El Cristo de Velázquez, de Miguel de Unamuno

A Soledad, mi hija amada: “…una flor que muriendo resucita.”. Arturo Corcuera, Balada del soneto que vuelve.

Entre el tiempo de compartir de Cuaresma y el tiempo de orar de Semana Santa, nuestro corazón pensante se concentra en el Cristo Resucitado de la Pascua: la vida que vence a la muerte, la libertad que vence a la esclavitud, la luz que vence a la oscuridad. Este bello poema de Miguel de Unamuno, “El Cristo de Velázquez” (1920), inspira este espíritu de afirmación terca de la vida y del amor, en tiempo duro de tragedia y esperanza.

“¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?

¿Por qué ese velo de cerrada noche

de tu abundosa cabellera negra

de nazareno cae sobre tu frente?

Miras dentro de Ti, donde está el reino

de Dios; dentro de Ti, donde alborea

el sol eterno de las almas vivas.

Blanco tu cuerpo está como el espejo

del padre de la luz, del sol vivífico;

blanco tu cuerpo al modo de la luna

que muerta ronda en torno de su madre

nuestra cansada vagabunda tierra;

blanco tu cuerpo está como la hostia

del cielo de la noche soberana,

de ese cielo tan negro como el velo

de tu abundosa cabellera negra

de nazareno. Que eres, Cristo, el único

hombre que sucumbió de pleno grado,

triunfador de la muerte, que a la vida

por Ti quedó encumbrada. Desde entonces

por Ti nos vivifica esa tu muerte,

por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,

por Ti la muerte es el amparo dulce

que azucara amargores de la vida;

por Ti, el Hombre muerto que no muere

blanco cual luna de la noche. Es sueño,

Cristo, la vida y es la muerte vela.

Mientras la tierra sueña solitaria,

vela la blanca luna; vela el Hombre

desde su cruz, mientras los hombres sueñan;

vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco

como la luna de la noche negra;

vela el Hombre que dió toda su sangre

por que las gentes sepan que son hombres.

Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos

a la noche, que es negra y muy hermosa,

porque el sol de la vida la ha mirado

con sus ojos de fuego: que a la noche

morena la hizo el sol y tan hermosa.

Y es hermosa la luna solitaria,

la blanca luna en la estrellada noche

negra cual la abundosa cabellera

negra del nazareno. Blanca luna

como el cuerpo del Hombre en cruz, espejo

del sol de vida, del que nunca muere.

Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre

nos guían en la noche de este mundo

ungiéndonos con la esperanza recia

de un día eterno. Noche cariñosa,

¡oh noche, madre de los blandos sueños,

madre de la esperanza, dulce Noche,

noche oscura del alma, eres nodriza

de la esperanza en Cristo salvador!

A L B A

Blanco estás como el cielo en el naciente

blanco está al alba antes que el sol apunte

del limbo de la tierra de la noche:

que albor de aurora diste a nuestra vida

vuelta alborada de la muerte, porche

del día eterno; blanco cual la nube

que en columna guiaba por el yermo

al pueblo del Señor mientras el día

duraba. Cual la nieve de las cumbres

ermitañas, ceñidas por el cielo,

donde el sol reverbera sin estorbo,

de tu cuerpo, que es cumbre de la vida,

resbalan cristalinas aguas puras

espejo claro de la luz celeste,

para regar cavernas soterrañas

de las tinieblas que el abismo ciñe.

Como la cima altísima, de noche,

cual luna, anuncia el alba a los que viven

perdidos en barrancos y hoces hondas,

¡así tu cuerpo níveo, que es cima

de humanidad y es manantial de Dios,

en nuestra noche anuncia eterno albor!

O R A C I Ó N   F I N A L

Tú que callas, ¡oh Cristo!, para oírnos,

oye de nuestros pechos los sollozos;

acoge nuestras quejas, los gemidos

de este valle de lágrimas. Clamamos

a Ti, Cristo Jesús, desde la sima

de nuestro abismo de miseria humana,

y Tú, de humanidad la blanca cumbre,

danos las aguas de tus nieves. Águila

blanca que abarcas al volar el cielo,

te pedimos tu sangre; a Ti, la viña,

el vino que consuela al embriagarnos;

a Ti, Luna de Dios, la dulce lumbre

que en la noche nos dice que el Sol vive

y nos espera; a Ti, columna fuerte,

sostén en que posar; a Ti, Hostia Santa,

te pedimos el pan de nuestro viaje

por Dios, como limosna; te pedimosa

a Ti, Cordero del Señor que lavas

los pecados del mundo, el vellocino

del oro de tu sangre; te pedimos

a Ti, la rosa del zarzal bravío,

la luz que no se gasta, la que enseña

cómo Dios es quien es; a Ti, que el ánfora

del divino licor, que el néctar pongas

de eternidad en nuestros corazones.

¡Tráenos el reino de tu Padre, Cristo,

que es el reino de Dios reino del Hombre!

Danos vida, Jesús, que es llamarada

que calienta y alumbra y que al pábulo

en vasija encerrado se sujeta;

vida que es llama, que en el tiempo vive

y en ondas, como el río, se sucede.

Avanzamos, Señor, menesterosos,

las almas en guiñapos harapientos,

cual bálago en las eras remolino

cuando sopla sobre él la ventolera,

apiñados por tromba tempestuosa

de arrecidas negruras; ¡haz que brille

tu blancura, jalbegue de la bóveda

de la infinita casa de tu Padre

-hogar de eternidad-, sobre el sendero

de nuestra marcha y esperanza sólida

sobre nosotros mientras haya Dios!

De pie y con los brazos bien abiertos

y extendida la diestra a no secarse,

haznos cruzar la vida pedregosa

-repecho de Calvario- sostenidos

del deber por los clavos, y muramos

de pie, cual Tú, y abiertos bien de brazos,

y como Tú, subamos a la gloria

de pie, para que Dios de pie nos hable

y con los brazos extendidos. ¡Dame,

Señor, que cuando al fin vaya perdido

a salir de esta noche tenebrosa

en que soñando el corazón se acorcha,

me entre en el claro día que no acaba,

fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,

Hijo del Hombre, Humanidad completa,

en la increada luz que nunca muere;

mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,

mi mirada anegada en Ti, Señor!”.

Fotografía: Pintura, El Cristo, de Diego de Velázquez.

 

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