Anatomía de las Mareas


Leonardo da Vinci. Anatomia de la mujer

Me gusta Bel porque sonríe. Me gusta porque se mesa el pelo como por deje y me deja ver cómo su cabello desliza por el reverso de la mano, haciéndose hueco entre los dedos. Me gusta porque me mira y no aparta los ojos y a veces me besa desde lejos en una especie de broma que me pone un vacío en el estómago y me marea un poco. Me gustaría tomarla por las manos, tomarla entre mis brazos, hacerle saber que todo lo que existe pierde sentido si no puedo verla mesarse el pelo o mirarme y crearme ese vacío en el estómago, pero no puedo porque la quiero y porque somos amigos y porque ciertas cosas sólo hacen daño. Porque somos amigos. Porque la amistad impide decir te quiero.

La última vez que hablé con ella, en la cafetería de sillas de plástico y ruido de calentadores y entrechocar de vidrios, ni siquiera pude atender a sus palabras. Me perdía mirando el movimiento de sus uñas, como si estuviera creando a cada momento un nuevo lenguaje para sordomudos. Bel debería ser braille para mí, poderla descifrar con la yema de los dedos, con la ceguera del latido y la adrenalina. De vez en cuando se detenía y me preguntaba si la estaba escuchando, y yo mentía porque cada mentira era un minuto más de Bel y por tanto un minuto más de supervivencia. En alguna parte, una circunvalación en mi cráneo me decía que lanzara la mesa a la otra punta del cuarto y deshiciera todas las falsedades que Bel sabía de mí y que hacían que estuviera enfrente mío, agitando su vaso de tónica, y justo en el momento en que iba a hacerlo Bel me preguntaba si la estaba escuchando, y entonces apoyaba mi mejilla en mi puño y decía que sí y volvía a intentar entender qué decían sus uñas.

Ahora miro las uñas de Bel y están sucias del polvo del suelo, y no se mueven, ni hablan, ni destejen, y puedo moverlas a voluntad excepto por el dedo meñique, que debe haber cruzado un par de tendones o de huesos astillados. Toda la magia, todas las estrellitas invisibles para ella que dejaban sus nudillos y que me ocultaban sus dientes afortunadamente imperfectos, ha desaparecido; ahora su mano se agita sin fosforescencias y muestra un trozo de cúbito y otro de radio como periscopios de la carne gangrenada por el corte y cuando la suelto cae a peso muerto, escupiendo linfa en el impacto.

Bel tendía a deformar el tiempo con los ojos, y los abría mucho y estiraba las mejillas y una especie de rubor le cubría los pómulos y de repente el tiempo era un poquito más lento y el fondo, el mundo tras Bel, el mundo en sí, se difuminaba como un dibujo a la cera bajo un grifo abierto. Apenas los pestañeaba porque cada vez que cerraba los párpados perdía de vista sus iris claros y sentía cierto dolor y cierta nostalgia sólo curables una vez los volviera a abrir, y lo sabía, y era considerada y quería hacerme sufrir lo menos posible y aguantaba, seguro, ese ligero escozor del ojo abierto largo rato. Me encantaba mirar la marea de sus retinas, que crecían y menguaban bajo la influencia de alguna luna de la que nunca me habló y sobre la que jamás pregunté. Me gustaba imaginar su oleaje, otra vez bajo los párpados cerrados, ahora vuelve a abrirlos, bañando su córnea como un rompeolas con sordina, con espuma de fosfenos, con el terror del kraken en mi rostro reflejado. Mira cómo oscila mi reflejo en su pupila. Aquellos ojos que miraban a otro lado y dolían.

Ahora los ojos de Bel son blandos y venosos y esféricos, y estan llenos de una sustancia viscosa muy nutritiva. Tal vez debería abrirlos. Tal vez debería aplicar el filo sobre la membrana. Un perro andaluz. El humor vitreo cae sobre mi palma y lo bebo rápido, como un puñado de agua mal cerrado. Lo aprieto con la lengua y es salado, muy denso, y me recuerda un poco a ella, y por eso lo saboreo con calma, con el regusto tras sus iris claros, con la imagen de Bel sonriendo con los pómulos encendidos y mi reflejo oscilando en la marea, hasta que el sabor desaparece.

