Los Desafíos que la Globalización Plantea a la Política y la Gestión Pública (2) | | Autor: Joan Prats i Català

Los Desafíos que la Globalización Plantea a la Política y la Gestión Pública (2)
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Autor: Joan Prats i Català

1.5. Administraciones Públicas: Algunos desafíos de orden general

Los nuevos desafíos proceden fundamentalmente de los procesos en curso de globalización y transición a la sociedad del conocimiento. Estos procesos están generando una complejidad, diversidad y dinamismo sin precedentes. Están generando asimismo una interdependencia desigual que hace emerger la llamada “sociedad del riesgo”. Todo esto modula o altera decisivamente las tareas tradicionales de las Administraciones, exige tareas nuevas y obliga a plantear todas ellas en condiciones nuevas.

Por ejemplo, la provisión de bienes públicos indivisibles (servicios “uti universitatis”) objeto de la tradicional función de policía se plantea de modo completamente diferente. La prevención de la salud, la seguridad interior y exterior –incluido el terrorismo-, las catástrofes naturales, la sostenibilidad ambiental, los accidentes de circulación, laborales, productivos, de transporte, de manipulación genética y un largo etcétera, no puede hacerse sino de modo parcial y subordinado mediante las intervenciones tradicionales de reglamentación, inspección y sanción. Las tareas fundamentales hoy son otras: creación de observatorios, sistemas de información y conocimiento, sistemas de alerta temprana, dispositivos de coordinación de acciones públicas, privadas y civiles, campañas de sensibilización, programas de formación… Incluso intervenciones clásicas como las regulaciones cambian de sentido, pues al darse a nivel supranacional o hasta global, requieren capacidades para influir efectivamente en la regulación –no siempre formal- de los flujos de bienes, servicios, personas, información, capitales, etc. en que la globalización consiste.

Igual sucede con funciones tan señaladas como las de producción de normas, preparación de políticas y programas o de aseguramiento de bienes públicos divisibles o de mérito mediante la prestación de servicios públicos (uti singuli).

Hoy no basta con que la norma –incluida la Ley- sea legítima jurídico-formalmente. Se exige que se halle debidamente instruida –que manifiesta la ratio y no sólo la voluntas a que responde- y que lo haga no sólo mediante una fundamentación suficiente sino además considerando los diversos intereses y valoraciones existentes en la sociedad y dando la posibilidad de deliberación informada a todos ellos sin perjuicio de la decisión final que sólo a las autoridades democráticamente representativas compete. De ahí la importancia creciente que para el estado democrático de derecho va tomando el tema de la “calidad de las normas” medida y valorada no sólo en términos de rigor técnico y de seguridad jurídica, sino también de legitimidad democrática medida a su vez por las posibilidades de información y participación deliberativa efectivamente otorgadas a los diversos grupos de interés concernidos por la norma.

Lo mismo puede decirse de las políticas públicas. Ya no se entienden legítimas si procuran sólo el rigor técnico y la decisión de la autoridad democráticamente representativa. El mundo ha cambiado sustancialmente y la democracia representativa tal como se practicaba en las sociedades industriales ha entrado en crisis. Especialmente en las sociedades más avanzadas los ciudadanos se sienten más libres, mejor informados, más capaces de analizar por sí mismos las políticas públicas de su interés, son menos ideológicos y más independientes políticamente y también más desconfiados hacia la acción unilateral de las instituciones, los políticos y los tecnócratas. Como comúnmente se señala estamos pasando de un modelo de democracia representativa en que los votantes delegaban su poder cada x años a sus representantes electos a una democracia representativa en que el compromiso y el interés directo del ciudadano es casi constante. Por eso en casi todos los países más avanzados se desarrollan esfuerzos sistemáticos de información y participación ciudadana, bien conscientes de que la legitimidad y eficacia de las políticas públicas quedan cuestionadas si su elaboración y puesta en práctica no cuenta con la representación de los grupos de interés –privados o cívicos- directamente concernidos por las mismas.

Algo parecido se registra en relación a las nuevas formas de organización y prestación de los servicios públicos uti singuli (proveedores de lo que los economistas llaman bienes públicos divisibles que incluyen tanto las “utilidades públicas” –agua, luz, gas, comunicaciones, transportes… como los servicios personales decisivos para la formación de capital humano y social como la educación o las prestaciones sanitarias y sociales), tema al que nos referimos después más circunstanciadamente. Baste ahora con señalar que:

(1) La productividad en la prestación de muchos de estos servicios exige la creación de organizaciones empresariales capaces de movilizar importantes recursos financieros, de innovación tecnológica y gerenciales, muchas veces formando parte de conglomerados económicos transnacionales. Este dato plantea una contradicción: por un lado, abona la superioridad de la gestión privada de los servicios; pero, por otro, plantea una clara asimetría entre la empresa prestadora y la administración responsable de la prestación del servicio. Esta contradicción exige innovaciones importantes tanto de régimen jurídico como de construcción de capacidades institucionales en la administración y de involucramiento de los usuarios en la prestación del servicio.

