Memoria de Electra. Mariela Dreyfus

Memoria de Electra
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Soy un hombre.
He construido un templo
donde mi virilidad no tiene límites.
Cinco vírgenes me rodean
de día las desnudo al contemplarlas
de noche cubro sus cuerpos
con mi semen angustioso y renovado.
Esta necesidad
me viene de muy niño;
cuando intentaba soñar
me despertaban los gemidos
de mi madre y de su amante.
Pero soy un hombre.
Que nadie se atreva
a profanar mis reinos.

Mariela Dreyfus (Lima, Perú, 1960)
de  Memorias de Electra, 1984

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‘Si te quedas en mi país’. Enrique Verástegui

Si te quedas en mi país

Enrique Verástegui

 

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En mi país la poesía ladra
suda orina tiene sucias las axilas.
La poesía frecuenta los burdeles
escribe cantos silba danza mientras se mira
ociosamente en la toilette
y ha conocido el sabor dulzón del amor
en los parquecitos de crepé
bajo la luna
de los mostradores.Pero en mi país hay quienes hablan con su botella de vino
sobre la pared azulada.Y la poesía rueda contigo de la mano
por estos mismos lugares que no son los lugares
para filmar una canción destrozada.
Y por la poesía en mi país
si no hablaste como esto
te obligan a salir
en mi país
no hay donde ir
pero tienes que ir saliendo
como el acné en el cascarón rosado.
Y esto te urge más que una palabra perfecta.En mi país la poesía te habla
como un labio inquietante al oído
te aleja de tu cuna culeca
filma tu paisaje de Herodes
y la brisa remece tus sueños
–la brisa helada de un ventilador.
Porque una lengua hablará por tu lengua.
Y otra mano guiará a tu mano
si te quedas en mi país.
En los extramuros del mundo, 1971.

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Rappaccini’s Daughter (II) (La Hija de Rappaccini-1844) Nathaniel Hawthorne

Rappaccini’s Daughter (II)
(La Hija de Rappaccini-1844)

Nathaniel Hawthorne

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Después de la primera entrevista, una segunda va implícita en lo que nosotros llamamos destino. Una tercera, una cuarta, y pronto los únicos momentos en que vivía feliz y satisfecho eran los que pasaba en compañía de Beatrice ; el tiempo restante transcurría esperando o recordando su entrevista. Eso mismo le ocurría a la hija de Rappaccini. Aguardaba la aparición del joven y corría a su lado con una confianza tan libre de reservas como si hubieran sido compañeros de juegos desde la más tierna infancia, y como si siguieran siéndolo todavía. Si por algún motivo inesperado él no acudía en el momento de la cita, Beatrice se ponía bajo su ventana y cantaba la más dulce de sus canciones, que flotaba en torno a él en su cámara y resonaba en su corazón como un eco: «¡Giovanni!¡Giovanni! ¿Por qué tardas? ¡Ven!», y él bajaba presuroso a aquel edén de flores envenenadas.

Pero a pesar de tan íntima familiaridad, aún existía una reserva en la conducta de Beatrice, tan rígida e invariablemente mantenida que raras veces pasaba por la imaginación de él la idea de infringirla. Según todas las apariencias, se amaban; se habían dicho su amor con los ojos, que comunican el secreto sagrado desde las profundidades de un alma a las de la otra; era demasiado grande aquel secreto para expresarlo por medio de la palabra. Sin embargo, se habían dicho su amor en aquellas explosiones de pasión, cuando sus espíritus volaban fuera de sus cuerpos en articulado suspiro, como lengua de una llama escondida demasiado tiempo. En cambio, no había habido sello de labios, ni apretón de manos, ni la caricia más leve que el amor demanda y santifica. Él no había tocado nunca ni uno de los rizos dorados de su pelo; el traje de ella —tan grande era la barrera psíquica que los separaba— nunca había ondeado contra él con la brisa. En las pocas ocasiones en que Giovanni parecía tentado a saltar esa barrera, Beatrice se ponía tan triste, tan severa y mostraba además tal aspecto de desesperación que no se necesitaba ni una sola palabra más para hacerle desistir. En esos casos él se sobresaltaba ante la horrible sospecha que nacía, semejante a un monstruo, en lo profundo de su corazón. La miraba a la cara, su amor se entibiaba y desvanecía, como la niebla matinal ante el sol, y sólo quedaban sus dudas.

