Casuística

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EL CASO PEDRO SALINAS” DE PERCY GARCÍA CAVERO UN ESTUDIO BIBLIOGRÁFICO
Por Daniel R. Pastor*
El Caso Pedro Salinas (“el Caso”) es un libro que contiene dos historias, ambas igualmente fascinantes, y una serie de preguntas teóricas de extraordinaria actualidad e importancia. Los hechos que trata la obra sucedieron en la República del Perú y Percy García Cavero, su autor, nos presenta, por un lado, a Monseñor Eguren, un hombre al que el infortunio de haber estado en el lugar y el tiempo equivocados le significaron un costo muy elevado por sus creencias religiosas. Por el otro, el escritor nos acerca su historia personal, la de un abogado que vivió en carne propia los pesares de su cliente, al representarlo en la controversia judicial que es objeto del libro. Bajo las circunstancias, el crimen cometido por este jurista fue el de atreverse a sostener una idea tan franca como impopular: que los derechos deben ejercerse con prohibición de abuso y que los loables objetivos perseguidos por un individuo libre no pueden ser una carta blanca para llevarse por delante la protección jurídica de los demás. El núcleo de este dilema es desde hace tiempo un proverbial dolor de cabeza en las sociedades libres de la democracia moderna: el ejercicio del derecho a informar y ser informado es especialmente importante para dejar al descubierto prácticas sociales disvaliosas, pero que si no están debidamente comprobadas, dañan de un modo injusto, destructivo y casi siempre irreversible, la reputación de la persona involucrada, que es un presupuesto esencial para que los seres humanos puedan desarrollar su vida en sociedad sin el estigma de haber sido indicados, sin razón pero con todos sus efectos, como autores de comportamientos intolerables para la convivencia comunitaria.
Las dos narrativas provocan, incomodan, desafían e invitan a pensar sobre los contornos de la libertad de la expresión, el dañino efecto de los prejuicios, el valor de la dignidad humana y lo imperioso de replantearnos nuestras asunciones más básicas en momentos de tanta euforia punitiva como los que vivimos, como parte de la cual -y como consecuencia de esa visión- la sociedad premia no solo al que castiga penalmente, sino también al que sospecha, al que denuncia, no importa si difamatoriamente.
Esta reseña bibliográfica es, en realidad, únicamente una excusa. Un pretexto que intenta responder a la necesidad de repensar algunos de los entendimientos más básicos de nuestra democracia. El surgimiento de las redes sociales, la proliferación de fake news, el creciente poder de la prensa, sus efectos destructivos para los afectados, el cada vez mayor interés de la ciudadanía en asuntos criminales y la paradojal amenaza para las personas en la que se ha transformado el ejercicio irresponsable de la libertad de expresión en los últimos años, me impulsan a plantear este estudio a partir del sugerente texto del colega García Cavero que conocí por razones profesionales.
Pienso que la fascinante historia de Monseñor Eguren puede servir como ejemplo, tanto de los peligros que enfrentamos, como de las formas en las que un estado de derecho debería responder a ellos. Los personajes e intereses involucrados tienen el potencial para poner en juego nuestro sistema de garantías. No es casual que me procure examinarlo a la luz de un caso que, en apariencia, se debate entre la libertad de prensa y el bien común, por un lado, y la dignidad humana y los derechos individuales, por el otro. Es precisamente en este tipo de casos difíciles en donde nuestras convicciones se ponen a prueba.
Por último, corresponde hacer una aclaración preliminar sobre los hechos. Estos bien podrían haber sucedido como los relata el autor del libro o bien podrían haber ocurrido de otra forma. Lo importante, a los efectos de este ejercicio, es suponerlos como axiomáticos. No es mucho lo que se puede decir sobre eventos de los que tenemos solo el conocimiento que nos brinda el libro, pero es sobre esa plataforma fáctica, que reputamos sólida —no en última instancia por nuestro conocimiento personal de los valores también morales del autor del libro—, que edificaremos nuestras hipótesis acerca de la forma en la cual el orden jurídico de una democracia constitucional debe tratar estos conflictos sociales.
Primera Parte: la historia del caso
El Caso está dividido en seis capítulos y un anexo que contiene cuatro documentos legales. Trataré de mediar entre el libro y el lector para ofrecer una versión tan breve y clara como sea posible de los hechos que dieron lugar al proceso judicial que es objeto del libro, así como del posterior desarrollo de este.
1. SALINAS
El libro comienza con una introducción de quien será el gran protagonista de la trama, en el primer capítulo.
Si hay una noción que describe al Pedro Salinas del libro es cierta ambivalencia: periodista premiado, pero también condenado por difamación, en el desempeño de su profesión; exintegrante de una sociedad de vida apostólica y enfático detractor de la religión; figura relevante en el combate de trágicas prácticas al interior de la Iglesia Católica y amigo cercano de algunos de los involucrados. El gran valor de García Cavero es poder presentar el intrincado mundo de este hombre, con sus sombras, pero sin negar sus luces, incluso a pesar de la disputa que los llevó a enfrentarse en una encrucijada.
Según se nos presenta, entonces, Salinas es un periodista que formó parte de la organización católica Sodalicio de Vida Cristiana (SVC) y que, tras su salida, en el año 1987, dedicó la mayor parte de su vida profesional a denunciar múltiples abusos ocurridos dentro de este tipo de grupos religiosos. Es curioso, sin embargo, que, tras su partida del SVC, mantuvo una amistosa relación con Virgilio Levaggi, a quien luego acusaría de ser un depredador sexual. Además, en el 2001, agradeció en un artículo publicado en el Diario El Correo la formación que recibió en el sodalicio. Incluso, al siguiente año, cuando publicó su primera novela, “Mateo Diez”, decidió narrar la historia de un hombre que pertenecía a un grupo similar, pero señalando que se trataba de una obra puramente ficcional.
Recién a partir del año 2010, comienza su investigación que culminaría con la publicación, en octubre de 2015, de Mitad monjes, mitad soldados, libro que lo posicionó como una figura de autoridad en el combate contra los abusos cometidos por figuras eclesiásticas y que produjo en coautoría con su colega Paola Ugaz.
El capítulo concluye con la presentación de un elemento que podría explicar este repentino cambio de actitud. Según García Cavero, el periodista Salinas estuvo siempre vinculado al grupo Ending Clergy Abuse (ECA) que, como su nombre en inglés lo indica, es un organismo dedicado a la lucha para que los sacerdotes involucrados en causas de abuso sean efectivamente sancionados. En 2017, reunidos en Varsovia, sus integrantes habrían diseñado un plan para que, durante la visita del Papa Francisco a Chile y Perú en 2018, alguna figura del alto clero de la Iglesia Católica sea asociada con abusos sexuales. Esta sería la estrategia para llevar a la Iglesia Católica, como institución, a los tribunales internacionales y, en lo que a Salinas concierne, darle un golpe crítico a la religión en sí misma. Documentado con diversos pasajes de notas y entrevistas, García Cavero trata de demostrar que quien aparentaba ser un enemigo de los abusadores sería, en realidad, un enemigo de la religión.
Para el lector del libro, y me incluyo en esta categoría, es imposible saber cuáles de estos dos extremos son ciertos. Tal vez ambos lo sean; o, quizás, ninguno. Bien podría ser que toda la labor periodística hubiese estado impulsada por una tercera razón, totalmente extraña a nosotros. Sin embargo, es lo contradictorio de estas dos alternativas lo que torna interesante el análisis subsiguiente.
El desafío será, precisamente, atrevernos a pensar en las reglas que mejor procesen esta tensión. Al final de cuentas, es inevitable que en una sociedad libre ambos personajes existan: el heroico comunicador comprometido con la lucha por desenmascarar los abusos más perversos y el infame operador que utiliza su poder para socavar la libertad de credo y mancillar la honra de personas inocentes.
2. LOS HECHOS
El segundo capítulo presenta los puntos centrales de la disputa que luego daría lugar a las acciones judiciales entre Monseñor Eguren y Salinas.
El primer foco de conflicto surgió, en línea con la hipótesis planteada por el autor del libro, a raíz de la llegada a Perú del Papa Francisco y, especialmente, por el hecho de que fuera Monseñor Eguren, arzobispo de Piura y Tumbes, el encargado de recibirlo en una reunión con religiosos en la ciudad de Trujillo. Contra esta decisión, Salinas publicó, el 20 de enero de 2018, una nota titulada “El Juan Barros Peruano” 1.
Seguramente para muchos esta referencia no signifique nada. De hecho, recién luego de conocer el caso e informarme acerca de quiénes eran estos personajes, pude entender el agravio implícito en este paralelismo. Juan Barros es un sacerdote chileno que fue duramente criticado por sus conexiones con Fernando Karadima Fariña, un alto eclesiástico condenado canónicamente por abusos sexuales a menores de edad. Barros es, entonces, sinónimo de encubridor.
Pero el artículo dirigido contra Eguren fue más allá de las metáforas y los giros indirectos. En esta nota, así como en una entrevista subsiguiente que dio sobre el tema, el periodista llegó a sostener que:
i. Eguren, por ser de la generación fundacional del Sodalicio de Vida Cristiana (SVC), era consciente de todos los hechos cometidos al interior del grupo y, por tanto, también de los abusos cometidos por Luis Fernando Figari, su máximo referente.
ii. Junto a otros líderes del grupo y Figari habían creado esa “cultura de poder en esta institución, vertical y totalitaria” y que, por eso, “él es corresponsable de las cosas que han ocurrido en el Sodalitium con estos abusos de poder, maltrato físico, maltrato psicológico y que han tenido como corolario, en algunos casos, el abuso sexual”.
iii. Conforme se desprendía de “diversos reportajes de investigación (…) [Eguren es señalado] como presuntamente implicado en casos de tráfico de terrenos en la ciudad de Piura y vinculado a la organización criminal La Gran Cruz”. Estas palabras, originalmente referidas en la nota escrita, luego fueron complementadas con la siguiente declaración: “las dos investigaciones van, matices más, matices menos, apuntan a lo mismo y el hombre clave en esta operación era José Antonio Eguren Anselmi”. Las investigaciones aludidas son las que fueran materia de un programa de la cadena Al Jazeera y el libro “El Origen de la Hidra”, de Charlie Becerra.
Solo en este momento aparece el último integrante de la tríada protagónica, que es también el narrador de la historia. Monseñor Eguren, se pone en contacto con un jurista, Percy García Cavero, para dirimir judicialmente la situación con el periodista Pedro Salinas. Pero queda todavía un último acto antes de pasar a los tribunales.
En marzo de 2018, el mencionado comunicador social recibió una carta del agraviado en la que se le pedía que rectificara sus dichos. Los argumentos, al menos a simple vista, parecían innegablemente sensatos:
i. Los dichos concernientes a su participación en diversos abusos no tenían sustento probatorio. El 3 de mayo de 2016, Salinas había formulado una denuncia por estos hechos, pero para el 31 de mayo del mismo año, el acusador público ya la había rechazado liminarmente por entender que no había elementos suficientes ni siquiera para iniciar una investigación. La disposición, además, fue luego confirmada por la fiscalía superior, tras un pedido de revisión presentado por el mismo periodista. Sobre este punto, deben notarse dos aspectos que serán centrales para el análisis posterior:
A. No existían elementos suficientes para se abra una investigación en sede fiscal, pero si para que un periodista acuse. Es cierto, el archivo pudo haberse debido a hechos meramente formales que no implican que lo denunciado no ocurriese. También es posible que las dos fiscalías estuvieran en connivencia con la iglesia. Pero estos no parecieran ser los argumentos en torno a los cuales surgió la posterior controversia. Antes bien, parece suponerse que los estándares de prueba para una acusación mediática son distintos que los necesarios para una imputación judicial. Más adelante veremos si esto es así y qué relación debería existir entre estos estándares.
