23/09/11: CRISTINA FERNANDEZ DE KIRCHNER: MAS DE 30 AÑOS DE CARRERA POLITICA

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CRISTINA FERNANDEZ DE KIRCHNER: MAS DE 30 AÑOS DE CARRERA POLITICA

Hija de Don Eduardo Fernández y Ofelia Giselle Wilhelm, él un pequeño empresario del transporte votante de la Unión Cívica Radical (UCR) y ella una funcionaria del Ministerio de Economía provincial de Buenos Aires y delegada sindical peronista, cursó la enseñanza secundaria en La Plata, en la Escuela Nacional Superior de Comercio Libertador General San Martín (actual Escuela de Educación Media Nº 31) y en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia, un centro privado regido por monjas de la congregación homónima. El poco contacto con el padre, que pasaba largas temporadas fuera de casa, y la influencia de la madre, una mujer de carácter dominante y bregada en las luchas gremiales, moldearon las primeras simpatías justicialistas de la joven.

Esta orientación política con acentos progresistas se intensificó tras ingresar en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) luego de cursar el primer año de la carrera de Psicología, pronto desechada en favor de la abogacía. Transcurría 1974, un año crucial en la historia contemporánea de Argentina, que conoció la muerte de Juan Domingo Perón, meses después de iniciar su segunda presidencia, y su sucesión por su esposa y hasta entonces vicepresidenta, María Estela Martínez de Perón.

En la UNLP Fernández se emparejó con un compañero de estudios tres años mayor, Néstor Carlos Kirchner Ostoic, un santacruceño adscrito a la izquierda peronista no extremista que, como ella, era crítico con los Montoneros y las Fuerzas Armadas Revolucionarias, grupos de matriz peronista partidarios de la lucha armada y la guerrilla urbana en los convulsos años que precedieron al colapso de la frágil democracia argentina. Según las semblanzas publicadas por la prensa, él tenía asumido un compromiso político algo mayor y no era tan constante en las aulas como ella, quien al parecer nunca fue una militante de primera línea en la Juventud Universitaria Peronista (JUP), organización estudiantil adscrita al Partido Justicialista (PJ) fundado por Perón.

La pareja contrajo matrimonio civil en La Plata el 9 de marzo de 1975, sólo medio año después de haberse conocido, y tuvo su primer hijo, Máximo, en 1977. El alumbramiento se produjo después de obtener Kirchner el título de abogado y en unos momentos difíciles, con el país sometido a una brutal dictadura militar que descargó toda su maquinaria represiva contra las filas peronistas, en especial las de tendencias progresistas. El matrimonio se encontraba entonces viviendo en Río Gallegos, capital de Santa Cruz y patria chica de él, donde montó un estudio jurídico para ganarse la vida y de paso despolitizar sus actividades, lo que no ahorró a ambos ser detenidos y encarcelados durante unos pocos días por el mero hecho de haber estado activos en la JUP.

Su maternidad y su residencia en la lejana ciudad sureña, oficialmente, no impidieron a Fernández finalizar sus estudios de Derecho: en diciembre de 1979, una vez superados los últimos exámenes, recibió el título de abogada, pudiendo a partir de ahora ejercer la profesión jurídica junto con su esposo

Los Kirchner prosperaron en su actividad privada como abogados de provincias e inversores en algunos lucrativos negocios inmobiliarios, y durante unos años, mientras arreciaba la represión de la dictadura, mantuvieron en suspenso sus actividades políticas. Tampoco hay constancia de que defendieran casos relacionados con la conculcación de los Derechos Humanos. Fue él el primero en retomar el compromiso partidario a la luz pública, coincidiendo con su entrada en la administración provincial de Santa Cruz, en 1982, a la caída de la tercera junta militar a rebufo del desastre bélico en las Malvinas y con el arranque de la transición a la restauración democrática que iba a culminar al año siguiente con la victoria del radical Raúl Alfonsín frente al peronista Italo Lúder en las elecciones presidenciales. En 1987, luego de ganar un estatus de influencia y popularidad en Río Gallegos, y de asegurarse el control de la sección local del PJ, Kirchner ganó en las urnas el mandato de intendente o alcalde de la ciudad austral.

Fernández siguió los pasos de su marido con unos años de retraso. En 1985 el PJ le otorgó el cargo partidario de congresal provincial y posteriormente obtuvo una plaza en la función pública santacruceña a instancias del Gobierno provincial, controlado por su partido. Dos plataformas en las que se apoyó para candidatear y ganar un escaño en la Cámara de Diputados de la provincia en las elecciones del 14 de mayo de 1989, que en el ámbito estatal sonrieron también al PJ con las victorias del ex gobernador de La Rioja Carlos Saúl Menem en las presidenciales y de la coalición Frente Justicialista Popular (Frejupo) en las legislativas. Meses después, ya en 1990, iba a ser madre de su segundo retoño, una niña, Florencia.

