El pasado martes, desde Madrid, el canciller chileno Alfredo Moreno manifestaba públicamente su convencimiento de que la Corte de La Haya zanjaría a favor de Chile el diferendo marítimo que nos separa con ese país. Sin duda se trataba de una velada respuesta a los temores manifestados días antes en la prensa mapochina ante la inminencia de un posible resultado adverso a los intereses de ese país.
En efecto, no bien conocida la fecha de las audiencias en La Haya, desde el sur se dejaban oír voces que llamaban al “realismo” frente a un desenlace previsiblemente desfavorable a sus intereses. “… pese a que tenemos una confianza total en nuestras razones jurídicas, políticas, económicas, no podemos comprometernos por los 12 jueces que van a fallar esto” exclamaba el periodista Rodríguez Elizondo, como quien lamenta la escasez de jueces chilenos en la Corte (en realidad no son doce sino quince los jueces, a los que hay que agregarles los dos ad hoc designados por las partes). Otro diario titulaba: “Perú avanza instalando imagen de Chile como “mal vecino” en círculos de La Haya”, el artículo refiere que la estrategia de Chile ha fallado en el plano del “cabildeo”, que ese diario considera indispensable, pues afirma que los jueces de la Corte “emiten más que un voto estrictamente jurídico, un voto con fuerte componente político” y agrega que “el problema… es que Chile se ampara en una argumentación meramente legal para defender su tesis ante el Perú.” Días después, el influyente periodista Tomás Mosciatti, lanzaba un patético mensaje a través de las ondas de radio Bio-Bio:
“Una ola de inquietud en estos instantes esta inundando al equipo jurídico chileno, se han desatado las inseguridades, el asunto no está bien, públicamente se dice que está bien, pero los nervios comienzan a aflorar… Nuestro Agente (sic), Juan Martabit, es un diplomático de carrera, un diplomático competente y un diplomático que a estas alturas está desesperado… no estamos bien en el litigio con Perú… y si seguimos así, el próximo año cuando se dicte sentencia posiblemente nos encontremos con una sorpresa desagradable”.
La crítica va dirigida a la pésima estrategia con que el actual gobierno de Piñera vendría administrando el tema de La Haya. El mensaje al ciudadano chileno consiste en que, a pesar de los sólidos argumentos jurídicos que tendría ese país, la estrategia política y diplomática adoptada por el actual régimen estaría conduciendo a una previsible derrota en la Corte. La crítica contiene un obvio carácter político, pero justamente por ello delata las fisuras que se vienen abriendo en el frente interno de Chile, en el que algunos ya están buscando echarle el bulto de la previsible derrota al actual gobierno.
El Tribunal de La Haya es un órgano eminentemente jurídico, las decisiones que ahí se toman están basadas sobre argumentos de esta índole. En consecuencia, las estrategias de carácter político o diplomático deben estar orientadas a generar un marco general a esa argumentación. Sin duda los agentes diplomáticos – de ambos lados por lo demás – muestran una natural tendencia a sobrevalorar su propio rol en el desenlace de la controversia, pero todo parece indicar que del otro lado de la frontera, erróneamente se le otorga a este aspecto un carácter decisivo, y las consecuencias de ese enfoque hasta ahora sólo han sido catastróficas. Si no veamos.
Desde el inicio, la demanda peruana fue percibida en Chile como un acto inamistoso y en consecuencia se inició una campaña diplomática a nivel regional destinada a exponer la posición chilena ante las naciones vecinas. ¿Qué resultado práctico podía esperarse de una tal campaña? Difícil de precisar puesto que sus destinatarios no tienen ningún rol que jugar en la decisión de la controversia. Con ella, a lo único que podía aspirar la cancillería chilena era a hacer gala de nerviosismo, ceguera y soberbia. Luego de haber rechazado en repetidas oportunidades los ofrecimientos peruanos para arreglar el asunto limítrofe de común acuerdo, calificar de inamistoso el recurso a la instancia supranacional no denota otra cosa.
