Andrés López Obrador

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En el estadio Azteca, Andrés Manuel López Obrador aseguró que “está a punto de comenzar la cuarta transformación de la historia de México”. NOTIMEX/F. Estrada

LA INCÓGNITA LÓPEZ OBRADOR

Por JAVIER LAFUENTE-Diario El País.
El político más conocido de México resulta ser toda una incógnita. Después de años de exposición pública, de meses de interpretar y juzgar sus silencios y respuestas ambiguas, la sensación de la inevitabilidad de su victoria ha despertado tanto entusiasmo como incertidumbre. La creencia de que el peligro para México es seguir con los desorbitados niveles de violencia, la corrupción y la impunidad choca con las dudas que genera el posible triunfo y la forma en que gobernaría Andrés Manuel López Obrador.
López Obrador es un líder social, heredero de la vieja estirpe del priismo nacionalista revolucionario, que se presenta como un salvador. Su plan no pasa solo por lograr un cambio. Ha prometido que liderará la cuarta transformación de México, tras la Independencia, la Reforma y la Revolución. Que después de Hidalgo, Juárez y Madero, estará él. En cierta manera, quiere poner fin al ciclo que arrancó, a finales de los ochenta, Carlos Salinas de Gortari: la predominancia en el poder de una mayoría de centro derecha, una amplia tolerancia al predominio de intereses privados y la administración de la desigualdad. López Obrador ha sido el opositor por excelencia de ese modelo, que trajo consigo la exclusión de la izquierda del poder ejecutivo.
Sobre el papel, su posible triunfo cerraría ese ciclo liberal. En la práctica, existen muchas dudas. Después de perder en 2006 ante Felipe Calderón por un estrecho margen –siempre sostuvo que le robaron la elección- y de volver a ser derrotado por Peña Nieto hace seis años por un amplio margen -en ambos casos bajo el paraguas del Partido de la Revolución Democrática (PRD)-, para esta ocasión no solo creó un partido a su imagen y semejanza (Morena), sino que se ha aliado con Encuentro Social, una formación evangélica.
La sobrerrepresentación ultraconservadora en el Congreso preocupa a los defensores de derechos sociales que, en su mayoría, apoyan al líder de Morena. Además, López Obrador no ha dudado en sumar a su proyecto Juntos Haremos Historia –que completa el Partido del Trabajo, de extrema izquierda- a enemigos de antaño, cuestionados dirigentes sindicales mineros, a cambio de conseguir votos y estructura para defenderlos en todo el país. “Ganará las elecciones el candidato de los partidos que se ubican más hacia la izquierda y más hacia la derecha en el espectro político. Un candidato que, además, ha pactado con políticos de centro, centro derecha, centro izquierda y centro radical”, resume el escritor Emiliano Monge.
En el entorno más cercano de López Obrador sienten que se ha infravalorado su capacidad política y pragmática. Desde que comenzó la campaña era el objetivo a batir y de todas las batallas ha salido indemne. Despejó la supuesta injerencia rusa en su campaña a base de humor, presentándose como Andrés Manuelovich; sugirió amnistiar crímenes vinculados por el narcotráfico y, al ver que le podía costar caro, dejó de mencionarlo; aseguró que lo que México necesita es una Constitución moral, sin concretar a qué se refería; se enfrentó con el todopoderoso Carlos Slim a costa del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, que finalmente no revertirá; después de cargar contra la élite empresarial, se reunió con ellos. Este ir y venir ha sido acicate para sus críticos, que ponen en duda su moderación. Sin embargo, le ha permitido marcar la agenda sin apenas costos. Mientras todo el mundo le escrutaba a él, López Obrador hacía lo propio con México. Ningún candidato ha recorrido el país como él. Cuando se iba, quedaban los suyos. A la par que perfeccionaba su imagen, desarrollaba la de Morena. Su mayor obsesión siempre fue garantizar la defensa del voto. Este domingo, Morena tendrá representantes en más del 90% de las casillas, solo superados por el poderoso PRI.