Pero cuando la cara de Beatrice recobraba su alegría después de la momentánea tristeza, dejaba de ser la persona misteriosa que él observara con miedo y horror, y volvía a ser la muchacha hermosa y sencilla cuyo espíritu comprendía por encima de cualquier otro conocimiento.

Había transcurrido un tiempo considerable desde el último encuentro de Giovanni con Baglioni, cuando una mañana se vio desagradablemente sorprendido por la visita del profesor, en quien había pensado muy poco en las últimas semanas y de quien hubiera querido olvidarse totalmente. Se hallaba en un estado de ánimo que sólo podía aceptar la compañía de personas que no pusieran objeciones a sus sentimientos actuales. Tal comprensión no podía esperarse del profesor Baglioni.

El visitante charló despreocupado durante unos minutos de los chismes de la ciudad y de la universidad, y después tomó otro tema.

—Estuve leyendo últimamente a un antiguo autor clásico —dijo— y me encontré con una historia que me llamó la atención.

Posiblemente podrás recordarla. Es una que trata de un príncipe de la India que envió una bella mujer como presente a Alejandro Magno. Era tan hermosa como la aurora y vistosa como una puesta de sol, pero lo que le caracterizaba era un cierto aliento perfumado, más dulce que el de las rosas de un jardín persa. Alejandro, como es natural en un hombre joven, quedó enamorado de la joven extranjera en cuanto la vio; pero cierto sabio, que estaba presente en aquel momento, descubrió en ella un secreto terrible.

—¿Y en qué consistía? —preguntó Giovanni bajando los ojos para evitar los del profesor.

—En que esa mujer hermosa había sido alimentada con venenos desde su nacimiento —continuó Baglioni con énfasis—, hasta el punto de que habían entrado de tal forma en su organismo que ella misma era el veneno más mortal que existía. Él era su elemento vital. Con aquel delicioso perfume de su aliento emponzoñaba el aire. Su amor hubiese sido veneno. Su abrazo, la muerte. ¿No es un cuento maravilloso?

—Una fábula infantil —contestó Giovanni moviéndose nervioso en la silla—. Me parece maravilloso que su señoría encuentre tiempo para leer tales paparruchas mientras se dedica a estudios serios.

—A propósito —dijo el profesor mirando inquieto en derredor—, ¿qué extraña fragancia es ésta que hay en tu habitación? ¿Es el perfume de tus guantes? Es débil pero delicioso, aunque no se pueda decir que agradable. Creo que si lo respirara mucho tiempo llegaría a ponerme enfermo. Es como la esencia de una flor, pero no veo flores en la alcoba.

—No hay ninguna —contestó Giovanni, que se había puesto pálido mientras hablaba el profesor—, ni creo que haya aquí otro perfume que el de la imaginación de vuestra señoría. El olor, siendo como es una mezcla de lo sensible y lo espiritual, es apto para engañarnos de esa forma. El recuerdo de un perfume, la mera idea de él puede ser confundido con una realidad presente.

—¡Ah!, pero mi cuerda imaginación no suele gastarme esas bromas —dijo Baglioni—, y si me imaginase algún tipo de olor sería el de cualquier repugnante droga de boticario con la que mis dedos estarían probablemente bastante impregnados. Nuestro querido amigo Rappaccini, según he oído, perfuma sus medicinas con olores más ricos que los de Arabia. La bella y docta Beatrice también podría tratar a sus pacientes con drogas tan dulces como el aliento de una doncella, ¡pero qué desgracia para el que las bebiera!