Para ella fue el comienzo de una notable carrera en la política legislativa que discurrió en paralelo a la carrera en la política ejecutiva desarrollada por su esposo, quien saltó a la Gobernación de Santa Cruz en 1991. En su primera legislatura provincial, la señora de Kirchner presidió la Comisión de Asuntos Constitucionales, Poderes y Reglamentos, y ya entonces se distinguió como una representante peronista crítica con algunos aspectos de las políticas neoliberales –tan alejadas del sentido social del justicialismo prístino- adoptadas por el Gobierno de Menem, aunque respaldó otros, como la privatización de la compañía petrolera YPF. En añadidura, por breve tiempo, en 1990, fungió de vicepresidenta primera de la Cámara.

Ratificada por primera vez en su diputación provincial en los comicios del 3 de octubre de 1993, el 10 de abril de 1994, a la par que Kirchner, Fernández salió elegida convencional por Santa Cruz de la Asamblea Constituyente que, merced al denominado Pacto de Olivos alcanzado por Menem y Alfonsín el año anterior, iba a sacar adelante una importante reforma de la Carta Magna para, entre otras novedades, permitir la reelección presidencial por un segundo período consecutivo de cuatro años en lugar del mandato sexenal no prorrogable.

Tras este primer mandato popular en una institución nacional, Fernández fue reelegida por segunda vez en la Cámara santacruceña en las votaciones del 14 de mayo de 1995, pero meses después renunció a este mandato al ganar otro, para ella más enjundioso, el de senadora, en las elecciones a la Cámara alta del Congreso de la Nación que fueron celebradas el 10 de diciembre. En los dos años siguientes, la flamante senadora adquirió cierto renombre nacional, haciéndose más conocida que su esposo, gobernador de una provincia apartada, muy poco poblada y con escaso peso económico, como vocera en la Cámara alta de un sector peronista decididamente crítico con el oficialismo menemista.

A 1995 se remonta también su asiento en el Congreso Nacional del PJ, que entró en una etapa de crudas divergencias internas y de agudización de las peleas de banderías con el estímulo del proyecto de Menem, haciendo malabarismos constitucionales, de optar a la segunda reelección presidencial en 1999, la llamada “re-reelección”, la cual fue finalmente torpedeada en 1998 por una alianza de intereses formada por Kirchner, el gobernador de la provincia de Buenos Aires y ex vicepresidente de la República Eduardo Alberto Duhalde, y otros capitostes territoriales. La hostilidad de Fernández a los planes continuistas de Menem se manifestó sin ambages antes, ya con motivo de la primera reelección en 1995.

En las legislativas parciales del 26 de octubre y 10 de diciembre de 1997, perdidas por el PJ ante la Alianza opositora formada por la UCR y el Frente País Solidario (Frepaso), Fernández estrenó el mandato de diputada nacional por Santa Cruz. En esta legislatura la abogada ostentó la vicepresidencia de la Comisión de Educación de la Cámara baja y estuvo involucrada en la elaboración de numerosos proyectos de ley. A partir del 10 de diciembre de 1999 desarrolló su labor legislativa en la oposición al Ejecutivo nacional, ya que el sucesor de Menem fue el radical y aliancista Fernando de la Rúa, vencedor en las elecciones generales del 24 de octubre anterior frente a Duhalde. Antes, en mayo, Kirchner había sacado adelante su tercer mandato como gobernador de Santa Cruz contra el desafío electoral de una insólita coalición forjada por la Alianza y un sublema peronista leal a Menem. La segunda reelección de Kirchner fue posible tras introducir la provincia su propia reforma constitucional, que fue elaborada por una Convención Constituyente de la que Fernández fue elegida miembro en 1998.

2. Regreso al Senado y primera dama de Argentina
Fernández completó los cuatro años de mandato como diputada nacional y a su término optó por seguir legislando en representación de Santa Cruz, pero esta vez, de nuevo, desde el Senado, donde recobró el escaño en las elecciones del 14 de octubre de 2001, las cuales otorgaron la mayoría en ambas cámaras del Congreso a un PJ beneficiado por la incapacidad del Gobierno aliancista para atajar el desbarajuste financiero y la recesión económica que tenían sus raíces en la peligrosa inconsistencia del boom liberal de la década menemista.

Presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales de la Cámara alta, la senadora Fernández de Kirchner desempeñó el primer tramo de su mandato mientras Argentina se hundía en la peor crisis económica y social, y por extensión, política, de la democracia, y aún de su historia. Así, entre diciembre de 2001 y julio de 2002, hasta que el desastre tocó fondo y las aguas, lentamente, comenzaron a encauzarse, el país fue sacudido por una cadena de sucesos: el decreto por el Gobierno aliancista del corralito financiero (esto es, la inmovilización parcial y temporal de todos los saldos bancarios, como medida desesperada para evitar la fuga masiva de depósitos, que estaba poniendo al sistema financiero al borde del colapso); un dramático estallido social en Buenos Aires y otras ciudades; la caída de de la Rúa; la dimisión a su vez de su efímero sucesor, el peronista sanluiseño Adolfo Rodríguez Saá; la investidura por el Congreso de Duhalde, entonces senador, con un programa de emergencia y de última oportunidad; la inconvertibilidad y devaluación del peso; la pesificación del corralito, medida que estragó aún más el poder adquisitivo de la población, y, por último, la suspensión de la actividad bancaria y el mercado cambiario.