“López Obrador se hizo a sí mismo, y casi podría decirse que a solas. Si no hay padrinos en su biografía, tampoco hay compañeros”, escribía en este diario Jesús Silva-Herzog, profesor del Tecnológico de Monterrey. Su núcleo más próximo lo integran sus hijos, su mujer, Beatriz Gutiérrez Müller y su inseparable César Yáñez, encargado de prensa y contención con todo aquello que sienta que no le conviene. A la moderación de su imagen ha contribuido su equipo de colaboradores más cercano. Todos han sabido desarrollar una campaña sin él, para él. Los más destacados son tres que, a priori, no ocuparán una cartera en el Gobierno paritario que anunció hace meses.
El empresario Alfonso Romo ha sido el encargado de convencer a sus pares de que la victoria de López Obrador no supone un peligro para México. Romo, empresario de Monterrey, al norte del país; admirador del expresidente colombiano Álvaro Uribe y otrora crítico del candidato, es decir, poco sospechoso de ser un líder de izquierda, emprendió una cruzada de meses, primero con directivos de pequeñas y medianas empresas, que concluyó con la reunión en junio de López Obrador con la élite empresarial. “El mazazo más importante”, como describía uno de los asistentes.
Otro de los factores que determinarán la elección será el más que probable crecimiento de López Obrador en el norte del país, la zona que tradicionalmente le ha dado la espalda. Si ha dejado de ser solo un candidato del sur y del centro del país ha sido, en buena medida, por el trabajo de Marcelo Ebrard. Su sucesor como jefe de Gobierno en la Ciudad de México (2006-2012) regresó al país a finales del pasado año para sumarse a la campaña, con el fin de construir una estructura sólida en el terreno más fangoso para el candidato.
Si alguien ha contribuido a suavizar la imagen de López Obrador entre el electorado ha sido Tatiana Clouthier. Hija de un excandidato presidencial del PAN, partido con el que fue diputada federal, ha sido capaz de convencerle de que debía enfrentar todos los ataques con un mensaje de paz y amor –AMLOve, lo han llamado-, así como de llegar al electorado más joven a través de una intensa campaña en redes sociales. López Obrador se vanaglorió de ello en su multitudinario cierre de campaña en el estadio Azteca: “Miren lo que son las cosas, soy el candidato de más edad, pero los jóvenes, con su rebeldía, saben que representamos lo nuevo”.
Los colaboradores de López Obrador han sabido anteponer sus intereses personales, que los tienen como todo político, al éxito de su jefe. Una gran diferencia con sus competidores. Ricardo Anaya forjó una alianza que se antojaba imposible al juntar a los partidos tradicionales de la derecha y la izquierda. Estuvo dispuesto a pagar el precio de dividir a conservadores y progresistas, pero no calculó que los intereses de los que le acompañaban eran incluso mayores que los de los que se quedaron por el camino. En el caso de José Antonio Meade, su designación como candidato del PRI abrió una batalla interna entre los afines al presidente y el núcleo más duro del tricolor, que nunca vio con buenos ojos que un simpatizante, escorado a la derecha, fuese su candidato. Heridas que, lejos de cicatrizar, siguen abiertas sin torniquete que las frene.
Por si fuera poco, la guerra descarnada durante la campaña entre Anaya y Meade y el presidente, ha facilitado el camino de López Obrador. En el entorno del líder de Morena lo comparan, con cierta ironía hiperbólica, con la batalla de Stalingrado. Entonces, los alemanes caminaban hacia Moscú con todo a su favor, hasta que Hitler decidió tomar los pozos petroleros de Crimea. En el camino, decidió arrasar con Stalingrado, en buena medida por el nombre. Aquello le costó en buena medida la guerra. La promesa de Anaya de que encarcelaría a Peña Nieto fue su Stalingrado. Mientras, López Obrador pasaba el verano en Moscú.
Hay una gran parte del país que lo detesta desde hace años; que siente que, de lograr el triunfo, López Obrador se cobrará la venganza. Él ha insistido en que garantizará el derecho a disentir, la libertad de prensa o que los empresarios podrán seguir haciendo negocios. En esa cruzada por tranquilizar, no obstante, se ha producido una suerte de excusatio non petita, accusatio manifesta. Por delante tendrá hasta el 1 de diciembre que tome posesión –una transición ridícula que se acortará en el próximo sexenio- para ir aportando certezas.