B. Los hechos denunciados ni siquiera podían ser subsumidos claramente bajo algún tipo penal. ¿Los abusos atribuidos contra el obispo no constituyen delito? Al parecer, no. La explicación es sencilla, pero lo que encierra el desconcierto tras la afirmación será también objeto de análisis posterior.
Los hechos denunciados no encuadran en ninguna figura delictual porque lo denunciado no son abusos sexuales ni mucho menos. En esta causa se trató de establecer si Monseñor Eguren había participado en dos situaciones específicas, ambas durante la década de 1980. La primera, el haber acercado una tostada a la boca de un joven en ayunas a modo de escarmiento, lo que habría representado un tormento psicológico. La segunda, haber hecho comer arroz con leche y kétchup a otro joven, quien dijo que los primeros platos fueron de su agrado, pero luego le dieron nauseas.
En realidad, poca importancia tiene ahora si estos hechos ocurrieron o no. En cambio, haber asumido durante más de 50 páginas del libro que el término abusos refería a incidentes sexuales, es suficiente para debatir sesgos y heurísticos, la distinción entre decir y sugerir y, finalmente, el potencial poder devastador de la prensa. Cuestiones abordadas en la segunda parte de este trabajo.
ii. Por el otro lado, sostuvieron que no podía servir de base para imputar el encubrimiento de un delito el solo hecho de haber pertenecido a una organización, de la que, por lo demás, tanto acusador como acusado habían formado parte en tiempos no muy distantes. Tal vez que una persona frecuente desde una posición prominente un ambiente por muchos años haga más probable que conozca algunos secretos internos y hasta detalles sórdidos de su funcionamiento. Pero la verdadera pregunta es si esta es una inferencia posible para un profesional de la comunicación. Si la respuesta es afirmativa, entonces también debemos preguntarnos si existe alguna presunción de inocencia extrajudicial o, a la inversa, si es razonable que exista una presunción de culpabilidad por la mera pertenecía a un espacio (guilt by association). En cualquier caso, resulta llamativo que uno de los fundadores y máximas autoridades del Sodalicio, Luis Cappelletti, formara parte del círculo íntimo de Salinas y no fuera nunca denunciado por este, con base en los mismos argumentos.
iii. Sobre la relación con la organización La Gran Cruz, vinculada a la usurpación de tierras, hubo objeciones similares. La prueba era débil -el informe de Al Jazeera se apoyaba en un único testigo, cuya credibilidad estaba seriamente cuestionada- y el libro “El Origen de la Hidra” no mencionaba ni una vez al arzobispo agraviado. Por otro lado, jamás había existido una causa judicial que imputara a Eguren por estos hechos.
Aunque parece obvio que no tiene por qué haber identidad estricta entre lo judicial y lo periodístico, subsiste también en este punto la pregunta sobre cuán disímiles pueden ser los deberes de uno y otro poder. En otras palabras, ¿cuánta ligereza pueda permitírsele al periodismo en sus afirmaciones, dichas en modo asertivo y sin pruebas, so pretexto de defender el interés público? Especialmente si se considera el daño que esas afirmaciones ocasionan ¿Modifica el análisis de esta pregunta el hecho de que la justicia haya desestimado una denuncia dependiente de instancia privada o no iniciado una causa de acción pública? Y, por último, ¿tiene esto algo que ver con la creciente transformación del periodismo en una forma de entrenamiento mediático? Estas son algunas de las preguntas que también serán abordadas en la segunda parte.
La respuesta de Salinas fue la contraria a la pretendida. No solo no se retractó de sus dichos, sino que radicalizó su discurso. Hizo pública la carta que le enviaron, ratificó lo que había sostenido públicamente, denunció que trataban de amedrentarlo, desafió a Eguren a verse las caras en los tribunales y, finalmente, arremetió con una serie de ataques personales por diversas redes sociales 2.
Este ida y vuelta poco dice sobre la materialidad de los hechos, pero sí aporta mucho a la posterior discusión sobre el aspecto subjetivo requerido por el tipo penal. En principio, la posición dominante protege los dichos de la prensa contra personas públicas y exige probar un especial elemento subjetivo: la real malicia. Independientemente de si este estándar es correcto, lo cierto es que a medida que la disputa escalaba, era cada vez más difícil pensar en un mero actuar poco diligente.
3. EL CASO
Eguren, representado por García Cavero, querella 3 a Salinas por el delito de difamación agravado.
Esta figura del derecho penal peruano prevé una sanción privativa de libertad “no menor de uno ni mayor de dos años” para quien, ante varias personas, reunidas o separadas, pero de manera que pueda difundirse la noticia, atribuya falsamente a otro un delito. Y castiga el hecho, además, “con noventa a ciento veinte días-multa”. El código también prevé una agravante, aplicable a estos hechos, cuando el delito se cometiere por medio de un libro, de la prensa o de otro medio de comunicación social, indicando que en tal caso “la pena será privativa de libertad no menor de uno ni mayor de tres años y de ciento veinte a trescientos sesenticinco días-multa”.
Algunas páginas sobre la inmediata reacción mediática del querellado (cap. III) preceden a los últimos tres capítulos del libro que, a los fines de este análisis, conforman una unidad: el juicio (cap. IV), la condenación (cap. V) y el desistimiento (cap. VI).
El juicio presentó todas las dificultades que habrían de suponerse en un caso como este, que son, al mismo tiempo, todas las que no deberían interferir con el normal desarrollo de una contienda ideal. El proceso giraba en torno a la determinación de si el imputado había ejercido apropiadamente su libertad de expresión o si, por el contrario, había desempeñado su oficio de forma abusiva y lesiva a la dignidad de un tercero. Paradójicamente, lo que fue una pregunta respecto a las partes, no lo fue luego respecto al sistema judicial.
La mayor dificultad que debió sortear la jueza competente para el caso, que desde lo probatorio no presentaba grandes complicaciones, fue el controversial papel de los medios a lo largo del proceso. Los ejemplos de los siguientes párrafos sirven para ilustrar el tono de esta cobertura.
El proceso se inició, tal como dicta el artículo 1°, inc. 2, del Código Procesal Penal de Perú, con la querella particular como única parte acusadora en el ejercicio de una acción penal privada. Los medios de comunicación, sin embargo, alertaban sobre las graves irregularidades en un proceso en el que “ni siquiera se había permitido la presencia de un fiscal”. Este es, sin dudas, un caso de negligencia sorprendentemente grave en la comunicación, que solo se explica por una malintencionada campaña para defender unos intereses particulares o por una ignorancia deliberada respecto al derecho aplicable. Por lo demás, es inentendiblemente absurda, por no ser realista, la convicción de que un imputado estaría mejor con dos acusadores que con uno solo.
Estas diferencias entre el mundo del derecho y el mundo de la comunicación continuaron incluso luego de recaída la sentencia 4. El ejemplo más paradigmático de ello fue el amicus curiae 5 elaborado por la Clínica Jurídica de la Universidad del Pacífico, que tomó notoriedad en los medios en defensa de la labor periodística, pero que mal pudo ser un documento elaborado por un amigo del tribunal cuando se presentó con el proceso ya terminado. Tal vez se trató simplemente de un problema con el latín y lo que en realidad intentaron elaborar fue una evaluación más indulgente de los mismos hechos. Es decir, lo que se esperaría que dijera un tribunal amigo o curia amicissimum.
Como ya se dijo, en lo estrictamente procesal, el caso no era particularmente complejo. Los dichos de Salinas se encontraban todos registrados en grabaciones o documentos de acceso público y que habían sido acompañados en la querella. Su autoría no fue negada o cuestionada por el querellado. El juicio, en rigor de verdad, no era la instancia para probar si lo que se había dicho, en efecto, había ocurrido. Por el contrario, la conducta que se estaba analizando ahora era la del periodista y lo que se debía determinar era si existían elementos fácticos que le permitieran a un profesional de la comunicación afirmar públicamente que alguien había cometido hechos tan terribles, en contra de la posición adoptada por los fiscales de su país y tras una carta de rectificación en la que se le explicaba que sus creencias eran incorrectas.
La condena contra el periodista fue, de cualquier modo, una gran sorpresa. No era discutible que las aseveraciones habían existido, ni que Salinas había actuado cumpliendo los elementos subjetivos exigidos por el tipo penal al momento de manifestarse, ni que eran insuficientes las comprobaciones en las que se basó para atribuir, hechos que afectaban su honor, a otras personas. Sin embargo, el caso había sido inteligentemente planteado por la defensa como una amenaza contra la libertad de prensa y, consiguientemente, contra la democracia.
Lo que la jueza debía resolver, entonces, era si existía algún ámbito de privacidad frente a quien dice promover los más nobles objetivos, como lo es, sin dudas, el combate de los abusos en el seno de la iglesia católica. Poco importaba si Eguren había o no participado de los hechos, si Salinas tenía o no este interés o si la libertad había sido ejercida de forma razonable. Conforme a una cosmovisión enamorada de las dicotomías totales, de la iglesia se es partidario u opositor; de la libertad de expresión se está a favor o en contra; para los buenos, todo, y para el enemigo, ni justicia. Lo sorpresivo fue que alguien dijera, en este contexto, que sí había libertades y que también había límites.
La resolución final dispuso: a) condenar al acusado como autor penalmente responsable del delito de difamación e imponerle un año de pena privativa de la libertad, suspendida en su ejecución por idéntico período de prueba; b) imponer el pago de una multa, a favor del Estado, equivalente al 25% del ingreso diario del imputado, por el término de ciento veinte días; y c) establecer, en concepto de reparación civil, el monto de S/80,000.00 soles a favor del agraviado.
Los riesgos que se avizoraban en el horizonte se materializaron de inmediato tras la sentencia. La condena contra Salinas vino acompañada de un escandaloso contrataque por parte de la prensa, una suerte de apelación por los medios. Quizás profundamente convencidos de que la libertad de expresión no debía ser nunca responsabilizada, o tal vez por simpatía personal o corporativa con el condenado, o quizás por una lectura diferente de los mismos hechos. Por la razón que fuera, la decisión fue presentada como una tragedia para el estado de derecho y defenestrada en consecuencia. Tan graves fueron las repercusiones que, preocupados por cómo podía afectar esto a su imagen, la propia Iglesia Católica se vio afectada por estos ataques y se solidarizó con el periodista.
Eguren, quien, según el relato, querelló con el único fin de limpiar su nombre, se transforma ahora en objeto de críticas, incluso más feroces que las que sufrió antes del proceso, y de inesperados reproches por parte de sus pares eclesiásticos. La pretensión ya no tiene ningún sentido, poco importa si lo que dicen que hizo es cierto o no. El presunto hecho de la tostada lo marcará como abusador, su pertenencia a un grupo lo hará un encubridor y, encima, su deseo de que se determine judicialmente que fue calumniado lo hará enemigo de la democracia.
La pírrica victoria se consuma a los pocos días cuando el arzobispo instruye a su abogado para que desista de la querella. Ya había sido demostrado que lo que se decía de él no estaba respaldado con pruebas serias, suficiente, de modo que para descomprimir las indebidas y exageradas reacciones renunció a la reparación civil y logró que, por medio del desistimiento de la acción penal, se dejara sin efecto la pena en suspenso que se le había impuesto al acusado. Pero el efecto, de todos modos, fue el contrario. Inmediatamente después, Salinas se ocupó de dejar en claro la nueva posición que habría de adoptar la opinión pública: la sentencia debía tenerse por no dictada y eso significaba que sus especulaciones eran ciertas.
La sentencia, mal que le pese al condenado, existió, de modo que sus afirmaciones fueron consideradas difamatorias, por la autoridad judicial competente, después de un juicio completo llevado a cabo en legal forma. Sin embargo, el arzobispo, así, solo pudo limpiar parcialmente su nombre, pues los ataques a su honra, tras el proceso, fueron peores que los anteriores. Además, quedó en evidencia la perversión de un sistema en el que una condena supone un ataque a la libertad de expresión y un desistimiento, la confirmación de que los periodistas no se equivocan. Finalmente, el propio Poder Judicial terminó deslegitimado en vano. El Estado y las partes realizaron una enorme inversión en tiempo, recursos y esfuerzos. El terror por la opinión pública dejó todo sin efecto y el conflicto final acabó por ser más grande que al comienzo.
