Que, en pleno siglo XXI (el de las redes y la saturación de información), un joven limeño no pueda ver en los cines de su ciudad una película francesa o española o rusa o colombiana es, por decir lo menos, una anomalía y, desde algún punto de vista, una aberración. Sin embargo, en nuestro medio, ese hecho esencialmente anómalo está totalmente naturalizado. ¿Quién se sorprende por ello? Nadie (o casi nadie), porque se asume implícitamente que eso es lo normal, la realidad: es lo que hay (como el caótico tráfico limeño) .
Pero, ¿qué está en juego en un statuo quo como este en el que los filmes hollywoodenses son los únicos que copan los multicines? ¿Es solo un hecho de libre mercado, un juego de oferta y demanda cinematográfica, un mero hecho económico? Creemos que no. Sostenemos que es algo mucho más grave y nocivo, cuyos efectos hay que rastrearlos en el orden de lo artístico, lo estético y lo intelectual. Al estar sometidos a esta hegemonía y/o monopolio audiovisual hollywoodense se está acostumbrando al público a la dictadura de una única estética y a un único tipo de narrativa audiovisual. En suma, a una única forma de sentir (al menos, desde las butacas de una sala a oscuras).