Mientras el traumatizado país dejaba atrás la fase más angustiosa de una crisis con un balance de millones de damnificados entre trabajadores despedidos, ahorradores arruinados y ciudadanos de clase media arrojados a la pobreza, y afloraban noticias terribles sobre la muerte de niños pequeños en Tucumán por hambre y desnutrición, Kirchner fue formalizando su ambición de presentarse a la Presidencia de la República en las elecciones generales de abril de 2003. Dos fueron los sostenes personales de Kirchner en este envite, en el que partía con franca desventaja debido a lo poco conocido que era a nivel nacional y al peso marginal de Santa Cruz en las estructuras del PJ. En primer lugar y de manera decisiva, Duhalde, que se decantó por él, ofreciéndole el apoyo de la poderosa sección bonaerense del partido, frente a un postulante de la talla de José Manuel de la Sota, gobernador de Córdoba.

Y en segundo lugar, su propia esposa Cristina, que, a la luz de su labor como congresista, le aventajaba en algunas dotes políticas –por ejemplo, era mejor oradora que él, amén de desenvolverse mejor en la esfera mediática, pese a rehuir el contacto directo con la prensa-, y que sin duda encontraba muy atractiva la perspectiva de verse convertida en primera dama de la nación, aunque luego ella iba a pedir que se la llamara “primera ciudadana” o simplemente “senadora”, fórmulas de tratamiento con las que pretendía subrayar su condición política diferenciada, no dependiente, aunque tampoco disociada, de las fortunas política de su esposo. En apariencia, el matrimonio Fernández-Kirchner era una sociedad que funcionaba en lo conyugal y también en lo político, terreno abonado para una relación sinérgica que estimulaba las carreras respectivas.

Ella no se separó de él en todo el tiempo que duró la campaña de las elecciones presidenciales del 27 de abril de 2003, aportando telegenia y empuje a una candidatura personal mermada del carisma y la desenvoltura mediática que derrochaban sus rivales internos del peronismo, los ex presidentes Menem y Rodríguez Saá, quienes concurrían acogidos al nuevo régimen llamado de neolemas. La lista presidencial de Kirchner, el Frente Para la Victoria (FPV), ofertó un programa que incidía en la continuidad del plan de recuperación económica puesto en marcha por Duhalde y en un enfoque “neokeynesiano”, a caballo entre la socialdemocracia y el social liberalismo, que conjugaba el gasto público para reconstruir las demolidas prestaciones sociales y generar empleo, con la vigilancia del equilibrio fiscal y el manejo responsable de las obligaciones deudoras. En suma, el FPV se proponía enterrar el modelo económico menemista, cuyo legado de demolición del Estado, descomposición del tejido social y corrupción galopante consideraba funesto.

El día de las votaciones Menem, no obstante, se puso en cabeza seguido de cerca por Kirchner con el 22% de los votos, pero la segunda vuelta no llegó a disputarse porque el ex presidente, consciente de que no tenía ninguna posibilidad luego de recibir su adversario la adhesión generalizada de quienes no querían verle a él de vuelta en la Casa Rosada, se retiró del proceso, convirtiendo automáticamente a Kirchner, irritado por este insólito escamoteo de una contundente victoria en las urnas, en presidente electo de la República.

Con la toma de posesión de su marido con un mandato de cuatro años, el 25 de mayo de 2003, Fernández se convirtió en primera dama de una Argentina desmoralizada y en bancarrota, con los roles potenciados: a los tradicionales atributos de esta posición, de índole protocolaria y que facilitaban una mayor o menor presencia –dependiendo de la personalidad de la esposa de turno- en actividades sociales y caritativas, ella sumaba un considerable caché como profesional en ejercicio de la política representativa.

Ahora bien, Argentina, precisamente este país, no desconocía lo que era tener una primera dama politizada, incluso tan politizada como el compañero presidente. Estaban los precedentes, universalmente conocidos, de las esposas de Perón, la mítica Eva Duarte, fallecida en 1952, por la que Fernández sentía una viva admiración, y María Estela, que en 1973 fue elegida vicepresidenta de la República en la boleta de su marido y que al año siguiente se convirtió en la primera presidenta republicana de América y del mundo. Coetáneo era el caso de la mujer de Eduardo Duhalde, Hilda Beatriz González, popularmente llamada Chiche, diputada peronista por Buenos Aires entre 1997 y 2001 y de nuevo desde 2003; cuando en 2002 el antiguo gobernador bonaerense asumió la Presidencia de la República, González recibió responsabilidades de gobierno como ministra interina de Desarrollo Social y Medio Ambiente. Muy pronto ella y Fernández iban a sostener un duelo particular en el Senado.

