho, llevar libros de actas y otras “disposiciones administrativas” que disponga la Corte Superior respectiva, entre otros formalismos, así como la posibilidad de que sus sentencias puedan ser revisadas por un juez de paz letrado.

Esta discrepancia entre definición y ley se expresa especialmente en la asignación de funciones notariales al juez de paz. Al respecto, si bien autores como Gálvez Rivas (2006) han resaltado que estas funciones notariales se han convertido en la labor principal del juez de paz en algunas zonas, que brindan mayor seguridad jurídica en el campo, que les permiten obtener ingresos propios o que se les otorga mayor flexibilidad de criterio que a un notario público, a nuestro entender ellas solo distorsionan su función jurisdiccional,  al darle mayor énfasis a la necesidad de que el juez de paz deba cumplir con los formalismos requeridos para dar validez a los actos que le competen en esta materia, antes que fortalecer su capacidad de construir soluciones prácticas a los problemas que se presentan en sus comunidades y caseríos conjugando costumbre y ley.

Al respecto, nuevos estudios de campo como el realizados por Gitlitz dan cuenta que esta labor notarial es solo una parte del abanico de funciones que cumple en la práctica la Justicia de Paz, además de mostrar la construcción de formas de convivencia entre esta justicia con la justicia comunal a partir de una suerte de “especialización” funcional (2020: 259). Así, en base a data recogida en tres regiones (Cajamarca, Cusco y San Martín), Gitlitz encuentra que los conflictos de carácter familiar son atendidos prioritariamente por los jueces de paz -incluyendo casos de violencia familiar- seguidos de “problemas materiales” (como herencias, terrenos, deudas y daños) y “problemas sociales” (difamaciones, chismes, amenazas). Por su parte, las rondas campesinas se ocupan principalmente de denuncias por robos y hurtos, y en menor medida de casos de violencia familiar, deudas y agresiones, mientras que asuntos de tierras suelen ser atendidos de manera coordinada entre diferentes autoridades (ver capítulo 2.4).

Curiosamente, Gitlitz encuentra que las tensiones que se presentan en estos escenarios de convivencia no provienen tanto de discrepancias entre justicia de paz y la justicia comunal, como entre estas formas de justicia con el Poder Judicial, ante la percepción de una falta de comprensión y reconocimiento real de los alcances de su labor por los magistrados. Estos resultados dan cuenta entonces que, más allá de realizar más talleres de formación hacia los jueces de paz o dotarlos de implementos para su labor, se requiere eliminar de raíz dentro del Poder Judicial los prejuicios y la discriminación que aún pesan sobre la justicia comunitaria en general y sobre la Justicia de Paz en particular, permitiendo que los jueces de paz sean reconocidos plenamente como sus pares por otros operadores de justicia.

En resumen, si bien la Justicia de Paz es tan antigua como nuestra historia republicana, lo cierto es que nos falta mucho aún por conocer cómo trabajan en la práctica los cerca de 6,000 Juzgados de Paz que existen a nivel nacional, cómo se ubican estos jueces en los espacios locales donde laboran, o cuál es el rol creador que tienen en materia de justicia e interlegalidad, más allá de si tienen al día sus libros de actas o sus protocolos notariales. Para ello se requiere promover más estudios que complementen los resultados obtenidos por Gitlitz, incluso para distinguir cómo funciona la Justicia de Paz en el ámbito rural frente al ámbito urbano, considerando que actualmente se vienen implementando juzgados de paz en zonas urbano-marginales, a contracorriente de lo que se dio a inicios del siglo pasado. Tal vez, cuándo profundicemos en estos aspectos, podamos valorar mejor el aporte que viene haciendo la Justicia de Paz para construir una verdadera justicia en el país.

Bibliografía consultada

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