La cara de Giovanni reflejó muchas emociones contenidas. El tono en que aludía el profesor a la pura y encantadora hija de Rappaccini era una tortura para su alma y, sin embargo, la insinuación de un examen de su carácter, opuesto al suyo propio, produjo de un modo instantáneo la claridad de mil sospechas confusas que ahora se burlaban de él como otros tantos demonios.

Pero se esforzó por dominarlos y respondió a Baglioni con la fe de un amante perfecto.

—Señor profesor —le dijo—, usted fue amigo de mi padre y quizás es también su propósito actuar con su hijo como un amigo. No puedo sentir hacia usted sino respeto y. deferencia, pero le suplico que se dé cuenta de que hay algo sobre lo que no podemos hablar. Usted no conoce a la señorita Beatrice: por tanto, es incapaz de estimar lo erróneo, la blasfemia, diría mejor, de hablar de su persona con una palabra ligera e injuriosa.

—¡Giovanni! ¡Mi pobre Giovanni! —contestó el profesor con una tranquila expresión de lástima—. Conozco a esa joven perversa mucho mejor que tú. Vas a oír la verdad respecto al envenenador Rappaccini y a su venenosa hija; sí, tan venenosa como bella. Escucha, pues aunque mancillaras mis cabellos grises no podría guardar silencio. La antigua fábula de la mujer india se ha convertido en real por la profunda y fatal ciencia de Rappaccini, y en la persona de la hermosa Beatrice.

Giovanni gimió y ocultó su cara.

—Su padre no se refrenó ante el cariño natural —continuó Baglioni—, y la ofreció, de esta manera horrible, como víctima de su loco amor por la ciencia. Hagámosle justicia, es un auténtico hombre de ciencia que destilaría su propio corazón en un alambique. ¿Cuál puede ser entonces tu destino? Has sido cogido como el material para un nuevo experimento. Quizás el resultado sea la muerte o quizás un destino más terrible aún. Rappaccini, por lo que él llama interés por la ciencia, no dudaría ante nada.

«Es un sueño, probablemente es sólo un sueño», se dijo Giovanni.

—Pero alégrate, hijo de mi amigo —resumió el profesor—. No es demasiado tarde para la salvación. Es muy posible que tengamos éxito al tratar de volver a esa miserable criatura a la normalidad, de la que ha sido sacada por la locura de su padre. ¡Ten esta pequeña redoma de plata! Fue hecha por las manos del renombrado Benvenuto Cellini y es un presente de amor digno de la dama más deliciosa de Italia. Su contenido es aún más valioso; un pequeño sorbo de este antídoto habría neutralizado el veneno más virulento de los Borgia. No hay duda de que será eficaz contra los de Rappaccini. Dale el pomo a tu Beatrice y espera lleno de confianza los resultados.

Baglioni dejó una pequeña redoma de plata exquisitamente labrada sobre la mesa y se retiró deseando que sus palabras surtieran efecto sobre la mente del joven.

«Te venceremos, Rappaccini —pensaba, riendo, mientras bajaba la escalera—. Sin embargo, debemos reconocer la verdad: es un hombre maravilloso y a la vez un empírico despreciable que no puede ser tolerado por aquellos que respetamos las buenas normas clásicas de la profesión médica.»

En sus relaciones con Beatrice, Giovanni había tenido en ocasiones negros presentimientos respecto a su verdadero modo de ser. Pero se había comportado siempre la joven de un modo tan sencillo, cariñoso y cándido que la descripción que acababa de hacer de ella el profesor Baglioni le parecía extraña e increíble, como si no estuviera en concordancia con la realidad. Es verdad que existían recuerdos repugnantes relacionados con las primeras veces que viera a la encantadora joven: no podía olvidar por completo el ramillete que se había marchitado en su mano y el insecto muerto en el aire dorado por el sol, sin otra intervención al parecer que la de la fragancia del aliento de su amada. Estos incidentes, sin embargo, se desvanecieron ante la luz pura de su carácter, dejando de tener la eficacia de los hechos, y fueron considerados como errores de la fantasía, a pesar de que el testimonio de los sentidos parecía probarlo. ¿Hay algo más verdadero y real que lo que podemos ver con los ojos y tocar con los dedos? Sobre esta idea fundaba Giovanni su confianza en Beatrice, aunque en realidad se debía más a la fuerza de las virtudes de ella que a una fe profunda y generosa. Mas ahora su espíritu era incapaz de sostenerse a la altura a que lo había elevado el primer entusiasmo de la pasión; se desmoronaba titubeando entre dudas terrenas y manchaba así la pura blancura de la imagen de Beatrice. No es que fuera a abandonarla; sólo quería probarla. Resolvió hacer alguna prueba decisiva que pudiera convencerle, de una vez por todas, de que aquellas terribles cualidades físicas no tenían correspondencia en su alma. Quizá sus ojos le habían engañado a causa de la distancia en lo referente al lagarto, al insecto y a las flores. Tenía que comprobar estando junto a ella si al tocar una flor recién cortada ésta se marchitaba en su mano. Entonces no cabria ninguna duda.