Al terminar esta primera parte, queda claro que el libro va más allá de dos historias con cuya presentación comenzó este análisis de la obra. No se trata solo de la controversia entre Eguren y Salinas, por un lado, y de los avatares de García Cavero, por el otro. El caso muestra también lo difícil que resulta actualmente para toda sociedad democrática dar respuesta a los nuevos conflictos, muestra, al respecto, una tensión irresoluble entre libertades individuales y derechos colectivos, muestra las dificultades para la correcta resolución legal de las controversias, pues la opinión pública, dirigida por expertos del entretenimiento masivo ha modificado los métodos para decidir qué es verdadero, inaugurando una era en la cual la verdad la decidimos entre todos, de modo que esta se ajuste a nuestras creencias, independientemente de las pruebas de los hechos.
Esta es la plataforma fáctica de “El Caso Pedro Salinas”. Un relato que, con personajes, lugares y tiempos distintos, se repite a lo largo de la historia. Pero uno que brinda ocasión para plantear algunos interrogantes que contribuyan a encontrar un equilibrio entre los intereses en pugna y también a proponer quién debe tener la preferencia en los casos en los cuales es inalcanzable el equilibrio.
EL CASO DE LA HISTORIA
I
En cualquier sociedad liberal que uno mire podrá encontrar un consenso casi unánime respecto al valor fundamental que se le otorga a la libertad de expresión 6. Los argumentos ofrecidos en apoyo de esta posición pueden variar insustancialmente, según la región, el jurista o el tiempo del que provengan, pero casi siempre se reconocerá, al menos, dos valores centrales en este derecho: el expresivo y el democrático.
La faz expresiva del derecho se vincula con la necesidad que los seres humanos tienen de manifestarse y proyectarse en el mundo que los rodea. Por eso se protegen manifestaciones como música 7, películas 8, enciclopedias sobre hongos 9 y hasta parches usados en la vestimenta 10. Todo esto, en principio, poco tiene que ver con el valor que expresarse tiene para la formación del debate político y de la opinión pública. Cuando nos encontramos en esta dimensión, es claro que estamos ante un derecho individual, por lo que se lo debe ponderar con idéntico peso relativo frente a otros derechos personales, como la dignidad, la propiedad o la vida.
En su faz comunicativa, en cambio, el foco no se pone ya en lo puramente individual, sino que lo que se valora es la importancia que tiene la protección de los mensajes que contribuyen a la deliberación democrática y al fortalecimiento de un sistema liberal de gobierno. Esta es la dimensión que más interés ha suscitado en la literatura especializada y, además, la que se ha invocado como supuestamente en peligro por Salinas 11y sus colegas 12.
En efecto, la reacción mediática tras la sentencia dictada por la jueza de Piura no se relacionaba con un temor a que los periodistas del Perú hubieran perdido su capacidad de opinar libremente cuanto quisieran o se temiera una reducción de su margen de valoración. De hecho, casi no existe discusión en el mundo en cuanto a que las frases puramente valorativas no son susceptibles de ser falseadas y, por lo tanto, no podrían constituir delito 13. La excepción a esta regla, claro, la representan los dichos cuya finalidad es meramente agraviante 14.
Antes bien, el miedo que Salinas y sus colegas de la prensa trataron de infundir al público se fundaba en el riesgo de que, en lo sucesivo, no hubiera más libertad para comunicar información esencial para la vida en comunidad. El descontento de estos informadores al descubrir que no era posible agraviar gratuitamente a otra persona se justificaba, según ellos, en que esta prohibición le haría perder a la sociedad la posibilidad de enterarse de hechos tan graves como los abusos clericales u otros actos de igual relevancia que la prensa pudiera denunciar. Es decir, si se ponían límites, habría un importante desincentivo a reportar y bajaría drásticamente la cantidad de información disponible.
Pero, lo cierto es que tanto este derecho, por fundamental que sea, como casi todos los otros, reconoce límites y debe ser ejercido de forma razonable. La dignidad de las personas, el honor, la intimidad y la privacidad son algunos de los intereses con los que la libertad para expresarse puede colisionar y es en función de estos que se ha tratado de establecer algunas regulaciones, totalmente aceptables, para asegurar la convivencia pacífica.
Las directrices y normas que regulan la coexistencia entre todos estos intereses han dado desde siempre lugar a controversias, aunque, especialmente en el último tiempo, han entrado en crisis y, por ello, el argumento central de esta sección es que deben ser revisadas.
II
Todos los países del mundo ofrecen algún tipo de protección frente a expresiones lesivas al honor y prevén en sus ordenamientos sanciones de tipo penal, civil o una combinación de ambas para quienes las profieran. En el delicado balance entre la libertad de expresión y la dignidad humana, los países occidentales recorrieron un sinuoso camino que lentamente fue decidiéndose, predominante pero no absolutamente, en favor de aquella.
Estados Unidos ha marcado desde siempre el camino a seguir en materia de libertad de prensa y los estándares judiciales allí propuestos fueron de enorme influencia para la mayor parte de las naciones del mundo. Es llamativo, sin embargo, que lo que originalmente fue materia de gran polémica terminó asumido como evidente en otros territorios y, hasta hace relativamente pocos años, adoptado casi sin cuestionamientos. Para entender mejor el contexto, expondré brevemente la evolución que ha tenido el tema en ese país y, principalmente, replicaré algunas de las críticas formuladas, que hoy tienen más vigencia incluso que entonces.
La primera enmienda a la Constitución norteamericana, en la que se encuentra incluida la cláusula que consagra el freedom of speech, fue pensada como una forma de defensa de los ciudadanos frente al gobierno. No solo se pretendía cuidar a las personas de intromisiones indebidas en ámbitos de absoluta reserva, sino que se pensaba que, sin esta garantía, sería imposible tener un pueblo que se autogobernara 15. La noción general consistía en que la única forma de que las personas pudieran elegir a sus representantes y decidir las políticas que se debían adoptar, era si existía un mercado en el que las ideas y opiniones circularan libremente 16.
No sorprende, entonces, que a la difamación y a la injuria se las tuviera como no protegidas por esta cláusula 17. Es decir, hasta la década del sesenta, había un consenso bastante importante en cuanto a que no contribuía de ninguna forma a la democracia la protección contra agresiones verbales o las imputaciones de hechos falsos. Sin embargo, en el año 1964, la Corte Suprema de Estados Unidos, por unanimidad, tomó un camino que comenzó a cambiar el curso de la historia.
En el célebre precedente “New York Times Company v. Sullivan” 18 se discutía la constitucionalidad de una ley con la cual se había determinado resarcir económicamente al Comisionado de Seguridad Pública de Nueva York, L. B. Sullivan, por una publicación con contenido falso vinculada al desempeño de miembros de la oficina que estaba a su cargo. En una decisión escrita por el juez William J. Brennan Jr. se estableció por primera vez la doctrina de la real malicia 19. Según esta, no bastaba con demostrar la mera negligencia de un periodista cuando se trataba de una frase referida a un oficial público. Para lograr una reparación civil era necesario probar que había existido, cuanto menos, un desinterés temerario por los hechos.
Según se explicaba, había un valor supremo en que las personas discutieran el carácter y las cualificaciones de sus candidatos para poder votarlos. Tan importante era permitir este tipo de discusión, que debían tolerarse ciertos inconvenientes para las personas y hasta permitirse que, ocasionalmente, se dañara la reputación de algunos. El beneficio era demasiado grande y la lesión individual tan menor que se estableció un auténtico privilegio para hablar de estos temas. Pero en ningún momento se negó la existencia de un dilema o se sostuvo que la cuestión fuera sencilla.
A esta altura debe explicarse algo que suele ser usualmente pasado por alto por quienes sostienen que la protección más elevada de la libertad de expresión llevará, necesariamente, a una democracia mejor. Según la jurisprudencia de la Corte Suprema norteamericana, la protección a la intimidad, dignidad y honor son meros intereses legítimos, reconocidos por leyes locales, que están comprometidos en casos de difamación. Esa tendencia se explica por una forma muy particular de constitucionalismo, según la cual los derechos constitucionales se poseen únicamente frente a las entidades gubernamentales. Ante un caso de difamación, entonces, el conflicto no debe ser percibido como uno de tipo constitucional, sino como uno entre un interés gubernamental y un derecho fundamental 20. Esta percepción no supone que el derecho constitucional individual deba siempre prevalecer, pero explica, en parte, la inclinación más favorable hacia uno de los dos polos de la tensión.
Exactamente diez años después, una cuestión similar llegó otra vez al máximo tribunal de ese país. Esta vez, a diferencia de la anterior, no eran funcionarios públicos los involucrados, sino que se trataba de personas que eran públicamente conocidas 21. En una votación dividida, una mayoría entendió que debía aplicarse este estándar elevado también a este tipo de casos. El argumento era que quienes tenían notoriedad en su comunidad debían de haber aceptado, aunque sea implícitamente, someterse a un escrutinio mayor. Además, esta notoriedad les daba acceso a canales idóneos para responder a las eventuales difamaciones en su contra. De cualquier manera, el argumento funcional que justificaba este estándar era el mismo que el ofrecido con relación a los funcionarios públicos: las normas sociales de una democracia se definen referenciándose en figuras conocidas por todos y existía un valor social muy importante que justificaba esta equiparación.
Aunque hoy se pretenda presentar a esta interpretación como natural o necesaria, lo cierto es que fue objeto de importantes críticas, incluso en aquel momento, en otras decisiones de la Corte Suprema de EE.UU. Por ejemplo, el juez Byron White, explicaba que: “el sentido principal de New York Times, y para mí el sentido de la primera enmienda en cuanto se relaciona con leyes de difamación, es que la difamación sediciosa –la crítica al gobierno o a oficiales públicos– caiga más allá del poder de policía del Estado. En una sociedad democrática como la nuestra, los ciudadanos tienen el privilegio de criticar al gobierno y a sus oficiales. Pero ni New York Times ni sus descendientes sugieren que la primera enmienda tenga la intención, en todas las circunstancias, de impedirle a los ciudadanos particulares el ejercicio del histórico recurso para remediar las falsas publicaciones que dañen su reputación, ni tampoco creo, contrario a nuestra historia y precedentes, que la enmienda deba ahora así ser interpretada. De forma sencilla, la primera enmienda no confiere una licencia a difamar a los ciudadanos…” 22.
Rever la historia de una jurisprudencia puede ser útil para recordar las razones que llevaron a su creación y, especialmente, para mitigar el halo de permanencia que las rodea. Suele suceder que lo que en un principio es una tesis discutida, a fuerza de repetición se transforma en un dogma inobjetable 23. Pero, si una lección nos ha enseñado la historia, es que nada es permanente y que el progreso sucede de la mano de la revisión constante de nuestra asunciones y creencias.
Las Cortes de Derechos Humanos de Europa y América han tendido a adoptar posiciones similares a la expuesta, aunque con algún grado de reconocimiento mayor del aspecto dilemático que encierra balancear bienes tan importantes como la dignidad humana y la libertad de expresión. Como es natural en cortes que pretenden gozar de legitimidad en múltiples naciones, es frecuente que las exigencias que se trazan sean sólo mínimos y que se les reconozca un cierto margen de maniobra a los países.
En Europa, ciertamente se ha hecho notar el rol esencial que la prensa tiene para la formación del debate político y para el buen funcionamiento de las democracias 24. Por eso mismo, también aquí se reconocen especiales protecciones para la prensa cuando lo que se halla involucrado es el accionar de un funcionario público 25. Para determinar si una sanción por difamación es violatoria del artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, la Corte utiliza tres criterios: primero, los límites deben estar previstos en una ley; segundo, deben perseguir uno o más intereses legítimos de los previstos en el Convenio; y, tercero, esos límites deben ser necesarios en una sociedad democrática para alcanzar los objetivos invocados.