Enseguida vinieron los esfuerzos denodados destinados a procurar la intervención de Bolivia y Ecuador en el caso, con el objetivo de obstaculizarlo. En efecto, Chile no podía esperar ninguna mejora de su propia posición en el juicio con la intervención de alguno de esos países puesto que la Intervención, según el Estatuto de la Corte es un recurso de procedimiento cuyo objeto y fin consiste en facilitar la participación de un tercero dentro de una instancia concerniente a un litigio pendiente entre otros Estados con el fin de proteger los intereses propios del tercero interviniente. Por lo tanto, la Intervención no puede transformar el asunto principal ni tampoco introducir un nuevo asunto distinto al que se está tratando. La intromisión, por vía incidental, del tercero en un asunto pendiente ante la Corte, sólo puede justificarse si existe una relación directa entre el objeto del litigio y el interés jurídico de quien pide intervenir. Este interés jurídico debe poder vincularse al asunto sin confundirse con él ni mucho menos transformarlo.
Para justificar el interés jurídico en el caso de Bolivia, se inventó el cuento aquel según el cual la demanda peruana tenía por verdadero objeto impedir una salida al mar para ese país. El asunto tuvo un relativo efecto inicial en Bolivia, debido sobre todo a la conocida animosidad entre los presidentes García y Morales. El tema finalmente quedó en nada pero aun cuando Bolivia hubiese intentado seriamente intervenir, lo más probable es que esa intervención fuera denegada por la Corte.
En efecto, el Estatuto de la Corte prevé dos formas de intervención, la intervención por autorización (art.62) y la intervención de derecho (art. 63). Mediante la primera de estas, todo Estado que no es parte en el litigio y que posea la convicción de que un interés jurídico que le es propio puede verse afectado por la decisión, tiene la facultad de solicitar a la Corte se admita su intervención a fin de informarle sobre esos intereses antes de que aquella adopte su decisión. Por la segunda de estas formas, todo tercer Estado que es parte de una convención cuya interpretación está siendo considerada por la Corte, puede declarar su deseo de intervenir en el proceso a fin de exponer su propia interpretación sobre la convención en causa, pero si ejerce este derecho, queda obligado por la interpretación que resultare del fallo.
En consecuencia, Bolivia sólo podía aspirar a intervenir mediante autorización de la Corte, y para conseguirla hubiera debido probar previamente su “interés jurídico” en el caso. Aquello que debe entenderse por interés jurídico es algo que la propia jurisprudencia de la Corte se ha encargado de clarificar. En primer lugar se debe tener en cuenta que “interés jurídico” no ha de ser confundido con derecho. Así mismo, se debe considerar que el interés debe ser jurídico; no político, económico o de algún otro tipo. El interés jurídico no puede ser de orden general, teórico, impersonal sino por el contrario ha de ser circunscrito, concreto y aplicable al Estado que desea intervenir. Debe tratarse de un interés real (nacido, actual) individual y específico. Otra cuestión a considerar es la de la susceptibilidad del interés jurídico de verse afectado por la decisión. Dicha susceptibilidad, sin embargo, no debe sobrepasar el límite de potencialidad para que la demanda de intervención sea acordada. En efecto, en el caso de la Plataforma Continental (Libia/Malta) la solicitud de intervención de Italia fue rechazada en razón de que los intereses alegados por Italia no podían, sino que inevitablemente iban a ser afectados por la decisión de la Corte. En tal caso, lo que corresponde no es solicitar una intervención sino plantear una demanda separada.
Ahora bien, si la demanda peruana – como pretendía Chile – inevitablemente iba a afectar la pretensión boliviana de una salida al mar, entonces lo que hubiera correspondido, al igual que en el caso mencionado, era que Bolivia presentara una demanda separada. Y, ¿a quién iba a demandar Bolivia? ¿a Perú? ¿para que le otorgue una salida al mar?. Si, en todo caso, el interés de Bolivia hubiese quedado en el plano puramente potencial, entonces ese país hubiera podido sustentar ese interés en la Resolución de la Asamblea General de la OEA de 1979 que declaraba que “es de interés hemisférico permanente la búsqueda de una solución equitativa por la cual Bolivia obtenga acceso soberano y útil al Océano Pacífico”. Sin embargo esa misma Resolución resolvía “Recomendar a los Estados a los que este problema concierne directamente, que inicien negociaciones encaminadas a dar a Bolivia una conexión libre y soberana con el Océano Pacífico”. En consecuencia, el interés jurídico boliviano se reduce a conseguir que se dé inicio a esas negociaciones y ese interés no tiene ninguna conexión con el caso. Bajo cualquier aspecto que se considere, la solicitud de intervención de Bolivia hubiera sido rechazada por la Corte.