Con esta idea corrió a la floristería y compró un ramillete que estaba aún perlado con las gotas de rocío de la mañana.

Era la hora acostumbrada de su entrevista con Beatrice. Antes de bajar al jardín, Giovanni no resistió la tentación de mirarse al espejo, vanidad que puede disculparse en un joven guapo, aunque con ello demuestre cierta frivolidad de sentimientos y un carácter poco formado. Se miró, y se dijo que sus facciones nunca habían sido tan graciosas, ni sus ojos habían tenido nunca aquella vivacidad, ni sus mejillas un tinte de salud como entonces.

«Al menos —pensó—, su veneno no ha penetrado aún en mi organismo. No soy una flor para marchitarme en una mano.»

Con este pensamiento volvió sus ojos al ramillete que mantenía en su mano. Un estremecimiento de horror indefinible sacudió todo su cuerpo al notar que aquellas flores húmedas de rocío estaban comenzando a ajarse; tenían el aspecto de haber sido frescas el día anterior. Giovanni se puso blanco como el mármol y se quedó inmóvil delante del espejo mirando a su propia imagen como si estuviese viendo algo terrible. Recordó el comentario de Baglioni acerca de la fragancia que parecía inundar la habitación.

¡Su aliento debía de estar envenenado! Se estremeció. Luego, recobrándose de su estupor, comenzó a observar con ojos curiosos una araña que estaba atareada fabricando su tela en la antigua cornisa de su habitación, cruzando y recruzando el ingenioso sistema de hilos entrelazados; era una araña tan vigorosa y activa como todas las que se columpian en un techo viejo. Giovanni se inclinó hacia el insecto y exhaló una profunda y larga bocanada de aire. La araña interrumpió de pronto su tarea, la tela vibró por el temblor transmitido desde el cuerpo del pequeño artesano. Giovanni volvió a lanzar el aliento sobre ella, aún con más fuerza que la vez anterior y con un sentimiento venenoso en su corazón; no sabía si era un perverso o es que estaba desesperado. La araña contrajo sus miembros convulsivamente y quedó colgada, muerta, a través de la ventana.

«¡Maldito! ¡Maldito! —murmuró para sí Giovanni—. ¿Te has vuelto tan venenoso como para que este insecto muera solamente con tu aliento?»

En aquel momento ascendió desde el jardín una dulce y agradable voz.

—¡Giovanni! ¡Giovanni! Ya pasa de la hora. ¿Por qué tardas? ¡Baja!

«Sí —murmuró Giovanni—. Ella es el único ser al que mi aliento no puede asesinar. ¡Ojalá pudiera hacerlo!»

Bajó corriendo y en un segundo se halló ante los ojos brillantes y adorables de Beatrice.

Un momento antes su rabia y desesperación eran tan fieros que no habría deseado nada tanto como el poder destruirla con una mirada, pero en su presencia surgían influencias demasiado reales e intensas para poder librarse de ellas. Recordaba los ratos en que con su femenina dulzura lo había envuelto en una paz religiosa, los arrebatos santos y apasionados de su corazón ante su presencia.