Dado que la protección de la reputación de otras personas está expresamente reconocida como un fin legítimo 26, no han sido pocos los casos en los que la Corte entendió que las condenas por difamación eran compatibles con lo prescripto por las normas convencionales de la Unión Europea 27. De hecho, si uno se detiene en la regulación que luego hacen algunos países en particular, como Alemania o Francia, podrán apreciarse rápidamente los diferentes caminos seguidos, con posiciones mucho más balanceadas sobre los intereses en pugna 28.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos fijó pautas idénticas a las de su par europea. Por un lado, se reconoció siempre que la libertad de expresión no es un derecho absoluto y que debe existir la posibilidad de exigir responsabilidades ulteriores por el ejercicio abusivo de este derecho. Pero, por el otro, se repite que las restricciones deben tener carácter excepcional y que no deben limitar, más allá de lo estrictamente necesario, el pleno ejercicio de la libertad de expresión. Por eso, como en el modelo europeo, se exige que las restricciones: 1) estén expresamente fijadas por la ley; 2) estén destinadas a proteger, ya sea los derechos o la reputación de los demás, o la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o moral pública; y 3) sean necesarias en una sociedad democrática 29.
Pero, a diferencia de los países europeos, los latinoamericanos se inclinaron por elevar las protecciones y seguir el modelo anglosajón. En Perú, por ejemplo, la posición dominante tiende a alinearse con la doctrina estadounidense que, como consecuencia necesaria de su más elevado rigor, cumple también con los criterios menos exigentes que establece la Corte Interamericana.
Para comprender la regulación peruana es necesario mirar, en primer lugar, las directivas sentadas por su Corte Suprema en el acuerdo plenario del año 2006. 30 Allí se señala que tanto la libertad de expresión como el derecho al honor gozan de igual rango constitucional 31 y que ninguno tiene carácter absoluto respecto del otro, por lo que se deben establecer criterios ponderativos que aseguren la vigencia de ambos y la proporcionalidad de las reacciones frente a la invasión de alguno.
En esta línea, se sostuvo que no están amparadas las frases objetiva o formalmente injuriosas, los insultos o las insinuaciones insidiosas, pues difícilmente puede decirse de ellas que tengan alguna finalidad informativa. La Corte, además, se ha ocupado claramente de diferenciar las opiniones valorativas, por más críticas que estas sean, del uso de calificativos innecesarios que proyectan animosidad o menosprecio. Para un ejemplo claro del tipo de frases que no reciben protección constitucional basta simplemente con remitir a la nota al pie número 2 del presente trabajo.
Cuando, en cambio, lo que se pretende es dar un mensaje de tipo informativo, el Tribunal Constitucional 32 determinó que únicamente las frases veraces deben tener protección. De este modo se excluyen todas las manifestaciones hechas con consciencia o, al menos, dolo eventual de su falsedad. Dicho de otro modo, solo se castigan las frases falsas que sean el resultado de un obrar con real malicia. Con algunas variantes menores, esta también es la posición adoptada por la Corte Suprema de Justicia argentina 33.
Este breve resumen de derecho comparado me permite adelantar algunas reflexiones: (i) la doctrina de la real malicia, tal como se la aplica en nuestros países, no es una exigencia convencional ni pareciera ser tampoco un estándar necesario para el derecho continental; (ii) la tendenciosa concepción que favorece sistemáticamente un interés por sobre el otro es más difícil de explicar cuando los derechos que se hallan en colisión son de raigambre constitucional; (iii) la doctrina que fue ampliamente discutida en su país de origen, parece presentarse en nuestras tierras como una condición necesaria para la democracia real; (iv) la exigencia de un estado subjetivo tan elevado, como argumentaré a continuación, es una de las razones que han conducido a que nuestras democracias se debiliten, mientras que indefensos ciudadanos deben enfrentar costosos y largos procesos en su contra.
III
La ponderación entre derechos fundamentales nunca es sencilla. Si uno se toma en serio los valores en juego, tendrá que reconocer que, sea cual sea el balance escogido, habrá que asumir ineludiblemente costos y beneficios. Por eso, los lineamientos que se sugieren son solo parte de una propuesta que, sin desconocer los méritos de las teorías anteriores, pretende reducir algunos de los enormes problemas a los que hoy nos enfrentamos como consecuencia de los abusos de los medios masivos de información. Estas propuestas deben ser leídas como complemento de las que ya he sugerido en trabajos y presentaciones anteriores 34.
El estándar de la real malicia –o actual malice– aplicado tanto a funcionarios y figuras públicas, como a temas de interés social, hallaba su justificación en una concepción muy particular del estado de derecho y de la democracia deliberativa. Como ya se explicó, se temía que reglas más equitativas entre agraviado y comunicador inhibieran a estos últimos de hacer su trabajo, lo que repercutiría en una reducción de la información disponible y esto, a su vez, incidiría en un debilitamiento del sistema de gobierno.
Pero para que esta doctrina pueda mantenerse en pie, deberían tenerse por ciertas varias premisas. Primero, que la ciudadanía se encuentra mejor cuando se multiplica la información disponible, independientemente de su calidad. Segundo, que existen buenas razones para mantener la equiparación entre funcionarios públicos y figuras o temas de interés social. Tercero, que un estándar de imprudencia, como el usado para evaluar el ejercicio de casi todos los saberes profesionales, afectaría negativamente el trabajo de la prensa y repercutiría en la calidad de información resultante. Como se verá, todas estas creencias son, al menos, discutibles.
1. Más información no es más democracia
La afirmación del este subtítulo no debe ser entendida de forma terminante. En realidad, siempre depende de la cantidad de información base con la que se comience el análisis. Puede pensarse en un foro de gobierno como el ateniense. Si se encuentran reunidos tres ciudadanos, es posible pensar que más voces podrán mejorar la calidad del debate y aportar miradas interesantes. En cambio, si en un foro absolutamente convulsionado ya contamos con cien mil ciudadanos gritando enardecidos, es un poco más difícil pensar que una nueva incorporación vaya a contribuir mucho.
El auge de las teorías de libertad de expresión reseñadas se corresponde con un crecimiento de los estados de bienestar y una paulatina incorporación de más personas al juego político. Todavía los medios de información confiables eran pocos y significaban casi la única fuente de conocimiento con la que las personas contaban. La gente, además, se interesaba por asuntos de su pequeña comunidad y el discurso público se construía en torno al análisis del comportamiento de las figuras notables del momento.
El principio general importaba crear y gestionar estructuras que facilitaran la exposición a la máxima cantidad de ideas posibles y, para esto, había que promover todos los derechos de los que hablaban y de los que escuchaban en la esfera púbica 35. Por esto mismo, no era suficiente con reconocer la faz expresiva-individual de la libertad de expresión, sino que también era fundamental la protección de la comunidad en su derecho a oír información relevante. En este sentido, se afirmaba que “el punto de máximo interés no son las palabras expresadas, sino las mentes que oyen… lo que es esencial no es que todo el mundo hable, sino que todo lo que es valioso que sea dicho, se diga” 36.
Las protecciones establecidas en aquel entonces aún sirven para defender los derechos individuales de los que se manifiestan, pero cada vez contribuyen menos a asegurar el derecho colectivo a contar con información fidedigna.
Los medios digitales, incluso a pesar del entusiasmo inicial con los que fueron recibidos, no han mejorado la calidad y diversidad del discurso público ni de nuestras democracias. Vivimos en tiempos en los que cada ciudadano puede ser autor, periodista o productor de contenidos. La audiencia, sin embargo, es cada vez menor y se encuentra más fragmentada. La facilidad con la que se pueden producir mensajes genera una suerte de cacofónica Torre de Babel en la que es cada vez más difícil escuchar la voz del resto 37.
Al mismo tiempo, nos encontramos en pleno conflicto entre quienes dicen que estamos invadidos por fakes news y quienes dicen que esa designación es solo una forma demagógica de negar la información reportada. Pero, como quiera que sea, lo cierto es que la credibilidad de la prensa es cada vez menor. La consecuencia lógica de este fenómeno es la polarización de las sociedades, quienes confundidas e inseguras sobre qué información creer, tienden a refugiarse en aquellos medios que les dicen lo que igual deseaban escuchar 38. Los especialistas alertan incluso sobre la proliferación de filtros burbuja o echo chambers 39, que nos conducen a relacionarnos y a vincularnos en redes, únicamente con los datos que se alinean con nuestros preconceptos 40.
En tiempos en los que ha crecido exponencialmente la información circulante, parece claro que la prioridad debe estar ahora en mejorar su calidad y en brindarle herramientas útiles a las personas para que discriminen la información confiable de las fábulas. No es sensato pensar que alguien pueda estar más informado si debe tomarse el trabajo de descartar todas las noticias falsas antes de poder acceder a las publicaciones con contenido veraz.
Existe otra razón más por la que debe ponerse en duda la creencia de que a más información la gente podrá decidir mejor. No solo la inundación de contenidos ha confundido a la gente, sino que hemos experimentado en los últimos años un cambio en la mirada antropológica dominante, lo que también debe impactar en este debate. Me refiero al cambio de concepción del homo economicus al ser humano que opera en un intrincado complejo de argumentos lógicos, sesgos y heurísticas 41.
Si hombres y mujeres eran considerados entes racionales que decidían siempre lo mejor con base en la información disponible, podía tener sentido aumentar la información circulante y casi no limitar su contenido. Al final de cuentas, serían las personas las que separarían lo confiable de lo irrelevante y usarían este poder de filtro para conducir sus vidas de la mejor forma. Pero debe invariablemente ser otra la postura si, como ha demostrado la evolución de la ciencia del comportamiento, las personas operan la mayor parte de las veces en modo automático 42, son propensas a confiar en lo que leen o escuchan 43 y pueden ser fácilmente engañadas, incluso por sus propios sentidos 44.
Por ejemplo, en el caso contra Pedro Salinas, no deja de asombrar que, tanto la prensa, el público y hasta el lector del libro, asuman, sin más, que cuando se habla de abusos con relación a un clérigo, se debe estar refiriendo a abusos sexuales. Es cierto que, cada vez más, ese término suele usarse con una connotación de este tipo. Sin embargo, es claro que no representa lo mismo hablar de un “marido abusador”, de un “periodista abusador” o de un “arzobispo abusador”. En el primer caso nos imaginamos a un hombre que golpea a su mujer; en el segundo, a alguien que publica información sin pruebas; y, en el tercero, a un eclesiástico que abusa sexualmente de menores de edad.
Estas asociaciones pueden explicarse por lo que se conoce como “heurística de la disponibilidad” 45. Con este nombre se indica a la estrategia cognitiva según la cual las personas estiman la probabilidad de un evento por la facilidad con la que recuerdan hechos similares. Así, cuando a una persona se le pregunta si una situación puede suceder en el futuro, la respuesta suele estar directamente influenciada por la calidad y la cantidad de ejemplos similares que uno puede recordar. Pero el método es, por desgracia, no muy preciso. El error recae en asumir que la única razón por la que uno podría recordar mejores ejemplos es porque eso sucede con más frecuencia. Kahneman y Tsversky, los científicos a quienes se le atribuye el nombre del fenómeno explican que “la disponibilidad es una pista ecológicamente válida para juzgar la frecuencia porque, en general, los eventos más frecuentes son más fáciles de recordar o imaginar que los poco frecuentes. Sin embargo, la disponibilidad también está afectada por otros factores no relacionados con la frecuencia real (…) En consecuencia, el uso de la heurística de la disponibilidad conduce a un sesgo sistemático”.
Es decir, la estrategia mental utilizada no es necesariamente mala, pero conduce erróneamente a asumir que existe una conexión inexpugnable entre ser clérigo y ser abusador sexual de menores. Este terrible prejuicio, combinado con la mala fe periodística, no contribuyen en lo más mínimo al debate democrático ni aportan un ápice de información relevante al debate público. Por el contrario, afirmaciones temerarias como las de Salinas, solo permiten arraigar más profundamente preconceptos dañinos y, al final del día, herir de forma irreversible la honra de una persona.