Por de pronto, la señora de Kirchner no descuidó la ola de popularidad que el presidente levantó con sus primeras actuaciones –reorganización a fondo de las cúpulas militar y policial, gangrenadas por la corrupción; remodelación también de la Corte Suprema, desprestigiada por su tendenciosidad; inauguración de una nueva política favorable al final de la impunidad de las violaciones de los Derechos Humanos cometidas durante la dictadura; diálogo con organizaciones sociales hasta ahora ignoradas-, una batería de enérgicas medidas y un cambio de orientaciones que perseguían construir una base de poder político propio tras el escaso volumen de votos obtenidos en las urnas y el intento de Menem de deslegitimar su mandato antes de iniciarse.

La senadora buscó la participación en numerosas palestras internacionales y el contacto con estadistas y otras personalidades de la política mundial, llevando bajo el brazo en ocasiones el prontuario con gestiones políticas en nombre del Ejecutivo, como una verdadera embajadora itinerante, y en otras el portafolio de conferenciante y panelista. Al margen de las relaciones establecidas a partir del marco de la actividad internacional generada por Kirchner con presidentes sudamericanos amigos, todos de tendencia izquierdista o centroizquierdista, como el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el venezolano Hugo Chávez y el chileno Ricardo Lagos, su primera experiencia de relieve en este terreno fue su ponencia en la llamada Cumbre de Gobiernos Progresistas, en Londres en julio de 2003, donde expuso la visión latinoamericana del problema de la pobreza y pudo departir con el primer ministro británico Tony Blair y el canciller alemán Gerhard Schröder.

Los eventos desligados de la agenda presidencial se multiplicaron a partir de 2004. Ese año, Fernández viajó varias veces a Estados Unidos, donde impartió conferencias en universidades y foros, y participó, en julio en Boston, en un almuerzo de dirigentes políticas y empresarias internacionales organizado por el National Democratic Institute for International Affairs (NDI), una entidad presidida por la ex secretaria de Estado Madeleine Albright; allí, inauguró relación y se entendió muy bien con otra senadora famosa por sus capacidades políticas y su vínculo conyugal presidencial, la demócrata Hillary Clinton, convertida a partir de ahora en un admirativo ejemplo de emulación. También, en diciembre, realizó una gira por España, donde participó en un seminario organizado por la Casa de América en Madrid y sostuvo encuentros con el rey Juan Carlos I y el presidente del Gobierno socialista, José Luiz Rodríguez Zapatero, al que transmitió el deseo del Gobierno de su país de establecer una agenda conjunta hispano-argentina en materia de reestructuración de la deuda pública.

En 2005, entre otros desplazamientos, tomó parte en Montevideo en un encuentro de partidos progresistas gobernantes en el Cono Sur, donde hizo buenas migas con la socialista chilena Michelle Bachelet, entonces precandidata presidencial y que en 2006, siendo ya presidenta de Chile y en el curso de una visita de Estado a Buenos Aires, iba a condecorar a la argentina con la Gran Cruz. Fue recibida en el Elíseo por el presidente francés Jacques Chirac, flanqueando a su marido en visita oficial. Y visitó Israel y la Autoridad Palestina, donde se reunió con los respectivos primeros ministros, Ariel Sharon y Ahmed Qureia, y recibió de la Universidad Hebrea de Jerusalén el título de miembro honorario.

Esta última distinción fue por sus contribuciones como legisladora a la investigación judicial de los atentados terroristas cometidos en 1992 y 1994 contra la Embajada israelí y la sede de la Asociación Mutua Israelita Argentina (AMIA) en Buenos Aires, que hasta 2006 no logró reunir las pruebas necesarias para formular una acusación formal contra el Gobierno de Irán como instigador de la segunda masacre -85 muertos-, atribuida en su autoría material, como la primera, al grupo shií libanés Hezbollah. En casa, Fernández fue elegida presidenta honoraria del III Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Rosario en noviembre de 2004, y estuvo entre los promotores del Museo de la Memoria, que fijó su sede, con todo el simbolismo que ello encerraba, en dependencias de la antigua Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), predio de siniestra celebridad por haber funcionado en los años de la dictadura militar como principal centro de detención y tortura de los perseguidos políticos.

En 2005 Fernández fortaleció su caché político con su reelección como senadora, y probablemente fue entonces cuando maduró su idea de candidatear a la Presidencia de la República en 2007, esbozando un futurible insólito incluso para un país habituado a la presencia de mujeres prominentes en la política nacional: que una primera dama tomara el testigo presidencial a su marido por decisión democrática de las urnas. La hipótesis se antojaba factible al gozar Kirchner de unas altas cotas de popularidad que reconocían sus logros en el canje y cancelación masivos de deuda externa tras 37 meses de default, la recuperación del crecimiento económico con tasas muy fuertes y la lucha contra el paro y la pobreza, y al no inquietar al oficialismo una oposición no peronista dispersa y carente de líderes fuertes.

