A propósito del treinta aniversario del conflicto de las Malvinas y del mal pago con que al poco tiempo nos devolvieron el sacrificio empeñado en ese lío ajeno, a los peruanos nos toca reflexionar sobre las bases reales de un hasta hoy reiterado apoyo a la posición argentina en aras de una solidaridad que, no hace falta probarlo, corre por una vía de un solo sentido: de acá para allá. Y esa reflexión a propósito de las bases reales de la posición argentina, pasa necesariamente por el análisis de los fundamentos jurídicos sobre los cuales ese país sustenta su posición.
Es bien conocido que la Argentina basa sus aspiraciones en su condición de Estado sucesor – en esa región – de la corona española, bajo cuya soberanía se encontraban las islas hasta antes de la emancipación americana. Formulada así en líneas generales, la pretensión argentina aparece como fundada en buen derecho. Pero analizada más de cerca, esa argumentación corre el riesgo de motivar serias reservas.
Las islas Malvinas fueron descubiertas a principios del siglo XVI pero sólo dos siglos más tarde fueron objeto de un primer intento colonizador por parte de marinos franceses. Esa primera ocupación ocurrió en el año de 1764 y fue seguida casi inmediatamente por una ocupación británica en otra parte del archipiélago. Ambos asentamientos fueron rechazados por la corona española, pero con distinta suerte. En el caso de Francia, se obtuvo el desalojo de la isla a cambio de una indemnización en contante. Con Gran Bretaña la cosa fue más áspera y hubo que recurrir a la fuerza para obtener el desahucio. Aquello motivó la protesta de la corona inglesa y se produjo una escalada bélica que sólo fue detenida mediante una declaración reciproca a través de la cual España se vio obligada a restituir el puerto que los ingleses habían fundado sobre la isla, dejando a salvo que dicha restitución no prejuzgaba en nada sus derechos soberanos sobre la isla.
Curiosa soberanía aquella que hubo de ser sostenida a cambio de indemnización en un caso y de restitución del puerto invasor en el otro. Finalmente los ingleses terminaron por abandonar la isla en 1774 y desde entonces hasta 1811 quedó en posesión exclusiva de los españoles quienes hicieron demostración externa de esa posesión mediante el envío de sucesivos gobernadores que, al parecer, no tenían gran cosa que gobernar puesto que el archipiélago nunca fue propiamente colonizado por España.
De manera que cinco años antes de que se produjera la independencia argentina, España había hecho abandono definitivo del archipiélago sobre el cual, durante un breve espacio de tiempo, ejerciera una autoridad de puro aparato. Ahora bien, según una jurisprudencia constante de los tribunales internacionales, para que pueda producirse una sucesión “es necesario demostrar que la soberanía territorial ha continuado existiendo y existía en el momento que debe ser decisivo para el arreglo del litigio”, es decir, en este caso, al momento de la independencia argentina. Pero para ese entonces, España había dejado de ejercer soberanía alguna sobre las islas. Por otro lado, la propia Argentina argumenta que el primer acto posesorio que ejerció sobre aquellas islas no ocurrió sino en 1820 mediante una proclama propalada en el archipiélago por un oficial enviado a esos efectos, pero en la cual, sin embargo, no se invocó ningún derecho de sucesión, sino la “Ley Natural”. En efecto, el derecho sucesorio no sería invocado sino nueve años más tarde, en 1829, lo cual produjo la protesta inmediata del gobierno británico.
En consecuencia, tras el abandono de las Malvinas por los españoles, estas pasaron a convertirse propiamente hablando en “tierra de nadie”, por lo cual, en el mejor de los casos, cabría considerar a la Argentina como un nuevo “primer habitante”, título igualmente válido para acceder a la soberanía sobre un territorio. Pero ese no es el derecho que la Argentina invoca, pues este no le permite sumar el lapso posesorio del soberano anterior al muy escaso tiempo en que estuvieron sobre la isla.
De manera que los títulos que Argentina ostenta a favor de sus pretensiones, aparecen como muy precarios al lado de los más de ciento cincuenta años de soberanía que Gran Bretaña viene ejerciendo en esos territorios, sumados al indiscutible derecho a la autodeterminación del pueblo que la habita.
Así pues, a la falta de reciprocidad, indispensable en una relación de pretendida solidaridad, viene a añadirse una precariedad de títulos que sustenten la posición argentina. En tales condiciones el apoyo incondicional que el Perú se obstina en seguir brindando a esas pretensiones, sólo puede hallar explicación en los remanentes de un pensamiento virreinal que nos impele a acudir en auxilio de la integridad territorial de las colonias vecinas, sin tener en cuenta que aquellas se independizaron hace ya cerca de doscientos años.
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