Alfredo Barnechea periodista y político peruano presenta en su obra “Perú, país de metal y de melancolía” una serie de episodios y crónicas interesantes sobre la historia de nuestro país de los que, en su mayoría, obtuvo testimonio de primer orden . A continuación el extracto de algunos párrafos que tratan específicamente de dos perspectivas opuestas respecto a la complejidad de nuestra identidad.
“La literatura peruana ofrece dos versiones para afrontar el drama, o la complejidad, de la peruanidad. Una es la de Vargas Llosa, y la otra es la de José María Arguedas. Uchuraccay no pertenecía al mundo de Vargas Llosa. Pertenecía, como un mudo telón de fondo, al mundo indígena y rural de las novelas del indigenismo. Pertenecía al mundo de Arguedas.
A Vargas Llosa lo rondó siempre la figura de Arguedas. Era la otra cara del alma peruana, distinta pero complementaria a la suya. Un espejo en el que debíamos mirarnos para completar “el país de las mil caras”, como denominaría al Perú en uno de sus artículos.
Vargas Llosa y Arguedas han representado, en la literatura peruana de este siglo, dos mundos divergentes, dos polos del Perú, con el simbolismo que acaso sólo puede transmitir la literatura. Para decirlo con el título de Arguedas, han representado a los dos zorros: al de abajo, del mundo de la costa y la ciudad, y al de arriba, del mundo rural de los Andes y la aldea. Hablamos, pues, del mundo criollo y del mundo indígena. Por eso es apasionante el diálogo entre estos escritores, como el que mostró ese libro, que constituye un ensayo sobre esa fragmentada e inconclusa totalidad que somos los peruanos (Aquí el autor alude al libro publicado por Vargas Llosa y posterior a la muerte de Arguedas: La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo).
Aunque había frecuentado su obra desde la universidad, el mundo de Arguedas le saltó a Vargas Llosa a la cara cuando ocurrió la tragedia de Uchuraccay. Su participación en la comisión que investigó esa tragedia es uno de los acontecimientos cruciales de su biografía política. Uchuraccay y lo que rodeó a ese horrendo crimen constituyeron la resurrección pública de un país arcaico y remoto, con el consiguiente estallido de mitos, prejuicios, ideologías y pasiones sobre los Andes y los indios.
Según Vargas Llosa, la obra de Arguedas es la añoranza de un mundo primitivo y gregario: el de la tribu, “colectividad aún no escindida en individuos, inmersa mágicamente en una naturaleza con la que se identifica“. Para Arguedas, la sociedad moderna era una impostura en la que el individuo se hallaba desamparado, “a merced de fuerzas hostiles que a cada paso amenazan con destruirlo.
El mundo de Vargas Llosa es enteramente diferente. En ese orbe, el individuo ya se ha emancipado de la tribu, se encuentra con la ciudad hostil y sus personajes son seres desarraigados que combaten en ella. Es la novela del antihéroe. Mientras en Arguedas la naturaleza absorbe la narración, en Vargas Llosa es la historia la que lo hace. Por eso, en Arguedas lo más persuasivo es la descripción de ríos, árboles o pájaros, y en Vargas Llosa lo son los diálogos que pronuncian personajes ambivalentes y complejos. Mientras en Vargas Llosa nos enfrentamos a individuos libres, que eligen esa libertad al modo de Sartre, “el lenguaje inventado de los indios de Yawar Fiesta, de sintaxis desgarrada, intercalado de quechuismos, de palabras castellanas que la escritura fonética desfigura, no expresa a un individuo, siempre a una muchedumbre, la que, a la hora de comunicarse, lo hace con voz plural, como un coro”. Es el mundo de Levi-Strauss contra el de Karl Popper.
El libro de Barnechea es una serie de episodios autobiográficos, en los que la búsqueda frecuente es la identidad de los peruanos. En el epílogo ensaya una respuesta acorde al tiempo:
Menos rural, este nuevo peruano es, por supuesto, más internacional que cualquiera de sus predecesores, y es contemporáneo, en consecuencia, de uno de los grandes fenómenos de nuestro tiempo: el de los ciudadanos nómades, aquellos que nacieron en un país, se educaron en otro, se mudaron a trabajar en un tercero, y sus hijos viven ahora en un cuarto. Más que a naciones, sus memorias están atadas a ciudades. Sus hijos son niños-nintendo: juegan los mismos juegos en Lima que en Singapur o en El Cairo. Sus héroes y mitos no provienen de imaginarios nacionales sino de uno etéreo: el éter de la televisión por cable.
Por todo eso, hay quienes creen que la era digital es una era “sin locación”. Quizá este sea el verdadero choque de civilizaciones: el viejo nacionalismo versus esas experiencias novedosas de exilio o de mera deslocalización.
El exilio es, por supuesto, una realidad inmemorial de los hombres, pero el mundo contemporáneo ha presenciado este otro tipo de exilio, y sin él no se lo puede entender.
En un artículo titulado “Modern Odyseys”, Roger Cohen ha escrito que “puedes vivir en otro lugar por décadas y aun así ese lugar sólo es en tu corazón un sitio para acampar, un lugar para pasar la noche, pero arrancado de todo destino colectivo”.
Es indudable que el ser humano requiere de “su espacio”, del salir de la tribu para vivir su libertad, para descubrir y descubrirse; pero es cierto también que el legado ancestral es genético, con base científica, y espiritual para quienes lo consideramos, con base en la fe. El impulso de la libertad abre fronteras, derriba tabúes, amplia el horizonte; el calor del hogar, nos une, nos afirma, nos fortalece. Debe existir un tiempo, un espacio o una dimensión en la que el individuo, conquistador de nuevos horizontes, incorpore a los suyos, incorpore al colectivo a la amplitud alcanzada; conseguirá entonces extender y fortalecer su identidad, su cultura.
MGC
Referencia:
Barnechea, A. (2011). Perú, país de metal y de melancolía. Memorias de una educación política (pp. 207-303). Lima: FCE, 2011.