LAS RAÍCES DE LA VIOLENCIA

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Faltan pocos días para celebrar el Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer. Pero ¿se puede explicar la violencia contra la mujer sólo como un problema de poder entre géneros o también a partir de la naturaleza humana? ¿Es la violencia un fenómeno superable o mitigable desde la condición humana?

La agresividad parece inherente a las especies animales, sea por la urgencia de lograr alimento, para obtener las hembras que aseguren la continuidad del linaje genético, o por la conquista o defensa del territorio que aseguren los dos primeros.

¿Cómo se explica entonces la violencia en los seres humanos que, se entiende, han superado esa situación primaria de lucha por la supervivencia tanto como individuos y como especie? Bueno, no tanto. En un estudio con niños de clase media normal en Oklahoma en 1954, Muzafer Serif encontró que la competencia por los mismos recursos limitados, puede hacer escalar el conflicto. Básicamente consiste en que si la victoria de uno significa ineludiblemente la derrota del otro, el conflicto es casi inminente.

¿Y qué pasa en el plano individual?

De manera sucinta, se puede decir que el comportamiento violento no es unicausal: no es una propensión genética, o un hogar violento, o alguna experiencia negativa en la infancia. La violencia procede de la acumulación de diversos factores de riesgo que se refuerzan entre sí.

En un estudio en Nueva Zelanda desde 1972, que abarcó 33 años, y se estudiaron unas mil personas, se encontró que el comportamiento antisocial se concentra entre los varones de 13 a 15 años. Las adolescentes se decantan por la agresión solapada e indirecta (las intrigas y la guerra psicológica) con mayor concentración entre los 14 y 15 años.

La diferencia puede explicarse por los roles sexuales que la sociedad inculca (“las niñas no  agreden” o “los niños se defienden”) y porque las agresiones indirectas requieren una mayor “inteligencia social” que las chicas desarrollan más rápido que los jóvenes.

Un grupo muy pequeño -compuesto por varones- mostraba desde la niñez esos rasgos. En este grupo había comportamiento muy impulsivo, baja tolerancia a la frustración, escaso aprendizaje de reglas sociales, poca empatía e inteligencia, y problemas de atención.

Estas personas reaccionaban con ira a la menor provocación, hay una alta sensación de amenaza y de actuar a la defensiva. En general, se percibía baja capacidad para controlar sus impulsos.

Otros estudios han permitido ubicar la zona del cerebro de donde parten los impulsos agresivos: del hipotálamo y la amígdala, que conforman el sistema límbico. Asimismo, se atribuyen a ciertas áreas de la corteza prefrontal la acción inhibidora de esos impulsos, por lo que la hipótesis principal que explicaría el comportamiento violento es el defecto de la corteza prefrontal para regular los circuitos del sistema límbico.

Una investigación de Adrian Raine a agresores confesos, los dividió en dos grupos: los que estaban convictos y los que no habían sido sancionados por el sistema judicial. Encontró que el primer grupo presentaba un fuerte reducción de la sustancia gris del lóbulo prefrontal, mientras que en el otro grupo la sustancia gris prefrontal estaba en rangos normales.

Esto le llevó a determinar que la violencia crónica no está unida a un defecto en la corteza prefrontal, cuya función es inhibir los impulsos violentos. Es decir, hay “violentos reactivos” y hay “violentos planificadores”.

Por otro lado, se ha comprobado el papel de la serotonina en la conducta impulsiva y violenta. Es una hormona que tiene efectos tranquilizantes y mitiga la angustia. Se ha encontrado en los violentos crónicos un rango inferior de su nivel de serotonina.

El impacto de la testosterona también ha sido motivo de investigación. James Dabbs en la Universidad de Georgia, demostraba que los delincuentes violentos exhibían niveles de testosterona más elevados que delincuentes no violentos.

Sin embargo, es importante considerar que las conductas violentas exhiben combinaciones de los factores biológicos con los factores de riesgo psicosociales. No sería solo la disposición genética o las deficiencias neuroquímicas las que explicarían la violencia. También importa ver los trastornos vividos en la relación madre-hijo, los maltratos y abusos crónicos, el abandono, agresión o conflicto en el seno familiar, y las condiciones de vida que afecten la regulación emocional o la capacidad de empatía.

¿Es posible superar la violencia?

El mismo Serif, en el estudio que comentamos al inicio, demostró que cuando hay metas comunes entre grupos rivales, el conflicto puede aplacarse, en razón a que necesitan cooperar. Eso también aplica para individuos.

En otro trabajo, Saxe y Bruneau en el 2012 (Universidad de Pensilvania), demostraron que si hay condiciones entre grupos rivales para un acercamiento, contacto e intercambio de información, el juicio severo mutuo se distiende.

Finalmente, Steven Pinker, psicólogo experimental de la Universidad McGill de Canadá, plantea que “la mente humana está formada por muchos sistemas neuronales enfrentados los unos a los otros, sistemas antagonistas que introducen un grado de libertad en la capacidad de resistir la propensión a la agresión”. En resumen, que es posible mitigar la violencia.

Ciertamente, que el camino hacia el respeto mutuo y la disminución de la violencia entre seres humanos, tiene aún un largo recorrido. Pero el esfuerzo para recorrerlo es individual y colectivo.

REFERENCIAS

Struber, D., Luck, M. y Roth, G. “El cerebro agresivo”. Revista Mente y Cerebro N° 22, 2007. Págs. 60-66.

Schaarschmidt, T. “El largo camino hacia la paz”. Revista Mente y Cerebro N° 94, 2019. Págs. 40-45.

Pinker, S. “Vivimos en un mundo cada vez menos violento”. Revista Mente y Cerebro N° 94, 2019. Págs. 46-53.

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Vicente Sánchez Vásquez

Presidente del Instituto de Neurociencias para el Liderazgo. Abogado y Magister en Gerencia Pública.

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