Bel danzaba porque caminaba y yo veía cosas que no estaban, y sentía brotar música e imaginaba ninfas saludándola a su paso y a ella respondiéndoles, haciendo nacer flores a cada paso como una moderna Shalla Bal, recordándonos cuán desierto es el mundo sin Bel, cuán amargo es reír sin Bel, cuán inútil es respirar sin Bel. Detrás suyo, siguiéndola como un ratón hipnotizado por una dulzaina, tomaba algunas de las flores que había hecho brotar con sus huellas: las margaritas se deshojaban al mero contacto, las rosas daban aromas sólo imaginables en las destilerías del Valhalla, y los tulipanes te llenaban la nariz de un polen fino y suave que cubría el olor del ambiente como un filtro en una cámara fotográfica. Y aunque no hubiese flores, aunque nadie agitara sus brazos con pañuelos de ninfa, aunque Bel tropezase en el extremo de la torpeza, Bel danzaba por pequeño que fuese el movimiento de sus caderas, con el insostenible ritmo de su vientre, con la sola articulación de una de sus rodillas, y bailaba de forma arábiga, contando historias prohibidas y encolándose a los ojos y de pronto se detenía y las flores se quedaban rígidas y la música tenía un final seco y entonces Bel sonreía y todo volvía lentamente a su cauce y volvía la música y yo tenía pulso de nuevo, o bien algo me golpeaba la arteria del cuello.

El óxido de la barra de hierro ha estropeado la pelvis de Bel, y el color rojizo de la infección se ha extendido tal vez ayudado por el moho. La sostengo como una mariposa de marfil enferma de mildiu, con un pequeño trozo de columna vertebral que agita carne cubierta de coágulo y desprende pequeñas costras. Parece una despedida de barco, con brazo oscilante y confetti rojo. Las despedidas me ponen tristes y debo dejar esto en su caja, con los insectos.

Aquel jueves, en la cafetería, una vez desenhebrado el telar de sus dedos, o tal vez antes, Bel decidió comer con una de esas decisiones que sabe que harán felices a todo el mundo y que enuncia con orgullo por insignificantes que sean. Bel construía un macrocosmos privado y lo explicaba por fascículos, pero nunca entendías qué decía porque sonreía, y enhebraba, y ralentizaba todo con esos ojos suyos. Comiendo, Bel enfrentaba cada plato como un mundo, y destruía despreocupadamente civilizaciones con cada paso de su cuchara, con cada ataque de su cuchillo. Sopesaba cada mordisco, cada trago, sabiéndolos irrepetibles, y si la sensación era grande- qué pocas veces -la compartía con frases que nunca acababa pero que no nos importaba si eran correctas o no mientras resonaran con ese timbre lubricado de aceite. Querría montar en la montaña rusa de su garganta y dejarme caer. Que me mastique siete veces y me engulla. Que me haga bajar con un trago de agua si me resisto, y que me haga caer en ese estómago que antes me dio ritmo y que mejor que después me lo vuelva a dar o necesitaré un aparato conectado a mi ventrículo. Quiero ver ese estómago por dentro porque los secretos de Bel son para ser no desvelados sino forzados, violados, porque no se puede pedir permiso a Bel sin que saque esos pómulos coloreados y entonces se acabaron tus defensas.
 
Cómo defenderte cuando remueve las natillas mezclando la canela hasta que la considera uniforme y entonces te mira con complicidad, y dice algo referente al macrocosmos aquel y no lo sabes relacionar. Mientras come, Bel es su propia reina.
 
El interior del estómago de Bel está igual que los intestinos: corroído por el ácido. En algunas partes ha perforado el conducto y el borde del agujero supura una sustancia gris y mate que contrasta con el viejo brillo de la digestión. El duodeno es un esfínter cansado de contraerse y se ha dilatado en actitud de puro agotamiento, revelando el acceso al cordón del intestino. En alguno de todos los tramos enrollados junto a la mesa de hormigón está la flora intestinal, ya mustia y macilenta, dejando a secar sus filtros sin pistilo. Deforestación, al fin y al cabo.