Estos agradables recuerdos convencieron a Giovanni de que Beatrice era un ángel, algo celestial, y que sólo una persona alucinada podría achacarle aquellos horribles misterios. La ira de Giovanni se apaciguó y transformó es un estado de hosca insensibilidad.

Beatrice, con un vivo sentido espiritual, comprendió al momento que entre ellos había un mar de tinieblas que ninguno de los dos podría atravesar. Pasearon juntos, tristes y en silencio, y llegaron hasta la fuente de mármol y al charco de agua del suelo en medio del cual crecía la planta de flores como gemas. Giovanni se sorprendió del placer —o mejor, del apetito— con que él mismo inhalaba la fragancia de las flores.

—Beatrice —preguntó de pronto—, ¿de dónde vino esta planta?

—La creó mi padre —respondió ella con sencillez.

—¡La creó! ¡La creó! —repitió Giovanni—. ¿Qué quieres decir, Beatrice?

—Es un gran conocedor de los secretos de la naturaleza, y en el mismo momento en que yo comencé a respirar por vez primera, esta planta se alzó del suelo; es el producto de su ciencia, de sus conocimientos, mientras que yo no soy más que su hija mortal.

¡No te aproximes! —continuó ella, al observar con terror que Giovanni se estaba acercando a la planta—. Tiene cualidades que apenas podrías soñar. Yo, queridísimo Giovanni, he crecido y me he desarrollado con la planta y me nutro con su aroma. Es mi hermana y la amo con afecto humano. Pero, ¡ay!, ¿no lo sospechaste?, hay un destino terrible en ella.

Entonces Giovanni la miró tan ceñudo que Beatrice se detuvo y tembló. Pero la fe en su cariño la alentó e hizo que se ruborizara un momento por haber dudado de él.

—Ahí hay un destino terrible —repitió—, efecto del fatal amor de mi padre por la ciencia, que me aleja de toda sociedad con los de mi clase. Hasta que el cielo te envió, mi adorado Giovanni, ¡qué sola estuvo tu pobre Beatrice!

—¿Era ése un duro destino? —preguntó Giovanni fijando en ella sus ojos.

—Sólo ahora sé lo duro que era —contestó ella con ternura—. ¡Oh!, sí, y mi corazón estaba adormecido.

La ira de Giovanni brotó de sus hoscas tinieblas como un relámpago saliendo de una nube negra.

—¡Estoy maldito! —gritó con un desprecio y rencor venenosos—. Hallando tu soledad aburrida, me has separado igualmente de todo lo noble de la existencia y atraído a esta región de inenarrable horror!

—¡ Giovanni! —exclamó Beatrice, mirándolo con sus grandes ojos brillantes. No había comprendido del todo el significado de sus palabras, estaba simplemente asombrada.

—¡Sí, criatura ponzoñosa! —repitió Giovanni, acercándose con pasión—. ¡Tú me has puesto así! ¡Tú llenaste mis venas de veneno! ¡Me hiciste una criatura tan odiosa, tan horrenda, tan aborrecible y fatal como tú misma! ¡Ahora, si nuestro aliento es por suerte tan fatal para nosotros mismos como para los demás, unamos nuestros labios en un beso de indecible odio y muramos!

—¿Qué me está pasando —murmuró Beatrice dando un profundo gemido—. ¡Virgen Santa, ten piedad de mí, una pobre niña con el corazón roto!

Tú, ¿puedes tú rezar? —exclamó Giovanni, con desprecio diabólico—. Tus oraciones, al salir de tus labios tiñen la atmósfera de muerte. Sí, sí, recemos. ¡Vayamos a la iglesia y mojemos nuestros dedos en la pila de agua bendita! ¡Los que vengan detrás morirán apestados! ¡Hagamos en el aire el signo de la cruz! ¡Serán maldiciones esparcidas con apariencia de símbolos sagrados!

