La (re)apuesta por una reforma integral de la justicia peruana
En el Perú reformar la justicia constituye una tarea cíclica, un castigo similar al de Sísifo del cual no podemos escapar. Y es que luego de cada esfuerzo de cambio, por mejor intencionado que éste haya sido, inevitablemente los males que aquejan a la justicia peruana vuelven a regresar, incluso con mayor gravedad, haciendo muchas veces al remedio peor que la enfermedad.
Sin ir muy atrás en la historia cabe recordar lo que pasó con la reforma judicial promovida durante el gobierno de Fujimori. Al principio las cosas parecían marchar bien: se constituyó un Jurado de Honor de la Magistratura que permitió incorporar a buenos jueces y fiscales al sistema de justicia; también se reorganizaron los despachos y se promovió una nueva cultura organizacional en el Poder Judicial. Sin embargo, pocos años después el sistema de justicia había sido copado por sus mismos reformadores para ponerlo al servicio de la red de corrupción fujimontesinista, apañada por las principales autoridades del Poder Judicial y el Ministerio Público y por jueces provisionales que ejercían “justicia” de acuerdo a los dictados de la salita del SIN.
Con el retorno de la democracia, la reforma judicial adquirió un sentido más participativo y de consenso con la formación de la Comisión Especial para la Reforma Integral de la Administración de Justicia (CERIAJUS), organismo que sentó en una misma mesa al Ejecutivo, el Legislativo, el Poder Judicial y la sociedad civil. Esta iniciativa permitió así contar con el primer diagnóstico interinstitucional del sistema de justicia y con un plan integral para la reforma judicial de mediano plazo, aprobado por consenso; empero, en vez de aprovechar la oportunidad para impulsar una reforma verdaderamente integral, las propuestas del CERIAJUS fueron desmenuzadas en una diversidad de proyectos de ley y de reformas puntuales que solo produjeron cambios parciales, sin tener mayor impacto en el desempeño general del sistema de justicia.
A partir de entonces, la visión de una reforma integral fue abandonada por un enfoque más atomizado, donde cada organismo del sistema judicial pasó a gestionar su “autorreforma” alegando el respeto a su autonomía constitucional. El único punto donde se mantuvo cierta coordinación interinstitucional fue con la implementación del nuevo Código Procesal Penal a partir del 2006, dado que el nuevo sistema procesal acusatorio implicaba cambios en la organización y funcionamiento del conjunto del sistema de justicia; no obstante, como señalan los diagnósticos hechos al respecto, esta coordinación tuvo varias fallas tanto a nivel central como en los distintos distritos judiciales, mientras cada entidad peleaba ante el MEF para que se le otorgara el presupuesto requerido, muchas veces en contra de los requerimientos de las demás.
Como resultado, en la actualidad el sistema peruano de justicia no cuenta con una visión de futuro común y de consenso que pueda orientar su reforma integral, ni con un espacio de coordinación que le permita atender problemas compartidos, como el de la corrupción o la sobrecarga de procesos. Por el contrario, la imagen que cualquier ciudadano tiene es la de una justicia caótica y desordenada, donde cada entidad judicial baila con su propio pañuelo. Ni siquiera el publicitado “Acuerdo Nacional por la Justicia”, o Inter-Justicia, constituido por los titulares de los organismos del sistema de justicia en noviembre del 2016, sirvió para cambiar esta situación, sirviendo más como un mecanismo de protección mutua entre instituciones que ya estaban en franca crisis.
El impacto de los “CNM Audios”
En este panorama, el impacto real de los llamados “#CNM Audios” en la justicia peruana, más allá de hacer rodar algunas cabezas, ha sido el develar que, por debajo de este aparente aislamiento o de reuniones meramente formales entre sus titulares, se habían entretejido redes de corrupción que permitían articular las decisiones de jueces, fiscales y consejeros ubicados estratégicamente para poner sus funciones al servicio del mejor postor, llámense políticos, empresarios o narcotraficantes. En otras palabras, la falta de una coordinación transparente y sincera en el sistema de justicia fue suplida por una coordinación subterránea y tenebrosa, que era la que finalmente imponía el ritmo sobre el que bailaba la justicia peruana.
¿Esta situación era conocida? La verdad es que sí, aunque era poco lo que se podía hacer ante la falta de pruebas contundentes al respecto. En el caso del CNM, por ejemplo, ya era vox populi en los círculos de abogados y jueces la existencia de un mercado de títulos y grados “bamba” que permitían obtener mayor puntaje en la evaluación curricular, brindados por institutos y universidades avaladas por los propios consejeros; asimismo, si se tenía el contacto adecuado –o se acudía a la academia correcta- se podía acceder sin mayor problema a las respuestas de los exámenes de selección o ascenso, como aquel postulante que –sin empacho alguno- obtuvo 100 de cien puntos en un reciente concurso de “méritos”. Finalmente, en las entrevistas personales era notorio quienes contaban con el apoyo de uno o más consejeros, mientras otros debían aguantar las desopilantes preguntas del “Dr. Rock” para lograr ser considerados en alguna plaza.
