Marco Arana de los sesenta

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Salomon Bolo Hidalgo

Un fantasma político

Por Luis Jochamowitz- Revista CARETAS.
No es por hablar mal de nadie, pero es inevitable reconocer que hay poco bueno que decir sobre Salomón Bolo Hidalgo, el famoso, en su tiempo, cura Bolo. Su tiempo fue excepcionalmente corto, casi se podría decir que todo lo importante en su vida le sucedió en el políticamente bisiesto año de 1962. Antes se había ordenado sacerdote dominico, fue capellán del Ejército, con grado de teniente, luego fue párroco del distrito de Mancos, provincia de Yungay, y de pronto, llega el año de 1962 y Bolo brilla como una centella en el más bien opaco firmamento nacional.
Visto al microscopio sucede que todo ocurrió en unos pocos días. La cadena de hechos comienza cuando su Obispo, Monseñor Teodosio Moreno, le comunica con voz trémula que debe dejar la parroquia, lo había protegido durante años, pero ya no podía resistir las presiones. El protegido escucha en silencio, casi con desdén, pero le debe demasiados favores al buen Teodosio y no tiene tiempo para hacer una escena. Recoge sus objetos personales de la parroquia y toma un ómnibus hacia Lima. Llega casi en las vísperas de Año Nuevo y el primero de enero de 1962, en el Cine Teatro Bolívar, se funda el FLN (Frente de Liberación Nacional), que como primera medida elige a Bolo en un triunvirato presidencial. La centella brilla como nunca y en el Cine Teatro Bolívar atrona el grito de “Hidalgo en México, Bolo en el Perú”.
Ese año será candidato a la Vicepresidencia por el FLN, con el 2% de los votos, recibirá la suspensión a divinis, viajará a la Unión Soviética donde será presentado a Nikita Kruschev, y publicará al menos dos libros. Luego, termina el año 62 y en rápido crepúsculo, la centella se apaga para siempre. Comienzan cuarenta años o más de irrelevancia, o peor aún, de monomanía política.
¿Qué sucedió? El fenómeno, por individual y pequeño que parezca, tiene misterios que este archivo no se atreve a abrir. Seguramente el reproche más extendido que siempre se le hizo fue que “le gustaba la peliculina”, como ha observado Juan Gargurevich. Era la crítica de una moral más simple y socarrona que nunca le perdonó que se convirtiera en un simple político, en cierta forma, que cambiara de profesión sin cambiar de hábitos. Siguió vistiendo la sotana mucho tiempo después de haber sido separado de la orden.
El problema, tal vez, no era su amor a la peliculina sino la falta de un contenido que proyectar. Sus libros y sus cartas lo muestran como un ser de una psicología elemental, egolátrico, como si viviera perpetuamente en un torneo de oratoria sagrada, con los términos transpuestos al lenguaje de la guerra fría. Todo aprendido en un Seminario dominico en ruinas, y leído en panfletos a mimeógrafo.
“En mis triunfos oratorios fui aclamado, en mi vida militar desterrado”. Más tarde se definió como “filósofo, historiador, maestro arbitrariamente subrogado, y político”. Podría haber agregado periodista, locutor de un programa de radio, profesor particular y de academia, redactor, corrector, compilador de publicaciones varias, y los mil pequeños oficios de un letrado en una sociedad iletrada. Loado sea por eso.
No son raros los comentarios sobre cierta antipatía casi instintiva que podía despertar. Tratándolo por escrito parece haber alcanzado el absoluto en cuanto a la falta de humor. Aunque todavía no he podido revisar las viejas colecciones de las revistas “Z” y “Gente”, donde colaboró con verdaderas sábanas tipográficas, reto al lector a que encuentre en su poligráfica obra, un chiste, una gracia, un solo instante en que cambia el ceño fruncido por una sonrisa.En los años 70, cuando su centella era un carbón completamente apagado, comentó con suficiencia: “Ahora todos los sacerdotes hablan de liberación, del nuevo hombre, hasta de revolución”. No exageraba demasiado, pero la frase retrata su jactancia que ni los años de fracaso pudieron amenguar. Además de su soledad pública, y quien sabe personal, reflejo de una carrera política que era una pura aventura personal.
Hay, siempre hay, algo que elogiar: su constancia y resistencia para soportar a sus muchos y poderosos enemigos. Bolo fue intensamente odiado por la mentalidad ultra conservadora de la época. Hoy resulta casi imposible sentir la inquietud y el peligro que despertaba su presencia en los estrados políticos, al lado de miembros calificados del Partido Comunista. Una lectora, Maritza Flores Galeatzzi, en carta contra Bolo y el unikini, terminaba así: “Dios los va a castigar algún día, estoy segura, y este pensamiento me consuela indeciblemente y me ayuda a vivir esperanzada y en salud”. En manos de Eudocio Ravines, o de los periodistas de “La Prensa”, hasta la manera de llamarlo – “el cura Bolo”, “el curita Bolo” – tenía algo de procedimiento de castración política.
Con CARETAS sostuvo una relación descrita como “cartomaniaca”. Desde 1961 en que se registra provisionalmente su primera correspondencia, escribió y mandó cartas a la redacción con una frecuencia pasmosa. A veces la relación epistolar se agriaba, Bolo acusaba a la revista de las peores maldades. Las cartas desaparecían durante algunos meses, pero Bolo, o mejor dicho sus cartas, siempre reaparecían y la revista volvía a publicar sus “Bolo a la carta”, casi tan infaltables como la calata de la última página.
Por eso, no deja de ser lamentable que este archivo se abra cuando Bolo ya no está en el mundo para responder. No cuesta nada imaginarlo escribiendo una larga y furiosa réplica. Es una lástima, pero sea donde se encuentre actualmente, Salomón Bolo Hidalgo siempre tendrá la seguridad de que si esa carta llegara, sería publicada.
Fuente: CARETAS ilustración peruana, edición 297 septiembre de 1964.

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