—Giovanni —dijo Beatrice, ya calmada, pues su pena era menor que su amor—, ¿por qué te unes conmigo en esas palabras terribles? Yo, es verdad, soy la cosa horrible que me has llamado. Pero tú, ¿qué has de hacer tú, sino estremecerte ante mi miseria espantosa y marchar lejos del jardín y olvidarte de que se arrastran por la tierra monstruos semejantes a la pobre Beatrice?

—¿No pretenderás ignorarlo? —preguntó Giovanni, mirándola ceñudo—. ¡Mira, este poder me lo ha proporcionado la candida hija de Rappaccini!

Había allí un enjambre de insectos volando en el aire en busca del alimento prometido por el olor de las flores del jardín fatal. Rodearon, formando un círculo, la cabeza de Giovanni; era evidente que se sentían atraídos hacia él por el mismo influjo que los había atraído por un instante a varios de los arbustos. Él sopló entre ellos y sonrió con amargura a Beatrice cuando por fin una veintena de insectos cayeron muertos al suelo.

—¡Ya veo! ¡Ya veo! —gritó ésta—. ¡Es la ciencia fatal de mi padre! ¡No, no, Giovanni! Yo no fui. ¡Nunca! Yo sólo soñé con amarte y estar contigo un poco de tiempo y luego dejar que te fueras, pero guardando en mi corazón tu imagen. Créelo, Giovanni, aunque mi cuerpo se haya nutrido de veneno, mi espíritu es una criatura de Dios y suplica amor como alimento cotidiano. Pero mi padre nos ha unido con esta terrible afinidad. Sí, despréciame, pisotéame, mátame. ¿Qué es la muerte después de oír palabras como las tuyas? Pero no fui yo. Ni por toda la felicidad del mundo lo hubiera hecho.

El ardor de Giovanni se apagó tras aquella explosión de sus sentimientos. Comenzó a sentir una sensación triste y no desprovista de ternura ante la íntima y peculiar afinidad entre Beatrice y él. Estaban, prácticamente, en soledad absoluta, aunque les rodeara una multitud de gente. ¿Estando abandonados de esta forma por la humanidad, no era lógico que ambos se unieran? Si se trataban con crueldad, ¿quién iba a ser amable con ellos? Por otra parte, pensaba Giovanni, ¿no había una esperanza de volver a entrar en los límites de la normalidad y conducir a Beatrice, la Beatrice redimida, de la mano? ¡Oh, espíritu débil, egoísta y vil, que pensaba aún en una unión terrena y en una felicidad vulgar después de que un amor como el de Beatrice había sido infamado por palabras tan horribles como las dichas por Giovanni! No, no podía caber tal esperanza. Ella debía pasar lentamente, con el corazón partido, a través de las fronteras del tiempo, lavar sus heridas en alguna fuente del paraíso y olvidar su pena en la luz de la inmortalidad, y allí sería feliz.

Pero Giovanni no sabía eso.

—Querida Beatrice —dijo aproximándose a ella, que retrocedía como lo hacía siempre que él se le había acercado, pero ahora con impulso diferente—, mi querida Beatrice, nuestro estado no es todavía tan desesperado. ¡Mira! Tengo aquí una medicina enérgica, según me aseguró un médico prestigioso, y con una eficacia casi divina. Está compuesta de ingredientes opuestos por entero a aquellos que tu terrible padre ha vertido sobre nosotros acarreándonos esta calamidad. Está compuesto de hierbas benditas. ¿Podemos tomarlo juntos y purificamos del mal?

—Dámelo —dijo Beatrice extendiendo la mano para coger la pequeña redoma de plata que Giovanni sacó de su bolsillo. Y añadió con su énfasis peculiar—: Lo beberé, pero tú espera hasta ver el resultado.

Llevó a sus labios el antídoto de Baglioni. En aquel mismo momento surgió por el pórtico la figura de Rappaccini, que venía lentamente hacia la fuente de mármol. Cuando estuvo cerca, el hombre de ciencia mostraba una expresión de triunfo al contemplar a la hermosa pareja como si se tratara de un artista que después de pasar toda su vida en la creación de un cuadro o de un grupo escultórico, al final se sentía orgulloso de su éxito. Se detuvo; su cuerpo encorvado se enderezó consciente de su poder; extendió sus manos hacia ellos en actitud de un padre implorando la bendición de sus hijos, pero esas manos habían sido las mismas que introdujeron el veneno en el cauce de sus vidas. Giovanni tembló, Beatrice se estremeció y se oprimió el corazón con la mano.

