Los viajes del Presidente

 

“Seguiré saliendo al exterior acompañado de empresarios y de ministros para vender las posibilidades de mi pueblo”

Alejandro Toledo

Presidente de la República

(Setiembre de 2003)

 

Gustavo Gutiérrez-Ticse[1]

 

  1. 1.         El estado democrático contemporáneo (pesos y contrapesos)

En el constitucionalismo contemporáneo, el modelo democrático se perenniza con la plena eficacia del sistema de pesos y contrapesos del que hablaba Loeweinstein.[2] Sólo así se justifica la vigencia, luego de más de doscientos años, del famoso principio de la separación de los poderes, que en nuestro caso, habita en el artículo 43° de la Constitución.

Ciertamente, hoy en día se entiende que todo poder es limitado. Lo que implica un permanente control entre los propios estamentos de poder y los ciudadanos. Por estas razones, en la constitución no sólo existen los mecanismos democráticos de elección periódica sino  además instituciones de control entre los poderes como la vacancia presidencial, la censura de los ministros, el antejuicio y juicio político  contra los altos funcionarios, el cierre del congreso, entre otras previsiones de alcance constitucional.

Esto se expone con mayor precisión en los sistemas de gobierno presidencialistas como el nuestro. En efecto, qué duda cabe que el sistema de gobierno peruano es de tipo presidencialista. Algunos autores como García Belaunde sostienen que nuestro presidencialismo histórico ha sido relativizado con la incorporación de algunas instituciones del parlamentarismo, sobre todo a partir de la Constitución de 1856 que introduce el Consejo de Ministros, lo cual es respetado en la siguiente Constitución de 1860 y en la de 1920 (que recoge por primera vez a nivel constitucional el voto de censura); no obstante, nuestro sistema sigue siendo presidencialista, moderado en razón de la introducción de las aludidas instituciones, pero presidencialista al fin y al cabo.[3]

Todo ello abona en el sentido que, la democracia contemporánea preserva la triada de poder pero con la condición que se articulen mecanismos de control inter orgánicos que aseguren los fines constitucionales que, como todos sabemos, son por un lado, la plena eficacia de los derechos fundamentales y, de otro, la preservación del poder limitado.

  1. 2.         Los viajes del presidente como preservación del poder limitado

En ese orden de ideas, queda claro que el Presidente de la República es una institución que tiene por misión, en los modelos presidenciales, dirigir y ejecutar las tareas de gobierno. Por un lado, al interior del país, implementando una serie de políticas públicas, y de otro, como Jefe de Estado ante la comunidad internacional.

Precisamente una de las funciones de gobierno sin duda constituye la representación en el exterior, la misma que ha ido acrecentándose en las últimas décadas con el decantamiento de la tesis de la soberanía absoluta de los estados para pasar a fundamentar la interdependencia como condición esencial en el mundo globalizado. Es ello lo que demanda la constitución y participación activa del Presidente de la República en los foros bilaterales y multilaterales que van desde la promoción y defensa de los derechos humanos pasando por la suscripción de acuerdos comerciales hasta visitas amistosas de interés por consideraciones de hermandad, solidaridad, integración, etc.

Se trata de una atribución que forma parte del estatuto del Jefe del Estado, unánime en la doctrina comparada. En efecto, la mayoría de constituciones democráticas contemplan los viajes presidenciales como una atribución del Presidente como Jefe del Estado, condicionado a la autorización del Congreso en lo que concierne al control del plazo.

 

 

Sí en cambio advertimos algunas modalidades. Algunos países exigen que la condición para la autorización, que el requerimiento determine un periodo fijo para el viaje, otros admiten la autorización del parlamento por plazos indeterminados y también hay países que admiten la posibilidad de la salida sin autorización del congreso cuando se trata de ausencias muy breves. En el caso peruano, el artículo Artículo 118° de la Constitución Política, prescribe taxativamente que, corresponde al Presidente de la República pot un lado, representar al Estado, dentro y fuera de la República; y en la misma línea, dirigir la política exterior. Y es ciertamente, en aras de preservar el contrapeso, que la propia Constitución en su Artículo 102.9 estatuye como atribución de congreso de la República, autorizar al Presidente cuando requiera salir del país. En ese sentido, constitucionalmente, estamos en el grupo de los que requieren un periodo fijo.

  1. 3.         Los viajes presidenciales en el debate parlamentario

La tradición peruana ha sido pacífica desde la constitución inicial de 1823 hasta la vigente Constitución de 1993. Para Delgado Guembes, la Constitución adopta un punto intermedio (entre las tesis de la permanencia y de la movilidad) y dice que existen dos reglas básicas para los viajes presidenciales. Se prevé que los presidentes viajen, pero se impone como restricción que el congreso autorice tales viajes.[4] Reiteramos nuevamente: Nótese que en todos los casos el control del parlamento se entiende referido a los plazos

Ahora bien, el debate sobre el tema y el procedimiento adecuado para desarrollar esta atribución presidencial, es en puridad de verdad, de reciente data. Un primer momento ocurre en el gobierno del ex presidente Alberto Fujimori, y la necesidad de promover el país en el contexto internacional. Fujimori salió fuera del territorio nacional en reiteradas oportunidades con el consabido cuestionamiento de los actores políticos de oposición. Fue esta la razón por la cual en el año de 1996 se aprobó la Ley N° 26656, para permitir al Presidente en una fórmula absolutamente permisiva ausentarse del país no sólo  por viajes a eventos determinados, sino además por períodos en los que se tenga previsto atender eventos a determinarse. La condición para justificar el giro a la autorización de los viajes presidenciales era por un lado, el consentimiento del congreso y la posterior dación de cuenta al propio Congreso de los objetivos y destinos cubiertos, inmediatamente a su retorno al país.

Evidentemente, se trataba de una medida que buscaba retocar el desarrollo legislativo de la norma en la medida que a partir de su vigencia, el Presidente de la República podía ausentarse hasta tres meses con la solicitud aprobada del parlamento.

Con el advenimiento de la democracia se empezaron a desarrollar una serie de cambios normativos para retomar la institucionalidad y el resguardo constitucional. En el caso de los viajes del presidente la aprobación de la Ley N° 28344 – Ley que regula la autorización de salida del territorio nacional del Presidente de la República- en el año 2004 deroga la Ley N° 26656. Esta nueva norma retorna al canon inicial de la solicitud específica, deroga la autorización para viajes por plazos  pero se mantiene el deber de informar los resultados y costos de los mismos en plazos perentorios, entre otras medidas.

No debe dejar de recordarse que, en el pleno del Congreso de la República cuando se debatió y aprobó la Ley N° 28344, el entonces presidente de la Comisión de Constitución, Aurelio Pastor, justifico esta nueva norma, en razón que la anterior Ley N° 26656 incluyó la ausencia indeterminada de Jefe de Estado tergiversando el espíritu de la Constitución. Es decir, se le sacaba la vuelta al Parlamento para que este aprobara en un solo acto un período de tiempo, con el fin de que el Presidente durante ese período pudiese entrar y salir del país cuantas veces quisiera.[5]

Hasta aquí la modificación se materializa válida. El tema se desborda sin embargo, cuando en la línea de argumentación del debate se pretende establecer un mayor control parlamentario de los viajes presidenciales, disponiendo (art. 4)  precisar el destino, objeto y duración del viaje; pero además (art. 5) como deber del Presidente del Consejo de Ministros, informar dentro de los treinta (30) días naturales posteriores a la conclusión del mismo, sobre el cumplimiento de los objetivos, la relación de actividades oficiales realizadas, los gastos generados e información adicional que considere de interés para conocimiento del Poder Legislativo.

Se trata de una radical respuesta del Poder Legislativo frente a los excesos en los viajes presidenciales desarrollados en el régimen fujimorista a la luz de la vigencia de la derogada y cuestionada Ley N° 26656. Como se recuerda, durante los dos periodos de gobierno en los años noventa los viajes aumentaron geométricamente en comparación a los realizados por Belaunde en su segundo gobierno y el de García en su primer gobierno. Fujimori llego a viajar 89 veces, y en algunos casos, viajes con destinos polémicos.

Durante el régimen de Alejandro Toledo, los viajes del presidente no disminuyeron ostensiblemente; todo lo contrario, el ex presidente y líder de Perú Posible, viajo hasta el final de su gestión  62 veces. Las que tampoco estuvieron ajenas a las críticas de los legisladores y de la opinión pública al advertir que el presidente viajaba de modo reiterado en su afán de promocionar al Perú.

Precisamente, estas fueron las razones que impulsaron a la oposición a debatir el  tema para establecer una nueva regulación. Sin embargo, creemos que los legisladores se extralimitaron al afianzar la sustentación del viaje y el informe posterior, con lo cual la modificación termina al filo de lo constitucional, ya que mantuvieron prescripciones legales que, en un afán de control, terminan por ser excesivamente celosas de la actuación del gobierno,  si se toma en cuenta que dichas previsiones estaban orientadas al viaje sin destino específico (por plazos) y que la reforma estaba retirando.

Debe recordarse que en esa misma sesión congresal, la congresista Judith de la Mata señaló a voz alzada lo siguiente: “Lamentablemente, en nuestro país la corrupción ha alcanzado dimensiones inesperadas. Muestra de ello fue la corrupción de la década anterior, que se enquistó en la administración pública y en algunos sectores de la sociedad civil y que involucró a los más altos funcionarios del Estado. Debo señalar que estoy totalmente de acuerdo con el proyecto de ley en debate en el extremo de exigir un informe dentro de los 30 días naturales posteriores de finalizado un viaje oficial, porque ello significará una mayor fiscalización de los gastos originados en esos eventos que realiza el Jefe de Estado, así como de los resultados productivos que generan para nuestro país.”

En ese sentido, la Ley N° 28344 como ya lo adelantamos peca de exceso y termina al filo de lo constitucional. Ello es verdad, más aún si advertimos que a finales del segundo período presidencial de García, el parlamento debatió un dictamen a instancias nuevamente de Aurelio Pastor, pero esta vez en una tesis permisiva, proponía reformar la Constitución para permitir que los viajes presidenciales con una duración menor a siete días, no requieran de  la autorización del parlamento:

“Sobre este tema, la Comisión propone la aprobación de un texto sustitutorio al texto original contenido en el proyecto de ley, en el cual se establezca que el Congreso de la República sólo debe autorizar los viajes del Jefe de Estado cuando éste sea mayor a siete días (…).”[6]

Dictamen que si bien no se aprobó, sigue en agenda del parlamento en el presente periodo legislativo. Y resulta ser una propuesta interesante tomando en cuenta que, tal como está desarrollada la normatividad una salida del presidente por horas a cualquier zona de la frontera, por ejemplo Huaquillas, como alguna vez ocurrió, podría generar una absurda vacancia presidencial. La autorización de los viajes debe ser plenamente compatible con la dinámica de la política exterior que implemente el gobierno.

  1. 4.         Los alcances del control parlamentario sobre los viajes del Presidente

En suma, advertimos que en este caso hay un sobre exceso legislativo que supera el continente constitucional. En la lógica de la Constitución de 1993, la aprobación del congreso es ex ante y ciertamente sobre el plazo. Y por tanto, la dación de cuenta posterior es un acto meramente informativo y no vinculante, constitucionalmente hablando.

El propio congreso en el Dictamen elaborado por la Comisión de Constitución presidida por Aurelio Pastor reconoce sobre este tema: “Como se aprecia de la experiencia comparada, la excepción de contar con una autorización del Congreso está generalmente en función a los días de ausencia y no en razón a otros supuestos.”[7]

No obstante, la actuación del Poder Ejecutivo ha sido la de acatar las prescripciones normativas de la Ley N° 28344, informando al parlamento sobre los viajes presidenciales. Así por ejemplo en el caso del actual Gabinete Jiménez, se ha informado en fecha reciente los viajes del Presidente Humala hasta finales del año 2012:

 

 

Queda claro, que en ningún caso, las obligaciones ex post, pueden significar un quebrantamiento de los deberes constitucionales. El control parlamentario si bien constituye una atribución fundamental en los congresos contemporáneos, no puede constituirse en obstáculo insalvable en la actuación dinámica del Estado. Como recuerda Gonzáles-Trevijano, el control parlamentario es un control de naturaleza esencialmente política, en el que la verificación de la actividad gubernamental a los debidos parámetros que han de presidir la actuación del Gobierno se realiza atendiendo de modo principal a la oportunidad, conveniencia y acierto[8].

No se trata de derribar al gobierno o de sancionar a una autoridad como muchos creen. Como recuerda García Morillo, el control es, exclusivamente, una de las fases de la garantía, que consiste en verificar la actividad del sujeto controlado y comprobar su adecuación a los cánones que deben disciplinarla. Por tanto, el control no es la sanción que se impone al controlado, de igual forma que el proceso penal no es la pena que se aplica al condenado. La eventual sanción es un elemento integrador de la garantía, subsiguiente al control, pero no constitutivo del mismo. El único efecto que el control opera, directamente, sobre el sujeto controlado es la influencia que, en su caso, ejerza sobre su actividad presente o futura.[9]

En ese orden de ideas, nosotros creemos que la información de los viajes del presidente, tal como se ha desarrollado a nivel legislativo (si admitimos su validez constitucional), sólo podría ubicarse dentro del control inspectivo que, como señala De Vergottini, se distingue de la más amplia y genérica, llamada cognoscitiva, en cuanto: a) se dirige a facilitar valoraciones y juicios sobre el gobierno, y b) está asistida por un sistema de vínculos jurídicos y políticos, y, a veces, sobre sujetos ajenos a los órganos constitucionales.[10]

  1. 5.            Conclusiones

El tema requiere repensarse en razón de la extrema regulación a nivel legal. No es admisible cuestionar un viaje presidencial por el motivo, como se pretendió con el último viaje del Presidente Humala a Cuba para fortalecer las relaciones bilaterales y, además, para realizar coordinaciones en su calidad de presidente pro tempore de Unasur. En ese sentido, el exagerado debate político en el poder legislativo lo que termina por generar es un clima de inestabilidad política y facilita la intervención de las fuerzas opositoras más allá del control como un medio de presión mediática que afecta la institucionalidad del sistema democrático. No otra cosa podría ser el reclamo del congresista Eguren cuando exige al Presidente del Consejo de Ministros que presente de manera pormenorizada los viáticos utilizados por la delegación que acompaña al Presidente, el costo del uso del avión presidencial y su tripulación, los gastos de alojamiento y alimentación, entre otros requerimientos.

Si bien toda esta información puede ser requerida por la vía de los pedidos de información o mediante el acceso a la transparencia pública, conminar a la entrega bajo el argumento de una infracción de deber y una supuesta responsabilidad solidaria conteste al artículo 128 de la Constitución por la actuación del Presidente de la República, resulta a todas luces fuera de todo margen constitucional en la lógica del control parlamentario. Habida cuenta que, la Constitución le otorga la conducción de la política exterior al Presidente de la República y, lo faculta a salir del país, con la única condición de señalar plazo específico. Sólo en caso de extralimitar dicho plazo, el control trasciende al procedimiento parlamentario sancionador con la vacancia presidencial de conformidad con el art. 113.4 de la Constitución. En los demás casos, estamos ante meros controles inspectivos que, como manifestamos líneas arriba, son esencialmente valorativos.

 

 

Publicado en la Revista Jurídica del Perú en la edición del mes de Marzo del año 2013

 


[1]    Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad San Martín de Porres, Universidad Inca Garcilaso de la Vega y de la Academia de la Magistratura.