De lo que no hay dudas es de que López Obrador no quiere mirar más allá de México. Más bien, ve México allá donde va. Hasta el extremo. En un reciente viaje por el norte del país comentaba que la última vez que visitó Cantabria, la tierra donde nació su abuelo, todo le recordaba a México: “El verde y el caoba son igual que los de la selva Lacandona”. De ahí que, pese a los suspiros de tantos, no parece que vaya a erigirse en un líder regional. Comparado con Chávez hasta la saciedad, el López Obrador de 2018 solo comparte con el expresidente el culto a sí mismo y su convicción de que solo ellos pueden salvar al país. Y aunque no se debe menospreciar, son más las diferencias que los separan. La primera, López Obrador no es un militar ni parece que vaya a hacer uso de ellos para aferrarse en el poder. Además, cuesta imaginarse que un país tan diverso como México pueda sumirse en una situación como la de Venezuela, dependiente del petróleo. Con Lula comparte su tenacidad por lograr el poder, pero ni por asomo la visión global del brasileño. Además, si durante sus gobiernos -no necesariamente por él- la corrupción se expandió, el fin del líder de Morena es cercenarla.
Entre ese afán por querer verlo en todos lados y con la convicción de que se sabe todo de él, México se ha terminado por preguntar quién es y cómo podría gobernar López Obrador.

López Obrador debe convertir su triunfo en el triunfo de México

Por Enrique Krauze– www.nytimes.com
“La tercera es la vencida”, reza un famoso dicho que Andrés Manuel López Obrador repitió varias veces en la campaña que lo ha llevado a ganar la presidencia de México, según el conteo rápido del Instituto Nacional Electoral, con el 53 por ciento de los votos, el porcentaje más alto en una elección presidencial mexicana. Habiendo perdido por un margen discutido y estrechísimo en 2006, y nuevamente en 2012, perseveró en su propósito por la vía democrática. Recorrió palmo a palmo al país, estableciendo un contacto cercano, magnético, casi religioso con la gente. Ese vínculo es la raíz y razón de un triunfo que no se explica por motivos externos ni como una respuesta a la agresiva actitud del presidente Donald Trump contra México. Obedece más bien al hartazgo de los mexicanos con nuestros problemas y al modo en que AMLO, como se le conoce, ha logrado encauzarlo hacia la esperanza de decenas de millones de personas en lo que él llama “el cambio verdadero”.
El programa de López Obrador ha sido objeto de amplias críticas pero contiene un potencial que ahora tendrá la oportunidad de materializarse. No obstante, lo que reclama este gran país, y lo que el mundo espera de nosotros, es algo mucho más trascendental que el éxito de un líder de izquierda. Frente a un gobierno estadounidense que ha perdido la brújula moral, México puede volverse el emblema de un desarrollo con paz y justicia social, conquistado no por métodos autoritarios sino en el marco de un moderno Estado de derecho, respetuoso de las instituciones civiles, las leyes y las libertades.
Los problemas ancestrales de México son la pobreza y la desigualdad social. Otro problema que parece nuevo sin serlo es la corrupción, que en el pasado permanecía oculta. Ahora que hay reflectores mediáticos e institucionales que la exhiben, los mexicanos muestran cero tolerancia. La impunidad que gozan quienes han incurrido en ella es un agravio nacional.
Pero seguramente el problema que más desvela a las familias es la violencia, que el país no padecía desde hace un siglo, en los tiempos convulsos de la Revolución mexicana. Desde el comienzo de este siglo, hay más de doscientas mil víctimas de la violencia. Mucha gente considera, con razón, que el Estado es el culpable de esta situación porque ha abdicado de su responsabilidad de ofrecer seguridad al ciudadano.
En el proyecto social de AMLO destacan los programas de transferencia directa de efectivo a los adultos mayores de 65 años así como becas y cursos de capacitación para jóvenes que carecen de trabajo y estudios. Si bien estas medidas pueden alentar el clientelismo, el respetado autor mexicano Gabriel Zaid (que las propuso desde hace cuatro décadas) ha demostrado que las familias pobres son mucho más productivas en el uso de sus recursos que las grandes empresas.