—Hija mía —dijo Rappaccini—, ya no estarás sola nunca más. Arranca de tu planta hermana una de esas preciosas gemas y ruega a tu prometido que la lleve en su pecho. Ahora ya no le hará daño. Mi ciencia y la simpatía que existe entre tú y él lo ha traído a formar parte de tu constitución y se aparta de la de los hombres normales, mientras que la tuya lo hace de la de las demás mujeres. Pasaréis por el mundo queriéndoos y siendo temidos por el resto de la gente.

—Padre mío —dijo Beatrice débilmente, siempre con la mano sobre el corazón—, ¿por qué otorgaste este destino miserable a tu hija?

—¿Miserable? —exclamó Rappaccini—. ¿Qué quieres decir, insensata? ¿Consideras miserable el estar dotada con dones maravillosos contra los que la fuerza y el poder de un enemigo no servirían de nada? ¿Miserable ser capaz de matar al más fuerte con sólo el aliento? ¿Miserable ser tan terrible como hermosa? ¿Hubieras preferido, entonces, la condición de una mujer débil, expuesta a todo daño e incapaz de hacer ninguno?

—Hubiera preferido ser amada a ser temida —murmuró ella cayendo al suelo—. Pero ya no importa. Me voy, padre, a donde el mal que te has esforzado en mezclar con mi ser desaparecerá como un sueño, como la fragancia de estas flores venenosas que no teñirán más mi aliento entre las flores del Paraíso. ¡Déjame, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo que entristece mi corazón, pero también desaparecerán cuando yo suba.

El afán científico mal entendido de su padre había transformado a Beatrice en un ser tan innatural que, del mismo modo que el veneno había constituido su alimento, el antídoto supuso su muerte. Y así, la pobre víctima de la ingenuidad y la torcida naturaleza de un hombre, así como de la fatalidad, que corona de modo ineludible los perversos deseos, pereció allí, a los pies de su padre y de su amado.

En ese preciso instante, el profesor Pietro Baglioni se asomó a la ventana del aposento de Giovanni y, con un tono en el que se mezclaban el triunfo y el horror, gritó al anonadado científico:

—¡Rappaccini! ¡Rappaccini! ¡He ahí el resultado de tu experimento!

Fuente: http://www.cinefantastico.com/terroruniversal/ficcion/index.php?t=cuentos&id=348&mode=cuento

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Bartleby (II). Herman Melville

Bartleby (II). Herman Melville

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Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:

-Todavía no; estoy ocupado.

Era Bartleby.

Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó.

-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.

-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.

No contestó.

-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.

-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.

-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?

No contestó.

-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?

Silenciosamente se retiró a su ermita.

Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia.

Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin decirle ni una palabra más.

Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba de obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se despedía tan ignorante como había venido.

También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla intolerable.

Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tres días de meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una palabra, que prefería permanecer conmigo.

¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse contigo.

Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.

Al día siguiente le dije:

-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.

No contestó y no se dijo nada más.

En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla.

Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.

-Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme.

Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió.

Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.

Lleno de aprensiones, contesté que sí.

-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.

-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.

-En nombre de Dios, ¿quién es?

-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.

-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.

Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.

Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de gran excitación.

-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que me había visitado.

-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.

Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia.

Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo.

Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso.

-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.

-Sentado en la baranda -respondió humildemente.

Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.

-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?

Silencio.

-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?

-No, preferiría no hacer ningún cambio.

-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?

-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.

-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!

-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.

-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.

-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.

Su locuacidad me animó. Volví a la carga.

-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para su salud.

-No, preferiría hacer otra cosa.

-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le agradaría eso?

-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no soy exigente.

-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.

-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.

-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.

No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino.

Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.

El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.

Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.

-¡Bartleby!

-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.