[2]    “En una perspectiva histórica, el constitucionalismo ha sido la búsqueda del medio más eficaz para moderar y limitar el poder político, primero el del gobierno y después el de todos y cada uno de los detentadores del poder. (…) El mecanismo más eficaz para el control del poder político consiste en la atribución de diferentes funciones estatales a diferentes detentadoras del poder u órganos estatales, que si bien ejercen dicha función con plena autonomía y propia responsabilidad están obligados en último término a cooperar para que sea posible una voluntad estatal válida. La distribución del poder entre diversos detentadores significa para cada uno de ellos una limitación y un control a través de los cheks and balances –frenos y contrapesos- o, como dijo Montesquieu en una fórmula famosa, “le pouvior arréte le pouvior”. Loeweinstein, Karl, Teoría de la Constitución, Ariel, Barcelona 1982,  p. 68-69.

[3] Cf. García Belaunde, Domingo, El presidencialismo atenuado y su funcionamiento (con referencia al sistema constitucional peruano), www.juridicas.unam.mx, p. 124 y ss.

[4]    Delgado Guembes, César, Los viajes del presidente, A & B Editores, Lima, 1998, p. 43

[5]     Diario de Debates del Congreso de la República, Primera Legislatura Ordinaria, Octubre de 2004, Tomo I, p. 158.

[6] Dictamen de la Comisión de Constitución recaído en el Proyecto de Ley N° 3618/2009-CR, p. 6.

[7] Dictamen de la Comisión de Constitución recaído en el Proyecto de Ley N° 3618/2009-CR, p. 6.

[8]           Gonzáles-Trevijano, Pedro, De nuevo sobre el control parlamentario. Una propuesta de teoría general, en Estudios de Derecho Constitucional, Homenaje al Profesor Dr. D. Joaquín García Morillo, tirant lo Blanch, Valencia, 2001, p. 369.

[9] García Morillo, Joaquín, El control parlamentario del gobierno en el ordenamiento español, Congreso de los Diputados, s.a., p. 296.

[10] De Vergottini, Giuseppe, Derecho constitucional comparado, Espasa, Madrid, 1989, p. 398.

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La sentencia en el caso Diez Canseco es una expresión de la Política Judicial que fanáticamente se viene impartiendo en algunos claustros universitarios

(Opinión en el Especial de Gaceta Constitucional del mes de Mayo del 2013)

Nos queda claro que, en el estado democrático, el poder no está exento de control. Al contrario, a diferencia de lo que ocurre en los regímenes absolutistas, el constitucionalismo implica el control de los gobernantes.
Sin embargo, este postulado no implica en ningún modo judicializar la política. Eso es inadmisible como lo es siempre la politización de la justicia. Y lo que estamos viendo es que ya no solo el Tribunal Constitucional politiza sus decisiones sino también los jueces, como ocurre con el amparo a favor de Diez Canseco, suspendido en sus funciones por una sanción ética.

Estamos advirtiendo un modelo jurisdiccional que pretende invadir competencias políticas por la vía del derecho. Ello obedece a una permanente magistratura que sostiene a voz en cuello, y en muchos casos como arenga a lo Duncan Kennedy, que “no hay zonas exentas de control jurisdiccional”. Y lo repiten no sólo en sus decisiones sino en las aulas universitarias. En consecuencia, tenemos jueces constitucionales que se creen infalibles, ergo, todo lo pueden, al punto que se han convertido en los oráculos de la justicia y desde sus sentencias imponen no sólo la garantía de los derechos que por cierto es constitucionalmente correcto, sino que superan los extramuros y edifican un modelo político que no le atañe ni para el que tienen competencia.

En efecto, la decisión del Congreso en este caso, es una que suspende temporalmente a uno de sus miembros como resultado de una valoración ética a partir de la presentación por el congresista sancionado, de un proyecto de ley en donde hay manifiesto interés familiar. En otros casos, el parlamento también valoro éticamente la conducta de los congresistas Anicama, Apaza, entre otros. La decisión de la representación fue imponerle una medida disciplinaria en base a la autonomía de la Asamblea porque consideraba necesaria a efectos de transparentar la actuación política de sus miembros, ya que lo contrario alimenta en la opinión pública el desprestigio de la representación popular. Precisamente fue esta la razón por la que, siguiendo el modelo inglés, se creó en el seno del Poder Legislativo la Comisión de Ética.

Si los jueces empiezan a cuestionar una decisión metajurídica no queda otra que darles la bienvenida a la política. Distinto es controlar un procedimiento de antejuicio, o la calificación procesal de una infracción constitucional. Allí probablemente resulte vinculante una decisión del Tribunal Constitucional o de algún estamento supranacional. Ya estamos viendo que el juez ha emitido una resolución donde amenaza con imponer medidas coercitivas a los congresistas de no acatar su fallo, es decir, en su lógica de control de lo político amenaza con destituir de sus cargos a los congresistas. Bajo estos criterios no sería nada raro que alguien obtenga un amparo por un indulto no concedido o destituya a un ministro por un acto que involucre a su sector. Y llegará el día en que un Presidente demande al parlamento por no aprobar una ley. En este discurso judicial de nuestros tiempos todo puede cruzar el hueco de la aguja justiciera.

 

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INFORME SOBRE EL PEDIDO DE LEVANTAMIENTO DE LA INMUNIDAD PARLAMENTARIA DEL SEÑOR CONGRESISTA EDUARDO NAYAP

 

 

INFORME SOBRE EL PEDIDO DE LEVANTAMIENTO DE LA INMUNIDAD PARLAMENTARIA DEL SEÑOR CONGRESISTA EDUARDO NAYAP

 

Los parlamentos, en una buena parte del mundo, sobre todo en América Latina, continúan pugnando por fortalecer su autonomía y por recobrar sus funciones originales, razones suficientes para justificar la permanencia de las garantías parlamentarias, ante la tentación del presidencialismo por centralizar e imponer decisiones a los poderes públicos o ante la persecución judicial injustificada.

 

José Cervantes Herrera

 

  1. 1.    La inmunidad parlamentaria

 

La “inmunidad parlamentaria” es una prerrogativa de las asambleas legislativas contemporáneas cuya finalidad es garantizar la autonomía funcional mediante la protección procesal de sus miembros frente a cualquier persecución de índole penal encubierta en motivaciones políticas.

 

Con ese mismo hilo discursivo, Fernández Santaolalla, señala que: A través de la inmunidad se trata de proteger a los parlamentarios frente a las acciones represivas o judiciales, promovidas por otros poderes del Estado o por ciudadanos, con el fin de privar a las Cámaras del concurso o participación efectiva de alguno de sus miembros.[1]

 

Se trata de una institución de origen medieval, casi en paralelo con la aparición del estado liberal francés durante el siglo XVIII, y desde entonces ha sido incorporado en los nuevos estados democráticos en la medida que se ha creído imprescindible garantizar un alto grado de independencia al poder popular para cumplir su rol de representación.

 

Precisamente su longevidad y la crisis de las asambleas legislativas han obligado a los Estados tener que replantear el objeto de la inmunidad parlamentaria, mucho más con el advenimiento de la “era de los derechos” a partir de la construcción, valga la redundancia, del derecho internacional de los derechos humanos a mediados del siglo XX. Se entiende desde entonces que la legitimidad de los estados se evidencia en la disposición de promover y proteger los derechos ciudadanos, pero por otro lado, en la exigencia que los gobernantes respondan por sus actos, y nadie (ni autoridad ni ciudadanos) cuenten con privilegios que les confieran impunidad.

 

En ese orden de ideas la inmunidad parlamentaria se ha relativizado en la mayor parte del mundo. Protege temporalmente, no extingue la acción penal, está orientado a garantizar al congreso de los agentes de poder externos, entre otras previsiones.

 

El modelo peruano de inmunidad es ciertamente relativo a partir de la reforma del año 2006 conforme a las tendencias contemporáneas. Sin embargo, ello  no implica que se haya vaciado de contenido. Todo lo contrario, la inmunidad exige a la asamblea legislativa que una vez operada el procedimiento por el sistema judicial se haga una exhaustiva valoración de los móviles de la denuncia tomando en cuenta que el interés político siempre será alto, tomando en cuenta la masificación de los “adversarios” del congreso: los poderes del estado, los medios de comunicación, los agentes de poder económico, entre otros segmentos de poder fáctico que, muchas veces actúan reacios ante la acción parlamentaria de algún legislador.

 

Precisamente por estas razones, despojar de ésta prerrogativa a los parlamentarios es un tema que debe siempre valorarse a la luz de la actividad política, el nivel de la democracia como sistema en cada país, entre otros “factores reales de poder”, empleando el famoso término de Lasalle.

 

De lo contrario, levantar la inmunidad a un parlamentario como consigna, y no a partir de un análisis exhaustivo y minucioso de una solicitud de levantamiento de la inmunidad, no aporta a la democracia; todo lo contrario, contribuye en la deslegitimación de la institución más importante del estado democrático: el parlamento. Da además posibilidades al autoritarismo: a quienes piensan que la representación popular no es más que una comparsa del status quo.

 

 

  1. 2.    El núcleo esencial de la inmunidad parlamentaria y su pedido de levantamiento: el fumus persecutionis

 

La inmunidad parlamentaria se justifica en la medida que constituye en un instrumento de defensa de la asamblea frente a los intereses políticos, pero no en un medio para propiciar impunidad.

 

En ese orden de ideas, para la procedencia del levantamiento de la inmunidad el pleno del parlamento debe centrar su atención en evaluar cualquier rastro político en una imputación de un delito, pero no incidir en la imputación como un problema de índole jurídico-penal.

 

Figueruelo Burrieza sostiene en similar posición que: (E)s competencia de la Cámara comprobar si tras la acusación se oculta algún “fumus persecutionis”, es decir, un ataque injustificado y arbitrario contra la libertad de aquel que se pretende encausar. El fundamento de la acusación penal no debe ser objeto del conocimiento de las Cámaras, pues ésta es función que compete al órgano judicial. Lo único que las Cámaras deben apreciar es si existe un fundamento político en la acusación, en cuyo caso la solicitud deberá ser denegada. El fundamento de la inmunidad, que es lo que se protege con la técnica del suplicatorio, es la defensa del mandato y no de las personas de los parlamentarios, por ello la actuación del Parlamento debe ceñirse a impedir actuaciones arbitrarias que perturben ese mandato y no a impartir justicia entre sus miembros.[2]

 

En efecto, y es en ese sentido que concordamos con Biscaretti di Ruffia al expresar que: Está claro, en fin, que la Cámara, en su decisión no debe sustituir al juez (contrastando la culpabilidad, o no, del imputado); sino que debe comprobar, con criterio exquisitamente político, si tras la imputación no se oculta una persecución contra el parlamentario y, de todos modos, si parece oportuno actuar el proceso o asumir la provisión requerida (…).[3]

 

En consecuencia, el elemento central en el procedimiento de levantamiento de la inmunidad será la valoración del núcleo esencial de dicha institución: el “fumus persecutionis”. García Morillo refiere: Siempre que se perciba en la aparente persecución de un delito una persecución de fondo política (operará la inmunidad). [4]

 

¿Cómo identificamos el fumus persecutionis? Cuesta Martínez señala por ejemplo: … el fumus persecutionis, se ha apreciado en situaciones del tipo siguiente: denuncia anónima, retraso excesivo en la presentación de la denuncia, acusación de desacato a un juez, mediando provocación del Ministerio Público, reconocimiento manifiesto por el denunciante de su interés en dañar al diputado, persecución judicial de uno solo de los (supuestos) autores de los hechos. [5]

 

Ciertamente como recuerda el profesor Eguiguren: (L)a inmunidad debe estar limitada  a la protección de la actividad parlamentaria ante una posible persecución política. Al encontrarnos ante un proceso en el que se busque retirar la inmunidad a un parlamentario, el Congreso deberá limitarse a examinar si detrás de la causa o delito invocados existe un móvil político, y sólo de verificarlo así, negarse a dar la autorización para que el acusado sea procesado por la justicia ordinaria. No es dable entrar al análisis jurídico del hecho objeto del procedimiento, ya que ello compete a los jueces y tribunales hacerlo se estaría desdibujando la función de las prerrogativas bajo comentario y se otorgarían privilegios personales, que posibilitarían una serie de excesos y abusos indeseables.[6]

 

No debe perderse de vista al efecto que, en ningún caso una denegación de la solicitud del levantamiento de la inmunidad extingue la acción penal. Concluido el mandato, el Poder Judicial está habilitado al juzgamiento.

 

  1. 3.    El caso Eduardo Nayap Quinin: ¿Móvil político?

 

Tomando en cuenta lo expuesto debemos absolver la consulta técnica-constitucional de si el caso del pedido de levantamiento de la inmunidad de Congresista de la República Eduardo Nayap contiene en el fondo un móvil político o si se trata de un requerimiento fundado en derecho.

 

En principio hay que señalar que, en el proceso electoral general del año 2011, al Departamento de Amazonas, del cual es representante el congresista Nayap, se le asignaron 3 escaños.  Es decir, por el partido Nacionalista del Perú, como de resto de partidos políticos participaron 3 candidatos. En este caso fueron: 1. José Maslucán Culqui, 2. Ysabel Torres Riva, y 3. Eduardo Nayap Kinin.

 

De este proceso electoral el ganador fue el número 3 de la lista, Eduardo Nayap, muy a despecho del denunciante perdedor José Maslucán. En ese sentido, el perseguidor es un interesado en que se levante la inmunidad a Nayap con el claro objetivo que lo condenen y pueda acceder ilegítimamente al escaño. ¿Hay un móvil político aquí? Evidentemente que SI.

 

Ahora bien, en cuanto a la imputación en concreto, se señala que Nayap instigó (sic) a los electores (ninguno identificado) para que falsificaran las actas electorales y orquestó un fraude electoral (ningún elemento objetivo al caso) fundamentado la denuncia en el sólo argumento subjetivo de que el voto en amazonas de las comunidades indígenas de Condorcanqui e Imaza de modo unánime en muchas mesas a favor Nayap no se ha dado en ninguna parte del país.

 

 

 

 

¿Una denuncia penal para ser válida no tendría en principio que identificar al autor o a los autores del supuesto delito? ¿Quiénes son? De otro lado, en el caso en concreto,  ¿Acaso no se sabe que las comunidades actúan bajo conceptos comunitarios? Una más, ¿Acaso no es verdad que en la segunda vuelta, el entonces candidato Ollanta Humala, obtuvo la misma votación que sacó en las elecciones pasadas el electo congresista por Amazonas, Eduardo Nayap, resaltando que en cada mesa de votación Humala logró obtener más de 120 votos, mientras que la agrupación política Fuerza 2011 solo sacaba de 5 a 10 votos por mesa? Con la misma lógica, de adoptar la posición de la denuncia y del interesado Maslucán, podríamos decir que Ollanta Humala, orquesto un fraude electoral para sacar tanta votación en estas localidades.[7] Todo lo contrario, la representación nacional debe advertir que este es otro indicador que evidencia un móvil político en la denuncia contra Nayap.

 

Finalmente, se solicita el levantamiento de la inmunidad a Nayap Kinin como involucrado en los delitos aludidos en calidad de instigador. La pregunta aquí es ¿Dónde está el instigado? ¿Cuándo se materializo la instigación?  ¿Quién lo sindica como instigador? ¿No deberíamos tener identificado primero al autor? ¿En qué parte de la solicitud del levantamiento de la inmunidad presentado por el Poder Judicial indica se establecen estos indicadores?

 

No se advierten en la solicitud ni en sus anexos ninguno de los indicadores señalados, con lo cual, el pedido de levantamiento de la inmunidad termina por  contener un evidente MÓVIL POLÍTICO: Quebrar la asamblea legislativa mediante la judicialización de una investigación primaria,  tal como ha sido planteada permitiría vencer el alto interés de la nación por preservar una representación legítima como es la del congresista Eduardo Nayap, líder indígena awajun.