Pero más allá de todas estas consideraciones jurídicas, lo absurdo, lo absolutamente descabellado de esta estrategia chilena radica en que el problema de Bolivia es con Chile, no con Perú y esto es algo que ninguna elucubración doctrinal puede cambiar. El resultado de esa estrategia ha sido que hoy Chile vive bajo la amenaza de una nueva demanda ante la Corte, esta vez por parte de Bolivia.
En el caso con el Ecuador la estrategia chilena fue más desastrosa aun. En efecto, Ecuador tenía opción a una intervención de derecho (art. 63) dado que la interpretación de una o más convenciones de las que es parte, está en disputa. Para hacer uso de dicha opción, el Ecuador debía esperar la notificación correspondiente por parte de la Corte y para que esta pudiera dar curso a esa notificación, primero debía tener constancia de que, efectivamente, existe una oposición de tesis con respecto a la convención en causa. La Corte sólo puede alcanzar esta certeza a partir del momento en que toma conocimiento cabal de ambas posiciones, es decir, en este caso, al recibir la contra memoria chilena. Chile sin embargo se apresuro a presionar a Ecuador para que intervenga no bien iniciado el proceso, o sea, casi dos años antes de que la Corte se encontrara habilitada para notificarle. Recibida la contra memoria chilena, y una vez constatada la efectiva oposición de tesis sobre alguno de los instrumentos de los que Ecuador también es parte, la Corte notificó al Ecuador, siempre dentro del marco de reserva en el que aun se encuentra el proceso, quedando desde ese momento habilitado ese país para intervenir de pleno derecho. Ecuador recibió esa notificación con la reserva debida y sin duda ese gobierno estaba evaluando los pros y los contras de una posible intervención. Para Chile, sin duda, aquel proceso de evaluación había tomado demasiado tiempo ya y para apresurar esa decisión no tuvo mejor idea que filtrar a la prensa el hecho de la notificación. Con esto no consiguió otra cosa que incomodar enormemente al gobierno del Ecuador al que puso de cara a su propia opinión pública que exigía una pronta decisión, a favor de la intervención, sin considerar que no tenían nada que ganar con ella, sino más bien todo que perder puesto que en ese caso, la sentencia de la Corte hubiera sido obligatoria también para Ecuador en lo que concierne a la interpretación de la convención materia del diferendo.
El resultado de esa maniobra chilena fue que a los pocos meses Ecuador llegaba a un acuerdo de delimitación marítima con el Perú, acuerdo al que, sin embargo, se había negado a inicios del proceso, y mientras este durare, a fin de no perjudicar sus relaciones con su antiguo aliado. Pero claro, con amigos de ese tipo, ¿quién necesita enemigos? Lo cierto es que la maniobra chilena no dejó al gobierno ecuatoriano otra opción que negociar con el Perú. Enfrentado a su propia opinión pública por un lado y por otro a la conciencia de que la intervención sólo podía serle negativa, no le quedó más opción que aceptar los ofrecimientos de arreglo que el Perú ya le había planteado.
La estrategia chilena, pues, ha sido efectivamente desastrosa para sus intereses a lo largo de este proceso, tanto durante el gobierno anterior como con el actual. Pero la cereza en el pastel lo constituye sin duda el haber designado como juez ad-hoc al inventor mismo del paralelo como límite. En efecto, si bien lo hasta aquí descrito no puede ser definido sino como una serie de desatinos garrafales, al menos se puede rescatar que no han tenido ninguna incidencia efectiva y directa en el procedimiento ante la Corte. Cosa distinta ocurre con el juez ad-hoc pues el material que pone en evidencia su manipulación en la elaboración de una delimitación ficticia, con base puramente doctrinal, forma parte de los expedientes sometidos a la Corte, la que en su oportunidad, habrá de considerarlos.
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