(2) La prestación de los servicios de naturaleza personal (educación, salud, asistencia social, culturales…) ante la diversidad de usuarios a los que se dirige ya no consiente su organización y producción uniforme. En sociedades plurales, desiguales en niveles de cultura y renta, cuando no multiétnicas y pluriculturales, el modelo burocrático de organización y prestación de servicios públicos ya no es “racional”. Se buscan formas alternativas como la organización de mercados planificados o cuasimercados, la construcción de competencia fortaleciendo la demanda a través de bonos o, más recientemente, la construcción de modelos que combinan la jerarquía en el centro con redes de agentes plurales de servicio público capaces de articular el esfuerzo y conocimiento que se halla disperso entre todos ellos. Obviamente todas estas innovaciones plantean la exigencia de nuevas funciones, organización y capacidades en las administraciones públicas tradicionales. En definitiva de un nuevo modelo de administración.

1.6. Fortalecer la capacidad de formular políticas públicas

Aunque las políticas públicas se formulan e implementan crecientemente en base a redes de actores interdependientes, esto no obsta a reconocer que su motor y corazón sigue radicando en los poderes ejecutivos de los distintos niveles de gobierno. Ante las transformaciones tan radicales que la globalización impone, una clave de la gobernabilidad depende de la institucionalización de una capacidad presidencial con un doble propósito: (1) fortalecer la capacidad de previsión y manejo de los conflictos político-sociales con la intención de hacer del conflicto la oportunidad para acelerar el proceso de aprendizaje social de nuevas reglas, valores y capacidades para la acción colectiva, y (2) garantizar la coherencia de la acción del gobierno tanto entre sus distintos componentes como con los actores empresariales y sociales que resulten relevantes en cada caso. Todo ello supone la capacidad de producción y de comunicación de una visión o agenda presidencial creíble, apoyada en la coherencia del comportamiento y en el debido manejo de la imagen, con el fin de movilizar una coalición suficiente de intereses y de opinión.

La búsqueda de un modelo de políticas públicas coherente con lo anterior puede apoyarse en la distinción propuesta por Dror entre (1) las funciones de servicio, ejecución y gestión de los gobiernos y (2) sus funciones de orden superior. Las primeras son cuantitativamente más numerosas, pero las segundas son las más importantes, pues a ellas pertenecen todas las relacionadas con la modificación de las trayectorias colectivas mediante decisiones que, en esencia, constituyen intervenciones en el proceso histórico. Todas las políticas vocadas a dirigir las transformaciones de las sociedades y los gobiernos para su adaptación a las nuevas realidades de la globalización pertenecen claramente a las funciones de orden superior y son responsabilidad, en último término, de la autoridad presidencial.

1.6.1. Políticas de orden superior

Para encontrar el modelo de formulación de políticas públicas de orden superior es necesario trascender las nociones convencionales de “eficiencia” y “eficacia” (no obstante su importancia) y concentrarse en lo que podría llamarse la capacidad de influir sobre el futuro en la dirección deseada. Éste es el principal objetivo de la mejora de las políticas públicas orientadas a las funciones de orden superior del estado. Es el fundamento también del movimiento internacional observable por lograr un gobierno más compacto, que concentre sus esfuerzos en las funciones básicas que sólo los gobiernos pueden hacer y traslade a otras estructuras (agencias independientes, sector privado, administraciones descentralizadas) las tareas de servicio, de ejecución y de gestión.

Un modelo de formulación de políticas que atienda a las funciones de orden superior debería tomar en cuenta los aspectos siguientes:

(a) las políticas deben enmarcarse en una estrategia nacional de convergencia con las naciones más avanzadas, pero deben responder a la vez a una visión realista; para ello es necesario vincular mejor las políticas a largo plazo y las decisiones inmediatas con la finalidad de suscitar credibilidad y movilización de apoyo; esto exige la difícil combinación de un conocimiento muy preciso a la vez de la realidad sobre la que se opera y de los procesos históricos profundos que han producido el auge y decadencia de las naciones;

(b) las políticas deben responder a una priorización de las cuestiones críticas, salvando el riesgo de desviación a lo urgente; a su vez, es necesario introducir “creatividad” en el planteamiento de las opciones políticas, habida cuenta de que las exigencias del presente y del futuro se alejan cada vez más de las pautas y opciones exitosas en el pasado;

(c) la formulación de políticas desde una visión de largo plazo ha de incorporar el dato ineludible de la incertidumbre; ésta hace que todas las decisiones no dejen de ser sino apuestas imprecisas con la historia, por lo que la formulación requiere de gran sutileza con la finalidad de obtener ventajas y de disminuir los riesgos ante los comportamientos inesperados;

(d) la formulación ha de responder a un enfoque de sistemas, a una visión integrada que atienda a la interacción entre las distintas decisiones sectoriales; la cohesión se intenta con equipos de personal con cometido de integración, tales como las oficinas presupuestarias y diversos mecanismos de coordinación; la experiencia demuestra, sin embargo, que la visión integral resulta muy difícil, lo que abunda en la necesidad de adoptar un enfoque amplio de sistemas, a fin de que las decisiones puedan tener en cuenta las interacciones y las repercusiones amplias y de que se puedan agrupar varias decisiones con el propósito de conseguir efectos sinérgicos;

