Indiferente desprecio

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He llegado a mi casa
envuelto en cansancio,
las sonrisas no me alegran,
y el indolente mal humor
transforma mi cara.

Son diez de la noche, y recién se le ocurre llegar a este hombre. Cierto que trabaja duro, pero no por eso debiera laborar tanto en una fecha tan especial. Es un catorce de febrero horroroso, con una casa vacía y sin amistades a quienes llamar porque están gratamente ocupadas. Hubiese querido celebrar esto de otro modo.

La puerta cierro
con lento desánimo,
la tenue luz se esfuerza
en mostrarme la desidia
de mi pequeño lar.

Lo recibo con un beso y un “buenas noches”, pero mi esposo no responde. Mudo y algo ciego, se derrumba en el sillón, y a pesar de decirle que su cena está servida, su rostro no se inmuta aunque mencione su nombre con insistencia. Dos minutos después, al fin reacciona, y girando su cabeza hacia donde estoy sentada, él sólo atina a susurrar:

Cada día que nos pasa
muero de sólo pensar
que he dejado de quererte,
como sombra del ayer
al verse en el espejo.

Porque aquel que vive sin sentir
elige a la indiferencia,
que mis emociones amilana
y destruye los tiernos lazos
que me atan a ti, esposa mía.

Sin agregar más, él se levanta cariacontecido, como si hubiera recibida una sórdida visión. Come despacio el plato ya frío, exasperándome tanto que deforma mi faz. Luego de unos minutos, se limpia con la servilleta, abandona la mesa, va al baño y se lava las manos. Se pone el saco y camina hacia la puerta, ante lo cual le pregunto a dónde va.

– Voy a encontrarme con mis compañeros. Hoy, es día de la amistad.

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