De realizar tal mudanza, por el momento sólo supuesta, Fernández sentaría un precedente en la historia de las repúblicas de todo el mundo, ya que, hasta ahora, todas las mujeres presidentas que habían llegado al cargo con o sin mandato popular, o no tenían precursores familiares, o, si los tenían, eran viudas o huérfanas de anteriores titulares. Por supuesto, acudía a la mente de todos el caso de Isabel Perón, pero éste resultaba menos chocante debido al mecanismo constitucional que lo posibilitó. El proyecto requería que Kirchner renunciara voluntariamente a la reelección y pusiera todo de sí para la coronación de la Reina Cristina, como iba a empezar a llamársela, lo que suscitaba dudas sobre los aspectos éticos, que no legales, de un movimiento que podría interpretarse como la instauración de una bipresidencia conyugal.

Por de pronto, Fernández salió reforzada de las luchas de poder que desgarraron el PJ, con Kirchner intentando arrebatarle a Duhalde el control del aparato partidario en el conurbano bonaerense. El duelo público entre los dos jefes peronistas fue en buena parte librado, no directamente por ellos, sino por sus respectivas esposas. Así, Fernández y González representaron a sus maridos ausentes e intercambiaron pullas en el Congreso Nacional del partido celebrado el 26 de marzo de 2004, el cual se cerró en falso con la elección como presidente partidario de Eduardo Alfredo Fellner, gobernador de Jujuy y aliado de Kirchner, ya que éste dimitió a los pocos días al constatar su incapacidad para establecer el orden.

El movimiento-proyecto político específico del presidente y su esposa, el llamado kirchnerismo, que sopesaría seriamente la postulación de ella en 2007 a la jefatura del Estado, obtuvo una victoria decisiva en las elecciones legislativas parciales del 23 de octubre de 2005, a las que el PJ llegó intervenido judicialmente debido a su situación de acefalia. En las senatoriales, al cabo de una campaña llena de acusaciones y zancadillas, Fernández, como cabeza de lista del FPV, fue triunfalmente reelegida con el 46% de los votos y con 26 puntos de diferencia batió a Chiche Duhalde, que concurría bajo la sigla justicialista tradicional, en su duelo particular en la provincia de Buenos Aires. El duhaldismo fue contundentemente derrotado en su propio feudo y para Fernández, vencer en una provincia que representaba el 37% del padrón argentino representaba colocarse en el mejor trampolín para la Presidencia. En total, el FPV se hizo con 50 de los 127 escaños de diputado y con 14 de los 24 escaños de senador renovados en esta ocasión. El 10 de diciembre de 2005 Fernández inauguró su primer mandato como senadora por Buenos Aires, seguramente la más poderosa, por influyente, miembro de la Cámara alta.

2006 fue un año de rumores sin confirmar y de nuevos movimientos insinuantes. La senadora CK, como también era llamada por los medios de comunicación, fue considerada “cuadro político presidenciable” por varios miembros del Gobierno y la bancada del FPV, mientras que el oficialismo fue devaluando la posibilidad de una candidatura reeleccionista de su esposo. Otros creían que Kirchner se presentaría de nuevo, pero con ella secundándole para la Vicepresidencia, lo que reproduciría el caso de Perón e Isabelita en 1973. Sin embargo, era el propio Kirchner el que parecía más interesado en el primer escenario, a tenor de cómo cedía a su consorte protagonismo y hasta la palabra en cuestiones de política interior e internacional sobre las que en principio habría tenido que pronunciarse él.

La pareja se mostraba muy compenetrada, en la acción y en el pensamiento, una aparente armonía que sin embargo no desconocía los encontronazos verbales, cómo pudo comprobarse alguna vez en público, que serían consecuencia del temperamento fuerte y desconfiado de ambos: él, acostumbrado a mandar a sus subalternos con un estilo bronco, carente del menor tacto, y muy poco comunicativo con los demás dirigentes políticos, incluso los de su propia agrupación; ella, dura, ambiciosa y tenaz, tras su envoltura de coquetería femenina y acentuado esteticismo, que para sus detractores reflejaba frivolidad, soberbia y limitaciones intelectuales.

Habitualmente, Fernández se dirigía a su marido como “presidente” o “Kirchner”, y no le tuteaba. Con mayor razón, no había manifestaciones de cariño en público, que a ella le parecerían perjudiciales para su imagen política independiente. De todas maneras, Fernández aunaba la triple condición de senadora, primera dama y principal asesora y confidente del presidente, tenía su propio despacho en la Casa Rosada, en frente del de su marido, y se hacía notar en casi todas las reuniones del Gobierno. El dúo marchaba muy bien y ella, en una de sus raras entrevistas, iba a afirmar: “Hemos funcionado simbióticamente desde siempre. Cada uno ejerce su función”.