(e) las políticas deben responder a un razonamiento moral y a la afirmación de valores, con la finalidad de incrementar el nivel de compromiso y de cultura cívica;

(f) una formulación de políticas de calidad debe tener cabalmente en cuenta los recursos en sentido amplio, comprensivos tanto de los recursos económicos como de los recursos políticos, morales y cívicos, actuales y de futuro, lo que implica mejorar la capacidad para efectuar cálculos de costos de las políticas y de establecer presupuestos al respecto;

(g) la formulación de políticas, especialmente en los países inmersos en grandes procesos de auto-transformación, debe tomar como objetivo prioritario las instituciones y su evolución, incluidas las estructuras, los procesos, el personal, los sistemas de incentivos, el medio cultural, etc. El derecho reviste, en este sentido, particular interés debido a su doble función de marco constrictivo de las políticas y de principal instrumento de las mismas;

(h) el éxito de la formulación de políticas depende en gran medida de la participación intelectual de la sociedad sobre una base pluralista; esto responde no sólo a una exigencia moral; la participación social es también una necesidad funcional de la formulación de políticas, porque la creatividad es un proceso difuso al que la atmósfera gubernamental no le resulta propicia;

(i) en entornos turbulentos como los actuales, la formulación de políticas debe atender a la gestión de las crisis; éstas abren la oportunidad de poner en práctica lo que en circunstancias normales resultaría imposible; por lo que uno de los objetivos de la formulación de políticas ha de consistir en mejorar la adopción de decisiones relacionadas con las crisis, contando siempre con la inevitable improvisación, pero tratando de detectar las esferas más propensas a la crisis y mejorando la capacidad de las instituciones y el personal encargados de la gestión de las mismas;

(j) un modelo de formulación de políticas debe concluir con el reconocimiento de la necesidad de organizar un aprendizaje constante; para ello es indispensable evaluar sistemáticamente los resultados de las grandes políticas; a estos efectos no siempre valen los indicadores de resultados; cuando se están evaluando políticas complejas de amplio alcance los resultados pueden no ser indicadores fiables de la calidad de las políticas; la evaluación puede avanzar entonces mediante un examen crítico de las hipótesis y los procesos que dieron lugar a las políticas; esto no obsta, sin embargo, a la necesidad de ir desarrollando los marcos institucionales y las capacidades organizativas que hagan viables y confiables la necesaria medición y evaluación de las políticas.

Del modelo que acaba de evocarse se desprenden una serie de recomendaciones claras y específicas. La primera y más importante es la necesidad de avanzar en la profesionalización de la formulación de políticas. El mundo latino –europeo o americano- sigue teniendo un déficit importante de “think-tanks” y de “think and do tanks” cuyos roles institucionales no pueden ser sustituidos por la simple consultoría. La creación de capacidades institucionales requeridas para la formulación de políticas de calidad exige hoy la formación de profesionales a través de programas específicos que deben ser permanentemente renovados. Ello plantea la necesidad de fortalecer y extender también los centros de investigación y formación en políticas públicas, los cuales, desde su independencia, deben cumplir la doble función de producir conocimiento válido para la acción de gobierno y de alimentar el debate, aprendizaje y participación social (además de contribuir a la formación de los profesionales futuros y de los cuadros actuales). Plantea también la necesidad de construir en las Presidencias y en algunos Ministerios unidades de análisis de políticas, a cargo de profesionales que merezcan la confianza de los políticos y conozcan las realidades de la política, pero que actúen desde su responsabilidad exclusivamente técnica. Dichos Centros y Unidades pueden constituirse en redes que colaboran y compiten, contribuyendo con ello al proceso general de aprendizaje social. Obviamente, esto supone la superación de la estructura y funciones de los tradicionales gabinetes, en la línea propuesta por tantas reformas europeas.

1.6.2. Políticas de provisión de servicios

Cuando de la formulación de políticas de orden superior pasamos a considerar las políticas públicas referidas a los servicios públicos prestacionales, el tema clave gira en torno a lo que en inglés se llama “delivery” y que en español podemos llamar provisión. Los arreglos de implementación, la fijación de metas y la determinación de resultados resulta fundamental para este tipo de políticas.

La formulación de políticas de provisión de servicios públicos ha respondido a un modelo simple que comprende las siguientes fases: (1) los políticos identifican un problema y trazan las grandes líneas para su solución; (2) los funcionarios directivos y expertos diseñan una política mediante una correcta combinación de instrumentos: legislación, financiamiento, incentivos, comunicación, nuevas organizaciones y directivas; (3) la implementación se asigna al departamento, agencia, gobierno local u organización privada que corresponde o conviene; (3) las metas se alcanzan.

