“Chile reconoció en 1964 que no existen límites marítimos”, “Abogado peruano asegura que Chile admitió en 1964 la inexistencia de tratados marítimos”, “Perú dice que, en 1964, Chile desconoció tratados de límites”, son algunos de los titulares con los que la prensa nacional y extranjera dio rebote al reportaje difundido por la revista Siete la semana pasada a propósito de una investigación de mi autoría. Hay que reconocer la capacidad imaginativa de estas personas cuando de vender titulares se trata. El problema, claro, radica en que en ningún momento he dicho ni por asomo algo que se asemeje a aquellos titulares. Dado que las aguas corren el riesgo de salirse de su cauce en esta temporada de lluvias, conviene poner las cosas dentro de su contexto para evitar más desbordes.
Vayan primero dos aclaraciones preliminares:
1- Todas las fuentes que han servido de base a mi trabajo, absolutamente todas, son de dominio público y se encuentran al alcance de cualquiera que desee consultarlas. Más aun, la gran mayoría de ellas se encuentran en internet.
2- Ninguno de los argumentos esgrimidos en mi investigación, estrictamente ninguno, forma parte de los alegatos presentados ante la Corte, menos aun el argumento central del trabajo, que ni siquiera era conocido por las Partes.
Dicho lo cual, pasemos a las distorsiones y malentendidos.
El diferendo que actualmente opone a esos dos países ante la Alta Corte versa sobre la existencia o no de una línea de delimitación entre sus respectivos mares. El Perú afirma que tal delimitación no existe. Chile, por su parte, sostiene que dicho límite ya fue acordado y a fin de sustentar su posición ha sometido a consideración de los magistrados los instrumentos que considera recogen el acuerdo que los habría fijado. En consecuencia, la Corte deberá, en primer lugar, interpretar los instrumentos en causa a fin de determinar si son o no son tratados de límites.
Para llevar a cabo esa tarea, los jueces deberán recurrir a las normas sobre la interpretación de tratados, que recoge la Convención de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados. Dicha convención establece en sus artículos 31 y 32 que, como norma general de interpretación, el instrumento en causa deberá ser leído “de buena fe conforme al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de estos y teniendo en cuenta su objeto y fin” y que como medios complementario de interpretación se podrá eventualmente recurrir “a los trabajos preparatorios del tratado y a las circunstancias de su celebración”. Aplicando, de manera exclusiva y excluyente, este método de interpretación, la Corte ha de dictar su veredicto sobre el asunto que le ha sido sometido. Ese fallo habrá de establecer la “verdad jurídica” sobre la naturaleza de los instrumentos que le han sido sometidos.
Como consecuencia de lo anterior, los alegatos de las partes se encuentran enfocados básicamente en persuadir a la Corte de la veracidad de sus afirmaciones dentro del estricto margen de maniobra que el método de interpretación aludido les permite. Y dentro de ese estricto margen de maniobra, la opinión que terceros hayan podido tener a propósito de la naturaleza de los instrumentos en causa, no entran para nada en línea de cuenta en los considerandos finales que emitirá la Corte. En otras palabras, la opinión de la doctrina vale cero a la hora de interpretar un tratado, y ahí está para probarlo la mencionada Convención.
Ahora bien, la investigación por mi realizada se basa exclusivamente en la revisión de las fuentes doctrinales. Ello debido a que cualquiera que fuera la naturaleza jurídica de esos instrumentos, el hecho incuestionable es que, en algún momento de la historia, ganaron, para cierto sector de la opinión pública, la reputación de acuerdos de delimitación marítima y esa reputación solo se gana a través de los trabajos de divulgación académica, es decir, de la doctrina. En consecuencia, el estudio de las fuentes doctrinales en secuencia cronológica, ha de arrojar, necesariamente, una “verdad histórica” sobre la génesis de esa reputación. El objeto exclusivo de mi investigación ha sido el de ubicar en el tiempo esa génesis y este es un tema que tampoco ha sido abordado en los alegatos de las partes, por la sencilla razón de que su influencia es ínfima a la hora de determinar la naturaleza de los instrumentos en causa.
Verdad jurídica y verdad histórica tienen cada una su propio contexto, el de la primera radica en el procedimiento establecido por el Estatuto y se encuentra, en consecuencia, sometida a la reserva que ese procedimiento demanda. El contexto natural de la verdad histórica es la opinión pública, que es el espacio en el cual esa verdad se ha generado, su destinatario, por lo tanto, no puede ser otro que ella misma.