Poco tiempo después de que la querella fuera desistida, Salinas fue entrevistado y preguntado por los hechos de este caso. En esta ocasión se le preguntó si él pensaba que había ido demasiado lejos con los agravios contra Eguren, a lo que el querellado respondió que él jamás había insinuado ningún tipo de abuso sexual y que esta interpretación era el solo producto de la arbitrariedad del arzobispo 46. Sea que el uso de las palabras haya sido parte de una estrategia malintencionada o de un torpe uso del lenguaje, lo cierto es que debería ser esperable un mayor cuidado por parte de los profesionales de la comunicación, dado que disponen de medios con una potencialidad de daño tan significativa para la reputación de los afectados. Defender la libertad de expresión en abstracto está muy bien, pero la sociedad, la democracia y la ciencia han avanzado demasiado para que continuemos la repetición de perimidos dogmas del pasado siglo.
2. La defensa del más débil
En el camino hacia una regulación de la libertad de expresión que sea más acorde a nuestros tiempos y realidades, es necesario preguntarnos cuál es el objetivo que debemos promover. La respuesta no puede nuevamente ser la de maximizar la cantidad de voces en el foro. Ya hemos visto cómo este criterio puede repercutir de forma negativa sobre la calidad de la comunicación. El principio rector debe ser, como lo han venido sosteniendo desde hace mucho tiempo distintos juristas en el mundo, tales como Luigi Ferrajoli 47 y Andrés Perfecto Ibáñez 48, y como yo mismo he planteado en anteriores ocasiones 49, la protección de la parte débil de la relación 50.
Nuestros ordenamientos jurídicos se construyeron en torno a garantías que protegen a los individuos de los tres poderes del Estado. Esta concepción ilustrada fue pensada para asegurar la libertad de las personas y evitar que esta se transforme en una simple voluntad abstracta frente a posibles abusos de las autoridades. Por eso, no es aceptable la tesis que equipara a los funcionarios con las figuras públicas. Mientras que los primeros se acogieron voluntariamente a ser el objeto de debates y cuentan, además, con innúmeras protecciones y recursos que el Estado concede, los segundos se encuentran a merced del cuarto poder que es, muchas veces, más abusivo, amenazante y destructivo que los otros tres.
Para ilustrar este punto, es conveniente retomar el caso de Monseñor Eguren. Los supuestos defensores de la libertad de expresión explican que Eguren debía tolerar que, en todo caso, se lo difamara por el alto interés público de las acusaciones y porque la fama del agraviado permitía presuponer que había consentido implícitamente estos ataques, a los que, por lo demás, seguramente contaba con medios para replicar.
El primero de los argumentos, el del interés el público en discutir ciertos asuntos, es tan débil como peligroso. Si bien es cierto que hay un valor social en que se descubran los delitos cometidos en la comunidad, esto no puede ser el fundamento para que cualquier sujeto se transforme en el blanco de afirmaciones infundadas que menoscaban su reputación. De hecho, si se tomara este razonamiento con seriedad, la consecuencia lógica sería afirmar que, cuanto más grave sea el delito imputado, menos protección debería tener la persona que ha sido agraviada. Al final de cuentas, dado que la sociedad tiene derecho a conocer quiénes son las personas que cometen atrocidades, debemos cuidarnos de no desincentivar estas imputaciones por parte de la prensa, aunque ellas no cuenten con ningún sustento probatorio.
Tampoco se explica este deber de tolerancia que se impone a Eguren, por el solo hecho de haber alcanzado un cargo con cierta notoriedad. Es posible decir de un actor de Hollywood que debió prever que se hablaría de él y que, al optar por esa profesión, consentía los elogios y las críticas por igual. Pero me es muy difícil pensar lo mismo de una persona que se dedica a la vida apostólica y llega a ser arzobispo. Dudo que tenga interés en que se hable de él o que disponga de canales idóneos de comunicación para responderle a medios de comunicación que tienden a agruparse de forma corporativa y especializados en el manejo de escándalos.
Esto no quiere decir que debamos demonizar a la prensa o que se deban trazar reglas que perjudiquen a los periodistas. Los medios de comunicación cumplen una función absolutamente esencial en nuestras vidas. Tanto como la cumplen los demás poderes del Estado, a los que les imponemos límites y controles. Por eso, no se trata de ponderar en abstracto la libertad de expresión frente a otros derechos fundamentales, sino de ver cuáles son las reglas que mejor ayudan a que vivamos en armonía, con la tranquilidad de que podremos enfrentarnos a los eventuales excesos en nuestra contra.
Hoy más que nunca la palabra adquirió un poder de destrucción descomunal 51. Primero, los medios de diseminación masivos ya no están únicamente en manos de personas que forman parte de alguna organización seria con altos estándares de calidad. Cualquier individuo puede expresar su opinión en un blog personal, un canal en YouTube, un hilo e Twitter o una entrada en Facebook. Si la persona tiene cierta popularidad o buen manejo de la informática, le tomará solo minutos hacer que sus dichos recorran todo el mundo, y sean leídos por miles o incluso millones de personas. Y esto no es ciencia ficción. Ya existen bots que replican la información en internet de forma automática e individuos que, casi sin explicación, acumulan millones de seguidores en sus redes. Por si fuera poco, una opinión, una vez publicada en internet, permanece allí disponible indefinidamente 52 y reaparece cada vez que alguien realiza una búsqueda online o que otro medio decide hablar de la misma persona.
Hace cincuenta años, tal vez, los peligros de limitar la libertad de expresión eran mayores que los riesgos que suponía una protección tan alta. Hoy, en un mundo donde los grandes medios de comunicación permanecen concentrados en manos de grupos con más poder e influencia que algunos gobiernos y donde todo el mundo es, al mismo tiempo, receptor, productor y emisor de contenido, esos temores parecen infundados. Los riesgos para las personas y para nuestra democracia, en cambio, son cada vez más grandes, y entregarle una carta blanca de esta envergadura a la prensa no parece ya una buena idea 53.
3. Una revisión de la real malicia
Con miras a proteger a la parte débil de la relación, es decir, a los particulares que son objeto de abusos periodísticos, es necesario repensar el tan repetido estándar que domina la materia. Como se explicó anteriormente, la proliferación de más información de baja calidad no es un objetivo que debamos defender con tanto celo. Una opción más razonable sería, entonces, imponer a esta industria exigencias similares a las que se establecieron para todas las restantes 54.
Siempre que se publique una noticia acerca de un individuo existirá el riesgo de cometer un error y, consiguientemente, de dañar injustificadamente su honra o interferir en su privacidad más allá de lo necesario. Este peligro, sin embargo, debe ser sopesado junto con las enormes ventajas que la actividad periodística trae consigo. En otras palabras, el daño a inocentes no debería hallarse justificado como consecuencia del ejercicio de un derecho 55, sino que se lo debería comprender entre los riesgos permitidos al considerar la imputación objetiva de este delito. El delito, por eso, debería regularse como uno imprudente, de modo que quien incumpla los deberes de su oficio y eleve de este modo el peligro jurídicamente tolerado, reciba una condena por el resultado ocasionado.
La razón central por la que se evitaba condenar por imprudencia a los trabajadores de este sector era para no desincentivar la producción de noticias. Pero, como ya hemos visto, el mundo en el que esta doctrina se creó era completamente distinto. En aquel mundo, donde los medios de comunicación eran pocos y representaban el único canal de acceso a los acontecimientos, el riesgo era comprensible. Hoy, en cambio, debemos preguntarnos cómo comenzar una transición desde un medio saturado de noticias de baja calidad, a uno con abundantes publicaciones de alto rigor.
Las opciones son únicamente dos: o bien se regula la actividad o bien se crean incentivos para la autorregulación. Aunque ambas técnicas podrían funcionar bien de forma complementaria, pienso enfocarme más en la segunda de estas opciones. La forma de lograrlo, que no es otra que regular al delito como uno de tipo culposo, ya fue enunciada y ahora será desarrollada.
La doctrina creada por New York Times se apoya sobre la noción de que el mercado de ideas funcionará mejor sin la supervisión de los tribunales. Pero la afirmación opuesta parece igualmente plausible 56. Aunque es innegable que leyes más duras con el periodismo podrían operar como un limitante a ciertos discursos valiosos, tampoco puede ignorarse que el mismo efecto se produciría sobre los discursos que, al final del camino, acaben por ser probados como falsos. Este cambio, entonces, reduciría la cantidad de información en un mundo sobreinformado, pero elevaría la confianza en lo que finalmente se haga público 57. La discusión común podría fortalecerse enormemente si la gente pudiera confiar en que lo que lee o escucha fue publicado conforme a rigurosos estándares elaborados por expertos, y no por individuos que tal vez escribieron con cierta liviandad, pero sin intención de hacer daño.
El cambio propuesto encierra, adicionalmente, una gran ventaja. Para la configuración de un delito imprudente, no es suficiente con solo mostrar que se ha producido un resultado disvalioso, que, en el caso, sería la lesión al honor. Estas figuras requieren probar que la persona se apartó de las reglas y deberes que se imponen en su propio medio. Así como sucede con los médicos, los abogados y demás profesionales, gran parte de las expectativas legales estarían definidas por la propia industria y, al final de cuentas, por el mercado.
Actualmente, se requiere demostrar que el demandado publicó con “serias dudas”. Si el demandado no investigó, no puede hallársele responsable. El deber de investigar, cuya omisión puede dar base a la imposición de responsabilidad, surge sólo después de que el demandado tenga “serias dudas”. El paradigma objetivo del periodista prudente y responsable pasa a un segundo lugar 58. Ejercer el derecho a expresarse se transforma en una causa de justificación que habilita casi cualquier actuar negligente. Para los periodistas, hoy, “la ignorancia es el paraíso” 59.
La doble ventaja de esta reforma debe ser, a esta altura, ya evidente. Los periodistas podrán definir ellos mismos las buenas prácticas esperadas antes de hacer una afirmación, de modo que los medios de información serios elevarán el estándar para aquellos que no lo sean. Pero, además, el público podrá protegerse y participar en este proceso, al optar por aquellos que más rigurosamente se dediquen a informar. Si la hipótesis se corrobora, ciudadanía y prensa podrían ingresar en un círculo virtuoso en el que se premie a los medios con criterios más estrictos y estos, a su vez, lleven a sus colegas a seguir sus protocolos.
Finalmente, debe destacarse una virtud adicional. Hoy los procesos penales por delitos contra el honor son tan largos como costosos 60, como resultado de la imposible exigencia del tipo subjetivo 61. La regulación actual no solo obliga a las personas a ingresar en agobiantes procedimientos en donde se discute un elemento de casi imposible comprobación, sino que acaba por correrse el foco de lo que realmente importa, que es la falsedad de los hechos y el deficiente comportamiento profesional del querellado.
Volvamos nuevamente al caso de Pedro Salinas. Un periodista afirma tres hechos sobre los que, como lo demostró el proceso respectivo, no tenía pruebas suficientes. El agraviado se ve obligado a probar en juicio no solo su propia inocencia, sino también un elemento de intencionalidad, casi incomprobable, en cabeza del periodista. Para esto, entra en un proceso judicial largo y costoso, del que sale con éxito únicamente por haber tenido la fortuna de enviar una carta de rectificación al querellado y por lo absolutamente infundado de las afirmaciones 62. El proceso acaba y el condenado dice no haber dicho lo que dijo, que el desistimiento prueba la veracidad de lo que ahora desconoce, y que la sentencia dejada sin efecto es un ataque contra la democracia.