En realidad, este modelo sólo resulta exitoso cuando el proceso de política es lineal y con pocos intermediarios, cuando las líneas de responsabilidad son simples, cuando las prescripciones son claras para evitar escapes y cuando se establecen premios y castigos para cada nivel de la cadena de implementación. Pero en el mundo de hoy, pocas veces se dan las condiciones para que el modelo funcione y su aplicación conduce a menudo al fracaso y la frustración. Ello se debe a las siguientes razones:

• En primer lugar, los gobiernos sólo tienen un control limitado sobre las personas y las organizaciones de quienes depende la calidad de la prestación. Incluso en las estructuras aparentemente verticales y centralizadas como las burocracias sanitarias, los márgenes de autonomía reconocidos a los colectivos profesionales, a sus sindicatos o a los proveedores son muy grandes. En muchas áreas-clave del gobierno la mejora de los resultados para los ciudadanos depende críticamente del comportamiento de terceros ya sean poderes locales, la policía, el judicial, el tercer sector o los contratistas privados que siempre disponen de un margen de discrecionalidad de hecho frente a los mandatos legislativos o a los incentivos financieros.

• En segundo lugar, pocas políticas se implementan habiendo sido antes plenamente formuladas. El modelo tradicional supone que los formuladores tienen todo el conocimiento necesario para saber qué es lo que funcionará produciendo los mejores resultados. De este modo se tiene la arrogancia de aplicar nacionalmente una política aún no experimentada. Pero la realidad nos hace ser más modestos y reconocer que sin previa experimentación no sabemos cómo funcionará una determinada política y que aún funcionando bien en un lugar esto no es garantía de su éxito a nivel general pues los entornos de implementación pueden ser muy diversos. En estas condiciones la experimentación, la evaluación, la compartición de lecciones aprendidas y una nueva forma de relación entre el centro formulador y los centros implementadores y de éstos entre sí resulta clave para la obtención de resultados.

• En tercer lugar, porque el modelo tradicional está en contradicción con las lecciones aprendidas en ámbitos de gestión como el empresarial o el militar, en los que la mejora de resultados depende a menudo de saber combinar objetivos claros fijados centralmente con la capacidad de los gerentes -que tienen el conocimiento local- para adaptarse a las circunstancias. Se considera inapropiada la pretensión del modelo tradicional de aplicar soluciones centralmente definidas.

• En cuarto lugar porque la calidad de la provisión no depende de un mecanismo lineal sino de diversos elementos sistémicamente integrados que comprenden la regulación, las organizaciones, el financiamiento, los recursos humanos, las tecnologías… Si todos estos elementos no se toman en cuenta en la fase de diseño es bien probable que surjan problemas de implementación.

• En quinto lugar, porque muchas de las prioridades de los gobiernos modernos (especialmente en los campos de la criminalidad, la educación, la salud, el medio ambiente y el bienestar) depende no sólo de la mejora de los servicios sino de que cambien las culturas y los comportamientos.

• Finalmente, por la interdependencia entre políticas públicas. Una sola política, aunque se encuentre bien diseñada e implementada, es poco probable que resulte suficiente frente a los desafíos mayores de los gobiernos como son la lucha contra la exclusión social o por la competitividad. Estos desafíos requieren casi siempre una combinación de políticas y plantean problemas importantes de diseño organizativo e institucional.[1]

Diversos nuevos modelos de formulación de políticas se están actualmente experimentado a la vista de todo lo anterior. El supuesto de que parecen partir es que la calidad de la prestación, la obtención de los mejores resultados, depende de la calidad de la formulación de la política y ésta sólo puede alcanzarse (1) si se toman en cuenta todas las cuestiones prácticas y operacionales implicadas en la implementación, (2) si responde a un conocimiento realista y preciso de la diversidad de entornos sociales en que debe ser aplicada, (3) si el ente formulador tiene capacidad para la mejora continua de la política, y (4) si la política es bien entendida por todos los actores que tienen algún rol en su puesta en práctica.

La viabilización de estos nuevos modelos exige que el centro formulador de la política –principal- disponga de la capacidad para formular juicios válidos sobre si la implementación es positiva o negativa y sobre qué hay que hacer para mejorarla. La fijación realista y sensata de metas que reflejen los resultados de política que se pretenden y que puedan interiorizarse por los operadores de línea es un prerrequisito. Como también lo es el establecimiento, siempre que resulte posible, de mediciones efectivas del desempeño de modo tal que todos los implicados en la calidad de la prestación puedan acceder en tiempo a su conocimiento.

La capacidad crítica del nuevo formulador de políticas es aquella que le permite conocer por qué una meta no está siendo debidamente alcanzada y cuál es la respuesta apropiada a este fallo detectado. Esto implicada capacidades de gestión de conocimiento intra e interorganizativo muy destacadas. Por ejemplo, la no realización de las metas puede deberse a una pobre gestión central, o a una pobre gestión local, o a un pobre diseño de la política, o de sus metas, o a un cambio inesperado del entorno, o a la oposición pública, o a un financiamiento inadecuado, o a incentivos inadecuados, o a estrategias inadecuadas de recursos humanos o de tecnologías, o a marcos regulatorios inadecuados, o a la no compartición de la política por muchos de los actores implicados, o por fallos en la programación… Hacer juicios de este calibre requiere en el centro formulador una capacidad no sólo analítica sino experta, con experiencia preferentemente adquirida en previos trabajos en la línea operativa; requiere el acceso a múltiples fuentes de información y apreciación (incluidos los usuarios, los empleados públicos, las inspecciones, las mediciones…), así como el uso de consultoría externa.