Sobre el dichoso dictamen de la asesoría chilena, se ha asegurado que yo habría revelado su existencia, que mi investigación la habría propalado o dado a conocer. Nada más alejado de la realidad. Como ya ha sido explicado de ambos lados de la Línea de la Concordia, se trata de un documento público y conocido. Y no sólo por un restringido círculo de académicos o especialistas, como alguien ha dejado entender por ahí, sino por un público muchísimo más amplio. Baste con citar como ejemplo los foros de discusión (o de peleas) en internet que se ocupan del tema, quien se tome el trabajo de visitarlos podrá constatar que el documento ha sido discutido al derecho y al revés y de pies a cabeza por personas que incluso son ajenas a las más elementales nociones del derecho internacional. El referido documento ha sido, en efecto, objeto de por lo menos tres publicaciones. De modo que no hay aquí ninguna novedad, ninguna revelación ni primicia, salvo para cierta prensa desinformada ávida de vender refritos como novedades, a falta de mejor producto.
Respecto al mismo tema, se asegura igualmente que el dictamen constituiría un “reconocimiento” por parte de Chile de la inexistencia de un tratado de límites. Sucede, que para que el evento de un reconocimiento se produzca en términos del derecho internacional, es necesario que se reúnan al menos dos elementos básicos. El primero es que la persona que formula el reconocimiento posea la capacidad de proyectar, a nivel internacional, algún tipo de representatividad en nombre del Estado al que pertenece. Dicha capacidad la posee de oficio el Jefe de Estado, el Ministro de relaciones exteriores y el cuerpo diplomático acreditado. Dentro del ámbito más restringido del ejercicio de sus funciones, la pueden poseer igualmente algunos otros funcionarios del Estado, a condición de que el ejercicio de esa función, en una determinada coyuntura, tenga una proyección hacia el exterior de su país. Ese no es el caso del asesor de la cancillería chilena dentro del tema comentado.
El otro elemento indispensable para que se produzca el llamado reconocimiento, es que el mensaje que contiene haya sido dirigido a la comunidad internacional o al menos a parte de ella, y la Dirección de Fronteras de la cancillería chilena, ni en el más alucinado viaje podría ser entendida como una suerte de comunidad internacional.
El dichoso dictamen no constituye, en consecuencia, ningún reconocimiento de nada por parte de Chile. Evidentemente sí que tiene un peso probatorio en la instancia en curso, pero yo no me he referido para nada a ese tema que es materia reservada. Para lo único que me he referido a él, fuera de un comentario muy personal, es para resaltar el uso que de ese dictamen ha hecho la doctrina, es decir, esa misma que no tiene para nada cabida dentro del contexto de la “verdad jurídica”.
Sobre Orrego Vicuña se ha aseverado que yo afirmo que ocultó durante cuarenta años el referido dictamen. ¿Cómo podría Orrego haber ocultado un documento que había sido objeto de publicación por parte de terceros años antes de que el propio Orrego se ocupara del tema?
Para ser breve y terminar de una vez con todo este asunto. Lo que hizo Orrego fue presentar un informe ante un foro de jurisconsultos. Dentro de ese informe, invita a sus colegas a tirar sus propias conclusiones a propósito de una frontera marítima entre Perú y Chile sobre la base de un documento (el dichoso dictamen) que él les adjunta de manera incompleta, excluyendo la parte en que el asesor admite resignadamente que no ha podido ubicar cual haya sido el tratado que habría fijado los límites. Y la ubicación de ese tratado es la única excepción admisible para que el límite entre los dos países sea uno distinto a la línea equidistante. Y en esas estamos.
Como consecuencia de ese artilugio y de sus efectos en aquel foro de jurisconsultos, vio a luz en 1974 una obra en la que por primera vez se señala de manera tajante que entre Perú y Chile existe una delimitación marítima. Al año siguiente esa misma obra fue republicada en castellano, al tiempo que otra obra de un tercero, que ya no tenía nada que ver con el foro de jurisconsultos, recoge la misma afirmación. En aquel 1975 igualmente, las fuentes documentales recogen el testimonio de dos académicos de imparcialidad insospechable, quienes dejan constancia de que andan circulando rumores de que existiría una acuerdo que habría fijado los límites marítimos entre esos dos países, lo cual deja evidencia clarísima de que por aquellos años se viene gestando una reinterpretación tardía de los instrumentos adoptados veinte años antes.
A partir de ese momento se va a ir creando toda una corriente de opinión confiada en la creencia de que un tratado de delimitación vincula a los dos países. Es sólo años más tarde, y en mi opinión de manera inconsciente, que el gobierno de Chile va a adoptar como propia esa tesis, empujado quizás por su propia opinión pública, que en muchos casos cree de la mejor fe, que el tratado es firme como la determinación de Leónidas en las Termópilas.
Y esa es toda la historia.
Dentro de pocos meses la Corte establecerá la verdad jurídica de aquellos instrumentos en su veredicto final. A Francisco Orrego en cambio, sólo la historia de Chile podrá juzgarlo.
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