Recuerdo cuando Bel me enseñó a silbar porque llevaba un vestido azul y yo ya sabía silbar pero mentía y ella retorcía el gesto, pon los labios así -apretaba- como si fueras a beber, y me moldeaba las comisuras con sus dedos, y yo ponía la lengua en posiciones inútiles para que no sonara porque desde que conocí a Bel todo mi objetivo era mantenerla junto a mí cuanto pudiese y no se daba por vencida y en cada uno de sus intentos su vestido se ajustaba a su figura modificando sus arrugas como cordilleras de un mundo variable, reflejando contornos de luz en acordeón, música de las esferas para quien lo comprenda y lo sepa escuchar con los ojos, ojos poco parpadeantes para no perderse cada cambio, ojos con ese escozor que ella también siente porque es comprensiva conmigo y tampoco parpadea, ojos también un poco oscilantes y también un poco marea, pero cómo comparar. Me mostraba la posición de la lengua y la apretaba contra la base de sus dientes y se me antojaba una combinación suprematista de Malevitch, y la escuchaba silbar y el aire tenía ese timbre suyo y después volvíamos al principio, al hermoso principio, con el moldeo de mis labios, con la música de las esferas.

La lengua de Bel coletea bajo mi mano por la inercia, y es seca y áspera incluso después de mojarla, pero es de Bel. Me habría gustado besarla, en cualquier momento, incluso ahora. Podría sacar la mandíbula del frasco e introducir la lengua y entrelazar el beso que nuestra amistad nos prohibía, un beso largo y sedoso donde los bultos ásperos recién mojados serían el terciopelo más suave imaginable. Sabría tan dulce. Sólo introducirla y besarla. Qué es lo que me lo impide.

En mis sueños, Bel era hermosa y erótica y me maltrataba con sus dientes y después me tomaba como una afrodita hambrienta, marcándome la espalda con rastrillos lacados de esmalte, cubierta de lencería plateada y desechable, hablándome con el desprecio que sólo puede dar el amor profundo. Pero el sexo con Bel era inimaginable. Ni siquiera le podía decir que la quería. Podría visionarlo a través de sus ropas, como con esas gafas que venden en los anuncios y que acaban siendo un engañabobos, pero sería un esfuerzo demasiado estúpido. Su sexo, frente a su sonrisa, valía poco. Hasta, supongo, tenerlo.
 
Agarro la vagina como una muñeca de brazos lechosos y débiles; no deja de ser curioso que este conjunto de músculos y membranas que casi resbala entre mis dedos sea objeto de deseo. En el interior, la mucosa es suave y dulce al contacto con la punta de la lengua. Apuro la que queda en dos lametazos. También hay una infección en la vulva, que está tomando un color violáceo de sello de bonobús. Deja pequeños trozos de piel cuando la rozas, breves rodillos que resbalan entre el cabello y caen al suelo lentos e inseguros. Siento asco de la piel enferma. Debería levantarla con un filo o limpiarla con una lima.

Bel convertía el aire que respiraba en un perfume indescifrable, en un almizcle de hojas muertas y atemporales con reminiscencias de todos los olores encontrables. transfiguraba el humo de los cigarrillos que respiraba, y exhalaba un humo que se me antojaba púrpura y estaño, y lo desdeñaba como un genio se aburre de su última obra maestra. Mis pulmones se convirtieron en agallas desde aquel jueves, y desde entonces no puedo respirar aire sino Bel, y perderme en la bruma trefilada en su garganta. Bel, como dije, necesaria. Sujeto sus pulmones por la tráquea como un pájaro despellejado sujeto por las patas. Tras esa maraña de esferas rojas hiberna el perfume de Bel, ese inmenso arcón del que desembalé mis sueños noche tras noche. Quiero hincharlo y deshincharlo, recordar el aliento de bel. Tomo la traquea con la boca y soplo, y los pulmones se hinchan como la garganta de un sapo perfumado con un ruido breve y húmedo, y luego me devuelven lentamente el aire, algo más frío, un poco más dulce, acariciando mi garganta y mis recuerdos.

