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Identidad europea y prioridad del espacio postsoviético en un mundo global.

AFP/Getty Images

En contraste con el irritado discurso antioccidental  que domina la política cotidiana y la actividad legislativa rusa tras la vuelta de Vladímir Putin a la presidencia, la concepción de política exterior firmada por el jefe del Estado el 12 de febrero se caracteriza por un tono pragmático y responsable. En una línea de continuidad con las dos anteriores concepciones de la actividad exterior (2000 y 2008), el documento actual refleja además una mayor confianza de los dirigentes en el papel internacional de su propio país e introduce algunas novedades, tales como la colaboración activa del Estado ruso con la Iglesia Ortodoxa y la búsqueda de garantías para la convivencia entre distintas civilizaciones.

El texto tiene también sus contradicciones y pese a reconocer que ningún Estado puede ser una isla en el mundo globalizado, refleja el temor a las influencias ideológicas exteriores, sobre todo en lo que se refiere a los derechos humanos, o la oposición a la “reideologización de las relaciones internacionales”, sin embargo, no le impide abogar por la formación de los valores básicos con ayuda de la religión.

El documento excluye toda mención directa a la “guerra fría”, ese periodo histórico a cuyas secuelas aludía de forma explícita en varias ocasiones la concepción de política exterior de 2008. Hoy, en la “resolución de los problemas internacionales” la “diplomacia de las redes, que se apoya en formas flexibles de participación en múltiples estructuras”, sustituye a “los enfoques con una perspectiva de bloques”, señala el texto.

Rusia cree que las posibilidades del “Occidente Histórico” de dominar en la economía y la política mundial “continúan reduciéndose” y que la “inestabilidad” en las relaciones internacionales se ve incrementada justamente por la resistencia de los Estados occidentales a ser desbancados por los “nuevos jugadores” de Oriente y de la región de Asia y el Pacífico. Esta crítica valoración de Occidente no impide a Rusia considerarse a sí misma como “parte orgánica inseparable de la civilización europea”. Este punto, en la medida que responde a una realidad, es especialmente importante para Europa, pues indica que, -por lo menos filosóficamente-, Rusia no se va a ninguna parte, es decir, que el Estado más grande del mundo no se reorienta política o culturalmente hacia Asia ni se encapsula en una posición aislacionista.

Como parte de esa civilización europea, Moscú aspira a crear con la Unión Europea un “espacio económico y humanitario desde el Atlántico hasta el Pacífico”, para lo cual considera básico suprimir los visados que todavía dificultan los desplazamientos en ese entorno. “Su abolición será un poderoso impulso para la integración entre Rusia y la Unión Europea”, afirma el documento.

Entre las prioridades de Rusia está el desarrollo de relaciones con los Estados de la región euroatlántica “con los que se encuentra unida, además de por la geografía, la economía y la historia, por profundas raíces de una civilización común”. “En vista de la creciente necesidad de esfuerzos colectivos por parte de los Estados ante los retos y amenazas transnacionales, Rusia apoya el logro de la unidad de la región, sin líneas divisorias por medio de una verdadera colaboración entre Rusia, la Unión Europea y EE UU”, señala.

El posicionamiento como parte de Europa  ha sido una constante en las concepciones de política exterior de Rusia desde que Putin llegó al poder en 2000. Pero su reafirmación tiene por lo menos un valor simbólico hoy sobre el telón de fondo de la retórica antioccidental (sobre todo antinorteamericana) y los coqueteos del mismo Putin con la idea de que su país es en sí “una civilización mundial única”.

Al instalarse en la civilización europea, Rusia indica que juega sus cartas en Europa y no en contra o al margen de este continente. Y eso es un síntoma de que el país ve el panorama mundial con sobrio realismo, dado que sus principales socios económicos y comerciales están en Europa y que una eventual reorientación hacia Asia es una empresa costosa, de larga construcción y de inciertos resultados. Sin embargo, pese a estar en Europa y ser miembro del Consejo de Europa, Rusia quiere reservarse el derecho a actuar a partir de sus propias concepciones y así lo demuestra al reivindicar “los enfoques rusos” de los derechos humanos, una de las novedades de este documento.  De ahí, tal vez, que aparezca algo rebajado el papel del Consejo de Europa (CE). En 2008, el CE era percibido como la institución paneuropea universal encargada de determinar el nivel de las normas jurídicas en todos los países miembros por igual, sin discriminaciones ni privilegios. Hoy, desde la perspectiva rusa, el CE es la entidad que, mediante sus diferentes convenciones, asegura la “unidad del espacio jurídico y humanitario en el continente”.