1.7. Las Administraciones ante la Sociedad del Riesgo

La globalización está transformando también la naturaleza de la (in)seguridad y los riesgos personales, familiares y colectivos lo que demanda importantes transformaciones de las funciones y capacidades de las administraciones públicas. Es bien conocida la teorización de la “sociedad del riesgo” realizada por Ulrich Beck[2]. Los riesgos humanos siempre han estado asociados a catástrofes naturales o a comportamientos de los propios humanos (guerras, criminalidad, sujeción a la arbitrariedad de otro, negligencias, enfermedades…). Uno de los fundamentos de la cohesión social y primerísima función del estado ha sido siempre la provisión de servicios de seguridad y de prevención de riesgos. Pero lo característico de las sociedades globales y tecnológicas actuales es la intensificación y multiplicación de los riesgos como consecuencia del curso tomado por el desarrollo humano.

Los riesgos ecológicos, nucleares, energéticos, infraestructurales, químicos, genéticos, demográficos, de guerra, de salud, alimentarios, de transporte, laborales, de ruptura social, y un largo etcétera no tienen parangón con los vividos hasta la década de los 70 del pasado siglo. Son los compañeros de viaje indeseados del modelo de desarrollo seguido; expresan bienes a la vez que males. Tienden, además, a ser transfronterizos y a veces de efectos globales. Inquietan y tienden a alcanzar al conjunto de la población pero su distribución propende a seguir el mapa de las desigualdades sociales. Muchos son difíciles de percibir (demografía, efecto invernadero, vacas locas, desigualdad y pobreza crecientes…) hasta que no se produce el daño, y resultan más difíciles de incorporar a la agenda democrática dados los tiempos electorales. Considerados en conjunto los riesgos hoy registrados no sólo moldean el orden social sino que cuestionan la propia supervivencia humana.

El riesgo siempre ha sido una construcción social como también las instituciones y capacidades de gestión creadas para enfrentarlo. No podemos enfrentar los riesgos de las sociedades globales y del conocimiento con las construcciones y capacidades de la sociedad industrial. Ésta respondió a nivel privado con las instituciones de la responsabilidad por daños y el seguro, y a nivel público con la acción preventiva de las administraciones públicas en varios frentes (sanitario, de seguridad ciudadana, de seguridad social, disuasión militar, de aseguramiento de mínimos de calidad en la industria…) integrantes de la acción reguladora, inspectora y sancionadora características de la tradicional función de policía.

Ante la insuficiencia de las respuestas tradicionales, diversas iniciativas y propuestas se encuentran en marcha para ir construyendo las nuevas capacidades institucionales.

Una primera aborda cómo ir construyendo capacidades para gestionar los riesgos de largo plazo. Éstos, como el cambio climático o el envejecimiento de las sociedades registran en primer lugar márgenes importantes de incertidumbre. Frente a ellos, el conocimiento científico resulta tan imprescindible como limitado. En segundo lugar los políticos son muy renuentes a confrontarlos porque siempre es más fácil prometer certidumbres a los votantes de hoy a costa de los riesgos inciertos de mañana que pedir sacrificios ciertos hoy para evitar inciertos riesgos de mañana. Además, la creciente interdependencia económica hace que las acciones preventivas en un solo país puedan resultar insuficientes. Para superar todos estos obstáculos se recomienda la adopción por los Gobiernos de una serie de medidas, entre ellas:

La provisión periódica a la ciudadanía por los distintos niveles de Gobierno de una revisión de los principales riesgos estructurales –demográfico, geopolítico, Económico, climático, de recursos naturales y de seguridad) que la sociedad está enfrentando a largo plazo.
Mejorar los flujos de información presupuestaria mediante mejores técnicas de contabilidad que permitan conocer los costes de las decisiones políticas con efectos presupuestarios a largo plazo. Estas medidas (por ejemplo, la fijación de la edad de jubilación) pueden combinarse con otras previsiones que introduzcan flexibilidad como en la reciente reforma de las pensiones en Suecia que ha permitido al Gobierno ajustar periódicamente las pensiones en respuesta a cambios en la expectativa de vida o en las tasas de interés.
Incluir consistentemente el análisis del riesgo y de su impacto en la formulación de políticas sectoriales.
Mejorar la coordinación de políticas a nivel internacional[3]

La Comisión Europea, DG XII, ha lanzado un programa sobre la gestión social del riesgo. El programa ha identificado dos paradigmas de gestión del riesgo: el vertical y el de la confianza mutua. El paradigma vertical, jerárquico o burocrático está centrado en el protagonismo de la autoridad pública a la que corresponde tanto la justificación de la actividad peligrosa como la apreciación y gestión del riesgo, tarea que se expresa en regulaciones detalladas orientadas al problema. Aspectos delicados del proceso de decisión tales como la incertidumbre del conocimiento disponible, los conflictos objetivos, las compensaciones o los conflictos residuales tratan por lo general de ignorarse. A los expertos se les pide que provean soluciones óptimas. Cada actor involucrado se entiende que defiende su interés específico y que sólo la autoridad pública defiende el interés general. Pero las regulaciones basadas en este paradigma se encuentran con crecientes problemas de legitimidad. Cada vez se acepta menos que la ciencia sea criterio suficiente para fundamentar las opciones políticas que se hallan tras una decisión reguladora. Cada vez se hace más evidente que las proposiciones científicas no contestables científicamente son siempre limitadas en relación a problemas complejos y que es necesario conocer el pluralismo científico, los márgenes de incertidumbre y los valores e intereses influyentes en las decisiones. Éstas se enfrentan a crecientes dificultades y bloqueos, y ello porque aunque muchas veces elevan los estándares de seguridad no se consigue sin embargo restablecer la confianza pública. Al exagerar el papel de los expertos se acaban ocultando los problemas, se genera desconfianza y se hace más conflictiva la relación entre los diversos actores involucrados.