Por otro lado, los indicios de que en muchos ámbitos judiciales se estaban asentando redes de corrupción organizada, vinculadas a bandas criminales, eran cada vez mayores. Cabe mencionar nomás las múltiples denuncias hechas sobre la participación de abogados, notarios, jueces y fiscales en el tráfico de tierras en Cañete, Mala y Cieneguilla; la venta y reventa de sentencias judiciales nombrando administraciones judiciales en Tumán y otras empresas azucareras, o la protección brindada por jueces y fiscales a mineros ilegales y tratantes de personas en Madre de Dios. Como ha señalado el actual Presidente del Poder Judicial, Víctor Prado Saldarriaga, 14 distritos judiciales –de los 34 que existen en el país- estarían afectados por estas redes de corrupción que aún deben ser debidamente identificadas y expurgadas. Incluso los alcances de la red que había copado la Corte Superior de Justicia del Callao no son aún del todo conocidos, restando determinar cuál fue la participación de abogados, secretarios de juzgado y otros operadores judiciales en todos estos negociados e intercambios de favores que han develado los CNM Audios.
¿Cómo retomar el camino de una reforma integral?
Como vemos, existe aún mucho pan por rebanar antes de que se puedan precisar las medidas concretas a adoptar ante la actual crisis de la justicia, por lo menos si se quiere atacar realmente el fondo del problema. Sin embargo, más que preguntarnos si tal o cual medida puede ser eficaz o no para acabar con la crisis actual, una pregunta previa que debemos responder es (parafraseando a Arquímedes): ¿Cuál es el punto de apoyo que requerimos para mover y sacudir al mundo judicial? ¿Dónde podemos asentar nuestras expectativas y esperanzas de lograr esta vez un verdadero cambio, para no volver a intentarlo nuevamente cinco años después?
Como una vez me dijo la recordada Margaret Popkin, tres son las patas sobre las cuáles se puede asentar una reforma judicial: el poder político, los propios magistrados y la sociedad civil. Lamentablemente, nuestra experiencia de los últimos años muestra que todos estos puntos de apoyo han fracasado, tal como hemos visto arriba. Las reformas judiciales impulsadas desde el poder político, como la fujimorista, solo condujeron a la politización de la justicia o a garantizar la impunidad de los gobiernos de turno. En general, los partidos políticos siguen viendo al sistema de justicia más como un botín que como un aliado en el fortalecimiento de la democracia, algo en lo que tampoco parecen estar muy interesados por cierto.
Por su parte, si bien los jueces y fiscales han luchado por avanzar en ciertas reformas clave para sus respectivas instituciones –como la incorporación del expediente electrónico en el Poder Judicial, o la especialización de la investigación fiscal en el Ministerio Público- también debe reconocerse que han dejado espacio para que las redes de corrupción funcionen y prosperen en el interior de cada institución, en buena parte debido al espíritu corporativo y jerárquico que aún predomina en el ámbito de la justicia. En todo caso, los sistemas de control interno de cada institución no han funcionado como debían, mientras que el control externo del CNM solo ha servido para afianzar la impunidad de los malos jueces y fiscales, especialmente a nivel de sus más altas autoridades.
Finalmente, con respecto a la sociedad civil solo cabe apreciar lo sucedido con el CNM. Como es sabido, un rasgo particular de esta entidad es que estaba compuesta solo por representantes elegidos por diversos sectores de la sociedad civil, sin presencia alguna del Ejecutivo o el Legislativo, bajo el supuesto de que ello lo haría más independiente y libre de presiones políticas. Sin embargo, el CNM es la institución que se encuentra en una crisis más profunda, precisamente por la presencia de personajes que terminaron siendo elegidos gracias a la falta de interés de abogados, colegios profesionales y universidades por postular y nombrar a personas más idóneas e íntegras para dichos cargos.