El Kremlin reafirma su oposición clásica a la ampliación del escudo antimisiles estadounidense y la Alianza Atlántica, pero lo hace sin retórica amenazadora o patética: “Rusia mantiene una actitud negativa ante la ampliación de la OTAN y la aproximación de la infraestructura militar de la OTAN a las fronteras rusas, así como a las acciones que violan los principios de igual seguridad y que conducen a la aparición de nuevas líneas divisorias en Europa”.  Las viejas amenazas se complementan ahora con los desafíos de los nuevos tiempos, que se producen incluso al margen de la voluntad o intención de los agentes del peligro. Por su crisis financiera y económica, y por sus problemas infraestructurales no resueltos y por las incertidumbres sobre su desarrollo, Occidente, y en concreto los países de Europa, se han convertido en una fuente de riesgos globales con una “influencia negativa” sobre Rusia. Los problemas de la Unión Europea, en tanto que principal socio comercial y económico de Rusia, son también problemas y, sobre todo, peligros para ésta.

Esta conciencia de depender y compartir hace que Rusia gane en sobriedad y sentido de la responsabilidad por sí misma y por su entorno, por lo menos sobre el papel. En vez de la autoafirmación propagandista a la vieja usanza, que dejaba entrever la propia inseguridad, Rusia hace un intento de atraer y de potenciar su imagen y sus valores, y  para ello recurre por primera vez al concepto de soft power concebido como una vía de acción que involucra a la sociedad civil y se ejerce con métodos y tecnologías  alternativos a la diplomacia clásica. Moscú advierte sin embargo contra el uso de ese “soft power” y de “proyectos humanitarios y relacionados con la defensa de derechos humanos en el extranjero” para “ejercer presión política sobre los Estados soberanos”, “desestabilizar” o “manipular” la opinión pública.

La concepción de la política exterior rusa es una prueba más de que Putin ve su gran misión histórica en la integración en el espacio postsoviético. La integración acelerada y profunda en la Comunidad de Estados Independientes (CEI)  y otras organizaciones de Estados postsoviéticos es la gran prioridad de la política de Vladímir Putin, por delante de la colaboración con Europa o Euroatlántica. Esta orientación estaba ya perfilada en el decreto de política exterior que Putin promulgó el día de su toma de posesión como presidente el 7 de mayo de 2012. En el escenario privilegiado de la CEI,  Rusia ve a Ucrania como “el socio prioritario” y quiere “involucrarla en la profundización de los procesos de integración”.

Rusia desea que el problema separatista del Transdniéster, uno de los contenciosos territoriales heredados de la desintegración de la URSS, se solucione en el marco una Moldavia “neutral”. De este modo, Moscú está afirmando también que la solución de este conflicto congelado en el corazón de Europa y la reintegración de Moldavia es incompatible con la expansión de la OTAN a la zona. En 2008, la política exterior rusa mantenía este mismo enfoque en relación a Georgia, aquejada de problemas separatistas en Abjasia y Osetia del Sur. Después de haber reconocido a esos dos territorios como Estados en agosto de aquel año, Moscú reafirma su compromiso de garante de su seguridad y viabilidad y exhorta a Tiblisi a reconocer las “nuevas realidades” del Cáucaso.

El documento firmado por Putin expresa claramente el deseo de reducción de armamento y desarme global, en las mejores tradiciones del líder soviético Mijaíl Gorbachov. Moscú insiste en la adopción un régimen global de prohibición de pruebas nucleares inspirado en el acuerdo entre la URSS y EE UU de destrucción de misiles de medio y corto alcance. Asimismo, Moscú rechaza el emplazamiento de armas en el espacio, y está a favor de  una amplia colaboración con Estados Unidos en el control de armamentos y reducción de las armas nucleares ofensivas estratégicas en nombre de una “estabilidad estratégica global”. En relación al sistema global de defensa antimisiles contemplado por Washington,  Rusia quiere que le sean facilitadas “garantías legales de que no está dirigido contra las fuerzas rusas de contención nuclear”.

Según el documento ruso, en el mundo adquiere un peso creciente la búsqueda de la así llamada “tsivilizatsionaia identichnost”,  expresión que puede traducirse aproximadamente por “identidad cultural” o “identidad desde el punto de vista de la pertenencia a una civilización”. La búsqueda de las raíces culturales es el reverso de los procesos de globalización, constata el documento, según el cual “en Oriente Próximo y en el Norte de África la renovación política y socioeconómica de la sociedad a menudo se realiza mediante la afirmación de los valores islámicos”. Ante la existencia de procesos análogos que afectan a otras identidades en otras regiones, hay que prevenir los conflictos entre civilizaciones y evitar que se impongan los valores de una cultura a otra, señala el texto. En él, Rusia vuelve a invocar la supremacía de la ONU, condena las acciones unilaterales para abordar las crisis realizadas al margen del Consejo de Seguridad y también las interpretaciones sui géneris de las misiones pacificadoras.

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