 

 

 

 

Debe tomarse en cuenta además que, en el presente caso, el proceso contra Nayap se rige por el nuevo modelo procesal penal, con lo cual el procedimiento de levantamiento de la inmunidad debe ser más riguroso, ya que de lo contrario cualquier denuncia en sede fiscal y judicial podría terminar por deconstruir la representación nacional. Asimismo, nada impide que el Ministerio Público como el Poder Judicial continúen con las investigaciones y citen al congresista Nayap a las diligencias judiciales para esclarecer los hechos sí así fuera necesario. Para ello no es necesario el levantamiento de la inmunidad.

 

  1. 4.    Conclusiones

 

El pedido de levantamiento de la inmunidad contra el congresista Nayap Kinin contiene MÓVIL POLÍTICO. Ha sido presentado e impulsado por un adversario político que tiene alto interés en la judicialización de la denuncia. No existen los presupuestos necesarios en la documentación presentada que permita desvirtuar el fumus persecutionis. Asímismo, la denegación de la solicitud no genera impunidad en la medida que Nayap Kinin puede ser comprendido en la investigación y eventualmente concluido su mandato ser procesado de haber los indicios suficientes al caso.

 

 

Lima, 01 de marzo de 2013.

 

 

 

 

Gustavo Gutiérrez Ticse

Profesor de Derecho Constitucional de la

Academia de la Magistratura y de la Universidad San Martín de Porres

 


[1] Cf. Santaolalla, Fernando, Derecho parlamentario español, Editora nacional, Madrid, 1984, p. 83.

[2]    Cf. Figueruelo Burrieza, Angela, El grado de suficiencia en la motivación del suplicatorio y la doctrina del Tribunal Constitucional, En Revista de las Cortes Generales, Nº 27, Madrid, 1992, p. 51.

[3]    Biscaretti di Ruffia, Paolo, Derecho Constitucional, Tecnos, Madrid, 1973, p. 382.

[4]    García Morillo, Joaquín, Contenido, finalidad constitucional y control de la inmunidad parlamentaria, en la Inmunidad parlamentaria y jurisprudencia constitucional, Cuadernos y Debates, Nº 46, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994, p. 88.

[5]    Cuesta Martínez, Álvaro, Contenido, finalidad constitucional y control de la inmunidad parlamentaria, en la Inmunidad parlamentaria y jurisprudencia constitucional, op. cit., p. 149

[6]    Eguiguren Praeli, Francisco, Estudios Constitucionales, Ara Editores, 1ra edición abril 2002, Perú, p. 460.

[7] http://diarioahora.pe/noticia/nota.php?vidNoticia=16900

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Negacionismo y libertad de expresión

Gustavo Gutiérrez-Ticse Constitucionalista

El gobierno del Presidente Humala ha presentado un conjunto de iniciativas para combatir frontalmente a la subversión, entre ellas, y probablemente la más polémica, el proyecto que propone la negación de los delitos de terrorismo: el negacionismo.
Esta figura penal es empleada con el objeto de evitar el rebrote de las ideas que exaltan posiciones extremistas, como el neonacionalsocialismo, que niega el Holocausto nazi, o las demás posturas ideológicas que utilizan la negación de cualquier práctica genocida como insumo para afirmar sus postulados.

La defensa de la democracia constitucional bien entendida en el Viejo Continente ha hecho del tipo penal del negacionismo una herramienta para luchar contra quienes pretenden quebrar los principios y valores del Estado contemporáneo.

Así, por ejemplo, en la Decisión Garaudy con Francia, del 24 de enero de 2003, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos consideró que no puede entenderse amparada por la libertad de expresión la negación del Holocausto, pues implicaba un propósito de difamación racial hacia los judíos y de incitación al odio a ellos.

Es verdad que en España, por ejemplo, en 2007, la figura del negacionismo fue declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional de ese país, pero dicho así resulta una media verdad. En principio, esta figura estuvo vigente en 1995. Y segundo, la sentencia del Tribunal Constitucional consideró que el tipo español previsto en el artículo 607 inciso 2 del Código Penal era extremadamente abierto, pues la simple difusión de las ideas o doctrinas negacionistas eran consideradas delito. Finalmente, y por eso decimos que es una media verdad, nada impide sancionar el negacionismo en ese país, ya que España es suscriptor de la Decisión Marco del Consejo de la Unión Europea referente a “la lucha contra determinadas formas y manifestaciones de racismo y xenofobia”.

La propuesta del Gobierno, en cambio, es cerrada: limita la negación a los actos de terrorismo debidamente comprobados, previstos en la Ley N° 25475 y “establecidos en una sentencia judicial firme”. Ello implica que se trata de la adopción de una fórmula plenamente compatible con la garantía de la libertad de expresión.

Como dice la especialista en derechos humanos de la Universidad Carlos III de Madrid, doña María Suárez Espino, a propósito del caso español y de plena validez para el nuestro, la tipificación de este delito no pretende penalizar la mera negación neutra y desapasionada de unos acontecimientos históricos recientes.

Sin embargo, cuando estas expresiones, aunque no contengan elementos formalmente insultantes, pretendan un trasfondo vejatorio, minimizar, trivializar o negar la existencia de unos hechos atroces, lo suficientemente probados por otro lado, sí serían perseguibles por la justicia penal, pues, como el propio constituyente ha venido a dejar claro, la libertad de expresión tiene sus límites en el honor, la intimidad y la propia imagen.

Ciertamente, no debemos olvidar que la libertad de expresión es un pilar fundamental de la democracia; en ese orden de ideas, la negación como una fórmula que utiliza el Estado para defenderse de sus enemigos debe encontrar en el honor de las víctimas sobrevivientes el bien jurídico protegido a preservar.

Solo así, el Estado podrá cumplir su deber de defensa de la democracia, compatibilizando racionalmente las libertades con el orden público.

Diario Oficial El Peruano. Página de opinión. Fecha:06/12/2012 Leer más

EL JUEZ CONSTITUCIONAL

EL JUEZ CONSTITUCIONAL

Gustavo Gutiérrez
Profesor de Derecho Constitucional
Universidad San Martín de Porres

La aparición de los Tribunales Constitucionales supera el Estado gendarme y afirma un nuevo modelo: el Estado constitucional. Modelo en el que la preeminencia de la Constitución sobre todas las demás normas legales y los actos de poder, resulta exigible en el sistema de fuentes del derecho.

Fue Hans Kelsen quien ideó la concreción de los Tribunales Constitucionales como órganos ad hoc a inicios del siglo XX. Y desde allí es innegable la importancia de esta institución en el afianzamiento de la democracia. Precisamente por ello resulta de suma importancia reevaluar de modo permanente el perfil del Juez constitucional.

Más todavía si queda claro que los jueces constitucionales superan los requisitos que debe observar un juez ordinario y, que por cierto, no está demás recordar que esa diferencia se expone en razón que no sólo discute y resuelve temas de puro derecho sino materias que guardan una densa incidencia política. Ello justifica el por qué los elige el parlamento y no el Consejo Nacional de la Magistratura.

Ahora bien, no debe perderse de vista la valoración de las condiciones de los aspirantes a magistrados constitucionales a partir de los temas que tendrán que resolver, y que como ya dijimos, siempre tienen un fuerte contenido político. Los casos más saltantes en estos últimos quince años desde la decisión recaída en el expediente Tineo Cabrera, han sido las ratificaciones judiciales, el amparo contra amparo, la vacancia presidencial, la inmunidad parlamentaria, la justicia militar, la política en materia de hoja de coca, los aranceles al cemento, la creación del recurso de apelación por salto; casos que evidencian lo que hemos escrito. Es decir, el Tribunal Constitucional tiene en su seno la resolución de temas que combinan el derecho con la política.

Ello implica que la tarea del juez constitucional sea absolutamente delicada. No puede ser un “dogmático de laboratorio” pero tampoco un político que desdeñe el derecho. Debe saber combinar ambas artes sin perder de vista los valores superiores que contiene la Constitución.

En efecto, de inclinarse para un lado puede terminar judicializando la política, y del otro, politizando la justicia. El parámetro que el Juez constitucional no puede dejar de tomar en cuenta a la hora de resolver un conflicto entre el derecho y la autoridad es y será la Constitución. Pero la Constitución no para modificarla ni alterarla sino para hacerla prevalecer, como explica el profesor mexicano Jorge Carpizo, conforme a los límites que el poder constituyente haya impuesto.

He allí uno de los aspectos más importantes que debe evaluarse a la hora de seleccionar a un juez constitucional. Es decir, su posición frente a los problemas que deberá resolver en el ejercicio del cargo. El respeto a los valores democráticos, y por tanto, a los derechos fundamentales y a las instituciones que conforman el estado contemporáneo, en el cual precisamente no existen seres infalibles sino, todo lo contrario, poderes constituidos limitados.

En ese sentido el Juez constitucional no es el “señor del derecho”, sino en palabras de Zagrebelsky, el garante del Estado constitucional, es decir, en el guardián para la coexistencia entre ley, derechos y justicia. Allí reside su importancia y su legitimación frente a la comunidad.
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Hacia una reforma del Antejuicio Político peruano

Hacia una reforma del Antejuicio Político peruano

Gustavo Gutiérrez Ticse
(Publicado en el Boletín de la Comisión de Constitución del Congreso de la República, 2012)

La Constitución de 1993 altera figura del antejuicio político histórico al darle carácter de imperativo al contenido de la resolución que declara haber mérito a formular acusación constitucional, de suerte que el Ministerio Público y el Poder Judicial deben acatar estrictamente la voluntad del parlamento. De otro lado, aparece una especie de juicio político por medio del cual el parlamento en caso de acusaciones por infracciones constitucionales puede sancionar al funcionario acusado inclusive con la inhabilitación para el desempeño de la función pública por hasta 10 años, conforme del tenor del artículo 100º de dicho cuerpo constitucional.

Sin embargo, y como comenta el extinto profesor Valentín Paniagua “a pesar de la alteración sufrida en texto constitucional de 1993, subsisten rasgos esenciales de la institución:

– Las causas o motivos de acusación son las mismas que consagró la Constitución de 1828. Por consiguiente el antejuicio sigue siendo un procedimiento político-jurisdiccional, destinado a hacer efectiva la responsabilidad jurídica (y no política) de los altos funcionarios o por infracción a la Constitución.
– Persigue que el Congreso, como gran Jurado de la Nación, establezca, el carácter de verosimilitud de los hechos imputados, para impedir así, las acusaciones maliciosas o destinadas a herir la autoridad, la respetabilidad o la dignidad del funcionario y no a perseguir la sanción de inconductas, legalmente punibles.
– Tiene por objeto, levantar la inmunidad o la prerrogativa funcional del alto dignatario (exención de proceso y de arresto) para que los órganos jurisdiccionales (ordinarios) procesen y juzguen su conducta así como suspenderle en el ejercicio de sus funciones para impedir que el presunto responsable siente en el banquillo de los acusados la autoridad que ostenta o use de ella para perturbar el libre y autónomo ejercicio de la función jurisdiccional.”

No obstante ello, el antejuicio político pasó a ser una figura inusual, distinta a la perfilada a lo largo de nuestra historia republicana, de suerte que se convirtió a nuestro criterio, de una institución cuasi-jurisdiccional a una jurisdiccional, en donde el parlamento tiene potestades extraordinarias teniendo en cuenta la connotación de la acusación que termina por convertirse en un mandato para jueces y fiscales.

La justificación para el cambio constitucional fue la dificultosa situación que conllevó la temeridad de los componentes del sistema de justicia (Ministerio Público y Poder Judicial) en el caso Alan García, lo que hacía imperiosa la necesidad de redefinir nuestro sistema de control político de la legalidad por medio del antejuicio, de suerte que se pudieran superar las barreras jurídicas que imposibilitan un control eficaz de los gobernantes.

Tema por cierto criticado desde diferentes sectores. Para nosotros sin embargo, desde una perspectiva constitucional, la segregación que hace el constituyente es válida en tanto en cuanto no afecta la potestad sancionatoria en materia penal del juez, con lo cual pues, la excepcionalidad en la acusación, fuera del margen del Ministerio Público, no atenta contra la autonomía de dicho organismo constitucional autónomo sino confiere dicha prerrogativa al parlamento en un sistema en el cual los poderes se entremezclan y así también sus funciones.

El Tribunal Constitucional ha expuesto de forma similar: “… en los casos de antejuicio, las funciones del Congreso pueden ser, en cierta medida, asimiladas a las del Ministerio Público (porque acusa), e incluso a las del juez instructor (porque previamente investiga), pero nunca a las del juez decidor (porque nunca sanciona).” (Expediente Nº 04747-2007-PHC/TC, fundamento 3).

Ahora bien, el constituyente pensó superar las deficiencias judiciales del procedimiento del antejuicio con estas medidas, pero no supuso que ésta devendría en un gran problema luego de concluido el período gubernamental del ex Presidente Alberto Fujimori, con lo cual, se inició una inacabable sucesión de denuncias constitucionales contra los principales funcionarios de este régimen.
Esto trajo como resultado que el poder legislativo se atosigue en una suerte de “cuello de botella” con la cantidad de acusaciones constitucionales formuladas más todavía con lo complicado que resultaba la nueva configuración del antejuicio como procedimiento jurisdiccional y, por tanto, sujeto al cumplimiento de ciertos parámetros propios del debido proceso. Ello genero graves consecuencias: acusaciones sobre la base de simples supuestos, error en la tipificación de los delitos, etc.

La concreción de la Sub Comisiones de Acusaciones Constitucionales en el Reglamento del Congreso mediante reforma del año 2003, ha procurado paliar la difícil situación. Sin embargo, esto no ha sido suficiente y se ha podido observar con el caso Cheade. De suerte que, la viabilidad del Antejuicio pasa por dos opciones. La primera, mantener la inmunidad tal como está diseñada en la Constitución, y por tanto deberá constituirse un cuerpo de letrados profesionalizados en la materia a fin de garantizar la sustanciación de la acusación (lo que hoy en día no ocurre); o la segunda opción, reformar el artículo 100 para retirarle el contenido imperativo de la acusación constitucional y volver al histórico proceso político-jurisdiccional, con lo cual, la función del congreso vuelve a ser exclusivamente habilitante del proceso y no prejuzga como en la actualidad.

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Breve estudio sobre la responsabilidad constitucional de los Ministros en el Perú

Breve estudio sobre la responsabilidad constitucional
de los Ministros en el Perú

(Publicado en Gaceta Constitucional, N° 47, Lima, 2012).

El Estado democrático de derecho no es sino la manifestación más compleja y evolucionada, hasta la fecha, de los ideales del constitucionalismo. Se funda sobre la tensión entre dos grandes principios rectores: la investidura de los gobernantes por los gobernados a través de elecciones libres y la sujeción de los gobernantes a la legalidad.

Luis María Diez Picazo

Gustavo Gutiérrez Ticse

El sistema de gobierno peruano es de tipo presidencialista. Algunos autores como García Belaunde sostienen que nuestro presidencialismo histórico ha sido relativizado con la incorporación de algunas instituciones del parlamentarismo, sobre todo a partir de la Constitución de 1856 que introduce el Consejo de Ministros, lo cual es respetado en la siguiente Constitución de 1860 y en la de 1920 (que recoge por primera vez a nivel constitucional el voto de censura); no obstante, nuestro sistema sigue siendo presidencialista, moderado en razón de la introducción de las aludidas instituciones, pero presidencialista al fin y al cabo.

Cabe indicar que, como dice Pedro Planas , no es casual que la propia Convención de 1856, luego de introducir el precepto innovador, se haya preocupado en debatir y aprobar una Ley de Ministros, que se promulgó en diciembre de ese año y que recibiría agregados y modificaciones en 1862 y 1863 y que se mantuvo vigente por más de un siglo. El consejo de Ministros, como lo precisa Manuel V. Villarán, fue previsto para mediatizar el inmenso poder personal del Presidente de la República; lo que ha coadyuvado en limitar el poder del presidente pero no para afirmar un semipresidencialismo menos un parlamentarismo, sino como dijimos en el párrafo anterior, un presidencialismo “frenado”.

