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Inmigrantes son recogidos en camiones en Libia, desde donde tratarán de llegar a Europa, junio de 2015. Issouf Sanogo /AFP/Getty Images)

En esta tormenta perfecta con gran potencial para la inestabilidad, las redes criminales son cada vez más dueñas del Sahel central: las zonas de Fezzan en el sur de Libia, Níger y la cuenca del lago Chad. En Níger, relativamente estable, la autoridad del Estado es muy débil. Más al sur, sobre todo en Nigeria, la insurgencia islamista radical de Boko Haram es responsable de miles de civiles muertos y más de un millón de desplazados. Las campañas antiterroristas regionales y de Occidente son insuficientes, pero las estrategias más integradas que han propuesto la UE y la ONU tampoco han dado fruto. Sin una actuación sostenida y global contra las redes criminales arraigadas, el mal gobierno y el subdesarrollo, lo normal es que la inestabilidad se extienda y agudice la radicalización y las migraciones.

El Sahel, una vasta región que abarca desde Mauritania hasta Sudán bordeando el desierto del Sáhara, siempre ha tenido fronteras porosas y áreas muy poco pobladas y escasamente controladas por los gobiernos nacionales. Por ejemplo, Níger es más grande que Nigeria, pero tiene una población que es la décima parte, solo 17 millones, concentrada en la franja meridional. Sin embargo, cuando Libia se desintegró y Boko Haram traspasó las fronteras en la cuenca del lago Chad, las redes criminales que se dedican al tráfico de mercancías y personas crecieron a base de sobornar a funcionarios, formar alianzas con las comunidades locales y, a veces, colaborar con grupos yihadistas. La región se ha convertido en origen y zona de tránsito para los migrantes del África subsahariana que intentan viajar a Europa. Se calcula que, desde que empezó 2015 hasta mediados de junio, han llegado a Europa por mar más de 106.000 personas, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Casi 57.000 llegaron a Italia, casi exclusivamente procedentes de Libia, después de haber atravesado los países más al sur. La ONU prevé que este año entre 80.000 y 120.000 migrantes crucen Níger.

Frente a las amenazas criminales y yihadistas, los gobiernos occidentales han adoptado sobre todo un enfoque centrado en la seguridad, con el refuerzo de su presencia militar y las actividades antiterroristas y un mayor esfuerzo para asegurar las fronteras meridionales de Europa. Tanto las iniciativas del tipo de los procesos de Rabat (2006) y Jartum (2014) para terminar con la inmigración ilegal, como el último plan de la Unión Europea -que incluye el reasentamiento de los refugiados y, al mismo tiempo, una operación militar para desbaratar las redes de contrabandistas y destruir sus barcos-, abordan solo los síntomas de los problemas del Sahel.

Existen pocas posibilidades de estabilizar la región si no se reconoce que las políticas actuales no abordan los motivos de fondo de su inestabilidad: una pobreza enraizada, subdesarrollo, sobre todo en las periferias, y una población juvenil en aumento con poco acceso a la educación y el empleo y ninguna lealtad real hacia el Estado. Para muchos jóvenes, emigrar -si es necesario, de forma ilegal- es su único futuro. Otros arremeten contra sus Estados corruptos, “laicos” y “occidentalizados”, con la esperanza de imponer un gobierno islamista con más pureza moral. Una gran parte de los hombres, mujeres y niños que atraviesan el Mediterráneo no vienen a Europa solo para huir de la pobreza, sino también para escapar de conflictos mortales y gobiernos represivos.

Las torpes medidas militares y el cierre del espacio político mediante la cooptación o la criminalización de los partidos de oposición agravan las tensiones. Etiquetar a islamistas no violentos de yihadistas en potencia puede convertirse en una profecía inevitable. El abandono oficial de las periferias, la resistencia a resolver los conflictos locales y la tendencia apoyarse en alianzas personales, a veces delictivas, en lugar de crear instituciones democráticas, alimentan un sentimiento creciente de marginación, en particular en las zonas rurales.

En toda la región, los gobiernos remotos, débiles o incluso represivos están siendo sustituidos por formas alternativas de organización: autoridades tradicionales, estructuras comunitarias, movimientos islamistas y redes criminales. Las fuerzas externas, tanto delictivas como yihadistas, saben explotar especialmente bien esos sistemas de gobierno ad hoc y sumarse a las preocupaciones de los poderosos locales para establecerse. Mientras tanto, las batallas por el control de las rutas de contrabando, a veces muy violentas, son cada vez más numerosas y visibles.

Para luchar contra la amenaza yihadista, los agentes internacionales han desplegado tropas y aviones para ayudar a las fuerzas nacionales de seguridad que prefieren una estrategia militar. Sin embargo, es frecuente que las poblaciones locales piensen que el motivo de la presencia militar de Occidente es el deseo de proteger sus intereses en los depósitos minerales y de hidrocarburos de la región. La prioridad absoluta dada al antiterrorismo y la mezcla del yihadismo violento con otras formas de islam político están provocando una reacción contra los gobiernos regionales y occidentales.

Para detener la creciente inestabilidad en el Sahel -en particular, el deterioro en Níger, un país ya en precario-, los gobiernos nacionales y los actores externos no deben ocuparse solo de lo inmediato, sino también tener una perspectiva a largo plazo. Es decir, comprometerse a prolongar los esfuerzos para sostener a los Estados más frágiles con una labor constante y transparente de promoción del buen gobierno y el desarrollo duradero, además de resolver los conflictos existentes y remediar sus consecuencias humanitarias.

Líneas de acción

Las políticas de Occidente deben reorientarse para centrarse en construir unos gobiernos más integradores y responsables y combatir los factores estructurales que fomentan la marginación y la alienación y, por tanto, la criminalización y la radicalización.

Aunque es probable que los gobiernos occidentales y la UE continúen dando más importancia a la seguridad, los esfuerzos para acabar con la radicalización y la criminalización deben empezar por una administración pública responsable y transparente, sobre todo en Níger y Nigeria. Por ejemplo, alentando la creación de mecanismos civiles de supervisión de las instituciones públicas y apoyando la construcción de coaliciones sólidas e integradoras contra la corrupción y la mala gestión.

La ayuda al desarrollo debe estar vinculada no a las actividades antiterroristas sino a medidas que mejoren la gobernanza, reduzcan la corrupción del sector público y refuercen las instituciones democráticas.

Tratar de resolver el paro juvenil mediante la formación y proyectos de infraestructuras para unir la periferia con los mercados y los servicios en los que pueda haber una gran utilización de mano de obra podría contribuir enormemente a aliviar el problema de la emigración.

Por último, esos esfuerzos deben ir acompañados de estrategias a más largo plazo para contener el insostenible crecimiento de la población, sobre todo en Níger, con un firme apoyo al derecho de las mujeres a recibir educación y cuidar su salud reproductiva.

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