Manuel empezó por limpiar el palacio de los espías: cientos de ellos murieron ejecutados en la siguiente semana. Mientras, se abocó a la tarea de armar una gran trampa alrededor de la casa de Menteuté, y enseñó a la guardia real una serie de estrategias para enfrentar mejor al enemigo.
Yendrá tampoco se quedó quieto: animado por la noticia de la muerte de Yilal, se puso a la cabeza de su ejército y, junto con Nerjad, encaminó hacia Tebes. Aquella mañana de tenue sol que entró en la ciudad, la encontró desierta.
Sin resistencia a la vista, avanzó hacia el palacio de Menteuté, listo para saquearlo. Pero cuando ingresaron en la explanada, el suelo se sintió mover. Caballos y hombres lucharon por sus vidas mientras el terreno se los tragaba.
Fue entonces que los vio: los arqueros del rey-dios se habían apostado en las zonas altas del palacio y en su retaguardia, y fulminaron la última resistencia del ejército invasor. Los lamentos se transformaron en silencio mientras Yendrá y Nerjad veían a Manuel desbaratar a los heridos con los rayos salidos de su arma.
“Hoy les entregaré Tebes”, había vaticinado el falso oráculo al pueblo de Saut antes de salir a su final. Y ahora sólo le quedaba morir: Yendrá cerró los ojos al desaparecer sobre el terreno.