En ese orden de ideas, la actual Constitución de 1993 no escapa al presidencialismo como sistema de gobierno. El presidente de la República es Jefe de Estado y Jefe de Gobierno a la vez. En el cumplimiento de sus funciones, el presidente tiene funcionarios políticos que a modo de secretarios ejecutan las políticas públicas en sus respectivos sectores: Los ministros de estado.

Los Ministros cumplen un rol preponderante en las tareas gubernamentales. Más todavía con la recomposición del Estado liberal, que procura dotar a la comunidad de bienestar general. Articulan la voluntad política del Presidente de la República, sirven como ejecutores directos pero además forman un cuerpo protector de la figura presidencial, a la que lo terminan cubriendo de cualquier eventualidad política y jurídica de tal modo que el presidente termina siendo irresponsable por sus actos.

En la ejecución de sus funciones, los Ministros cumplen sus tareas desde dos perspectivas. De modo colectivo en el Gabinete e individualmente en sus ministerios. Los Ministros conforme a lo establecido en el artículo 128° de la Constitución asuman dicha responsabilidad por mor del instituto de la “solidaridad ministerial”. Y es que el sistema de gobierno está tan fuertemente impregnado de la figura presidencial que, si se admite la posibilidad de cuestionarlo por cualquier incidente, lo que materializaría sería ingobernabilidad y, con ella, una crisis política.

En efecto, y como escribe Rubio Correa , para garantizar que en toda decisión del Poder Ejecutivo haya un responsable político, es que se exige que un ministro refrende los actos del Presidente para darles validez. En ese orden de ideas, la “solidaridad ministerial” guarda estrecha vinculación con el refrendo ministerial, ya que –tal como corrobora Pizzorusso – por medio de éste comporta la asunción, por parte del ministro, de la responsabilidad política del acto suscrito por el Jefe de Estado, de acuerdo con la regla, ya comentada, que establece la irresponsabilidad de este última.

En consecuencia, el refrendo resulta prevalente para determinar la responsabilidad constitucional de los ministros en las tareas gubernamentales. Como el presidente es irresponsable, el ministro con su refrendo asume cuentas no solo por sus actos sino también por los actos presidenciales. Pero no solo en el caso del refrendo los ministros tienen responsabilidad constitucional, sino también en el colectivo como parte del Gabinete, de suerte que los actos delictivos o violatorios de la Constitución o de las leyes en que incurra el Presidente de la República o que se acuerden en Consejo, aunque salven su voto, asumen responsabilidad, a no ser que renuncien inmediatamente.

De ésta manera, la responsabilidad ministerial no sólo es política, sino administrativa e inclusive penal. Por ello, los Ministros pueden ser acusados constitucionalmente por cualquier contravención a la Constitución que se ejecuten con su consentimiento. Ello se materializa con el refrendo o con el voto en el Gabinete. Igualmente, pueden ser procesados penalmente por un acto delictivo que se geste en el acto presidencial o en el colegiado. La exculpación sólo es posible con la renuncia.

Discrepamos en ese sentido de Santistevan de Noriega cuando señala que no existe responsabilidad solidaria en materia penal por el carácter personalísimo inherente a ella. Y en esa línea también disentimos de la postura adoptada por Nakasaki, para quien la responsabilidad penal de los Ministros no puede atribuirse simplemente a título de solidaridad por el hecho ajeno consistente en el acto de gobierno ilegal del Presidente, pues la solidaridad como regla se aplica al caso de las obligaciones patrimoniales; la responsabilidad penal conforme al artículo 11 inciso 2 de la Declaración Universal, al artículo 15 inciso 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, al artículo 9 del Pacto de San José de Costa Rica, al artículo 2 inciso 24 parágrafo d de la Constitución Política, a la norma II del Título Preliminar, artículos 11, 12, 14 y 20 del Código Penal, solamente se puede determinar verificando que los Ministros de Estado con ocasión del acto de gobierno del Presidente ilegal, han cometido a su vez una acción típica, antijurídica y culpable. Es decir, prosigue Nakasaki , la responsabilidad penal de los Ministros de Estado no se basa en que el Presidente cometa un delito en el ejercicio de su función, sino en que con ocasión del mismo los Ministros a su vez realicen una conducta que pueda ser calificada como ilícito penal, por comisión dolosa, omisión propia dolosa, omisión impropia dolosa, o comisión u omisión culposa.

Ciertamente expresamos nuestra opinión en contrario porque la “solidaridad ministerial” no encubre al mandatario por delitos comunes. Un homicidio por ejemplo, no le extiende responsabilidad al Ministro. Lo que sí lo hace sujeto de responsabilidad penal es la suscripción de una decisión delictiva o un acuerdo en el Gabinete que evidencien la comisión de ilícitos. La discusión del grado de responsabilidad será de juez penal, pero qué duda cabe de su responsabilidad.

Precisamente, en los inicios del año 2000, una vez fenecido el régimen del ex Presidente Alberto Fujimori, varios de sus ex Ministros fueros acusados constitucionalmente por infracciones a la Constitución y por presuntos delitos, implicados en virtud al artículo 128° de la Carta Política que impone la “solidaridad ministerial” con los actos del gobernante.

En efecto, los Ministros asumen la responsabilidad por un acto de gobierno que consientan o asuman un acuerdo tomado en Consejo de Ministros, inclusive si éste fuere de consecuencias jurídico-penales. Pero queda claro que, sólo en caso de actos de gobierno y no en actos comunes, en donde operarán otras vías de control como es el caso del procedimiento de vacancia, y eventualmente una vez finalizado el mandato, la acusación constitucional, de conformidad con los artículos 99° y 100° de la Constitución Política.

Así se concluyo el Informe de la Subcomisión encargada de investigar la denuncia constitucional N° 30, presentada contra el ex presidente Alberto Fujimori Fujimori, contra el ex Presidente del Consejo de Ministros, Federico Salas Guevra Schultz, y contra los ex Ministros de Estado, en ejercicio al 10 de noviembre de 2000, Fernando de Trazegnies Granda, Carlos Bergamino Cruz, Carlos Boloña Behr, José Alberto Bustamante Belaúnde, Alejandro Aguinaga Recuenco, José Chimpler Ackerman, Edgardo Mosqueira Medina, Gonzalo Romero De La Puenta, Jorge Alfredo Chamot Sarmiento, Augusto Bedoya Cámere, Pablo Arturo Handabaka García, María Luisa Alvarado Barrantes y Luis María Cuculiza Torre, por los delitos de Favorecimiento o Encubrimiento Real, Usurpación de Funciones y Abuso de Autoridad, tipificados en los artículos 405º, 361º y 376º del Código Penal, así como de la responsabilidad penal y/o solidaria en la comisión de los delitos de Allanamiento Ilegal de Domicilio y Hurto Agravado, tipificados en los artículos 160º y 186º del Código Penal.

Como se recuerda, Fujimori con un equipo formado por personal de seguridad de la Casa Militar al mando del Edecán Capitán de Fragata AP Francisco Calixto Giampietri, e integrado por el Director General de Asesoría Jurídica de la Casa Militar Teniente Coronel EP SJ Manuel Ulises Ubillús Tolentino, materializaron el ilícito; y los ministros, al no presentar sus respectivas renuncias, fueron acusados de coautores o partícipes de conformidad con el artículo 128° de la referencia.

El informe en cuestión propuso absolver a los denunciados de la responsabilidad solidaria a que se refiere el artículo 128º de la Constitución Política, por los delitos aludidos en razón que no constituían actos de gobierno.

Distinto acaeció en el caso de la denuncia constitucional N° 19, y en la cual tuvimos el honor de participar. Denuncia interpuesta contra el Ex Presidente de la República Alberto Fujimori Fujimori y los señores Carlos Boloña Behr, ex Ministro de Economía y Finanzas; Carlos Bergamino Cruz, ex Ministro de Defensa; y Federico Salas Guevara-Schultz, ex Presidente del Consejo de Ministros, como presuntos autores de los delitos de Peculado, Asociación para Delinquir, Falsedad Material y Falsedad Ideológica.

La imputación en este caso era la de haberse organizado a nivel de las más altas esferas de poder, a fin de utilizar recursos del Estado en beneficio de Vladimiro Montesinos, al haber dispuesto se le entregue la suma de S/. 52’500,000 (cincuenta y dos millones quinientos mil nuevos soles), equivalente en ese entonces a USD$ 15’000,000 (quince millones de dólares americanos). Dicho dinero fue retirado del presupuesto del Ministerio de Defensa y luego entregado al mencionado ex asesor a título de una indebida e ilegal compensación por tiempo de servicios.

Para tal propósito, el ex Presidente Fujimori expidió el Decreto de Urgencia No. 081-2000, emitido el 19 de septiembre de 2000, a través del cual se dispuso una ampliación presupuestal a favor del Sector Defensa. Este Decreto fue emitido en forma irregular al no cumplirse el procedimiento legal y constitucional establecido para su aprobación, y por sustentarse en información falsa, como lo fue el hecho de invocar inexistentes razones de seguridad nacional con el propósito de financiar un supuesto plan denominado “Plan Soberanía”, destinado a contrarrestar posibles invasiones a territorio peruano de los grupos alzados en armas en Colombia. En este caso, la actuación de los ministros sí formaba parte de una cadena de acciones que contravenían la Constitución e inclusive el Código Penal. Por esta razón es que finalmente, la responsabilidad de los ministros permitió una acusación constitucional para que sea el Poder Judicial el que se avoque al caso.

Como se observa en el caso concreto, los ministros participaron en la elaboración del Decreto de Urgencia No. 081-2000. En ese sentido, la participación en el hecho delictivo configuraba un acto de gobierno.
De lo que se observa es que el sistema de gobierno peruano, con los frenos incorporados a lo largo de nuestra historia constitucional, ha permitido que el control de los gobernantes pueda materializarse, más desde el retorno a la democracia a partir del año 2000. El presidente de la República, es verdad, sigue teniendo el dominio del poder político, pero qué duda cabe su imposibilidad de gobernar sin sus ministros, a pesar que puede retirarles la confianza inopinadamente y en cualquier momento.
Sin embargo, debido a la configuración de la “solidaridad ministerial”, hay siempre un freno en la actuación de presidente, ya que aún si los ministros fueran manipulados, queda siempre abierta la posibilidad de sancionar no sólo al ministro sino eventualmente al Presidente. Así ocurrió con el caso de la indemnización por los quince millones, por lo cual el ex Presidente Fujimori fue condenado en el año 2009 a siete años y seis meses de prisión.
Ciertamente, la Constitución permite el control de los gobernantes en la medida que habilita el antejuicio por cinco años luego de haber cesado en el cargo. En muchos casos, han operado los antejuicios para habilitar el procesamiento de ministros por convalidar actos presidenciales (Boloña, Bergamino, Camet, etc.). Por ello, no es cierto lo aseverado por Samuel Abad cuando sostiene lo contrario, es decir, que no habría ningún ministro sujeto al antejuicio con la actual Constitución.
En definitiva, el modelo constitucional resulta interesante. Difícilmente podríamos cambiar nuestra forma de gobierno de un histórico modelo presidencialista a uno parlamentarista, pero qué duda cabe de la importancia de la incorporación de las instituciones de este último en la atenuación de nuestra forma gubernamental. Sí consideramos necesario procurar mejorar las condiciones de implementación de otras formas de control de la responsabilidad constitucional de los ministros, sobre todo, en las de tipo político, permitiendo quizás que la censura sea más eficaz y no solamente simbólica como resulta en el país, o en todo caso plantear la incorporación del impeachment como mecanismo que permita separar al ministro del cargo en caso no guarde el decoro para proseguir en funciones. Porque de lo contrario, siempre recala como amenaza, la judicialización de la política.
Y es que –como recuerda Diez Picazo – cuando los gobernantes ponen la responsabilidad política en un plano subordinado, no parece que esos mismos gobernantes tengan luego una particular autoridad moral para reprochar a los jueces su intromisión en cuestiones de naturaleza política. Por otra parte, implica una regresión del constitucionalismo a una fase primitiva de indiferenciación de los posibles tipos de responsabilidad de los gobernantes. Ello deteriora el funcionamiento de la democracia, porque empuja al Parlamento, e incluso a los ciudadanos, a hacer dejación de sus deberes a favor de los jueces.

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Asesor Principal de la Comisión de Constitución y Reglamento. Profesor de Derecho Constitucional de las Universidades San Martín de Porres e Inca Garcilaso de la Vega.
Cf. García Belaunde, Domingo, El presidencialismo atenuado y su funcionamiento (con referencia al sistema constitucional peruano), www.juridicas.unam.mx, p. 124 y ss.
Planas, Pedro, Democracia y Tradición constitucional en el Perú, Editorial San Marcos, Lima, 1998, p. 56.
Cf. Rubio Correa, Marcial, Estudio de la Constitución Política de 1993, Fondo editorial PUCP, Tomo 4, Lima, 1999, p. 388.
Pizzorusso, Alessandro, Lecciones de derecho constitucional, Centro de estudios constitucionales, Tomo I, Madrid, 1984, p. 320.
AAVV: La Constitución comentada artículo por artículo, Gutiérrez, Walter (Dir.), Gaceta Jurídica, Tomo II, p. 129.
Nakasaki Servigón, César, El antejuicio y la responsabilidad solidaria de los ministros de Estado respecto de delito cometido por el Presidente de la República, En Revista Dialogo con la Jurisprudencia, Año 9, Numero 57, Junio, 2003, Gaceta Jurídica, Lima, p. 71.
Abad Yupanqui, Samuel, La responsabilidad de los ministros, en Diario El Comercio, Lima 31 de agosto de 2009, p. A-6.
Diez Picazo, Luis María, La criminalidad de los gobernantes, Crítica, Barcelona, 1996, p. 85.
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La creación del recurso de apelación por salto: ¿Otra vez la supuesta ‘autonomía procesal’?

Gustavo Gutiérrez-Ticse
Publicado en Gaceta Constitucional N° 43.

Los procesos constitucionales constituyen mecanismos de defensa de la supremacía de la constitución. En ese sentido son configurados en dicho nivel normativo. No por disposiciones de inferior jerarquía sino por lo que ha prescrito el constituyente en su obra suprema: la Constitución.
Conforme a una lectura de nuestra vigente Constitución existen siete procesos constitucionales. El hábeas corpus, el amparo, el hábeas data y el proceso de cumplimiento, destinados a la tutela de los derechos fundamentales; y el proceso de inconstitucionalidad, el competencial y la acción popular concretizados en la defensa de la primacía de la constitución.
De otra parte, la Constitución prevé que nuestro modelo de jurisdicción constitucional es dual. Es decir, tenemos los dos sistemas de control tanto el difuso como el concentrado en coordenadas distintas. Así se infiere de una lectura sistemática de los artículos 138º y 201º de la Carta Política. Y el Tribunal Constitucional conoce los procesos constitucionales de la libertad en tanto en cuanto se trate de denegatorias. Es decir, demandas declaradas improcedentes o infundadas por los órganos jurisdiccionales. A partir de allí se configura el recurso de agravio constitucional, como medio conector entre el ciudadano y el Tribunal Constitucional para la defensa de los principios y valores superiores de la comunidad.
En efecto, lo expuesto hasta aquí, es el pórtico desde el cual nuestro Código Procesal desarrolla los procesos constitucionales, consagra los principios procesales y las reglas de procedencia e improcedencia que den lugar para garantizar los fines constitucionales.