Un sistema en el que se castiga el incumplimiento de deberes en el oficio ni siquiera publicaría notas en las que un periodista:
a) omite mencionar que la acusación que formula fue también presentada ante el poder judicial por él mismo y archivada dos veces.
b) utiliza términos de forma ambigua para confundir a los lectores y aumentar el sensacionalismo.
c) sostiene acusaciones innegablemente agraviantes apoyadas solo en inferencias absurdas, como la pertenencia a un determinado grupo por un cierto tiempo.
d) acusa por hechos que vio en un documental de bajísimo rigor periodístico y que jamás fueron siquiera de interés del poder judicial.
e) insulta a otro, lo invita a “verse las caras”.
En definitiva, si los estándares se racionalizaran, el proceso habría durado mucho menos tiempo, la jueza habría determinado muy rápidamente que no se cumplieron los deberes mínimos de un periodista y la sentencia habría sido correctamente leída por el público como un reproche frente a un pobre desempeño de deberes profesionales, de modo que nadie albergaría dudas de que la democracia, en rigor de verdad, se vio fortalecida. A la larga, una sucesión de decisiones como esta causaría, además, una disminución significativa de notas como las que motivaron el pleito del cual da cuenta el libro y, con ello, mejoraría sustantivamente la información disponible y el debate colectivo.
IV
El relato en análisis ilustra a la perfección las consecuencias de aplicar una regulación que ha devenido obsoleta. Por eso, me propongo examinar ahora nuevamente el caso a la luz del modelo propuesto y ver cómo pudieron haberse desarrollado los eventos.
El periodista Pedro Salinas realizó dos tipos de afirmaciones dirigidas contra Monseñor Eguren. Por un lado, una serie de agravios cuya formulación no encuentra protección constitucional. Por el otro, una serie de imputaciones concretas mediante las que se vinculaba al arzobispo con conductas delictivas: maltratos físicos y psicológicos, asociación ilícita, usurpación y encubrimiento de abusos sexuales.
Por un momento olvidémonos de la intención del periodista y sólo concentrémonos en los estándares mínimos que serían esperables de un profesional de la comunicación para no lesionar injustificadamente la reputación de las personas. Posiblemente la adopción de un estándar imprudente conllevaría a una evolución de mejores prácticas en la industria, pero incluso hoy no debería haber dudas de que las siguientes pautas mínimas deberían ser exigibles:
A. En primer lugar, si un periodista desea imputarle a un particular un delito que fue objeto de un proceso, en el que se determinó que no hubo delito, debería esperarse que se exhiban pruebas adicionales o que se supere un umbral mayor que si no hubiese existido actuación jurisdiccional. Este recaudo no solo evita que la misma persona sea dos veces atormentada por un hecho idéntico, sino que reconoce al poder judicial como el ámbito idóneo para la determinación de culpabilidades. El pretenso interés social que podría invocar un periodista se ve debilitado cuando funcionarios que sirven a la misma comunidad ya han dictado una decisión firme al respecto.
B. Esto no quiere decir que la prensa no pueda criticar el funcionamiento institucional. Más bien todo lo contrario. Cualquier particular que crea que el poder judicial cometió un error al juzgar a alguien debería decirlo y explicar por qué. Esto permitiría que los ciudadanos puedan realizar sus propias evaluaciones, no solo sobre el acusado sino sobre el funcionamiento de los poderes estatales. Lo que bajo ningún aspecto es admisible es ocultar que existió una resolución firme, que, si bien por el tipo de decisión no tiene las características de la cosa juzgada material, sí tiene esos alcances formales.
C. La prensa debería tener por finalidad principal la de informar y esta debería ser la función que goce de la más alta protección. Cuando, en cambio, se compruebe que las notas en materia criminal forman parte de un proyecto de entretenimiento, se las debería someter a un escrutinio mayor. Por ello, cuando se promueva el sensacionalismo con afirmaciones asertivas sobre hechos aun no probados o se utilicen términos confusos para causar impacto, se debería también responsabilizar al profesional que ocasione daños.
D. Aunque hay un gran valor en que un periodista deslice una conjetura sobre la posible implicancia de una persona en un delito de acción pública, debería ser bajo su propio riesgo la decisión de afirmar abiertamente la participación en una organización criminal, basándose únicamente en un documental que vio en televisión.
E. Por último, no debería permitirse en una democracia liberal que personas utilicen medios de comunicación masivos para invertir la carga probatoria sobre los individuos y endilgarles hechos criminales sobre meras inferencias. En concreto, no debería suceder que una persona deba responder a una acusación tal como “el símil con Barros le cae como un guante”.
Este tipo de inferencias obligan a sus destinatarios a proveer explicaciones sobre un hecho negativo, como lo es no haber sabido de los comportamientos de otros, por la sola razón de haber formado parte de una agrupación religiosa. Tal atribución no solo viola el principio de inocencia y de libertad de culto, sino que coloca a los individuos en una posición de imposible defensa frente a la opinión pública. Si existen hechos concretos para denunciar, estos deberían estar apoyados en evidencia refutable y que permita al acusado defenderse de forma adecuada.
Como puede verse, en nombre de la libertad de expresión no deberíamos enfocarnos en castigar la real maldad y permitir cualquier otra clase de impericia, justamente por el bien individual (la reputación) que se sacrifica con toda ligereza en el altar de este nuevo falso ídolo. Esta libertad merece tutela como forma de garantizar contenidos de calidad y confiables. Y los contenidos serán confiables sólo cuando así lo sea el proceso epidémico que los precede. Por supuesto que puede haber errores y los medios podrán equivocarse. Si operamos en márgenes razonables, este debería ser un riesgo permitido.
Con el estándar actual de real malicia el efecto es el contrario. Podemos incluso estar ante información verdadera, pero difícilmente será confiable. Un periodista que sostiene, sin pruebas, que alguien cometió una serie de delitos y luego se desdice, no contribuye al debate democrático, aunque casualmente hubiera acertado con su afirmación. La libertad de expresión, en su capacidad performativa, y la democracia, como proceso de toma de decisiones, se verían ambas a la larga fortalecidas por más rigurosos estándares de responsabilidad.
Lo mismo puede decirse de las partes involucradas en el caso, quienes seguramente se habrían beneficiado con una legislación diferente. Eguren, probablemente no habría sufrido agravio alguno, pues notas como las objetadas no habrían siquiera sido publicadas, dado que se exigiría un filtro mayor que habría permitido descartar las imputaciones. Pero, lo interesante, es que también Salinas habría tenido un mejor final.
El proceso en su contra comenzó en julio de 2018, con la interposición de la querella y concluyó nueve meses después, en abril de 2019, con el dictado de la sentencia y el posterior desistimiento. Este plazo, que para el derecho penal parece breve, es sin embargo largo si se piensa que todo el caso giraba en torno a manifestaciones de orden público. Hasta llegar a su punto final, ambas partes tuvieron que desembolsar importantes sumas de dinero en viajes y abogados –lo que incluso llevó al periodista a promocionar una fiesta masiva con el objetivo de recaudar fondos para gastos de litigio–.
Conforme al modelo sugerido, todo esto tendría que haber sido evitado muy fácilmente. Los delitos de injurias, calumnias y difamación deberían prever estándares objetivos y penas mucho menores a las que hoy tienen. El trámite de estos juicios debería ser mucho más expeditivo y no se debería perder el tiempo en la demostración de un absurdo elemento subjetivo ni en exigir pruebas de hechos negativos, como la inocencia en un delito. Lo central debe ser probar que no se cumplieron los deberes mínimos para un profesional e indicar el daño concreto irrogado, quedando la exceptio veritatis en cabeza del periodista.
De modo que, como virtud adicional, la prensa podría tener la tranquilidad de que los juicios que potencialmente podrían afrontar tenderían a ser breves y económicos. Si adicionalmente cumplieran los protocolos del medio, los comunicadores podrían estar seguros de que nadie intentaría indagar en su posible maldad al momento de realizar una publicación. Puede ponerse como ejemplo lo que sucede con cualquier ciudadano cuando conduce su auto. Es ciertamente más seguro ser juzgados por el incumplimiento de parámetros objetivos, como el respeto por la velocidad máxima o el uso de cinturón de seguridad, que habilitar un margen de discreción para que el Estado resuelva si existió conducción temeraria tras la producción de un resultado.
Finalmente, este cambio de paradigma podría jugar un papel central en la forma en como estas sentencias son percibidas por el público. A mi modo de ver, la repercusión que generó una resolución cuya respuesta era claramente correcta se explica por una concepción errónea que, como sociedad, hemos permitido que se difunda en torno a las teorías reseñadas.
Preocupados por proyectar la existencia de un valor intrínseco en permitir la circulación de cualquier afirmación, se pervirtió la libertad de expresión hasta transformarla en un bien que debe siempre imponerse a la protección del honor, al respeto de la reputación. Pero como he sostenido, el derecho a manifestarse y el derecho a la propia honra no son de distinta jerarquía, por lo que debemos encontrar sistemas que los protejan por igual, pues ambos son de raigambre constitucional. Es necesario, entonces, comenzar un lento proceso formativo mediante el cual se explique que el objetivo central del derecho a expresarse no es el mensaje en sí, sino el fortalecimiento de la arena política. Los filtros, entonces, no son en desmedro del pueblo, sino únicamente en su beneficio.
La objeción más importante que podría hacerse en este punto se relaciona con el peligro de que una autoridad central designe cuáles mensajes son verdaderos y cuáles falsos. Comparto este temor y por eso, en el sistema promovido, no debe ser el Estado el que decida qué es cierto y qué no. Los encargados de esta misión serán los particulares afectados, quienes podrán atacar las manifestaciones falsas de bajo rigor epistémico. Si esto sucede, los periodistas y las empresas de medios, preocupados por la posible falsedad de sus dichos, no necesariamente dejarían de decir las cosas que dicen, sino que tenderían a elevar sus métodos de averiguación de la verdad.
Esto es exactamente lo que sucede con el sistema penal, por citar un ejemplo. Las nulidades por vicios en el proceso no llevaron a que el sistema dicte menos sentencias. Las sanciones por vicios formales contribuyeron, en cambio, a que los funcionarios sean más cuidadosos de no cometer tantos atropellos.
El gran desafío que tenemos por delante es transmitir estos conceptos a nuestros conciudadanos que han sido atemorizados con falsas ideas de libertad. Ideas que, en última instancia, los perjudican más de lo que los protegen. El objetivo es particularmente ambicioso si se piensa, además, que se trata de poner a prueba la posición hegemónica de los últimos cincuenta años; y que, en la misión, difícilmente contaremos con el apoyo de los grandes medios de comunicación.
V
A lo largo de ese comentario bibliográfico, me propuse acercarles a los lectores una historia con elementos trágicos y vicisitudes cada vez más frecuentes: periodistas descuidados, procesos largos y costosos, particulares debiendo justificar su inocencia frente a la opinión pública y un pueblo enardecido que reclama reglas con propensión a causar más daño del que se quiere evitar. Tras describir los síntomas, ofrecí un posible diagnóstico de las causas y propuse un remedio para estos males. A modo de reflexión final, solo resta formular algunas aclaraciones.
La discusión actual acerca de la libertad de expresión se halla sesgada y obturada en favor de permitir, en muchos casos, el uso abusivo de un derecho que se presenta como superior, y en nombre del cual casi cualquier tropelía debe ser soportada. Esta, claro, no fue la concepción inicial con la que se desarrolló la teoría. En Estados Unidos, país del que heredamos esta mirada, hay un consenso sin precedentes en cuanto a que los cánones deben ser revisados. Esta posición fue adoptada por jueces conservadores 63 y liberales 64, académicos respetados 65 y, llamativamente, incluso por periodistas 66.
Ciertamente, en la ponderación tampoco debe ser adoptada la posición antagónica y no seré yo quien promueva la hipótesis opuesta. El rol de los medios de comunicación para nuestras democracias es absolutamente fundamental. La mayor parte de la información relevante con la que contamos los ciudadanos para hacer nuestras evaluaciones proviene de los grandes medios de comunicación y es preeminentemente a través de ellos que podemos juzgar el accionar de nuestros representantes. De hecho, una de las más significativas funciones de este cuarto poder es el control sobre los otros tres 67. Por esto mismo, es esencial que los periodistas critiquen, opinen, denuncien e investiguen.
