Adelanto Social y seguridades de vida: La contaminación por metales pesados en Pasco

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Recientemente se viene discutiendo los alcances del llamando Adelanto social. Ciertamente es una idea importante que fue puesta en la agenda gubernamental desde el 2011 por las empresas y también por grupos de la sociedad civil, y recogida en el programa de gobierno de PPK.

El gobierno se esmeró en difundir el adelanto social como una “nueva” estrategia para prevenir los conflictos, argumentando que destrabará (sic) los proyectos. Sin embargo, tal y como se viene promoviendo, no hace sino evidenciar las dificultades del actual gobierno para comprender los procesos sociales que están detrás de la conflictividad.

La principal debilidad de esta medida es la premisa que está detrás de su diseño: Que los conflictos se originan únicamente por las carencias en infraestructura (de agua y saneamiento, de salud y de educación, de electrificación, de agricultura y riego), que luego se constituyen en caldo de cultivo para los conflictos. Por ello, dicen, adelantar la inversión en infraestructura aliviaría el embalsamiento de las demandas y haría viable los proyectos extractivos.

Si bien este enfoque es muy superior al discurso falaz de que los conflictos surgen por la manipulación de los líderes, desde nuestro punto de vista no hace sino reforzar una visión errada de los conflictos y su abordaje.

En primer lugar, se cree que el origen de los conflictos es solamente por la carencia, y en la medida que haya una transferencia de recursos la población dejara de oponerse al proyecto. De hecho, algunos de los proyectos que generaron una mayor oposición -como en Tambogrande y Tía María- se produjo en territorios donde los procesos productivos se encontraban consolidados con productos de agroexportación y cadenas productivas sólidas y élites locales con ciertos niveles de acumulación. En cambio, territorios con poblaciones muy carenciadas -como las Fuerabamba o el callejón de Conchucos, por citar algunos- ven en la inversión minera ventanas de oportunidades de desarrollo económico que no se abrirán, en la misma medida, con la presencia del Estado. Por lo tanto, la variable de condiciones económicas poblacionales no explica por sí misma el desarrollo procesos de conflictividad y menos aún opera como factor de prevención.

En segundo lugar, un análisis de la literatura internacional –incluso en países ricos- demuestra que los conflictos son producto de un conjunto de variables que tienen que ver con una mezcla de: Un mal diseño técnico, un deficiente manejo ambiental y usualmente una pésima gestión social, lo cual provoca temores, resistencias, reacciones que deterioran la confianza y las relaciones entre las comunidades y las empresas.

En tercer lugar, de todos los temores y preocupaciones que despiertas las industrias extractivas, el que más moviliza e impacta es “el temor a la contaminación”. Por ello, si hablamos de crear condiciones para la viabilidad de los proyectos extractivos, una tarea central debiera ser la creación de un sistema de monitoreo, alerta, identificación de responsables, sanciones, atención y remediación de la contaminación por metales pesados.

A pesar de ello el pasado gobierno y el actual han fallado rotundamente en crear seguridades y garantías para las poblaciones que viven en las áreas de influencia directa de los yacimientos. En el gobierno aprista observamos la contaminación de los niños de Raura Nueva en Huánuco, durante el gobierno de Humala la contaminación de población de Espinar en Cusco y en esta semana la contaminación por metales pesados de 21 niños de Simón Bolívar de Cerro de Pasco. Estos tres casos dramáticamente vigentes (entre muchos más que no aparecen en medios pero que figuran en el reporte de la Defensoría del Pueblo) demuestran el poco interés y la desidia de los sucesivos gobiernos por garantizar la salud de las personas.

El desesperado encadenamiento de los pobladores de Simón Bolívar en las rejas del MINSA nos muestra cómo las diferentes instituciones del Estado fallan -como casino de naipes- en garantizar la atención de los reclamos de estas poblaciones afectadas, incluso teniendo un plan de acción firmado desde el 2012 y una marcha de sacrificio en octubre del 2015.

Observamos una falla sistémica de la política de gestión de casos de contaminación por metales pesados: La OEFA no sanciona a las empresas, CENSOPAS no hace el seguimiento de la contaminación de los niños por falta de presupuesto (el último fue del 2012), el MINSA no implementa a tiempo la estrategia sanitaria de atención a personas Afectadas por Contaminación con Metales Pesados, el MINEM no transfiere desde el año pasado los fondos para la remediación de los pasivos ambientales (a pesar que el acuerdo data del 2012) y Viceministerio de Gobernanza no atiende preventivamente el surgimiento del conflicto (a lo mejor como no estaba en crisis, según ellos, no era un conflicto). Y nadie en el Estado tiene la competencia para identificar las causas de la contaminación, lo cual tiene entrampados en un limbo a los niños de Nueva Raura, Espinar y Simón Bolívar que tienen metales pesados en su sangre.

El mensaje del actual gobierno es lamentablemente claro, si sufres de contaminación por metales pesados, estás condenado a deambular entre una institución y otra, mendigando citas con viceministros, compensación económica, remediación ambiental, o atención médica. En otras palabras, ¿cuál es la seguridad que se le da a las poblaciones de los actuales y nuevos proyectos de que serán atendidos y tratados con justicia en caso ocurra una contaminación? La respuesta es: ninguna seguridad.

Por lo tanto, crear condiciones para la inversión de las industrias extractivas no tiene que ver con la inversión en infraestructura, sino en las “seguridades de vida” que se le deben garantizar a las poblaciones donde se van a desarrollar los proyectos, y es en este punto que el gobierno está disparando a los pies de la inversión.

 

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