Enrique Zileri: Perú y los 20 años de un autogolpe que tomó a todos por sorpresa

“Así, derramando sólo gotas de sudor, retomamos el local de la revista y pudimos editar una primera edición de protesta”. Fotografía BBC Mundo

Por Enrique Zileri. Tomado de la BBC Mundo.

“Éste nos agarró en la luna”, me comentó esa noche un asediado periodista. Es que los golpes de Estado en Latinoamérica, y en el Perú en particular, antes habían llegado precedidos generalmente por insistentes rumores.

Tanto en el derrocamiento de Jose Luis Bustamente y Rivero en 1948 como en el de Fernando Belaunde en 1968 del Perú, o en el de Salvador Allende de Chile en 1973, muchos pitonisos se habían gastado el dedo índice de tanto señalar que en tal día “ya se viene”.

Pero el autogolpe de Alberto Fujimori de 1992 nos tomó totalmente de sorpresa.

El propio presidente apareció ese domingo del 5 abril remplazando al noticiero de la noche en todos los canales. Luego de un inventario de culpas ajenas, y de enfatizar diferencias con el Poder Legislativo -diferencias, por cierto, de poca monta comparadas con las que ha confrontado ahora Barack Obama en Washington- anunció que había decidido “disolver, disolver” -lo dijo dos veces- el Congreso de la República.

Acto seguido, el desconocido que 20 meses antes había llegado a la Presidencia de la República gracias a un vuelco democrático que derrotó al ahora Premio Nobel Mario Vargas Llosa, anunció que la disipación dictatorial se extendía al Poder Judicial, la Fiscalía, la Contraloría, la Constitución misma en todos los acápites que se opusieran a la “reconstrucción nacional”.

Añadió, finalmente: “Como Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional he dispuesto que se tomen inmediatamente las acciones pertinentes”.

Música en la radio

Mi primer problema fue barajar la indignación de mi esposa, Daphne, que amenazó seriamente la integridad del receptor de televisión. Las mujeres pueden tomar estas situaciones muy a pecho.

Después, considerando estipulaciones que Curzio Malaparte planteó en 1931 en “La técnica del golpe de estado”, calculamos que a los medios de comunicación nos iba a “caer quincha”, como decimos en esta tierra de temblores.

Tres o cuatro llamados telefónicos confirmaron que en esos momentos tropas habían tomado simultáneamente diarios, radios y canales de televisión, los que comenzaron a transmitir telenovelas y programas cómicos.

Una de las radioemisoras llegó a describir la forma en que soldados ingresaban al estudio, hasta que al locutor le arrancaron el micro y pusieron música.

En mi domicilio suburbano me reuní con Gustavo Gorriti y Fernando Yovera, dos colegas vinculados a temas militares, para evaluar la situación mientras Marco, uno de mis hijos, iba a explorar el local de la revista.

Elementos de la marina lo habían sellado. No lo dejaron entrar, pero tampoco lo detuvieron.

A eso de la media noche ya teníamos la versión que se estaba realizando una redada de políticos, pero como ésta no había llegado nuestra calle, concluimos que no nos tocaría.

Gorriti volvió a su casa mientras que con Yovera nos tomamos un pisco para orientar los próximos pasos.

En eso sonó el teléfono. Era la esposa de Gorriti. Media docena de caras pintadas se lo había llevado junto a su computadora.

Allí sí decidimos dispersarnos y yo terminé durmiendo en la cama de la hija de un amable amigo; sin la hija, por cierto.

Yovera se refugió en la suite de un corresponsal de la TV japonesa en el Sheraton. Le había estado dando una mano y ahora al colega nipón retribuía con un asilo muy sólido.

“Plan Verde”

El golpe estaba siguiendo los lineamientos del llamado “Plan Verde”, abortado proyecto militar elaborado en 1989 para derrocar a Alan García.

Pero lo seguía con tal fidelidad que cometía ciertos dislates. Por ejemplo, fueron a clausurar publicaciones que ya no circulaban e intentaron detener a jefes policiales que habían pasado al retiro.

El “Plan Verde” calculaba que unos 3.000 civiles armados resistirían el golpe, por lo que esa noche se envió un contingente con blindados para tomar la Casa del Pueblo, el local partidario de García.
Pero allí encontraron sólo a un aterrado guardián que pronto rindió su linterna y escoba.

El domicilio del propio García, que quedaba cerca de nosotros, fue rodeado por tropas que cercaron varias manzanas.

Luego, entraron a la residencia del entonces expresidente.

No lo encontraron, porque se había fugado por los techos y se había escondido en un lugar muy especial: la caseta de la bomba de la piscina de un vecino, Juan Carlos Hurtado Miller, que acababa de ser el primer ministro del propio Fujimori.

Esto se supo años después.

Resulta que Hurtado Miller estaba en desacuerdo con la medida de fuerza.

Poca resistencia

Al día siguiente comprobamos que pocos medios, en su mayoría de la prensa y radio, se oponían enérgicamente al golpe. La televisión claudicaba. A las pocas horas se difundió una sospechosa encuesta ‘flash’ que decía que el 80% de la población aprobaba el golpe.

Nosotros denunciamos ese sondeo como falso por su imposible prontitud, pero después siguieron pronunciamientos de “fuerzas vivas” empresariales y otras encuestas con la misma orientación.

La coyuntura hizo recordar a ‘La tentación totalitaria’ de Jean-François Revel, el periodista y filósofo liberal que en los años 70 abandonó el socialismo denunciado desviaciones autoritarias.
En Latinoamérica, esa tentación tiene menos coherencia ideológica y se expresa en la primaria admiración por el “macho” que asume el poder. Así que en la resistencia al autogolpe de Fujimori de 1992 fuimos inicialmente pocos.

Al tercer día de permanecer en el limbo de una clausura no declarada, decidimos en Caretas forzar la entrada a nuestro local, generando un incidente. Esperábamos contar con los medios y lentes internacionales.

Con ese fin, unos cien miembros de la revista marchamos hacia la puerta del local vociferando y dando vivas a la libertad de prensa.

Un vehículo de la Marina bloqueaba la entrada y dos docenas de sonrientes policías esperaban en la esquina, garrote en mano.

Pero al acercarnos a unos diez metros, el jeep se retiró sorpresivamente, siguiendo instrucciones de una radio portátil; los policías no actuaron y las cámaras se quedaron sin espectáculo.
Así, derramando sólo gotas de sudor, retomamos el local de la revista y pudimos editar una primera edición de protesta.

En ella, la carátula de Caretas lleva el rostro de Fujimori tachado con una gruesa aspa roja.
Esa edición se vendió como pan caliente, pero después nos costó años de hambre.

Fuente: BBC

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