De suerte que, por ejemplo, no es posible crear un proceso constitucional más porque si así fuera estaríamos rebasando el marco constitucional. Tampoco es posible establecer reglas procesales por la vía de la interpretación porque estaríamos superando nuestras propias estructuras jurídicas consagradas a nivel legal. Lamentablemente lo primero se ha materializado con la creación de un supuesto precedente constitucional “vinculante” alojado en el art. VII del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional en razón que no tiene base en la Constitución, y lo que ahora se ha consumado fuera de todo margen jurídico con la creación de un “recurso de apelación por salto”, que no existe en nuestra normatividad.
Se trata de una nueva configuración del Tribunal Constitucional sobre su supuesta “autonomía procesal” para determinar en situaciones específicas la creación de reglas procesales.
¿Tiene en verdad autonomía procesal el Tribunal Constitucional? En la sentencia recaída en el Exp. Nº 013-2002-AI/TC ha señalado que la Constitución le confiere tal prerrogativa, con el objeto de optimizar sus funciones (artículo 201º). Afirmación por cierto, a todas luces discutible.
La autonomía procesal que el Tribunal se atribuye no tiene una definición pacífica en la legislación comparada. De hecho en Alemania, en donde se origina el término, la polémica no ha cesado. Nuestro Tribunal la define como “aquella garantía institucional mediante la cual se protege el funcionamiento del Tribunal Constitucional con plena libertad en los ámbitos jurisdiccionales y administrativos, entre otros, de modo que en los asuntos que le asigna la Constitución puede ejercer libremente las potestades necesarias para garantizar su autogobierno, así como el cumplimiento de sus competencias. Ello implica además que los poderes del Estado u órganos constitucionales no pueden desnaturalizar las funciones asignadas al Tribunal Constitucional en tanto órgano de control de la Constitución. (Exp. N.º 00005-2007-PI/TC FFJJ 37 y 38).

Como se recuerda, de la clásica teoría de la división de poderes (legislativo, ejecutivo, y judicial), pasamos a un modelo de “pesos y contrapesos” que han dado cabida a nuevos órganos constitucionales, como el Ministerio Público, los Consejos de la Judicatura, la Defensoría del Pueblo y el Tribunal Constitucional. Y precisamente cada una de estas modernas instituciones se han venido asentando de una u otra manera en el constitucionalismo contemporáneo, de tal manera que la teoría constitucional las glosa e identifica sus elementos básicos pero no las perfila de modo homogéneo en razón que resultan ser creaciones de la Constitución, y por tanto adquieren sus propios matices de realidad en realidad.

En ese sentido, el control concentrado de la constitucionalidad, es una expresión del Estado democrático constitucional. Y nadie discute su contribución e importancia en la limitación de los excesos del poder y en la revaloración de la persona humana y el respeto a su dignidad. Ahí reside la legitimidad de los Tribunales y Cortes Constitucionales en el mundo.

Tampoco se contradice la capacidad de éstos órganos de interpretar la Constitución, y mantenerla viva al paso del tiempo. Lo que sí es objetable, al menos en los sistemas democráticos, es pretender configurar un Tribunal Constitucional al grado de mutilar o alterar la Constitución, en tanto y en cuanto se trata de la materialización del acto soberano, libre y supremo, que es elaborar y sancionar el pacto social. Y es que, como sostiene el profesor mexicano Jorge Carpizo , las facultades del Tribunal Constitucional son señaladas expresamente por la Constitución

Ciertamente, el Tribunal Constitucional constituye un “comisionado” del pueblo reunido en una constituyente, como los demás órganos del Estado; concretizado en el control de la constitucionalidad; pero no en el control de la Constitución.

Y ello no podría hacerlo, puesto que la Constitución es expresión de la soberanía popular. Del pueblo reunido en determinados momentos de la historia en el que los constituyentes acuerdan diseñar el modelo de estado, sus instituciones, los ámbitos de competencia y límites de éstas. Precisamente, ello, como expresa Tomas y Valiente obliga no sólo a quienes compongan a cada momento el Tribunal Constitucional, que no es, obviamente, titular de la soberanía, ni del poder constituyente, sino el supremo garante de lo que el pueblo soberano, titular del poder constituyente, dejó escrito en el texto de la Constitución a la que estamos sometidos todos inclusive ellos mismos.

¿En consecuencia, cual es el límite del control que ejerce el Tribunal Constitucional? La respuesta es obvia: la Constitución. De modo tal que si la Constitución estatuye un modelo de control híbrido en el cual establece “esferas de cierre” en donde el Tribunal Constitucional no tiene expresas competencias, la posibilidad que éste llegue a avocarse a dichas esferas pasa por una reforma constitucional y no por una interpretación por más elástica que le permita el sistema, pues como dice Haberle , la interpretación de la Constitución no debe llegar a una identidad con el legislador (mucho menos con el constituyente).

En efecto, si la Constitución señala textualmente que las decisiones del Jurado Nacional de Elecciones son irrevisables (Art. 181), que no se someten a referéndum las normas de carácter tributario (Art. 32), que los fallos del Poder Judicial que adquieren la calidad de cosa juzgada son inmutables (Art. 139 inc. 2), que los magistrados destituidos no pueden reingresar al Poder Judicial ni al Ministerio Público), o que el Tribunal Constitucional solo conoce de los procesos constitucionales cuando se trate de denegatorias (Art. 200), es porque el constituyente así lo ha decidido; de modo que si el Tribunal Constitucional como que lo ha hecho, ingresa a contradecir éstas cláusulas constitucionales para darle una orientación absolutamente contrapuesta, está extralimitando sus competencias.

Igual ocurrirá cuando el Tribunal pretenda crear sus propias reglas y diseñar su propio proceso como si fuera dueño del mismo aún así se ampare en lo prescrito en el Art. 2 del Título Preliminar del Código Procesal Constitucional cuando estatuye el derecho-deber del Tribunal de adecuar las formalidades a los fines del proceso. Polémicas decisiones como la posibilidad del “amparo contra amparo” o la incorporación de la figura del “amicus curiae” no son pacíficas. Y es que por cierto, el precitado artículo no le da al Tribunal Constitucional la capacidad de flexibilizar sus reglas o de crear nuevas disposiciones, sino la de adaptar al caso concreto los parámetros de su actuación

Lo que debería el Tribunal Constitucional frente a la necesidad de contar con una regla general de alcance procesal o inclusive material es generar mediante el principio de colaboración de los poderes ante el parlamento una propuesta de ley a fin que se modifique la norma pertinente e incorpore por ejemplo en el presente caso el proceso de apelación por salto (que por cierto para nosotros no solamente es ilegal sino además inconstitucional). Pero reiteramos, así se persista mínimamente debería corresponder al parlamento la creación de ésta figura.

Con la publicación de las Resoluciones Administrativas Nºs. 036-2011-P/TC y 028-2011-P/TC por medio de las cuales el Tribunal Constitucional incorpora a su Reglamento Normativo disposiciones específicas para la tramitación del nuevo recurso de apelación por salto se acaba de consumar la vulneración del ordenamiento constitucional. Llega al punto de polémica las citadas resoluciones que a diferencia del recurso de agravio previsto en el Art. 18 del Código Procesal Constitucional, en las apelaciones por salto ya no será siquiera necesaria audiencia de vista de la causa. “por la sencilla razón de que no se está debatiendo una controversia o litis constitucional, ya que ésta se encuentra resuelta en forma definitiva por la sentencia del Tribunal Constitucional, sino que se va a verificar el estricto cumplimiento, o no, del mandato contenido en la sentencia”. (Exp. Nº 00004-2009-PA/TC, f.j. 15)

Lo que finalmente concluirá con esto es que el sistema jurídico se empezará a deconstruir y por lo tanto la labor del Tribunal Constitucional terminará siendo absolutamente cuestionada. El parlamento ya no será necesario porque en definitiva el propio Tribunal desarrollará su propio proceso ya no solamente mediante los mandatos de sus sentencias sino por sus reglamentos emitidos en razón a sus intereses.

Ya el profesor Juan Monroy ha señalado refiriéndose a la autonomía procesal que ni en su país de origen y tampoco en España, desde donde se nutren de información los asesores del Tribunal Constitucional, la Autonomía Procesal ha adquirido reconocimiento y mucho menos título de exportación. Por eso nos queda la duda razonable en torno a si los jueces del TC saben que han asumido una peligrosa doctrina que donde se engendró no sólo es discutida y relegada sino que, además, se sostiene en una profunda desinformación y desdén sobre una ciencia jurídica, la procesal.

Es más la profesora Rodríguez Patrón , ha reiterado en referencia a la autonomía procesal que conforme a lo sostenido por la doctrina, el Tribunal Constitucional Federal alemán está sometido a muchos límites en la realización de esta tarea, entre ellos, los principales, la ley y el principio de división de poderes. La LF (art. 94.2) ha encomendado la regulación del proceso constitucional a la Ley federal y no al Tribunal, por lo que la regulación de aquélla debe, en todo caso, respetarse. A falta de previsión de la Ley y, de acuerdo con el principio de división de poderes, al TCF le corresponde actuar de forma adecuada a la función que la Constitución le ha asignado, la judicial y, por tanto, actuar como cualquier otro Tribunal en ese supuesto ha de buscar en el caso concreto, dentro del conjunto formado por los distintos ordenamientos procesales, los principios o reglas necesarios que mediante su aplicación analógica puedan completar la Ley. Debido a la especialidad del Derecho procesal constitucional, en ocasiones los métodos tradicionales de integración judicial del Derecho pueden no ser suficientes para colmar la laguna. Sólo en estos casos —mantiene la doctrina— el TCF tendrá una mayor libertad para completar la LTCF, lo que debe hacer, igualmente, en el ejercicio de su función jurisdiccional y, por tanto, en el seno de un proceso concreto. De lo contrario, estaría ejerciendo una competencia (normativa) que no le corresponde a él, sino al legislador.

¿Que ocurre entonces con la autonomía procesal a la peruana? Una atribución dudosa pero que además le permite al Tribunal ir más allá de lo que la propia doctrina asume. No le falta razón al profesor Monroy cuando adjetiva a la autonomía procesal justificada por nuestro Tribunal Constitucional como una “vulgar coartada multiuso”

Distinto es que el pueblo dote al Tribunal Constitucional de verdaderas características de supremo intérprete y, darle cabida al control absoluto por mor de los derechos fundamentales, ello tendría que pasar por una reforma constitucional que precise además de su calidad de “supremo” que hoy en día en sede constitucional no lo expresa, rediseñe las instituciones y figuras que precitamos párrafo arriba, e inclusive para actuar en contrario, es decir, para explicitarle sus límites. Sea cual fuera la decisión, como sostiene Haberle, requiere en el Estado constitucional de determinados procedimientos y mayorías calificadas en el parlamento. Eso es lo democrático.

He allí el tema de fondo. La transformación de la Constitución no es un asunto de los intérpretes sino de los constituyentes, y el Tribunal no lo es como tampoco el parlamento, salvo cuando inicia un proceso de reforma constitucional con las exigencias que Haberle nos ha dicho. De lo contrario se corre el peligro de terminar por sustituir la soberanía popular por estamentos corporativos que no ostentan dichas prerrogativas.

Y es que como expone Carpizo , el Tribunal Constitucional obviamente también tiene límites. Ellos son:

a) Su competencia es primordialmente la interpretación de la Constitución, su defensa y el control de la constitucionalidad de las leyes y actos. Entonces no puede ir más allá de las funciones que expresamente le señala la propia Constitución y usurpar atribuciones del poder constituyente o de los poderes constituidos. Como poder constituido tiene límites.
b) Respeto a las cláusulas pétreas contenidas en la Constitución.
c) Acatamiento a la Constitución material, es decir, a los principios y valores fundamentales que individualizan a la Ley Fundamental, aunque no estén expresamente señalados. Una de las funciones esenciales del tribunal es cuidar la obediencia a dichos principios.

Pareciera que no es probable que un tribunal constitucional desconozca esos límites, en virtud de que su esencia es la defensa jurisdiccional de la Constitución, y es el primero que debe respetarla, prosigue Carpizo. Sin embargo, en la realidad, diversos tribunales constitucionales (como es el caso del peruano) han protagonizado enfrentamientos políticos en su afán de aumentar su poder, o el tribunal se compromete en un activismo judicial galopante y desenfrenado que puede llegar a atropellar sus propios límites constitucionales. Es lo que se evidencia con todo el discurso empleado por el Tribunal Constitucional para construir el recurso de apelación por salto. De modo tal que en aras a preservar la institucionalidad de los órganos de poder debe fomentarse una permanente colaboración de los poderes para evitar el abuso de competencias.

Y ello porque, en palabras del citado Carpizo , la historia política nos enseña lo peligroso que es un poder ilimitado, se trate de la naturaleza que sea y sin importar quien sea.

Bibliografía

Carpizo, Jorge, El Tribunal Constitucional y sus límites, Grijley, Lima, 2009, p. 41
Tomas y Valiente, Tomas, Escritos desde y sobre el Tribunal Constitucional, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 84.
Haberle, Peter, El estado constitucional, Pucp, Lima, p. 162
Monroy Palacios, Juan, La “autonomía procesal” y el Tribunal Constitucional: apuntes sobre una relación inventada, en Revista Oficial del Poder Judicial, Año 1 Nº 1, Lima 2007, p. 277.
Rodríguez Patrón, Patricia, La libertad del Tribunal Constitucional alemán en la configuración de su derecho procesal, en Revista Española de Derecho Constitucional, Año 21, Nº 62, Mayo-Agosto, Madrid, 2001, p 172.
Monroy, Juan, op. cit., p. 290.
Haberle, Peter, op. cit., p. 65
Carpizo, Jorge, op. cit., p. 68.
Carpizo, Jorge, op. cit, p. 69

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La Constitución de 1993, ¿semántica o normativa?

Gustavo Gutiérrez-Ticse
Profesor de Derecho Constitucional

Decía Manuel Vicente Villarán que el Perú ha vivido haciendo y deshaciendo constituciones. En cerca de dos siglos de historia republicana hemos tenido 12.

De todas nuestras anteriores constituciones ha sido significativa la de 1979 por varios factores: la afirmación de un derecho social, la consolidación del sistema internacional de protección de los derechos humanos, la aparición de los órganos constitucionales autónomos en la experiencia comparada, entre otros aspectos. Sin embargo, traía consigo un modelo intervencionista en materia económica que sufrió de vejez prematura como consecuencia de la caída del bloque socialista y la afirmación del mercado como única opción globalizada.

La Constitución de 1993 construida para justificar un modelo autoritario compatibilizo plenamente con la política económica imperante en el mundo. De ahí que Panigua la haya denominado empleando la famosa tipología de Constituciones desarrollada por el célebre jurista Karl Loewenstein (normativas, nominales y semánticas) como una Constitución de éste último tipo, es decir, una Constitución “semántica”.

En otras palabras, un documento utilizado como disfraz para mantener un régimen político pero nunca proyectada para la construcción de un modelo plenamente compatible con el pluralismo y la cultura de nuestros pueblos. Una constitución típica de los países resultantes de la quiebra de la cortina de hierro con claros objetivos aparentemente moldeados en beneficio de la comunidad bajo un esquema económico de bienestar. Pero nunca una constitución democrática.

Sin embargo, la Constitución de 1993, acaba de superar los tres lustros. ¿Como se explica esto? Ya no puede ser un disfraz porque el régimen que lo concibió no existe. A contracorriente, ha sido empleada en la legitimación y ejercicio de tres gobiernos democráticos y de respaldo para la ejecución de sus respectivos planes de gobierno. En consecuencia, ¿se trata de la Constitución “semántica” de la que hablaba Valentín Paniagua? Creemos que no. Y mucho ha tenido que ver al respecto el desmontaje de las evidencias autoritarias que existían en sus dispositivos: ya no existe la norma del hábeas data contra los medios de comunicación, tampoco la reelección presidencial inmediata, el capítulo de la descentralización ha sido recompuesto. El tribunal constitucional ha cumplido su rol de intérprete dándole un contenido humanista a muchos de sus dispositivos. En otras palabras, lo que ha habido es un paradójico caso de mutación constitucional. Como el patito feo del célebre cuento infantil, la Constitución ha dejado de ser semántica para convertirse en normativa.