El paradigma de la confianza mutua se contrapone claramente al anterior y encaja plenamente en el concepto de gobernanza. Se caracteriza por implicar ampliamente a los actores involucrados en la gestión y apreciación del riesgo y en la justificación de las actividades que lo determinan. Las regulaciones de las autoridades públicas se orientan al proceso y se elaboran con amplia participación de los involucrados. La toma de decisiones se descentraliza tanto como se puede. La ciencia ya no se presenta como el único factor determinante de la decisión. El saber experto se hace pluralista y disponible para todos los involucrados. El reconocimiento de las limitaciones e incertidumbre del conocimiento altera la pretensión burocrática de regular centralizada y detalladamente el problema. La autoridad central se limita a fijar los máximos y mínimos niveles de riesgo y abre espacio a las negociaciones para la fijación del nivel final aceptable de riesgo que puede ser diferente en diversos contextos locales. Se reconoce así que la verdadera naturaleza de la regulación del riesgo no es evitarlo –lo que sería una ilusión o hasta delirio- sino permitir la asunción colectiva de riesgos tolerables derivados de actividades beneficiosas que localmente los justifican.

Especial mención merecen las transformaciones que en los sistemas nacionales de seguridad están impulsando desafíos nuevos como son el terrorismo internacional, el crimen organizado, los tráficos ilegales de personas y mercancías, las migraciones masivas forzosas, la corrupción y el lavado de dinero o las amenazas a las redes de computadores…. Los sectores de seguridad de los estados se hallan bajo presión. Los roles y las estructuras de las fuerzas armadas se están transformando bajo el impulso tecnológico y de las nuevas circunstancias políticas. Sus funciones se amplían al mantenimiento de la paz y la prevención de conflictos. Las líneas divisorias entre las tareas militares y no militares de las fuerzas armadas así como las diferencias entre los diversos servicios de seguridad se hacen menos precisas y se observa una mezcla creciente de los roles interno y externo de las fuerzas militares y de seguridad. Todo esto complica su dirección, organización, formación y estructuras. En este contexto se requiere de un control parlamentario y civil mayor que nunca. Como se señala en el informe del Centro de Estudios de la Seguridad de Zurich, los requerimientos de eficacia en la lucha antiterrorista amenazan las libertades civiles, el control democrático, la transparencia y la rendición de cuentas.

En este sentido se avanzan una serie de principios y reglas generales a las que debería conformarse la reforma de los sistemas de seguridad y que incluyen:

La existencia de sólidas bases constitucionales
Respeto por las reglas del derecho interno e internacional
Adhesión a los derechos humanos
Un sistema de justicia fuerte y efectivo
Representación étnica adecuada en las burocracias de seguridad
Control parlamentario del espectro de instituciones del sector seguridad
Transparencia de los presupuestos de seguridad y defensa así como de la provisión de armas y de la administración general de la defensa, seguridad e instituciones de ejecución de la ley
Responsabilidad pública de todas las autoridades involucradas en la gestión del sector seguridad
Profesionalizad de todas las fuerzas de defensa y seguridad
Definición clara de los roles y funciones de dichas fuerzas
Involucramiento de la sociedad civil en el debate público sobre las cuestiones de defensa y seguridad
Libertad de prensa.[4]

1.8. Globalización y Reforma del Estado en América Latina

No ha querido entenderse la observación magistral de Douglas North de que “el futuro está vinculado al pasado por las instituciones informales de cada sociedad”. La informalidad es la característica más sobresaliente para el entendimiento de las sociedades latinoamericanas. Tan importante y vivida como poco investigada.

Ninguna región del mundo ha tenido un pasado colonial tan extenso e intenso como el de América Latina: tres siglos que siguen condicionando el presente y el futuro. De entre las experiencias coloniales sólo en América Latina y el Caribe los descubridores y colonizadores desarticularon o destruyeron los sistemas sociales preexistentes y contruyeron nuevas civilizaciones. La institucionalidad informal de América Latina, su cultura cívica y política profundas, no pueden entenderse sin el legado colonial. A dos siglos ya de independencia todavía no se han podido erradicar ciertos caracteres casi idiosincráticos, que por ello mismo no pueden abolirse por Decreto. A lo largo de tres siglos arraigaron instituciones y pautas culturales que provenían de la parte de Europa preliberal, premoderna, precientífica y preindustrial, de la Europa de la Contrareforma, centralizada, corporativa, mercantilista, escolástica, patrimonial, señorial y guerrera, donde la idea de libertad no deriva del derecho general sino de la obtención de un privilegio jurídico.