Seguro que Bel se puso medias de pequeña, en esa inmensa ambición infantil de llevar el primer sujetador y de vestir como las señoras mayores. Seguro que apenas le hacían presión y le resbalaban hasta hacer fofas arrugas en los talones. Las miraría con odio de niña impaciente y lloraría en silencio. Nunca la he visto llevar medias, pero hace tan poco que la conocí. Sus piernas entonces no conocían más compañía que la de unos vaqueros elásticos de líneas borrosas en el reverso de las rodillas, el desgaste de la flexión. Las cruzaba al sentarse, y a veces metía la mano entre los muslos para calentarla o por simple tic. Las piernas de Bel se desdibujaban a cada movimiento, como una foto movida, y me encantaba reencontrar sus contornos en esa mancha inmensa, en esa imagen amnésica.

Sus piernas cuelgan de la estantería, serradas por el muslo y el tobillo, dobladas por el peso del gemelo que cuelga de un tendón salvador. Los músculos de por encima de la rodilla se desparraman como tentáculos de un pulpo de tinta roja. El cuádriceps gotea de forma inverosímil. Dan ganas de barrerlas, como las campanillas en la puerta de un comercio, y oír el sonido de tibias y peronés entrechocando como palos en una danza regional. En el otro extremo de la estantería, la piel que las cubría está doblada como las medias que son. Con aquellas mismas arrugas infantiles.

El corazón de Bel. El mayor misterio.

No puedo tocar el corazón de Bel.

Miro alrededor y, entre todos estos motores eléctricos, entre estos estantes, entre estas mesas de cemento y este suelo rayado por el peso de las máquinas, me siento feliz porque está Bel, Bel entera, cada parte de Bel que he adorado y soñado y bendecido y soliviantado, Bel diseccionada porque ha de estudiarse en su complejidad, Bel en los capítulos de su macrocosmos. Y no me importa si fui yo el que separó sus brazos de su tronco o el que separó sus vísceras y las colocó por orden alfabético, que he debido serlo por la sangre en mis manos y en mi ropa y en las herramientas que tomé prestadas del taller de fabricación, y porque ahí está la caja de embalaje en la que introduje el cuerpo en el laboratorio en plena madrugada ayudado por el guarda de seguridad y de un permiso falso. No me importa porque ya ha terminado la madrugada y comienza a salir el sol bajo la puerta metálica -la abro como un biombo de metal acanalado y dejo que entre la luz y estás más hermosa porque el sol marca los contornos de tu cabello mientras el frío trae el rumor del césped y de los juncos-. No me importa porque esta noche he soñado contigo y además te he tocado y tras tanto tiempo sin poder hacerlo por temor a hacerte daño, por temor a romper esa amistad que me aislaba de ti como una alambrada, por miedo a no volver a mirar esos ojos, a respirar tu aliento, a ruborizarme junto a tus pómulos, a ver cambiar las cordilleras de tu vestido, tras tanto tiempo de abrazar algodones para evitar el espino, por fin puedo tomar tu cara entre mis manos, tocar tus pómulos con la poca piel que todavía soportan, acariciar las cuencas de tus ojos y mesar las hebras de pelo que aún cuelgan y decirte por fin que te quiero, sin miedo a hacerte doler porque te quiero, sin miedo a nada porque necesito decirlo hasta que entren y me descubran ensangrentado sujetándote y amándote y repitiéndote te quiero, te quiero, te quiero.

Por Raul Minchinela

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Acerca de Ser Social

Simplemente un ser social. Economista y PhD en Management Sciences. Intento comprender a las personas y sus interacciones en la sociedad. Creo que "La práctica sin la teoría es ciega y la teoría sin práctica es estéril" (Kant, 1793).

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