Triunfal elección presidencial en 2007
Dos años de intensas especulaciones, galvanizadas por unas encuestas de opinión que concedían a la primera dama amplias posibilidades de ganar las presidenciales, siendo únicamente superada por su propio marido en la intención de voto, y de disciplinado silencio de la interesada, llegaron a su fin en julio de 2007, cuando faltaban menos de cuatro meses para las elecciones y la senadora multiplicaba sus idas y venidas internacionales; así, desde febrero estuvo en París, Quito, México DF, Caracas y Madrid, donde sostuvo reuniones con Dominique de Villepin, Ségolène Royal, Nicolas Sarkozy, Rafael Correa, Felipe Calderón, Chávez, Zapatero y los reyes de España. Más tarde, en septiembre, iba a visitar en Berlín a la canciller alemana Angela Merkel.

El primero de julio, tras semanas de casi explícitos comentarios de Kirchner sobre las posibilidades de elegir en las urnas entre “pingüino y pingüina” y de verse convertido él en el “primer caballero” de la nación, el jefe del Gabinete, Alberto Fernández, confirmó que el mandatario descartaba la reelección y que en su lugar se presentaría su esposa. Al día siguiente, Kirchner en persona oficializó la candidatura de su mujer, a la que elogió por su “capacidad transformadora y superadora” y señaló como la persona que iba a “profundizar el cambio para que Argentina se consolide”.

Fernández, con 54 años, lanzó formalmente su aspiración el 19 de julio, en un triunfal acto de aclamación que tuvo lugar en el Teatro Argentino de su ciudad natal y que contó con las presencias de Kirchner, el Gabinete al completo, líderes sindicales, artistas, abuelas y madres de Plaza de Mayo, y cientos de políticos de todo el país. Se postulaba por el FPV, que como alianza electoral integraba a fuerzas políticas y dirigentes de un amplio espectro, en su mayoría, ciertamente, del peronismo, pero sin escasear los políticos venidos de la UCR, en especial un importante sector conocido como Radicales K, entre los que se encontraban cinco gobernadores provinciales. Uno de ellos, Julio César Cleto Cobos, gobernador de Mendoza, fue presentado el 28 de julio como el candidato a la Vicepresidencia en la fórmula oficialista. El FPV, además, contaba con las adhesiones de una pléyade de pequeñas formaciones de centro, centroizquierda e izquierda, algunas sólo de dimensión regional, entre ellas el Partido de la Victoria, Nueva Dirigencia, el Frente Grande, el Partido Intransigente, el Movimiento Barrios de Pie, Convergencia de Izquierda y Convergencia K.

En su emocional discurso de lanzamiento, entre vítores de la audiencia pero sin el menor rastro de la vieja estética peronista, Fernández incidió en las “tres construcciones” sobre las que se había basado el Gobierno de Kirchner y que habrían de ser también las bases del suyo, a saber: la “reconstrucción del Estado constitucional democrático”, lo que había supuesto dejar atrás el sometimiento del Legislativo a la “presión” del FMI, el poder empresarial corrupto y los militares; la del “modelo de acumulación e inclusión social”, que era la “contracara de la economía de transferencia de recursos y riquezas que operó durante el modelo neoliberal de los años noventa”; y la “construcción cultural”, para recuperar la “autoestima” perdida, lo que exigiría fuertes inversiones públicas en educación e innovación tecnológica. La candidata cerró su alocución con mensajes de agradecimiento al presidente: “Permítame decirle que a esa autoestima que usted les devolvió a los argentinos también acaba de darle un gesto personal político sin precedentes. No es común en los tiempos que corren, ni en Argentina ni en el mundo, que alguien con más del 70 por ciento de opinión positiva, con más del 50 por ciento de intención de voto, y con las posibilidades de seguir, decida no hacerlo, no es común, no es común”.

Fue el comienzo de una carrera electoral de tres meses en la que Fernández contó con todo el aparato gubernamental a su favor y se dio baños de multitudes –pero sin contacto físico directo, en lo que se diferenciaba de su esposo- a las que discurseó con su característico sentido del timing. Un control del flujo informativo por ella generada que, por vez primera, incluyó la concesión de entrevistas a medios de comunicación, preferentemente extranjeros; curiosamente, se dejó preguntar más por corresponsales argentinos que cubrían sus giras en el exterior que por periodistas paisanos que ejercían su profesión en casa. En una de estas contadas entrevistas, la candidata manifestó su profundo respeto y admiración por Eva Perón, un “personaje sublime” (a diferencia de la “mediocre” Isabelita), pero sólo se identificaba con la “Eva del rodete y el puño crispado frente al micrófono”, no con la “Eva milagrosa” y toda su iconografía de “hada buena” del peronismo.