El sistema colonial español ha sido caracterizado como “una red gigantesca de privilegios corporativos e individuales que dependían para su sanción y operatividad final de la legitimidad y autoridad del monarca” (Wiarda: 1998). Cuando se desintegró esta red de clientelismo, patrimonialismo y cuerpos corporativos interconectados que había procurado cierta cimentación política y social al Imperio y al vasto y casi vacío territorio de América Latina, los padres fundadores de América Latina y Bolívar al frente de ellos encararon un difícil dilema: por un lado, los ideales ilustrados, la lucha por la independencia, el deseo de libertad, el ejemplo norteamericano, todo los llevaba a adoptar la forma de gobierno republicana; por otro, reconocían realistamente las tendencias anárquicas y desintegradoras de sus pueblos. El compromiso a que se llegó consistió en concentrar el poder en el Ejecutivo, dotado con amplias facultades de emergencia, en detrimento del Legislativo y el Judicial, en restringir la representación a los propietarios, en restablecer privilegios corporativos especialmente a favor del Ejército y de la Iglesia, y en idear nuevos mecanismos de control para mantener a los de abajo en su sitio (Wiarda: 1998).[5]

Costó casi todo el primer siglo de vida independiente para constituir lo que Manuel García Pelayo llamaba “estados inoculados” en tanto que todavía no fundados sobre una nación y una ciudadanía universales y completas articuladas conforme a un sistema de derecho. Tanto a lo largo del período de desarrollo hacia fuera que llega hasta los años 30 como en el de desarrollo hacia dentro que entra en crisis en los 70 y se desmonta en los 80, con independencia de la naturaleza democrática o autoritaria de los gobiernos, lo que caracteriza el orden institucional latinoamericano es la pervivencia del sistema patrimonialista burocrático, clientelar, caudillista y personalista, corporativo, en que la esfera económica y política se confunden y que sólo es capaz de integrar aquella parte de la población estructurada en corporaciones o redes clientelares, condenando al resto a la exclusión y la marginación y, en las condiciones de alta volatilidad económica características de toda la historia de la región, la mayoría de las veces también a la pobreza. A pesar de los intentos, especialmente del período llamado “burocrático-autoritario” por construir una tecnocracia que gozara de autonomía frente a los grandes grupos de interés económico y social, lo cierto es que los principios burocrático-weberianos sólo consiguieron penetrar en algunos enclaves de algunos estados. El conjunto del aparato político-administrativo siguió sometido a la lógica patrimonial tradicional. La acción del estado sufrió de lo que en relación a Brasil Schmitter ha llamado “sobreburocratización estructural” combinado con “infraburocratización de comportamientos”, en otras palabras, el papeleo y el formalismo se hicieron sistémicos con el patrimonialismo, la clientelización y la inseguridad jurídica: los costos de transacción se dispararon obviamente (Schmitter: 1971; Schneider: 1991).[6]

La ola de democratización vivida por América Latina a partir de los 80 y la aplicación casi paralela de las políticas del Consenso Washington, aunque han mejorado sensiblemente los indicadores de libertad política y las capacidades de manejo macroeconómico, no parece que hayan conseguido revertir suficientemente las tendencias patrimonialistas y clientelares profundas de la cultura política. Aunque las políticas formuladas han mejorado, la informalidad institucional ha bloqueado su correcta implementación en muchos casos generándose así la paradójica situación de políticas más o menos correctas que no son capaces de conseguir los resultados propuestos. La debilidad de los estados para formular y sobre todo para implementar políticas públicas de desarrollo tiene hondas raíces institucionales y sociales.

Un factor que debilita extraordinariamente la competitividad internacional de las economías latinoamericanas sigue siendo la inseguridad jurídica general. Es cierto que de ella pueden escapar los grandes inversionistas internacionales con el apoyo en cláusulas de arbitraje internacional y en último extremo del poder de represalia de sus respectivos gobiernos. Pero la inseguridad jurídica impone costes insalvables para la inversión de las medianas empresas extranjeras y para el desarrollo de pequeñas y medianas empresas nacionales bien insertadas en la globalización, que habrían de constituir las nuevas clases medias productivas y la base social de una política nacional de internacionalización.

En esta falta de desarrollo institucional se halla uno de los mayores riesgos de las actuales sociedades latinoamericanas del tiempo de la globalización. Esta falta de seguridad jurídica no afecta determinantemente a los grupos de poder tradicionales que conservan el manejo del proceso político ni constituye un obstáculo insalvable para los grandes inversores internacionales. Todos estos grupos y sus asalariados cualificados en cada país van a quedar estructuralmente conectados al proceso de globalización. Pero al continuar deteriorándose el tejido de clases medias originado durante la fase de desarrollo hacia adentro y al no acabar de surgir en número suficiente nuevas clases medias por el carácter imperfecto e incompleto de los mercados, un porcentaje cada vez mayor de la población puede verse obligado a vivir en la informalidad y los más audaces y menos escrupulosos pueden optar por insertarse en la “globalización informal” representada por todos los tráficos ilícitos. El deterioro ético derivado de la “mercantilización” de casi todos los ámbitos de la vida personal y colectiva no ayuda a frenar este proceso. El desgarramiento nacional y la ingobernabilidad que de todo ello pueden derivarse ya no son meros temores.