Estas propuestas positivas contrastan con otras francamente regresivas, como la vinculación de AMLO con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), organización radical de maestros que, entre otras posturas, alienta la venta o herencia de plazas magisteriales y se opone a la certificación profesional de los maestros. El bajísimo sitio que ocupa México en la clasificación educativa mundial podría descender aún más.
Para revertir el atraso económico de los estados del sur, el presidente electo ha propuesto entre otras cosas modernizar el ferrocarril transoceánico, subsidiar la agricultura, construir nuevas refinerías. Críticos serios han cuestionado la conveniencia de estos proyectos, sobre todo los que apuntan a un proteccionismo que haría perder a México sus ventajas competitivas a cambio de una autosuficiencia alimentaria y energética que es un ideal anacrónico. En el mismo sentido, se escuchan señales de alarma sobre la posible reversión de la Reforma energética, que ha abierto la explotación de petróleo y gas a la inversión extranjera y podría atraer inversiones de hasta 200.000 millones de dólares. Estos temores son fundados, sobre todo ante la incertidumbre que rodea la continuidad del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En cualquier caso, la economía mexicana es mucho más dinámica, rica, diversificada y globalizada que nunca antes en nuestra historia. Y confío que AMLO, hombre de temple austero, no sobregire el gasto público ni nacionalice empresas.
“Si el presidente es honesto, ese recto proceder tendrá que ser secundado por los demás servidores públicos”, son palabras de AMLO en el Proyecto de Nación 2018, que ha desestimado el combate a la corrupción de organizaciones civiles y del propio Instituto Nacional de Transparencia. En cuanto a la violencia criminal, acertadamente ha prometido combatirla reuniendo al gabinete de seguridad cada mañana. Pero una de sus ideas más controvertidas en términos prácticos, jurídicos y éticos es ofrecer una amnistía a los líderes de los cárteles y otros criminales.
Detrás de estas ideas hay una mezcla de voluntarismo y determinismo. En una cultura política que por milenios ha reverenciado y temido al gobernante todopoderoso (tlatoani azteca, monarca español, caudillo, presidente), la restauración de esa autoridad podría tener un efecto disuasivo en los funcionarios corruptos o los grandes delincuentes. Es posible que, a corto plazo, esa disuasión ocurra, pero sería un arreglo endeble, dependiente del poder personal. Ante la proliferación de bandas criminales, la justicia penal reclama una profunda reforma institucional que no haga depender todo de un hombre, por más poderoso o carismático que sea, sino de la convergencia de todos los niveles de gobierno y órganos de procuración de justicia con una sociedad civil participativa y alerta.
He sido un crítico persistente de López Obrador. Mis preocupaciones esenciales son políticas. En una nación con apenas dos décadas de experiencia democrática, el triunfo de AMLO puede derivar en una concentración de poder sin precedentes. En la larga era del Partido Revolucionario Institucional (PRI), los presidentes no eran dueños del partido hegemónico. AMLO es el dueño del partido Morena (fundado en 2014), que quizá llegue a ser hegemónico.
En el pasado, los presidentes no eran poderosos por su carisma personal sino por el carácter institucional de la presidencia. El poder de AMLO provendrá de ambas fuentes. Muchos mexicanos lo ven como su salvador, pero la experiencia histórica demuestra que la política no es, ni puede ser, un camino de salvación sino, en el mejor de los casos, de mejora gradual. ¿Sabrá AMLO, tan propenso al insulto y la descalificación de sus críticos, tolerar límites o poner límites a su poder personal?
Hoy es día de mirar al futuro. López Obrador debe convertir su triunfo en un triunfo de MéxicoLa clave estará en abrir una etapa histórica en la que el espíritu de conciliación, la tolerancia, el respeto pleno a la libertad de expresión priven sobre la polarización, el encono y la censura. Si adopta ese espíritu y si respeta y fortalece la vida institucional, dará un ejemplo de liderazgo ético y democrático. México lo merece. El mundo lo merece. Ambos lo necesitan.
Enrique Krauze es historiador, editor de la revista Letras Libres y autor de, entre otros libros, “Redentores: Ideas y poder en América Latina” y “El pueblo soy yo”. Es también colaborador regular de The New York Times en Español.

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