Por mercantilismo entendemos aquella doctrina que promulga que el Estado debe ejercer un férreo control sobre la industria y el comercio para aumentar la riqueza de la nación al lograr que las exportaciones superen el valor de las importaciones. Para conseguir tales fines, el gobierno debe adoptar una política proteccionista sobre la economía que fortalezca la industria local, favoreciendo la exportación y obstaculizando las importaciones mediante barreras legales.
De políticas como esa, en el Perú hemos tenido legión. Desde los viejos tiempos del Tribunal del Consulado, hasta las recetas cepalinas de los ’70 – ’80. Una exquisita muestra de este modelo de pensamiento en la temprana República nos lo trae la Paria en este pasaje donde San Román le expone a Florita las bondades de su sistema.
– Nuestro sistema, señorita, es el de la señora Gamarra. Cerraremos nuestros puertos a esa multitud de barcos extranjeros que vienen a infestar nuestro país con toda clase de mercaderías que venden a tan bajo precio, que la última de las negras puede pavonearse adornada con sus telas. Usted comprende, la industria no podrá nacer en el Perú con semejante concurrencia. Y mientras sus habitantes puedan conseguir en el extranjero a vil precio los objetos de consumo, no intentarán fabricarlos ellos mismos.
Pero creer que las recetas mercantilistas se agotan en la esfera de lo económico equivale a postular que la ley de la gravedad sólo se aplica a las manzanas. Si mercantilismo rima con proteccionismo y; si como es evidente, el espíritu tuitivo se desparrama sobre todas las regiones del quehacer o del pensamiento humano, entonces no debe extrañarnos si hoy día lo encontramos agazapado tras el discurso de la institucionalización de los partidos.
Porque lo cierto es que entre la creencia de que la industria debe ser protegida para que prospere y la de que los partidos deben ser reforzados para alcanzar una democracia estable, hay apenas un matiz que no escapa a ningún tipo de daltonismo. En ambos casos la receta es la misma: privar al individuo de su libre albedrío.
No otra cosa es lo que se pretende hacer con la eliminación del voto preferencial en aras del anhelado fortalecimiento de los partidos. Parafraseando a San Román, no es dable que en una República de señorones y caviares como es la nuestra, “la última de las negras” pueda andar por ahí pavoneándose con los finos tafetanes de la libre escogencia.
Democracia interna es lo que requerimos, y para alcanzarla, bienvenida sea la barrera arancelaria del voto por listas cerradas y bloqueadas. Además, nos aseguran, la intervención del JNE en las elecciones internas será la garantía de procesos justos. ¿Garantía? ¿Desde cuándo la intervención del Estado en asuntos privados es garantía de nada? ¿Tan rápido hemos olvidado ese JNE montesinista que declaraba muy suelto de huesos que la tercera postulación de AFF era lo más constitucional del mundo?
Intervencionismo y proteccionismo por parte del Estado nunca han sido buena receta. Y desde luego, como en el caso de la industria nacional protegida, la democracia interna reforzada no conducirá a otra cosa que a la bancarrota completa de los partidos. Los únicos beneficiarios serán, como de costumbre, los mercantilistas del ramo, es decir, en este caso, los mercachifles de la política.
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