El desarrollo institucional no es, pues, un lujo de los países ricos del que pudieran prescindir los países pobres en sus estrategias de desarrollo. Es una condición necesaria para que surjan mercados interna e internacionalmente competitivos, para que sean creíbles los procesos necesarios de integración regional, para que los pobres pueden acceder sin discriminaciones a las actividades productivas, para que se multiplique el tejido de pequeñas y medianas empresas insertadas en la economía global, para que se desarrolle un modelo educativo coherente con una economía productiva, para que se supere la confusión y se restablezca la autonomía y la interdependencia entre las esferas política y económica, para que se amplíe la base fiscal y para que se desarrolle una cultura tributaria coherente con una ciudadanía moderna y solidaria. Todo esto obviamente exige más que el desarrollo institucional. Pero éste aunque no es condición suficiente sí es condición necesaria para la producción de todos los procesos relacionados y con ellos del avance y sostenibilidad de las todavía incipientes y problemáticas democracias latinoamericanas.

Sin desarrollo institucional casi fatalmente volveremos a insertarnos mal en la economía internacional. La internacionalización en curso no elimina la autonomía de los estados a la hora de decidir políticas y estrategias de inserción. La internacionalización por lo demás afecta muy desigualmente a los diversos sectores económicos y no impide sino que plantea la urgencia de construir mercados internos completos y competitivos. Toda esta inmensa y estimulante tarea sólo puede ser realizada por los estados nacionales o, mejor, por gobiernos capaces de construir coaliciones suficientes para impulsar proyectos auténticamente nacionales a la vez que abiertos a la integración y la solidaridad internacional.

Como muestra la experiencia chilena, a mayor cohesión y fortaleza del mercado interior, mayor grado de autonomía en la decisión de las estrategias de internacionalización. De ahí la urgencia con que los chilenos, crecientemente conscientes de las limitaciones de su por lo demás exitoso esfuerzo de desarrollo, están planteando la necesidad de nuevas reformas y fortalecimientos institucionales y en especial de las capacidades reguladoras de los estados, sin duda el signo más distintivo de la clase de estado exigido por el nuevo entorno de desarrollo. Cuando los mercados son muy incompletos e imperfectos y las sociedades muy dualizadas, la globalización puede reforzar la fragmentación y hacer inviable la democracia. Pero esto no será un efecto fatal de la globalización sino de nuestra propia incapacidad de poner en pié proyectos nacionales de desarrollo humano que aúnen la democracia con los mercados competitivos y eficientes y con la cohesión y solidaridad social para la mejor inserción de todo ello en un nuevo orden global.

Los estados más avanzados han enfrentado la globalización no sólo disciplinando y liberalizando sus economías y formulando renovadas políticas públicas sino también fortaleciendo sus instituciones y capacidades de gobierno. En América Latina no ha sido siempre así. El caso más negativo y sobresaliente ha sido Argentina que culminó en la crisis económica y política del 2002. Aquí no sólo se trata de defectos de implementación achacables al sistema político-institucional sino también de reformas y ajustes fiscales pobremente diseñados, acompañadas de políticas macroeconómicas incompetentes y de un estado institucionalmente débil. Todo ello en claro “partenariado” con el Fondo Monetario Internacional.

La crisis argentina llama la atención sobre la necesidad de instituciones y organizaciones estatales fuertes y competentes. Esto significa un régimen político legítimo para los ciudadanos, respeto del Derecho, aparatos administrativos competentes fiscal y administrativamente. Sin estados capaces de garantizar los intereses colectivos y los derechos de ciudadanía no habrán mercados ni cooperaciones internacionales que provean el necesario desarrollo.[7]

[1] Vid. Geoff Mulgan and Andrea Lee, “Better Policy Delivery and Design: A Discussion Paper”, Performance and Innovation Unit, January 2001.

[2] Beck, Ulrich (2002), La Sociedad del Riesgo: Hacia una Nueva Modernidad, Editorial Paidós Ibérica.

[3] Vid. P S Heller, Who will pay? Coping with aging societies, climate change and other long-term fiscal challenges, International Monetary Fund, 2003.

[4]M Spillman, A Hess, A Wenger y K Fink (eds.), Setting the 21st Century Agenda. Proccedings of the 5th International Security Forum, Peter Lang Pub Inc, 2003, p. 180-181.

[5] Wiarda, H.J., “Historical Determinants of the Latin American State”, en Vellinga, M. (compilador), The Changing Role of the State in Latin America, Westview Press, 1998.

[6] Schmitter, Ph.C., Interests Conflict and Political Change in Brazil, Stanford, Stanford University Press, 1971.

Schneider, B.R., Politics within the State: Elite Bureaucrates and Industrial Policy in Authoritarian Brazil, Pittsburg, Pittsburg University Press, 1991.

[7] L.C. Bresser-Pereira, Democracy and Public Management Reform. Building the Republican State, Oxford University Press, 2004, pág. 86-87.

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