En efecto, la Constitución de 1993, de un matiz autoritario en su génesis, a partir del año 2000 con la instalación del gobierno transitorio del ex presidente Valentín Paniagua se ha convertido en una Constitución normativa, en la medida que coincide con los actores políticos y compatibiliza en la comunidad como una norma de eficacia jurídica. No se trata por cierto que la ciudadanía esté plenamente de acuerdo con los postulados constitucionales, sino que las instituciones que ella concibe funcionen, exista claro respecto a las decisiones de los órganos constitucionales y los ciudadanos cuenten con los mecanismos para exigir sus derechos. En otras palabras que hayan reglas previsibles por medio de las cuales detentadores y destinatarios del poder deban someterse al derecho como es moneda corriente en cualquier estado democrático.

En consecuencia, se trata de una vieja Constitución autoritaria pero de una nueva Constitución democrática. Ya no es una Constitución-disfraz hecha para ser un instrumento del gobernante de turno (el gobernante de los años 90 ya no está en el poder y la Constitución sigue vigente), sino hoy en día es una Constitución-traje que encaja al cuerpo ciudadano.

Es una norma viva que, más allá de los sentimentalismos históricos que justificadamente dan fundamento a buena parte de peruanos a exigir su derogatoria, no por ello deja de ser una norma de eficacia normativa. Por lo tanto, de no mediar consenso en la comunidad para invocar al poder constituyente por la vía jurídica que habilita el artículo 206º de la Constitución, o lo que es lo mismo, de no lograr convencerse a la mayoría ciudadana de su inconveniencia y de la necesidad de una reforma, perdurará en el tiempo porque para cambiar un modelo constitucional es insoslayable generar un sentimiento en común y mayoritario de buscar un cambio. Cosa que no ha ocurrido hasta el momento y que nos permite reafirmar que, a más de tres lustros de aquel lejano 1993, la Constitución es plenamente normativa.

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EL CONSEJO NACIONAL DE LA MAGISTRATURA EN EL PERU

EL CONSEJO NACIONAL DE LA MAGISTRATURA DEL PERU: LEGITIMIDAD Y PLURALISMO

GUSTAVO GUTIERREZ TICSE
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de San Martín de Porres

El Consejo Nacional de la Magistratura (en adelante CNM) fue inicialmente estatuido por la Constitución de 1979 y reformulada en la vigente Carta de 1993. Forma parte del conjunto de instituciones que integran el sistema de justicia, y su misión es la de transferir el poder democrático a los ciudadanos que deben ejercer la alta misión de impartir justicia garantizando de ésta manera los principios constitucionales de independencia e imparcialidad judicial. En ese orden de ideas, el CNM se encarga de seleccionar, ratificar y destituir a los jueces (y fiscales) del Perú.

Esta alta misión ha sido uno de los fundamentos por los cuales el constituyente optó por una composición plural del CNM, no solamente con la participación de los representantes de los propios estamentos de justicia (jueces, abogados y profesores de derecho) sino además con una cuota cualificada de representantes de los sectores de la sociedad organizada y que no tienen ninguna formación jurídica.

Se trata de una construcción constitucional sui generis que ha permitido en éstos últimos años afianzar el modelo de organización judicial que procura preservar los principios de independencia e imparcialidad judicial mediante la selección y evaluación (léase ratificación), por un estamento ajeno al poder político, además de habilitar el análisis multidisciplinario del perfil de los jueces (y fiscales). Es decir, desde una visión multidisciplinaria analítica de cada caso desde diferentes frentes.

Sin embargo, uno de los grandes cuestionamientos al modelo constitucional del CNM peruano es precisamente ese, es decir, la pluralidad de su composición, argumentándose al efecto que la selección y evaluación de jueces debe ser un tema en exclusiva de los especialistas en materia jurídica.

II
LA TRANSFERENCIA DEL PODER A LOS JUECES

Desde la perspectiva del constitucionalismo clásico el poder se adquiere por la voluntad general de los pueblos. Rousseau señala:

¿Qué es, pues, propiamente un acto de soberanía? No es convenio del superior con el inferior, sino del cuerpo con cada uno de sus miembros.

Montesquieu años más tarde teoriza el Estado inglés a fin de justificar la necesidad de afianzar el ejercicio del poder de modo racional y no despótico. Este argumento hace que el Estado tenga una estructura y la estructura requiera ser consentida por todos de modo tal que tenga plena legitimidad.

Montesquieu cree ver en la división de poderes la estructura de la que estamos hablando, es decir, la forma adecuada para asegurar la permanencia del Estado en el tiempo y la paz social que se traduce en la tranquilidad de los ciudadanos.

Precisamente la concepción tripartita de poder (legislativo, ejecutivo y judicial) ha significado en tiempos modernos el asentamiento de un estado democrático, el cual con algunos matices propios del vanguardismo constitucional como es el caso de la justicia constitucional, el fortalecimiento de los organismos constitucionales autónomos, permite hablar hoy en día de un “estado constitucional”.

Sin embargo, el origen del poder judicial sigue en cuestión: ¿Cómo se legitima el poder de los jueces? Evidentemente que su poder emana del pueblo (ius imperium), pero su forma de adquisición no es la misma que en las demás. López Guerra argumenta que:

La legitimación democrática del Juez, a la vista de los mandatos constitucionales, se produce por otra vía: es una legitimación de ejercicio, no de origen. El juez, en el ejercicio de su “terrible poder” (decía Montesquieu) no aplica más voluntad que la voluntad de la ley; no aplica la voluntad de otros sujetos, ni siquiera la suya propia. El juez se inserta dentro de la legitimidad democrática de los poderes del Estado en cuanto se convierte en mecanismo de aplicación, en casos concretos, de la voluntad popular manifestada de forma general en la ley. Tal es el fundamento de la exigencia de independencia e imparcialidad del juez. No puede someterse a los mandatos e influencias de otros (independencia) ni puede, por otro lado, decidir en virtud de preferencias personales (imparcialidad).

Precisamente la independencia e imparcialidad con la que debe actuar el juez resulta esencial en el estado democrático actual. De modo que, vista desde la perspectiva tradicional, si se entiende que la ley marca el nexo entre los jueces y el origen de su poder, ello se contrapone mucho más con el modo de elección, por cuanto ¿cómo asegurar independencia e imparcialidad cuando el poder de juzgar es transferido por el poder político directamente?

Tradicionalmente se ha pretendido suplir este defecto de origen mediante la elección de los jueces por instancias ajenas al parlamento y al poder ejecutivo. Con lo cual pues el poder judicial ha sido arrasado por el poder político convirtiendo en el poder neutro del que hablaba Montesquieu.

En Europa, para corregir esta situación se han creado Consejos de la Magistratura. La función esencial de éste órgano es efectuar por un lado una transferencia legítima del poder que tienen los jueces y, de otro, evitar la manipulación y control en sus funciones de parte del poder político.

No obstante, la composición de sus miembros sigue teniendo un alto contenido eminentemente político: las más de sus veces quienes componen el CNM son designados por el Poder Ejecutivo y por el parlamento. Así ocurre en Italia y en España por citar ejemplo:

Italia
De acuerdo con los preceptos constitucionales y reglamentarios, el número total de integrantes del citado Consejo Superior de la Magistratura asciende a treinta y tres, de los cuales tres son de oficio, es decir, el Presidente de la República, así como el Presidente y el Fiscal General de la Corte de Casación. De los restantes, las dos terceras partes son elegidos en forma directa por los magistrados ordinarios entre los pertenecientes a las diversas categorías judiciales, y la otra tercera es designada por el Parlamento entre profesores en materias jurídicas y abogados con quince años de ejercicio profesional cuando menos.

España
Según el inciso 2 del artículo 122 de la Carta constitucional española, El Consejo General del Poder Judicial es el órgano de gobierno del mismo. La ley orgánica establecerá su estatuto y el régimen de incompatibilidades de sus miembros y funciones, en particular en materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario.

De acuerdo con el inciso 3 del mismo precepto fundamental, el Consejo debe integrarse por el presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos establecidos por la ley orgánica; cuatro a iniciativa del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años en el ejercicio de su profesión.

Como se puede observar, si bien en la composición de estos estamentos en los países precitados, hay una especialización en los funcionarios que forman parte de los órganos de selección, lo cierto es que la elección de estos tiene un alto matiz político. Es el parlamento y/o el gobierno el que elige a los “elegidores”.

El tema si bien ha sido recepcionado de modo pacífico; sin embargo, no lo es en países con fuerte prevalencia del poder político. En efecto, no dotar de autonomía y de independencia a los miembros del CNM, resultaría peligroso para la vida institucional sobre todo en países de poca tradición democrática.

Eso abona a favor de los órganos constitucionales autónomos como el CNM pero de composición distinta a la fórmula tradicional como es el caso del modelo peruano.

III
LA CREACIÓN DE LOS CONSEJOS DE LA MAGISTRATURA

La creación de los Consejos de la Magistratura constituye un gran paso para justificar en el estado contemporáneo el tema de la transferencia de poder a los jueces. Siempre hemos dicho que, por ser una verdadera asunción de soberanía popular, requiere de la participación o bien del poder político o de la concreción de estamentos intermedios encargados de esta función. Así siempre se ha entendido a lo largo de la historia constitucional:

El juez elegido había sido prácticamente inexistente en la historia del constitucionalismo europeo, y la selección del cuerpo de jueces aparecía como “naturalmente” vinculado al ministerio de justicia, a quien correspondía también el gobierno de los jueces, en sus aspectos presupuestario y disciplinario. Los Consejos de la Magistratura (en las Constituciones francesa de 1946, italiana de 1948, y posteriormente en las Constituciones portuguesa y española) aparecen como una fórmula para evitar lo que se consideraba indebida influencia del poder ejecutivo en el judicial: el objetivo que perseguía su creación era salvaguardar la independencia de los tribunales, resguardando al poder judicial del influjo de otros poderes del Estado.

Lo que resulta interesante con la aparición de los consejos es que, de la fórmula de elección de los jueces por el parlamento y el ejecutivo, hemos pasado a la concreción de un órgano constitucional especializado encargado de tal función. La idea es la misma: que la transferencia de poder no pierda su contenido democrático, pero se evite el predominio del poder político.

(L)os mismos Consejos de la Magistratura ostenten una legitimación democrática, de manera que efectivamente representen una expresión de la “voluntad jurídica” de la Comunidad.

Ese ha sido el motivo por el cual los Consejos de la Magistratura con otros rótulos y de diferentes modos de composición según las peculiaridades de cada realidad se han ido universalizando, en clara opción de un estamento que sin dejar de efectuar la transferencia de poder del pueblo a los jueces evite su politización.

IV
LA COMPOSICIÓN DE LOS CONSEJOS DE LA MAGISTRATURA
Y LA IMPORTANCIA DEL PLURALISMO

En el derecho comparado la tendencia a la especialización en la composición de los Consejos de la Magistratura y la elección de sus miembros sigue teniendo una fuerte participación el poder político, con lo cual, los representantes tienen de por medio la obtención de un consenso partidario que los respalda, y que a la vez, los condiciona potencialmente.

Precisamente, el diseño dibujado por el constituyente en el Perú, es más que importante, y a la vez, puede ser muy útil para la legislación comparada, ya que pretende optimizar su sistema de selección y control de jueces con un modelo pluralista.

En este caso específico, cuando nos referimos al pluralismo, estamos hablando de las posibilidades de acceso que tienen los diferentes grupos de una sociedad a los cargos de consejeros.

Bajo esa línea discursiva podemos afirmar que el pluralismo permite dotar al Consejo por un lado, de la legitimidad popular para efectuar la transferencia de poder a los jueces; y de otro, fortalecer el sistema de selección mediante el compromiso de la sociedad en su conjunto en la tarea judicial, que no es propio de los jueces ni tampoco de los abogados:

El elemento pluralismo, tal como aquí lo entendemos, tiene dos aspectos diferentes. El primero de ellos está vinculado al pluralismo ideológico, esto es, que las estructuras permitan la disparidad de ideas, el debate interno, las tensiones propias de los diferentes modos de concebir al mundo y al derecho. Este primer aspecto se vincula fuertemente con la imparcialidad de la Judicatura, (…). El pluralismo permite a no dudarlo la selección pluralista de los magistrados (…).

El segundo aspecto se encuentra vinculado a una participación amplia de la sociedad civil, propia del sistema democrático, que a su vez garantiza de un mejor modo el pluralismo ideológico. Es cierto que bien podría existir un Consejo de la Magistratura ideológicamente pluralista sin la intervención de la sociedad civil en la designación de sus candidatos, o igualmente un Consejo de la Magistratura no plural que designe jueces respetando la pluralidad. Con ello queremos decir que, si bien la participación de la sociedad civil no es condición de pluralismo ideológico, constituye uno de los mecanismos propios de la democracia que lo favorece y garantiza. (El subrayado es nuestro)

Este aspecto es crucial en el diseño del modelo del Consejo peruano. Y es ese el fundamento por el cual un importante Informe comparativo de los Consejos de la Magistratura de Argentina, Bolivia, El Salvador, Paraguay y Perú, sustenta lo siguiente:

Entendemos que un Consejo de la Magistratura pluralista, favorece un ejercicio más democrático de toma de decisiones en materia de selección, disciplina y remoción de magistrados. Sin embargo, en la medida que los distintos sectores sociales, especialmente, los más relegados, no tengan mayor ingerencia en el ámbito donde se define el perfil de los jueces, seguimos teniendo un Poder Judicial abstraído de los problemas de estos sectores y, por tanto, menos democrático.

(…)

Los Consejos están compuestos hegemónicamente por abogados. Esto se observa aún en los representantes de estamentos que no exigen el requisito de ser letrado para integrarlos. De esta manera se refuerza la idea que la Justicia es un tema de abogados, y no un tema de la sociedad en general. Una mirada desde las ciencias sociales o la filosofía, por ejemplo, podría enriquecer los criterios para seleccionar o evaluar el desempeño de los magistrados a la luz de criterios sociales más amplios. Asimismo, la integración de especialistas en administración permitiría la adopción de criterios de gestión más adecuados, sobre todo teniendo en cuenta la importancia de la teoría de la organización en el diseño de la política judicial. (El subrayado es nuestro)

A tan contundente diagnóstico, este equipo de especialistas ha precisado además que la falta de una verdadera representación plural en los países de la región:

En ninguno de los cinco países existen representantes de la sociedad civil en la integración de los Consejos de la Magistratura. El único matiz que vale rescatar es el caso de Perú (…).

Como vimos, el grado de pluralismo de los Consejos es bastante débil. Se han verificado avances en cuanto a la participación de sectores, pero aún subsiste un fuerte temor a la participación de la sociedad civil. (El subrayados es nuestro)

De modo tal que, una composición del Consejo de la Magistratura de forma plural, dando paso a una visión multidisciplinaria, no desmerece la institución; al contrario, la fortalece y permite legitimar el proceso de transferencia de poder ni qué decir de posibilitar una evaluación desde diferentes perspectivas en la selección y evaluación de jueces. Finalmente, internalizar el problema de la justicia en la ciudadanía.

V
EL DISEÑO PERUANO

Se puede decir que el CNM peruano actual tiene como antecedente el diseño estructurado a la luz de la Carta de 1979. Antes de ella, la elección de los jueces corría a cargo del poder político de forma directa.

Con la carta de 1979 señala Zolezzi:

(…) no se quiso volver a conceder una participación directa a los otros poderes del Estado; por el contrario, se crearon organismos autónomos, integrados por representantes de diversas entidades, pero no se logró evitar la participación política, que se dio en la necesaria ratificación de los vocales de la Corte Suprema por el Senado y en el nombramiento específico de cada magistrado por parte del presidente de la República, quien podía elegir a uno de las ternas que le remitían los consejos de la magistratura.