En los casos en los que un particular hubiera sido investigado por el poder judicial, esto de ningún modo debería precluir el debate público o impedir que la prensa continúe sosteniendo una visión diferente de los resuelto. De hecho, es precisamente esta función de “perros guardianes” 68 la que más firmemente debe ser protegida. La crítica al poder judicial debe ciertamente estar permitida y no existe ningún problema con que se expliquen las razones por las que una decisión debió ser distinta. Esta función, parece innecesario decirlo, no se cumple en absoluto cuando la prensa oculta que existió un proceso ni se apoya en alguna prueba sustantiva idónea para superar la alta presunción de legitimidad de la que una decisión estatal debe gozar.
De lo que se trata en el ámbito de la libertad de prensa, es de promover todas las funciones de contralor que este poder tiene, pero de reducir y limitar su tendencia al entretenimiento sensacionalista a costa de la dignidad de las personas. Andrés Perfecto Ibáñez, por ejemplo, alerta con gran precisión acerca de la capacidad de esta industria para dañar indebidamente a las personas, violar la vida privada y atentar contra la presunción de inocencia en nombre del deber de informar 69. Cada vez más, las salas de audiencia de los tribunales se han transformado en escenarios televisivos que nutren a programas que subsisten a expensas del tratamiento frívolo de asuntos judiciales 70.
La doctrina de la libertad de expresión no puede ser únicamente considerada en términos deónticos o absolutos. Debemos con urgencia mirar las consecuencias que su mal ejercicio está teniendo en nuestras vidas. La regulación de los medios que hemos sostenido por los últimos años ha tenido un costo demasiado elevado: democracias dominadas por líderes que gobiernan con mentiras, medios de comunicación cuya credibilidad está en crisis, un poder judicial cada vez más más presionado, ciudadanos sometidos a ignominiosos procesos para entretener al público e industrias que operan con presunciones de culpabilidad y licencia para dañar a inocentes.
Hemos permitido que se ataque a nuestra democracia en nombre de la libertad y a nuestra libertad en nombre de la democracia. Todas las actividades peligrosas autorizadas en nuestra sociedad deben reconocer límites y ningún valor en abstracto puede autorizar el daño injustificado a terceros. Con enorme esfuerzo nuestros antepasados han luchado para construir delicados equilibrios y sistemas de control que nos permitieron vivir en paz, protegidos de los tres grandes poderes del Estado. Llegó el momento de tomarse en serio la defensa de los débiles. Llegó el momento de construir garantías jurídicas nuevas para proteger la dignidad y la reputación de las personas también frente al poder de la difusión de afirmaciones por los medios de comunicación masiva. Garantías que deberán operan solo cuando la información difundida, como sucedió en el caso Salinas, tenga capacidad destructiva para la reputación de una persona, Eguren en este supuesto, sin que en modo alguno se cuente con una verificación intersubjetivamente aceptable de lo afirmado ni, mucho menos, con una refutación, basada en pruebas, que desmienta una decisión judicial firme por la cual se había establecido, después de un proceso tramitado en legal forma, que, en el caso, los delitos atribuidos a Eguren no habían existido.
*El autor agradece la colaboración brindada para el desarrollo del texto por Martín Haissiner y Marcos Aldazabal.
Notas:
1 https://lavozatidebida.lamula.pe/2018/01/20/el-juan-barros-peruano/pedrosalinas/
2 Por mencionar sólo algunos: “este figurón de los tiempos aurorales del Sodalitium”, “el obispo se hace el cojudo”, “dice que es manso corderito a los que los lobos se lo quieren manducar porque está gordito”, “no jodas pues José Antonio Eguren, no jodas José Antonio Eguren, a mí no me vas a agarrar de idiota”, “le jode que haga referencias a investigaciones periodísticas”, “tremendo hipócrita, tremendo cínico, eso es José Antonio Eguren, eso es José Antonio Eguren, un cínico, un hipócrita”, “el obispo ultrajado nunca llegó”, “el cínico de Eguren”, “Eguren busca salvar el culo”, “A ver José Antonio, aquí entre nos, decime la verdad. ¿Qué tanto sabías de lo que pasaba al interior de las comunidades sodálites? Andá a cagar, boludo, si pensás que me voy a creer todo lo que me decís. Bueno, José Antonio, gracias por la visita. Siempre habrá un boludo que se la trague”.
3 La copia completa de la querella está disponible como primer documento del anexo del libro.
4 Se puede ver una copia completa de la sentencia como segundo documento del anexo.
5 Se puede ver una copia completa de la presentación como tercer documento del anexo. También se acompaña una copia de la contestación realizada por el Centro de Estudios Jurídicos Santo Tomás Moro.
6 El proceso de elaboración y ratificación de la Constitución de Estados Unidos de Norte América, precursora de las demás constituciones de nuestro continente, estuvo signado por una enorme tensión con relación a la ausencia de derechos fundamentales dentro del texto escrito. En efecto, tomó cuatro años formar un gobierno común a todos los Estados parte. La controversia principal se vinculaba con que los llamados Federalistas se oponían a la inclusión de una lista de derechos, pues estos eran innecesarios bajo un sistema en el que el pueblo retenía todas las prerrogativas no cedidas al gobierno central. Los Anti-Federalistas, por el contrario, temían el poder que podría acumular este nuevo gobierno central y se negaban a ratificar la constitución sin una enumeración de algunos derechos básicos. Al final, el sentimiento popular fue decisivo. Recién liberados de la monarquía inglesa, los norteamericanos exigían certezas de que su gobierno jamás intervendría en algunos ámbitos de plena la autonomía ciudadana. En este sentido, por ejemplo, Thomas Jefferson argumentaba, en una misiva enviada a James Madison, el 20 diciembre de 1787, que una carta de derechos es la garantía de libertad que el pueblo tiene frente a cualquier gobierno de la tierra, general o particular, y lo que ningún gobierno debería negar o ignorar indiferentemente. La redacción, entonces, que finalmente estuvo a cargo del Madison, debía incluir solamente aquellos contenidos mínimos que fueran absolutamente indiscutibles. El primer artículo que se incluyó en ese elenco de derechos fue el que consagraba la libertad de culto y expresión. Ambos representaban el ámbito más sagrado de reserva de los particulares y, al mismo tiempo, las condiciones mínimas para que pudiera hablarse seriamente de un autogobierno. Su lugar en esta lista no hace que la libertad de expresión sea más importante que las otras, pero sí indica cuán esencial debe ser para el funcionamiento de una democracia, al menos a los ojos de estos hombres.
7 Ver, por ejemplo, la sentencia de la Corte Suprema de Nevada en los EE. UU. en el caso Judas Priest v. Second Judicial Dist. Court, 104 Nev. 424, 760 P.2d 137 (1988).
8 Ver, por ejemplo, la sentencia de la Corte Suprema de los EE. UU. en el caso Mut. Film Corp. v. Indus. Com. of Ohio, 35 S. Ct. 387 (1915).
9 Ver, por ejemplo, la sentencia de la Corte de Apelaciones del Noveno de Circuito de los EE. UU. en el caso Winter v. G.P. Putnam’s Sons, 938 F.2d 1033 (9th Cir. 1991).
10 Ver, por ejemplo, la sentencia de la Corte Suprema de los EE. UU. en el caso Spence v. Washington, 418 U.S. 405, 94 S. Ct. 2727 (1974).
11 https://elcomercio.pe/peru/pedro-salinas-esto-condena-me-inhibir-continue-asunto-noticia-ecpm-625946-noticia/.
12 https://www.radiocutivalu.org/colegio-de-periodistas-de-piura-se-pronuncia-tras-condena-a-pedro-salinas/.
13 TEDH, caso Lingens v. Austria (No. 9815/82), del 8 de julio de 1986; CIDH, caso Kimel v. Argentina, decidido el 2 de mayo de 2008.
14 Ver, por ejemplo, la sentencia de la Corte Suprema de los EE. UU. en el caso Chaplinsky v. Nuevo Hampshire, 315 U.S. 568 (1942). Este es la decisión pionera en la materia y la que ha servido de referencia para las posiciones adoptadas en el resto del mundo.
15 “Un gobierno popular sin información popular o los medios para adquirirla es solamente el prólogo de una farsa o de una tragedia, quizás de ambas. El conocimiento gobernará por siempre a la ignorancia; y la gente que quiera ser su propio soberano debe armarse con el poder que el conocimiento otorga”. Madison, James, The Writings of James Madison, New York, G.P. Putnam’s Sons, 1910, vol. 9, p. 103.
16 Este concepto fue capturado en la noción de “Mercado de las ideas” o Marketplace of ideas, y su creación le es atribuida al juez Oliver Wendell Holmes Jr., en el caso de la CS de EE. UU. Abrams v. United States, 250 U.S. 616 (1919).
17 Sentencia de la Corte Suprema de los EE. UU. en el caso Beauharnais v. Illinois, 343 U.S. 250, 72 S. Ct. 725 (1952).
18 Sentencia de la Corte Suprema de EE. UU. en el caso N.Y. Times Co. v. Sullivan, 376 U.S. 254, 84 S. Ct. 710 (1964).
19 Se entendió que, bajo la primera enmienda, el actor debía demostrar que el defendido sabía que la declaración era falsa desde un comienzo o, al menos, que fue temerario al decidir publicar la información sin siquiera investigar si era correcta.
20 Álvarez González, José, “Colisión entre los derechos fundamentales de la libre expresión y a la intimidad y dignidad humana entre Estados Unidos y Puerto Rico”, Derecho y Humanidades, Núm. 11 (2005).
21 Sentencias de la Corte Suprema de EE. UU. en los casos Curtis Pub. Co. v. Butts, 388 U.S. 130, 87 S. Ct. 1975 (1967) y Associated Press v. Walker, 389 U.S. 28, 88 S. Ct. 106 (1967).
22 Sentencia de la Corte Suprema de EE. UU. en el caso Gertz v. Robert Welch, 418 U.S. 323, 94 S. Ct. 2997 (1974).
23 Sentencia de la Corte Suprema de EE. UU. en el caso Harte-Hanks Commc’ns v. Connaughton, 491 U.S. 657, 109 S. Ct. 2678 (1989) (Stevens, J.) (“Hoy no hay ninguna duda de los casos de difamación contra una figura pública quedan sujetos al estándar de New York Times”).
24 TEDH, caso Castells v. España (No. 11798/85), del 25 de junio de 1992. § 43 “… no debe ser olvidado el preeminente rol de la prensa en un estado de derecho. Aunque no debe sobrepasar varios límites fijados para, entre otras cosas, prevenir el desorden y proteger la reputación de otros, es sin dudas su incumbencia principal la de acercar información e ideas sobre cuestiones políticas y sobre otros temas de interés público. La libertad de prensa representa para el público una de las mejores maneras de descubrir y formar opiniones de las ideas y actitudes de sus líderes políticos. En particular, le da a los políticos la oportunidad de reflexionar y comentar sobre las preocupaciones de la opinión pública; y así le permite a todos participar en el debate político libre que se ubica en al centro del concepto de una sociedad democrática”.
25 TEDH, caso Oberschlick v. Austria No.1 (No. 11662/85), del 23 de mayo de 1991. § 59 “Los límites de lo que constituye una crítica aceptable son consecuentemente más amplios con respecto a un político actuando en ejercicio de sus funciones, que con relación a un individuo particular. Aquel se presta inevitable y conscientemente para un cercano escrutinio de cada una de sus palabras y actos, tanto por periodistas como por el público en general, y debe mostrar un grado mayor de tolerancia, especialmente cuando sea él mismo quien haga comentarios susceptibles de ser criticados. Un político tiene ciertamente derechos a la protección de su reputación, incluso cuando no se encuentre actuando como ciudadano privado, pero las condiciones para esta protección deben ser sopesados contra el valor de una discusión a abierta en materia de cuestiones políticas”.