Aunque el lema promocional de Fernández rezaba “El cambio que recién empieza”, la candidata, ya en su discurso de proclamación, aclaró que la “novedad del cambio” estribaba, precisamente, en “seguir en una misma dirección”. La senadora propugnaba continuismo con respecto a la gestión de la Administración saliente, haciendo hincapié en los legados más positivos de su marido, como el crecimiento récord de la economía, con una tasa media anual desde 2003 de entre el 8% y el 9%, y el mayor superávit fiscal de la historia. Sin embargo, los críticos de la política económica del Gobierno advertían que este boom sin precedentes en muchas décadas descansaba exclusivamente en una coyuntura internacional muy favorable, destacando el fuerte tirón en las ventas de soja transgénica –verdadero oro verde, encarecido drásticamente en los mercados, que representaba ya el 23% de las exportaciones nacionales y que aportaba a la caja del Gobierno más de 250 millones de dólares mensuales-, y en el tipo de cambio competitivo de una moneda débil. La izquierda y los sindicatos sostenían que la recuperación económica desde el desastre de 2001-2002 no habría sido posible sin la depresión salarial.

Fernández era consciente del peso excesivo de las exportaciones de oleaginosas, cereales e hidrocarburos como motores del crecimiento, el cual, por tanto, quedaba supeditado a los vaivenes de los mercados internacionales de materias primas. Así se desprendía de sus apelaciones a iniciar un “diálogo social” entre trabajadores, empresarios y Estado, con un doble objetivo: por una parte, alumbrar un modelo “industrialista” inspirado en el brasileño, pero, como se adelantó arriba, con “inclusión social” y una “matriz diversificada de acumulación”; y al mismo tiempo, garantizar las condiciones macroeconómicas de “no endeudamiento, superávit fiscal primario, superávit comercial, tipo de cambio competitivo y reservas suficientes para evitar cualquier cimbronazo” financiero. La seducción de los grandes inversores productivos, que en el cuatrienio que terminaba no habían realizado operaciones en Argentina porque las políticas de Kirchner no les inspiraban confianza, constaba asimismo en la agenda presidencial de Fernández.

La aspirante a la Casa Rosada llamó también a hacer más progresos en la reducción de la pobreza, que seguía afectando a un tercio de la población, y el desempleo, que se situaba en torno al 10%, y habló de mejorar las prestaciones sanitarias y educativas, que seguían sin recuperar los niveles que en el pasado hicieron de Argentina el país socialmente más avanzado de América Latina. Sin embargo, pasó de puntillas o simplemente no dijo palabra sobre los tres problemas más acuciantes para la población en este momento: la inflación, que rozaba el 9% interanual y devoraba poder adquisitivo de las familias luego del trauma del corralito; los continuos problemas en el abastecimiento de combustibles, que amenazaban con desatar una crisis energética como la de 2004, cuando las empresas suministradoras se vieron obligadas a restringir las ventas de gas a Chile para cubrir la demanda interna; y el incremento a ojos vista de la criminalidad común y la inseguridad ciudadana. Por otro lado, quien tantas veces había criticado los excesos y abusos de la década menemista, eludió criticar los escándalos de corrupción que venían afectando al Gobierno de su marido.

De Fernández, los operadores económicos, numerosos gobiernos de América y Europa y una oposición que asumía resignada la inevitabilidad de la victoria oficialista esperaban una mayor capacidad de diálogo con los poderes empresariales, financieros y políticos, una actitud menos condescendiente con el movimiento piquetero, la renuncia a los tics autoritarios y al intervencionismo económico –expresados, por ejemplo, en la sobreabundancia de medidas ejecutivas de urgencia tramitadas sin el concurso parlamentario- de que había hecho gala su marido y un manejo de fondos extraordinarios como los generados por los ingresos de la soja sin ceder a tentaciones populistas o clientelistas.

Igualmente, se creía que ella podría introducir algunas modificaciones en la política exterior de Argentina, últimamente muy orillada a la Venezuela de Chávez y a la Bolivia de Evo Morales, dos gobiernos de izquierda radical con los que Kirchner había establecido una alianza estratégica de productores de gas, aunque sin demérito de los vínculos con el brasileño Lula, que seguían siendo óptimos, tal como se veía en la piña común hecha en la defensa de la viabilidad del MERCOSUR como instrumento de la integración y el desarrollo económico de los estados miembros.

En este sentido, se formularon conjeturas sobre una etapa de excelencia en los tratos con Chile –las relaciones entre Kirchner y Bachelet no estaban siendo fluidas, pese a la cercanía ideológica, por culpa de la política gasífera- y un relanzamiento de las relaciones con Estados Unidos, que en puridad no podían tacharse de malas al ser Buenos Aires extremadamente crítico con Irán -a todo esto, aliado transcontinental de Caracas-, a costa de los vínculos con Chávez, que podrían enfriarse. Todas estas previsiones estaban por ver, ya que la interesada, como en otros temas, fue poco explícita. Además, una Fernández presidenta tendría que resolver el acerbo conflicto diplomático con el vecino Uruguay por la construcción de unas plantas papeleras contaminantes en el lado vecino del río Uruguay que, según Buenos Aires, eran un peligro para el ecosistema fluvial y para los habitantes de la localidad argentina de Gualeguaychú.