Ahora bien, la Constitución de 1993 es la que consolida el CNM como un verdadero órgano constitucional autónomo dando la potestad de elegir jueces (y fiscales) de todos los niveles:

Otro cambio fundamental en la nueva Constitución es la autonomía del Poder Judicial para liberarlo en lo posible de toda tendencia político partidaria. Un poder judicial donde no intervenga ni el Poder Ejecutivo ni el Poder Legislativo. ¿Cómo se hace? Creando en realidad un nuevo poder. Este poder se llama Consejo de la Magistratura.

Pero el constituyente de 1993 dio un avance radical incorporando el pluralismo a su composición. El distinguido jurista Marcial Rubio ha expresado, en este rumbo, que la composición del CNM peruano:

Los órganos e instituciones representados son muy distintos entre sí, todos de importancia en el país y de relevancia suficiente como para elegir a quienes nombrarán a los jueces, y se ha utilizado los mecanismos más democráticos posibles para la nominación en cada caso. En estos aspectos, la Constitución está elaborada con especial espíritu de independencia y democracia.

Precisamente esa voluntad del constituyente ha permitido hoy en día institucionalizar la función de selección y evaluación de los jueces y fiscales. Evidentemente, la instauración de un órgano con tan alta misión en el Perú no puede menos que requerir del respaldo social para su fortalecimiento y lucha por mantenerse inquebrantable. A cerca de una década, desde la asunción al poder del ex Presidente Valentín Paniagua, el CNM ha venido consolidándose como institución, logrando superar expectativas en cuanto a la cobertura de la provisionalidad y las ratificaciones; tal vez en deuda en la parte sancionatoria, pero esencialmente por razones que superan hoy en día sus atribuciones y, al contrario, franquean limitaciones constitucionales y legales que el actual sistema legal mantiene.

Pero más allá de ello, el pluralismo de su composición, que no solamente le da legitimidad democrática y le permite una visión multidisciplinaria, avanza en el fortalecimiento autárquico de este organismo, ergo, en la consolidación de un cuerpo de jueces y fiscales democráticos e independientes:

El nombramiento de jueces y fiscales por un órgano con las características del actual CNM es una innovación introducida por la Constitución de 1993 y que se considera un avance fundamental en relación con el pasado, por los siguientes motivos:
– Se reducen enormemente las posibilidades de injerencia política en el nombramiento de magistrados, pues el proceso ya no depende – como en el pasado- de los poderes Judicial y Legislativo.

– El hecho de que el CNM sea una institución colectiva (compuesta por siete miembros) y esté constituida por representantes de diversas entidades, previamente elegidos por ellas, reduce aún más todo tipo de injerencia en el nombramiento de jueces y fiscales.(Los subrayados son nuestros)

– El Poder Judicial y el Ministerio Público participan, es decir, no son ajenos a este proceso, pero al contar sólo con dos de siete representantes, no lo controlan.

Se trata, pues, de un mecanismo de nombramiento democrático y que, en principio, asegura las condiciones mínimas para que prime la independencia y el buen criterio. (El subrayado es nuestro)

Este es el rumbo adoptado por el modelo peruano. Y que como hemos dicho posibilita una mejor relación en el traspaso de poder a los jueces y fiscales. La diferencia positiva con las demás modelos de la región es precisamente que, su composición, representa el pluralismo y la desconexión de los intereses políticos. Eguiguren expone el tema de la siguiente manera:

En una orilla tenemos al Consejo de la Judicatura de Bolivia, todos cuyos integrantes provienen de la designación del Congreso, es decir, de un órgano político. En la orilla opuesta se encuentra el CNM del Perú, cuyos siete integrantes reflejan una composición de representación bastante plural, dado que son designados, respectivamente, por la Corte Suprema, los fiscales supremos, las universidades públicas y privadas, los Colegios de Abogados y los restantes Colegios Profesionales; sin ninguna intervención de los órganos políticos.

Si establecemos una relación entre las competencias asignadas a los Consejos de la Judicatura o Magistratura y su composición orgánica, sobre todo en cuanto a la administración del sistema judicial y a su participación en el nombramiento de magistrados, consideramos que la forma en que se integran algunos Consejos de la región andina no aparecería como la más idónea para alcanzar los objetivos propuestos con su establecimiento.

La determinación de la composición de los diferentes Consejos de la Judicatura, ha sido normalmente el resultado de la negociación o de la imposición de un (nuevo) reparto de cuotas de poder, a veces no pacífico, entre los órganos políticos y judiciales, donde alguien ha ganado o perdido grados de poder.

En todo caso, ha sido frecuente que los Consejos de la Judicatura aparezcan fuertemente acusados ante la opinión pública de politización o de actuación partida rizada. Ello fue decisivo en el desprestigio del hoy desaparecido Consejo de la Judicatura de Venezuela; siendo actualmente un serio cuestionamiento formulado en contra de los Consejos de Ecuador y Bolivia, así como, e alguna menor medida, en Colombia.

En definitiva, el diseño actual del CNM y su composición pluralista comportan un modelo constitucional más allá de su incorporación formal una institución material.

VII
CONCLUSIONES

1. La función jurisdiccional es un ejercicio del poder, y como tal, se requiere de la transferencia democrática a los jueces de dicho atributo (ius imperium).
2. En la legislación comparada la transferencia de poder se hace por medio del parlamento que, con la legitimación por mor del principio de soberanía popular, transfiere este poder jurisdiccional a los jueces.
3. El problema de esta fórmula radica en la presencia de un alto grado de influencia política que genera o resulta proclive a los acuerdos partidarios y a los favores políticos. En el Perú, tiene lamentables antecedentes.

4. La creación de un CNM con autonomía y composición plural posibilita alejar cualquier indicio de ingerencia política y consolida un sistema de elección independiente y, por tanto, en salvaguarda de los principios de independencia e imparcialidad judicial. No obstante, se hace imprescindible desarrollar mecanismos complementarios como las leyes de carrera, el sistema de control, etc., a efectos de consolidar un sistema de justicia compatible con el estado constitucional.
5. El pluralismo en la composición además, no sólo legitima democráticamente la transferencia de poder, sino además da margen para una visión multidisciplinaria en la selección y ratificación de los jueces. El tema de la justicia, no es solo asunto de abogados, es de la ciudadanía en su conjunto, por ello es que otros modelos establecen los jurados, los jueces ciudadanos, y existen modelos alternativos como la justicia de paz y la comunal. En ese sentido, una visión integral del juez implica una visión del ser humano y no sólo la de jurista, al que más allá de evaluar sus habilidades y destrezas en el derecho, le damos la potestad de impartir justicia.
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LA INMUNIDAD PARLAMENTARIA EN EL ESTADO DEMOCRATICO CONSTITUCIONAL

LA INMUNIDAD PARLAMENTARIA:
ALGUNAS CONSIDERACIONES A TOMAR EN CUENTA

(Transcripción de conferencia impartida en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Martín de Porres – Filial Chiclayo)

El señor GUTIÉRREZ TICSE, Gustavo.— Señor representante de la Universidad de San Martín de Porres, Filial Chiclayo; colega José Carlos Chirinos; distinguida concurrencia: Antes de entrar en el tema de mi exposición, voy a hacer algunas precisiones. En realidad, quiero aclarar que no es que haya sido asesor parlamentario, sino que actualmente desempeño dicho cargo. Además, quiero señalar que, al parecer, ha habido un error en cuanto a la consignación del tema de mi exposición, porque en los afiches se dice que yo iba a hablar del tema “Precedente vinculante”, y el doctor Eto, en varias oportunidades, ha hecho referencia a que yo iba a desarrollarlo con mayor amplitud, algo que también es una imprecisión porque, en realidad, el asunto que voy a abordar se ubica en el ámbito del derecho parlamentario, en concreto, en la figura de las prerrogativas parlamentarias.

Tras el largo discurso de los expositores que me han antecedido en el uso de la palabra, sé que he de desarrollar mi exposición de manera rápida, pero, a pesar de ello, quiero transmitir de todos modos mi complacencia por estar en mi universidad, en tanto he sido alumno de esta casa de estudios y actualmente tengo el honor de ser profesor.

Para entrar ya en el tema, quiero manifestar que, por un lado, me hubiera encantado que estuvieran presentes en este momento los magistrados del Tribunal Constitucional así como el Presidente del Congreso, pero, por otro lado, me agrada la idea de que no estén porque me va a permitir ser un contestatario recalcitrante de algunas posiciones que se han vertido esta mañana.

Me hubiera encantado tratar el tema de la autonomía procesal que, desde mi particular punto de vista y de algunos profesores de derecho constitucional, constituye un exceso de la justicia constitucional. Sin embargo, de refilón voy a tratar de dar algunas puyas, cuando desarrolle el tema de las prerrogativas parlamentarias, entre justicia constitucional versus Parlamento.

Para empezar, quiero señalar que esta mañana se ha hablado mucho sobre la justicia constitucional, sobre el Tribunal Constitucional y su importancia. Y creo que todo eso, en verdad, abona la tesis de la supremacía de los derechos fundamentales y de la Constitución.

Pero hay algo que, desde cualquier punto de vista y desde cualquier lugar del mundo, debe quedar claro: los tribunales constitucionales son importantes. Son absolutamente importantes y más aún lo son en modelos democráticos endebles, como el nuestro. Sin embargo, cabe señalar que los tribunales constitucionales no son imprescindibles y que, de manera inversa, el Parlamento es necesario y, además, imprescindible. ¿Cómo podemos comprobar esa afirmación en términos reales? Lo podemos hacer en la medida en que todo Estado democrático tiene un Parlamento, pero no todo Estado democrático tiene un Tribunal Constitucional. Inglaterra, por ejemplo, no tiene Tribunal Constitucional; los Estados Unidos de América, tampoco. Por lo tanto, el Parlamento es un órgano de poder absolutamente imprescindible, con sus falencias, con sus defectos, con el desconcierto que muchas veces genera su actuación en la ciudadanía. En cambio, los tribunales constitucionales no son imprescindibles. Por eso es por lo que, en su actuación permanente, deben estar en la procura de permanente legitimación para validarse en el modelo de Estado democrático.

Ahora entraré a tratar precisamente un tema parlamentario. Se habla mucho de las prerrogativas de los legisladores y se dicen muchas cosas al respecto. Se dice que son privilegios, se dice que son excesos, se dice que esas prerrogativas establecen ciudadanos de primera clase. Se dicen muchas cosas acerca de las prerrogativas.

¿De qué estamos hablando cuando utilizamos la expresión prerrogativas parlamentarias? Hablamos de un catálogo de derechos que solo lo tienen quienes son parlamentarios. Por su estatus constitucional, precisamente, la Constitución les confiere determinadas atribuciones que no las tenemos todos nosotros como es, por ejemplo, el derecho de expresarse libremente en los recintos parlamentarios, al tal punto que si un parlamentario, dentro del fragor del debate, formula una injuria o una calumnia, está exento de cualquier responsabilidad penal por las opiniones y votos que emite en el ejercicio de su función. Y lo que hace esta garantía individual es esencialmente habilitar en el parlamentario la capacidad de expresarse abiertamente y de contrastar ideas desde todos los ámbitos, porque se trata en esencia de la actividad política.

Otra prerrogativa, y quizá la más cuestionada, es la que se refiere a la imposibilidad de procesar a los parlamentarios por la comisión de algún delito. ¿Qué quiere decir esto? Que si un parlamentario comete un delito común —si mata a su mujer o a su suegra, por ejemplo—, no puede ser detenido ni procesado si no hay previamente una autorización del propio Parlamento. Es decir, para que el juez pueda procesarlo, para que se ordene su detención, hay que consultar al Parlamento.

Definitivamente, con una simple evaluación, parecería que este privilegio no se condice en realidad hoy en día con el actual Estado democrático, porque el Estado democrático actual —y el profesor Mesía lo ha expuesto de manera extensa en su exposición— se centra en el principio de igualdad ante la ley. Todos somos iguales, los gobernantes y los gobernados, de tal suerte que todos nos sometemos a las mismas reglas.

Pero ¿por qué el parlamentario tiene este privilegio —entre comillas— en virtud del cual se exige al sistema de persecución penal que previamente consulte o solicite autorización al Parlamento? Al respecto hay muchas posiciones o, mejor dicho, hay muchas críticas. De cuando en cuando escuchamos críticas, desde todos los sectores, a la prerrogativa llamada inmunidad parlamentaria. Incluso hay un periódico que ha sacado un suplemento, muy leído por todos, que se llama El Otorongo. Por cierto, el término otorongo es una suerte de expresión de los medios de comunicación para hacer referencia a estos supuestos privilegios de los legisladores.

La doctrina dice que la inmunidad parlamentaria apareció en el derecho inglés. Para nosotros eso es una media verdad. Lo que apareció en el derecho inglés es el Parlamento, que es una asamblea de las sociedades intermedias, como las llamaba Montesquieu, que esencialmente, en su condición de órgano de apoyo a la corona, recibía de esta, como “gracias”, determinados privilegios. Uno de esos privilegios era la gracia monárquica de cubrir con un manto que imposibilitaba su detención a quienes concurrían a la asamblea denominada Parlamento. Esta era una gracia del monarca y, por tanto, un privilegio de aquellos que componían la corte. En su génesis, esta era la inmunidad parlamentaria desde el derecho inglés, que, por cierto, está claro.

Sin embargo, cabe anotar que no solo ha habido este tipo de protección en el derecho inglés, también lo hubo en España. Algunas cortes, como la de Navarra, establecían determinadas gracias para quienes concurrían a la asamblea, que finalmente iba a ser un estamento de respaldo a las actuaciones de la monarquía. Era la corte del monarca y nada más. Finalmente, el monarca convivía con las asambleas burguesas, porque la burguesía contribuía, con el pago de sus impuestos y aportes económicos, al sostenimiento de la corona. Ciertamente, esa es la inmunidad que viene del derecho inglés, pero no es la inmunidad del Estado liberal.

La inmunidad del Estado liberal, de la que somos tributarios, no tiene absolutamente nada que ver con la inmunidad como gracia real, que era ciertamente una concesión de la corona inglesa y de las coronas de la España antigua. Porque el parlamento, en el derecho inglés convivió con la monarquía hasta el siglo XVII, cuando llegó la famosa Revolución gloriosa, con la que cayó del puesto Jacobo II y así, finalmente, el parlamento adquirió mayor autonomía, como sucedió también durante la Revolución francesa de 1789, que fue una ruptura con el antiguo régimen, con el absolutismo, en el cual el Estado lo era todo —Luis XIV decía, por ejemplo, “el Estado soy yo”—. Ese absolutismo finalmente fue derrocado por las nuevas ideas iluministas de Rousseau y de Montesquieu, por cierto, aunque tampoco hay que echarle toda la culpa del sistema a Montesquieu; él contribuyó mucho a la formación del modelo democrático; aquello que se ha dicho de la boca de la ley es en realidad una lectura del profesor Eto —y también de otros profesores—, pero, así como hay que leer a Maquiavelo en su contexto real, también hay que hacerlo con Montesquieu. Más allá de las discusiones conexas, lo concreto es que la inmunidad apareció con la Revolución francesa, con la fundación de un nuevo modelo de Estado: el Estado liberal. Y es Estado liberal porque libera, porque puso punto final al absolutismo en el cual el rey lo era todo y en el que la burguesía convivía obsecuentemente con la monarquía. Ese es el punto de quiebre de las formaciones estaduales; y, precisamente, en el momento en el cual se vence al modelo absolutista, ¿qué se privilegia? Se privilegia la gran asamblea —con Robespierre, por ejemplo— como el estamento de dominio y de preeminencia en el nuevo modelo de Estado liberal, dándole realce al término liberal en el buen sentido de la palabra: liberal como liberación de ese modelo absolutista que impedía la libertad, la igualdad y todos los derechos por los que hoy todos exigimos un modelo de Estado más racional.