26 TEDH, caso Tolstoy Miloslavsky v. United Kingdom (No. 18139/91) del 13 de julio de 1995.
27 Ver, por ejemplo, TEDH, caso Perna v. Italia (no. 48898/99) del 6 mayo 2003 y TEDH, caso Radio Francia y otros v. Francia (No. 53984/00) del 30 de marzo de 2004, entre otros.
28 Whitman, James Q., Enforcing Civility and Respect: Three Societies, Yale Law Journal, Vol. 109: 1279 (2000).
29 CIDH, caso Kimel v. Argentina, del 2 de mayo de 2008 y CIDH, caso Herrera Ulloa v. Costa Rica, del 2 de julio de 2004.
30 Acuerdo plenario n° 3-2006/CJ-116 del 13 de octubre de 2006.
31 Ver, en igual sentido, por ejemplo, el voto del juez peruano Diego García-Sayán en el caso Kimel: “No se trata de categorizar estos derechos ya que ello colisionaría con la Convención. El carácter unitario e interdependiente de los derechos se vería confrontado con el intento de establecer derechos de “primera” y de “segunda” categoría. De lo que se trata es de que se definan los límites de cada cual buscando armonizar ambos derechos. El ejercicio de cada derecho fundamental tiene que hacerse, así, con respeto y salvaguarda de los demás derechos fundamentales. En ese proceso de armonización, como se dice en la sentencia, le cabe un papel medular al Estado buscando establecer, a través de las vías judiciales adecuadas, las responsabilidades y sanciones que fueren necesarias para obtener tal propósito”.
32 Sentencia n° 0905-2001-AI/TC del 14 de agosto de 2002.
33 Ver, por ejemplo, las sentencias de la Corte Suprema de Justicia de la Argentina en los casos “Martínez de Sucre, Virgilio Juan c/Martínez, José Carlos s/ daños y perjuicios” (Fallos: 342:1777), del 29 de octubre de 2019 y “Recurso de hecho deducido por la demandada en la causa De Sanctis, Guillermo Horacio c/ López de Herrera, Ana María s/ daños y perjuicios” (Fallos: 342:1665), del 17 de octubre de 2019, entre muchos otros.
34 Pastor, Daniel, Juicios Paralelos y Actores Extraprocesales, ponencia presentada en el XXX Congreso de Nacional de Derecho Procesal (2019).
35 Post, Robert, Constitutional domains: Democracy, community, management, Harvard University Press (1995).
36 Meiklejohn Alexander, Free speech and its relation to self–government, Harper (1948).
37 Macedo Junior, Ronaldo Porto, Fake News and the new menace to free speech, conferencia presentada en el Seminario en Latinoamérica de Teoría Constitucional y Política (SELA) (2018). Cada vez más personas se comunican con menos usuarios. Cada individuo se transforma en fuente de información para grupos pequeños y saturan el mercado con datos en los que es cada vez más difícil confiar. Fuente: NetCraft and Internet Live Stats, 2014.
38 Kahan, Dan M., Misconceptions, Misinformation, and the Logic of Identity-Protective Cognition, Cultural Cognition Project Working Paper Series No. 164 (2017).
39 Sunstein, Cass R., Republic.com 2.0., Princeton University Press (2007).
40 https://www.technologyreview.com/2018/08/22/140661/this-is-what-filter-bubbles-actually-look-like/.
41 En efecto, tan importante fue el cambio de paradigma que entre el año 2002 y 2017, se otorgó dos veces el Premio Nobel de economía a científicos que trabajaban con psicología cognitiva y que proponían una visión del mercado más acorde con humanos no racionales.
42 Simon, Herbert A., Administrative Behavior: A Study of Decision-Making Processes in Administrative Organization, Free Press (1976); Kahneman, Daniel, “A Perspective on Judgment and Choice: Mapping Bounded Rationality”, American Psychologist 58, no. 9 (2003).
43 Levine, T. R., Truth-Default Theory (TDT): A Theory of Human Deception and Deception Detection, Journal of Language and Social Psychology, 33(4) (2014).
44 Ittelson, William H., y Kilpatrick, Franklin P., Scientific American, Vol. 185, No. 2 (1951).
45 Tversky, Amos y Kahneman, Daniel, Availability: A heuristic for judging frequency and probability, Cognitive Psychology, 5, 207–232 (1973).
46 Entrevistador: Usted afirma ahí que monseñor Eguren pertenece a la generación fundacional del Sodalicio y que “le conoce todas sus cosas” a Figari. ¿A qué se refiere? Salinas: Miembro de la generación fundacional supone que junto a Figari y otros fue colaborador principal y corresponsable del diseño de esta organización donde se instaló una cultura de abuso de poder durante 40 años. En ningún momento, y él ha forzado la cosa para llevarla por ese lado, he hablado de encubrimientos sexuales. En el contexto que yo escribo la columna, nadie sabía quién era Juan Barros ni quién era Eguren. Entrevistador: La acusación contra Barros en Chile es que encubrió casos de violencia sexual. Salinas: Había testigos en el caso chileno que señalaban a Barros como encubridor de abusos en general. Los sexuales también estaban ahí implícitos. A mí no me constaba en ese momento que Eguren había encubierto abusos sexuales, pero los otros no los podía negar. Entrevistador: Para ser claros: ¿usted no ha señalado que Eguren encubrió abusos sexuales? Salinas: En esa columna no. Esa es la interpretación de él. Una interpretación arbitraria, caprichosa y antojadiza. La entrevista completa se puede encontrar en: https://elcomercio.pe/peru/pedro-salinas-esto-condena-me-inhibir-continue-asunto-noticiaecpm-625946-noticia/?ref=ecr.
47 Ferrajoli, Luigi, Poderes Salvajes, Ed. Trotta (2011).
48 Ibáñez, Perfecto Andrés, Tercero en Discordia, Ed. Trotta (2015).
49 Ponencia oportunamente citada en la nota 34.
50 Un ejemplo notable de la falsa dicotomía entre libertad de expresión y democracia lo representa la reciente sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Constitucional Federal alemán (BVerfG), de fecha 9 de junio de 2020. En esta resolución se limitó la libertad de expresión el Ministro del Interior que publicó en la página web de ese Ministerio una entrevista en la que respondía a un contendiente político. El Tribunal entendió que este accionar limitaba el principio de neutralidad estatal e impedía la competencia leal entre agrupaciones. En abstracto, la decisión es una que limita el derecho a expresarse. Pero un análisis detenido de la cuestión permitirá ver en práctica las ideas que aquí se sugieren. Lo que el Tribunal hizo, en realidad, fue proteger a la parte débil de la relación, que frente al Estado siempre serán los particulares, y asegurarse de que el debate democrático se vea enriquecido. Para esto último, la clave fue reconocer que no siempre debe ser escuchado el que grita más fuerte (en https://www.bundesverfassungsgericht.de/SharedDocs/Pressemitteilungen/DE/2020/bvg20-045.html).
51 Ver, por ejemplo, TEDH, caso Radio Francia y otros v. Francia (No. 53984/00) del 30 de marzo de 2004, en el que el Tribunal sostuvo expresamente al considerar los deberes y responsabilidades de un periodista, no se puede perder de vista el impacto potencial del medio empleado y que, en ese sentido, los medios audiovisuales tienen cada vez un impacto más inmediato y poderoso.
52 Por esta misma razón, varios países ya han comenzado a discutir el derecho al olvido. En la Unión Europea, la Regulación General de Protección de Datos la dispone expresamente en su artículo 17. En Argentina, este derecho surgió como creación pretoriana a partir de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso Rodríguez, María Belén c/ Google Inc. y otros/ daños y perjuicios (Fallos: 337:1174) del 28 de octubre de 2014.
53 Fiss, Owen M., Liberalism Divided: Freedom of Speech and The Many Uses of State Power, Routledge (1996).
54 La profesora Lillian R. BeVier, por ejemplo, explica en su artículo The Invisible Hand of the Marketplace of Ideas publicado en el libro Eternally Vigilant del año 2001, que “la prensa es la única industria mayor en toda la economía de Estados Unidos que no es responsabilizada de forma rutinaria por los daños que los defectos en sus productos ocasionan, tanto al electorado en su conjunto como a las víctimas particulares damnificadas”.
55 Algunos jueces al tratar el delito entienden que los peligros no tolerados podrían estar igualmente justificados como parte del derecho a la libertad de expresión. Esto es claramente un error pues, la libertad que es constitucionalmente valiosa es aquella que se ejerce de forma prudente y conforme a cánones razonables de calidad y rigor.
56 Monaghan, Henry P., Of Liberty and Property, 62 Cornell L. Rev. 405 (1977).
57 Nagel, Robert F., How Useful es Judicial Review in Free Speech Cases?, 69 Cornell L. Rev. 302, 323 (1984).
58 “Colisión entre los derechos fundamentales de la libre expresión y a la intimidad y dignidad humana entre Estados Unidos y Puerto Rico”, oportunamente citado en la nota 14.
59 Tribe, Laurence H., American Constitutional Law, The Foundation Press (2ª Ed. 1988).
60 Epstein, Richard A., Was New York Times v. Sullivan Wrong?, 53 U. Chi. L. Rev. 782, 797, 804 (1986).
61 Sentencia de la Corte Suprema de EE. UU. en el caso Dun & Bradstreet v. Greenmoss Builders, 472 U.S. 749, 105 S. Ct. 2939 (1985) (White, J., en voto concurrente).
62 Algunos académicos habrían aceptado una condena incluso sin esta carta previa. Entre otros, Peter H. Schuck, profesor emérito de Yale Law School, sostiene que la falta de pruebas opera como presunción de real malicia. Ver, por ejemplo: Trump’s ‘Horrifying Lies’ About Lori Klausutis May Cross a Legal Line, publicado el 28 de mayo 2020, en el New York Times.
63 https://www.vox.com/2020/5/12/21250988/supreme-court-clarence-thomas-free-speech-first-amendmentsineneng-smith.
64 https://www.nytimes.com/2018/06/30/us/politics/first-amendment-conservatives-supreme-court.html.
65 Catharine A. MacKinnon, sostiene, por ejemplo, que “Otrora una defensa para los menos fuertes, la primera enmienda se ha transformado en un arma muy ponderosa en los últimos cien años. Legalmente, lo que fue, hacia principios del siglo 20, un escudo para radicales, activistas, socialistas y pacifistas, los excluidos y los desposeídas, se ha transformado en la espada de los autoritarios, racistas y misóginos, nazis y supremacistas blancos, pornógrafos y corporaciones que compran elecciones”. Ver MacKinnon, Catharine A., The First Amendment: An Equality Reading, en Stone, Geoffrey R. y Bollinger, Lee C., The Free Speech Century, Oxford University Press (2018). En igual sentido, el profesor Cass Sunstein, dijo recientemente que la base sobre la que se apoya la decisión alcanzada en New York Times v. Sullivan no está enteramente firme y, por eso, afirmó que es cada vez más necesario un pensamiento nuevo y creativo, diseñado para proteger a la gente de que su reputación sea destruida. Ver https://www.twincities.com/2019/02/25/cass-sunstein-clarence-thomas-has-a-point-about-free-speech-law/. Otra de las voces más reconocidas en este punto es el también profesor de Harvard, Alan Dershowitz, que ha venido advirtiendo en los últimos años acerca del uso de la primera enmienda como un arma de doble filo. Ver Dershowitz, Alan, Guilt by Accusation: The Challenge of Proving Innocence in the Age of #MeToo, Hot Books (2019).
66 https://www.cjr.org/the_media_today/trump_shooting_looting_facebook_zuckerberg.php.
67 Herman, Edward S. y Chomsky, Noam, Manufacturing consent. The Political Economy of the Mass Media, Pantheon Books, New York (1998).
68 Tercero en Discordia, oportunamente citado en la nota 48., p. 522.
69 Ibíd.
70 Ibíd. p. 528

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