El plantel de adversarios que tenía en frente no hizo mella en las abrumadoras posibilidades de victoria de la candidata del FPV, incluso en la primera vuelta, según indicaban todos los sondeos. El opositor que más sombra habría podido hacerle, el empresario Mauricio Macri, líder del centroderechista Propuesta Republicana (PRO) y triunfador en la Ciudad de Buenos Aires en las legislativas de 2005, se había reservado para la elección en junio del jefe del Gobierno municipal porteño; su rotunda victoria entonces sobre el candidato del FPV, Daniel Fernando Filmus, constituyó un amargo contratiempo para el kirchnerismo, que tras la adhesión del gobernador provincial desde 2002, el ex duhaldista Felipe Carlos Solá, y la conquista del voto peronista en la provincia dos años atrás creía tener a su alcance la mayoría electoral en esta circunscripción tradicionalmente hostil al PJ.

Tres eran los candidatos de entidad que acudieron a medirse con Fernández: la ex diputada centroizquierdista Elisa María Carrió, una antigua militante radical y ahora cabeza del partido Afirmación para una República Igualitaria (ARI) y de la Coalición Cívica, que ya había competido en las presidenciales de 2003, cuando quedó en quinto lugar; el economista Roberto Lavagna, ministro peronista de Economía de 2002 a 2005 y artífice del levantamiento del corralito y del canje de la deuda soberana, que se postulaba con el aval del aparato federal de la UCR y el Movimiento de Integración y de Desarrollo (MID), unidos en la alianza Una Nación Avanzada (UNA), y quien recibió de paso el respaldo de Duhalde; y Alberto Rodríguez Saá, gobernador de San Luis y hermano del ex presidente Adolfo Rodríguez Saá.

Alberto Rodríguez Saá fue nominado por el llamado “peronismo ortodoxo”, que en un Congreso Nacional Justicialista celebrado el 6 de julio en la localidad sanluiseña de Potrero de los Funes declaró caducado el Consejo Nacional del PJ y constituyó para suplirle un Comando Superior Peronista (CSP) integrado entre otros por los ex presidentes Adolfo Rodríguez Saá y Carlos Menem. El peronismo ortodoxo intentó adoptar el sello electoral de Frente Partido Justicialista, pero la justicia electoral, a pedido del interventor del PJ, le negó la posibilidad de llevar en sus boletas la denominación Partido Justicialista; entonces, el CSP acuñó la expresión electoral de Frente Justicia, Unión y Libertad (FREJULI, es decir, la misma sigla empleada en los comicios de marzo de 1973 que dieron la victoria al testaferro electoral de Perón, Héctor Cámpora). El 30 de agosto, en una decisión simbólica pero que podría acelerar la desperonización del FPV después de las elecciones, el Tribunal de Disciplina de los disidentes resolvió “expulsar” del PJ a Fernández, a la vez que a su marido, por “inconducta e indisciplina” al lanzar su candidatura fuera de las estructuras partidarias, al “suplantar las históricas banderas del Partido Justicialista” y al “traicionar el legado de Perón y Evita”, lo que “ofendió profundamente al pueblo peronista”.

Ni las acusaciones de los peronistas ortodoxos ni las denuncias ante los juzgados por supuestas usurpación del título de abogada y malversación de caudales públicos en los gastos generados por sus actos proselitistas y sus periplos internacionales hicieron la menor mella en Fernández, que, sin debates televisados, sin espontaneidades fuera de plan y sin programa de hecho, en resumen, sin necesidad apenas de pelear por el voto, convirtió su campaña electoral en un prolongado paseo triunfal. La victoria era segura, y la única duda era si se proclamaría presidenta en la primera o en la segunda vuelta. Para ahorrarse esta última, la ley le exigía reunir más del 45% de los votos, o bien más del 40% y una diferencia de 10 puntos porcentuales sobre su inmediato perseguidor.

El 28 de octubre de 2007 el kirchnerismo ganó en los tres envites que contaban para el poder. En las presidenciales, con una participación del 74,1% (cuatro puntos menos que en 2003), Fernández se impuso con un rotundo 44,9% de los sufragios a Carrió (22,9%), Lavagna (16,9%), Rodríguez Saá (7,7%) y otros diez contrincantes. Es decir, sacó justo el doble de votos que su marido cuatro años atrás. En las legislativas, donde se renovaron la mitad de las cámaras del Congreso, el FPV aumentó su representación a los 153 diputados y los 44 senadores, es decir, doble mayoría absoluta.

En sus primeras declaraciones como presidenta electa, Fernández tendió la mano a todos sus rivales para acompañarla “sin rencores” en su gestión. Destacó que su victoria suponía un “reconocimiento” a la labor política de su marido y que ella se sentía “tributaria” de la misma, para añadir: “Kirchner ha sido la nave insignia de este proyecto político como presidente de los argentinos, con su impronta, con sus aciertos y sus errores, pero con una impronta y convicción formidables”. También, subrayó la importancia que el próximo Gobierno pensaba dar a las relaciones internacionales al anunciar una profundización en la “complementación económica” con los países del MERCOSUR y evocar su “sueño” de “imponer la marca Argentina en el mundo, con que nuestros empresarios puedan colocar más y mejor sus productos en el exterior

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