Y en aquel momento de consolidación de la convención, de la gran asamblea que fue el Parlamento posrevolución francesa, la primera gran preocupación de los revolucionarios fue garantizar el funcionamiento de ese nuevo eje de poder que significaba la asamblea como representante del pueblo. ¿Cómo se podía hacer para que el famoso Tercer Estado no termine siendo anulado por el poder de la monarquía, pues la monarquía aún subsistía y seguiría subsistiendo, siquiera por unas décadas más, en la Francia posrevolución francesa? En consecuencia, una de las grandes necesidades era proteger a los representantes del pueblo; porque, en ese momento de génesis de un nuevo modelo de Estado, se corría el peligro de volver al absolutismo ya que el monarca aún tenía poder, y —¡atención!— el Poder Judicial o los servicios de justicia no eran sino brazos del poder de la monarquía.

En consecuencia, a fin de garantizar el mantenimiento de la asamblea como el primer poder del Estado en este nuevo modelo en el cual la soberanía del pueblo se materializa en la asamblea legislativa, se hizo necesario conferir determinadas prerrogativas a los parlamentarios, porque son representantes del pueblo, porque nada tienen y, seguramente, mucho deben. Esta dificultad de no ser sino nada más que ciudadanos, respetados por determinados grupo, hizo que la asamblea lo cubriera de determinada prerrogativa con el objetivo de garantizar su concurrencia a ella.

En resumen, el origen de la inmunidad parlamentaria se encuentra en la formación del Estado liberal, en el derecho francés, y no en el derecho inglés. Decir que se origina en el modelo inglés constituye una falacia que pretende disminuir la composición y las atribuciones del Parlamento. Y a pesar de haber aparecido instituciones sumamente importantes, como el Tribunal Constitucional, estas no han logrado sustituir en lo absoluto el poder del pueblo; porque el Parlamento, desde la génesis del Estado liberal, es esencialmente el poder del pueblo. ¿Por qué es el poder del pueblo? Porque cualquiera de nosotros puede llegar al Parlamento. ¿Puede llegar cualquiera de nosotros al Tribunal Constitucional? No. ¿Puede llegar cualquiera de nosotros al Poder Judicial? No. Pero cualquiera de nosotros puede llegar al Parlamento. El Parlamento significa la victoria absoluta del derecho de los pueblos por encima de cualquier órgano de poder, así tenga este poder las riquezas económicas, o pretenda monopolizar simplemente los conceptos y la sabiduría en determinados estamentos. El poder del pueblo es el Parlamento.

Evidentemente, hoy ya no hay monarquías que amenacen el poder del Parlamento. Incluso, las monarquías que subsisten en la Europa continental son esencialmente órganos de adorno de los sistemas constitucionales. El rey Juan Carlos no tiene mayor poder que el de ser un órgano de representación y, sobre todo, un resumen de la historia de la monarquía española. Lo mismo ocurre con la monarquía inglesa, y ni qué decir de los pequeños principados. En Francia, ya no hay reyes, por cierto. En consecuencia, las circunstancias bajo las cuales nació la inmunidad han cambiado. Los temores de la Convención posrevolución francesa, los temores de Robespierre ya no son los mismos; eso también es verdad. El parlamentario ya no está amenazado permanentemente por el monarca ni tampoco por el Presidente ni menos aún por el Poder Judicial, al menos, se supone, en los países desarrollados; porque, a veces, en países como el nuestro, el Poder Judicial se ha convertido en muchos casos en instrumento persecutor de la política. Pero, en general, hoy en día, en un modelo de Estado cobijado bajo la égida de la justicia constitucional a partir dee 1920 con Kelsen, en el que prima el derecho a la igualdad, hay evidentemente cierto cuestionamiento a esta inmunidad —eso sí es verdad—, porque, en efecto, ya no hay estas amenazas que pugnaban finalmente por quebrar la asamblea. Ya no las hay. Pero lo que se olvida, o lo que no se ha querido entender aún, es que, hoy en día, el Parlamento tiene otros enemigos, otro tipo de amenazas. Así como es verdad que ya no existen monarquías, que ya no existen poderes ejecutivos absolutos, así como es verdad que el Poder Judicial es autónomo, también es verdad que han aparecido otros enemigos del Parlamento. Uno de ellos lo constituyen los medios de comunicación. Evidentemente, no todos los medios de comunicación, pero sí aquellos que en determinado momento manejan un discurso político, ideológico, y tienen intereses que pugnan por quebrar la representación nacional, quebrar por ejemplo a los nacionalistas o a los apristas; es decir, que pretenden quebrar una representación o una parte de la representación nacional. Esa es una verdad que no ocurre solo en el Perú. También ha estado latente en toda la Europa continental en los últimos 20 años, al tal punto que Lorenzo Martín-Retortillo, profesor español de derecho parlamentario, ha señalado: “¡Ay de quién ose enfrentarse a los medios de comunicación, porque en un hacer y deshacer de una nota de prensa puede terminar anulando toda la trayectoria de un político!”. En efecto, los medios de comunicación, en determinado momento y en determinado segmento, se convierten en enemigos del Parlamento.

Pero ¿solo los medios de comunicación son los enemigos del Parlamento? No. También lo es la videopolítica, como lo llamaba Sartori, ni qué decir de la democracia judicial, esa permanente creencia de que hoy en día los jueces son los dioses del Derecho y, más aún, de que los jueces del Tribunal Constitucional son los oráculos de la justicia; ellos finalmente, mediante sus decisiones, quieren quebrar incluso la voluntad popular. Ellos también están en pugna con el Parlamento, en contraposición con el poder popular. ¿Solamente ellos están en pugna con el Parlamento? No, tampoco son los únicos.

También las mayorías parlamentarias son enemigas del Parlamento se pueden convertir en una suerte de “enemigos de adentro”, porque basta con fijarse con lo que ocurre en la propia correlación política cuando un partido logra la Presidencia de la República o copa el Poder Ejecutivo: tiene una gran representación en la asamblea. Parlamento y representación en el Parlamento terminan en muchos casos avasallando minorías.

Todo esto, en efecto, constituye hoy en día una problemática latente que finalmente incide de manera frontal en la consolidación del Parlamento como órgano de representación popular del Estado.

Ciertamente, se van a decir muchas cosas, y ya se han dicho. De hecho, el Tribunal Constitucional ha dicho que si bien esta prerrogativa es necesaria, el Parlamento no abona en su favor porque, en él, terminan cubriéndose entre sus pares. En una sentencia, el Tribunal Constitucional cita un cuadro de la Dirección de Estadística del Congreso y dice: “Miren ustedes, de 40 solicitudes de levantamiento de inmunidad, el Parlamento solo levantó dos”. Pero lo que olvida mencionar el Tribunal Constitucional en esta interpretación es que de las 38 solicitudes que no han procedido, la mayoría o carecen de una formación defectuosa o son sencillamente injustificables más todavía si se acusa a políticos con trayectoria. Porque, en realidad, ¿cómo debiera ser el político?, o ¿quién es en realidad político?

El político no sale de la estratósfera y viene a la asamblea. El político es un representante del pueblo, que esencialmente es el dirigente del barrio, el dirigente del club deportivo, el dirigente de los trabajadores o de los empleados de determinada corporación o segmento estatal o privado, que llega a ser concejal, que llega a ser alcalde y regidor, y que probablemente llega a ser parlamentario. En toda esta actividad política, en toda esta carrera política, lo lógico es que los políticos encuentren adversarios. ¿Acaso los congresistas no encuentran adversarios cuando se ponen contra la corriente? El político es un nadador contra la corriente porque busca cambiar las cosas. Obviamente hay políticos por los que uno no puede poner las manos al fuego, pero, en efecto, los políticos luchan, en esencia, contra la corriente porque buscan garantizar un verdadero modelo de Estado que llegue a todos los ciudadanos.

En consecuencia, la inmunidad parlamentaria protege a ese político, a ese representante del pueblo que, en su carrera, va acumulando adversarios, enemigos y que, por tanto, al llegar a la asamblea y tener determinada cuota de poder, el Parlamento, como órgano corporativo, le confiere esta prerrogativa para que actúe adecuadamente en el ejercicio de su función.

Además, por cierto —y lo han mencionado también los doctores Eto y Mesía—, el Parlamento ya no tiene por función preeminente la dación de la ley; el Parlamento es un ente de control político. ¿Cómo se controla políticamente a todo el Estado si se está expuesto al Poder Judicial y a la persecución penal? Hay que señalar que en ninguna parte del mundo ha desaparecido la inmunidad parlamentaria, sino que ha sido reconfigurada para evitar que aquellos que no tienen trayectoria política sean expectorados del cuerpo legislativo por aquellos que hacen de la política un negocio; pero no para atacar al Parlamento.

Siempre digo —referido sobre todo a los congresistas y a aquellos que trabajan en el derecho parlamentario—, que no deben tener miedo de lidiar con la poca credibilidad del Congreso. Se dice que este Congreso está muy desprestigiado, pero hace dos días, quien habla, estuvo en una mesa de trabajo con unos funcionarios del Congreso de los Estados Unidos de América, quienes decían que ese Congreso (de los Estados Unidos) tiene 8% de aprobación. Y es que hay que considerar que los Congresos administran crisis. Por la dinámica parlamentaria, ellos nunca van a estar exentos de recibir críticas. Su función es trabajar dentro de la crisis, dentro de la poca legitimidad. Es, pues, a la inversa. Por ese motivo reitero que la idea es garantizar que no se pierda la representación popular.

Ciertamente, para terminar, hay un tema que creo que es fundamental: la inmunidad parlamentaria —por los motivos expuestos, a favor y en contra— debe tener algunos mecanismos de garantía que impidan que se convierta en un privilegio. Uno de ellos es materia de un proyecto de ley presentado por el Presidente del Congreso, el doctor Velásquez Quesquén, que propone, recogiendo la experiencia española, que si en un plazo de 40 días el Parlamento no se pronuncia sobre una solicitud de levantamiento de inmunidad, esta se entiende por concedida. Es decir, propone la incorporación de una institución de derecho administrativo llamada silencio administrativo positivo. Obviamente, en España es al revés, es un silencio positivo negativo. Nosotros creemos que, a fin de garantizar el pronunciamiento del Congreso, a fin de garantizar que este siempre se pronuncie sobre estos casos, debe incorporarse un mecanismo como este, ya sea negativo o positivo, pero que exponga al Congreso a que tome una decisión frente a estos casos de solicitud de levantamiento de inmunidad.

En resumen, y finalmente, para no cansar al público, quiero señalar que siempre que desarrollemos derecho o que queramos ser actores del Derecho, no podemos menoscabar las instituciones pilares del sistema democrático, porque de lo que se trata es de garantizar un modelo democrático que finalmente repose en la voluntad popular. Y la voluntad popular no es sino el pueblo. Y el pueblo somos esencialmente todos nosotros, de tal suerte que claudicar en la representación popular significa regresar, a mi modo de ver, a los tiempos del despotismo ilustrado o del absolutismo del poder, algo que es inconcebible hoy en día, porque los derechos de los ciudadanos solo son posibles en la medida en que el pueblo como tal tenga la capacidad de participar directamente en las actividades más importantes del Estado que, en definitiva, se discuten en el Parlamento.

Muchas gracias.

(Aplausos).

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El Tribunal Constitucional y sus límites

El reciente conflicto suscitado entre el Tribunal Constitucional y el Poder Ejecutivo con ocasión del arancel al cemento, trae nuevamente al debate público la configuración de los órganos constitucionales creados por las democracias contemporáneas.

Como se recuerda, de la clásica teoría de la división de poderes (legislativo, ejecutivo, y judicial), pasamos a un modelo de “pesos y contrapesos” que han dado cabida a nuevos órganos constitucionales, como el Ministerio Público, los Consejos de la Judicatura, la Defensoría del Pueblo y el Tribunal Constitucional. Y precisamente cada una de estas modernas instituciones se han venido asentando de una u otra manera en el constitucionalismo contemporáneo, de tal manera que la teoría constitucional las glosa e identifica sus elementos básicos pero no las perfila de modo homogéneo en razón que resultan ser creaciones de la Constitución, y por tanto adquieren sus propios matices de realidad en realidad.

En ese sentido, el control concentrado de la constitucionalidad, es una expresión del Estado democrático constitucional. Y nadie discute su contribución e importancia en la limitación de los excesos del poder y en la revaloración de la persona humana y el respeto a su dignidad. Ahí reside la legitimidad de los Tribunales y Cortes Constitucionales en el mundo.

Tampoco se contradice la capacidad de éstos órganos de interpretar la Constitución, y mantenerla viva al paso del tiempo. Lo que sí es objetable, al menos en los sistemas democráticos, es pretender configurar un Tribunal Constitucional al grado de mutilar o alterar la Constitución, en tanto y en cuanto se trata de la materialización del acto soberano, libre y supremo, que es elaborar y sancionar el pacto social.

Ciertamente, el Tribunal Constitucional es un “comisionado” del pueblo configurado en una constituyente, como los demás órganos del Estado; concretizado en sentido estricto en el control de la constitucionalidad; pero no en el control de la Constitución.

Y ello no podría hacerlo, puesto que la Constitución es expresión de la soberanía popular. Del pueblo reunido en determinados momentos de la historia en el que los constituyentes acuerdan diseñar el modelo de estado, sus instituciones, los ámbitos de competencia y límites de éstas. Precisamente, ello, como expresa Tomas y Valiente obliga no sólo a quienes compongan a cada momento el Tribunal Constitucional, que no es, obviamente, titular de la soberanía, ni del poder constituyente, sino el supremo garante de lo que el pueblo soberano, titular del poder constituyente, dejó escrito en el texto de la Constitución a la que estamos sometidos todos inclusive ellos mismos.

¿En consecuencia, cual es el límite del control ejercido por el Tribunal Constitucional? La respuesta es obvia: la Constitución. De modo tal que si la Constitución estatuye un modelo de control híbrido en el cual establezca “esferas de cierre” en donde el Tribunal Constitucional no tenga competencia, la posibilidad que éste llegue a avocarse a dichas esferas pasa por una reforma constitucional y no por una interpretación por más elastica que le permita el sistema, pues como dice Haberle, la interpretación de la Constitución no debe llegar a una identidad con el legislador (mucho menos con el constituyente).

En efecto, si la Constitución señala textualmente que el artículo 118° de la Constitución sobre las competencias del Presidente de la República, es porque el constituyente así lo ha decidido; de modo que si el Tribunal Constitucional como que lo ha hecho, ingresa a contradecir éstas cláusulas constitucionales para darle una orientación absolutamente contrapuesta, está extralimitando sus competencias.

Ahora bien, si lo que el pueblo quiere es dotar al Tribunal Constitucional de verdaderas características de supremo intérprete y, darle cabida al control absoluto por mor de los derechos fundamentales, ello tendría que pasar por una reforma constitucional que precise su calidad de “supremo” que hoy en día en sede constitucional no lo tiene, así como rediseñe las instituciones y figuras que precitamos a párrafo arriba, e inclusive para actuar en contrario, es decir, para explicitarle sus límites. Sea cual fuera la decisión, como sostiene Haberle, requiere en el Estado constitucional de determinados procedimientos y mayorías calificadas en el parlamento. Eso es lo democrático.

He allí el tema de fondo. La transformación de la Constitución no es un tema de los intérpretes sino de los constituyentes, y el Tribunal no lo es como tampoco el parlamento, salvo cuando inicia un proceso de reforma constitucional con las exigencias que Haberle nos ha dicho. De lo contrario se corre el peligro de terminar por sustituir la soberanía popular por estamentos corporativos que no ostentan dichas prerrogativas.

Lo que si debiera fomentarse es que el Tribunal Constitucional inicie un proceso de autocontención o “self refrestraint” que lo ubique como un órgano de tensión entre los poderes del Estado y –como escribe Ferreres Comella- convenza a cuanta más gente sea posible de que está tomándose en serio su función, y de que fue una buena idea establecer un Tribunal Constitucional.
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