A nuestro entender, la cuestión del liderazgo de la reforma no puede ser obviada, por lo menos si se quiere que la misma logre resultados reales y eficaces a futuro. En tal sentido, la propuesta del Ejecutivo de constituir un Consejo de Reforma del Sistema de Justicia, integrado por los Poderes del Estado y las instituciones del sistema judicial junto con la Defensoría del Pueblo, apunta así hacia el camino correcto aunque falla, a nuestro entender, en tres aspectos clave: en primer lugar, cuatro de sus siete integrantes no gozan de legitimidad social, e incluso dos de ellos están involucrados en los casos de corrupción develados; en segundo lugar, la sociedad civil es considerada solo un actor secundario, cuando el mayor impulso por el cambio vino y seguirá viniendo desde ese lado; y en tercer lugar, si bien el diseño y evaluación de las políticas estará en manos del Consejo y su equipo técnico, la implementación concreta de los cambios seguirá en manos de cada institución, dependiendo así, finalmente, de la voluntad de sus autoridades y de sus presupuestos.
Estos problemas, sin embargo, pueden y deben ser superados en aras de implementar una reforma judicial que nos permita avanzar hacia un cambio profundo en el sistema de justicia. Para ello, proponemos cinco puntos que deben ser incluidos en el diseño actual del proceso de reforma, como son los siguientes:
a) En primer lugar, quienes participen del proceso de reforma deben hacer un mea culpa general respecto de su participación u omisión en la crisis actual del sistema de justicia, asumiendo un compromiso tanto formal como real de combatir aquellos aspectos internos que permitieron llegar a dicha situación. En otras palabras, la reforma debe empezar por casa, disponiendo los correctivos necesarios para que se pueda asumir un liderazgo real por el cambio, dado que un liderazgo débil solo puede llevar a reformas débiles y superficiales.
b) En segundo lugar, antes que definir salidas inmediatas y de corto plazo se requiere construir una visión a futuro común para nuestro sistema de justicia: ¿qué modelo de justicia queremos para el país, tanto a nivel central como descentralizado? ¿cómo se inserta esta visión dentro del proceso de fortalecimiento de la democracia y del Estado de derecho? ¿cuáles son los temas y problemas comunes que deben ser atendidos para lograr esta visión? ¿cómo debe participar cada institución en dicho esfuerzo? Estas son preguntas que no pueden ser obviadas, más aún por quienes consideren –incluyéndome- que este esfuerzo debe enmarcarse en una reforma constitucional y de las leyes orgánicas del sistema de justicia.
c) En tercer lugar, si se quiere que las más altas autoridades del sistema de justicia mantengan el liderazgo del cambio en sus respectivas instituciones, no puede mantenerse como está el sistema de selección y nombramiento de las mismas, más aún cuando la Sala Plena de la Corte Suprema y la Junta de Fiscales Supremos se encuentran cuestionadas y no parecen estar motivadas hacia un verdadero cambio. Por tanto, proponemos que tanto el Presidente del Poder Judicial como el Fiscal de la Nación sean designados de manera más amplia y consensual, sea incluyendo a los magistrados superiores o incluso a los de menor nivel. Solo así quien dirija la reforma podrá contar con el respaldo y la legitimidad necesaria para hacerlo.
d) En cuarto lugar, consideramos que la propuesta de constituir un Consejo Técnico que dependa del Consejo para la Reforma del Sistema de Justicia, es insuficiente en tanto mantiene el diseño de las políticas judiciales supeditadas a una instancia de carácter político, cuya composición puede variar a mediano plazo. A nuestro entender, el diseño de una reforma integral de la justicia estaría mejor en manos de una instancia independiente –como puede ser un Centro Nacional de Políticas Judiciales- encabezada por un Consejo Directivo de juristas y ex magistrados de reconocida trayectoria, designados de manera pública, que propongan los lineamientos de una Política de Estado sobre la administración de justicia y que evalúen los avances de la misma. Ello incluso si se decide finalmente por la creación de un Consejo de Coordinación de la Justicia, tal como ha sido propuesto en diferentes proyectos de reforma constitucional.
e) Finalmente, como señalamos arriba, el rol que puede jugar la sociedad civil en el proceso de reforma de la justicia no puede ser obviado ni menospreciado. En tal sentido, dejarle a la sociedad civil la mera aprobación o no de las medidas que acuerden el Ejecutivo y el Congreso mediante referéndum no es suficiente. En las audiencias del Acuerdo Nacional por la Justicia en las que tuvimos la suerte de participar, a inicios de la década pasada, pudimos apreciar que los ciudadanos tienen mucho que aportar a la mejora de la justicia, dado que son ellos quienes viven y sufren las penurias de una mala gestión de los procesos judiciales. Por tanto, se requiere abrir mecanismos para que las personas –sean mujeres, jóvenes, adultos mayores, campesinos e indígenas- hagan llegar sus iniciativas de cambio a las instancias que lideren la reforma judicial, y que luego puedan exigir a éstas una rendición de cuentas sobre lo avanzado o no. Solo así se podrán dar pasos más firmes no solo hacia una justicia más transparente y eficaz, sino también más democrática.
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