-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.

-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.

Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:

-¿Ése es su amigo?

-Sí.

-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.

-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.

-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos.

-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.

-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible.

-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.

Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby.

-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.

-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?

-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.

-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad?

-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.

-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?

-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.

Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.

-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección.

-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.

El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.

Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.

La redonda cara del despensero me interrogó:

-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?

-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.

-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?

-Con reyes y consejeros -dije yo.

Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.

El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/melville/bartleby.htm

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Herman Melville, Moby Dick. cap. I Albores (fragmento)

Herman Melville, Moby Dick. cap. I Albores (fragmento)

Herman Melville, Moby Dick. cap. I Albores (fragmento)

Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala. Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano.
Ahí tenéis la ciudad insular de los Manhattos, ceñida en torno por los muelles como las islas indias por los arrecifes de coral: el comercio la rodea con su resaca. A derecha y a izquierda, las calles os llevan al agua. Su extremo inferior es la Batería, donde esa noble mole es bañada por olas y refrescada por brisas que pocas horas antes no habían llegado a avistar tierra. Mirad allí las turbas de contempladores del agua.
Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático. Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso? ¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?
Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la tierra firme; no les basta vagabundear al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos?
Una vez más. Digamos que estáis en el campo; en alguna alta tierra con lagos. Tomad casi cualquier sendero que os plazca, y apuesto diez contra uno a que os lleva por un valle abajo, y os deja junto a un remanso de la corriente. Hay magia en ello. Que el más distraído de los hombres esté sumergido en sus más profundos ensueños: poned de pie a ese hombre, haced que mueva las piernas, e infaliblemente os llevará al agua, si hay agua en toda la región. En caso de que alguna vez tengáis sed en el gran desierto americano, probad este experimento, si vuestra caravana está provista por casualidad de un cultivador de la metafísica. Sí, como todos saben, la meditación y el agua están emparejadas para siempre.
Pero aquí hay un artista. Desea pintaros el trozo de paisaje más soñador, más sombrío, más callado, más encantador de todo el valle del Saco. ¿Cuál es el principal elemento que emplea? Ahí están sus árboles cada cual con su tronco hueco, como si hubiera dentro un ermitaño y un crucifijo; ahí duerme su pradera, y allí duermen sus ganados; y de aquella casita se eleva un humo soñoliento. Hundiéndose en lejanos bosques, serpentean un revuelto sendero, hasta alcanzar estribaciones sobrepuestas de montañas que se bañan en el azul que las envuelve. Pero aunque la imagen se presente en tal arrobo, y aunque ese pino deje caer sus suspiros como hojas sobre esa cabeza de pastor, todo sería vano, sin embargo, si los ojos del pastor no estuvieran fijos en la mágica corriente que tiene delante. Id a visitar las praderas en junio, cuando, a lo largo de veintenas y veintenas de millas, andáis vadeando hasta la rodilla entre tigridias: ¿cuál es el único encanto que falta? El agua, ¡no hay allí una gota de agua! Si el Niágara no fuera más que una catarata de arena ¿recorreríais vuestras mil millas para verlo? ¿Por qué el pobre poeta de Tennessee, al recibir inesperadamente un par de puñados de plata, deliberó si comprarse un abrigo, que le hacía mucha falta, o invertir el dinero en una excursión a pie hasta la playa de Rockaway? ¿Por qué casi todos los muchachos sanos y robustos, con alma sana y robusta, se vuelven locos un día u otro por ir al mar? ¿Por qué, en vuestra primera travesía como pasajeros, sentisteis también un estremecimiento místico cuando os dijeron que, en unión de vuestro barco, ya no estabais a la vista de tierra? ¿Por qué los antiguos persas consideraban sagrado el mar? ¿Por qué los griegos le dieron una divinidad aparte, un hermano del propio Júpiter? Cierto que todo esto no carece de significado. Y aún más profundo es el significado de aquella historia de Narciso, que, por no poder aferrar la dulce imagen atormentadora que veía en la fuente, se sumergió en ella y se ahogó. Pero esa misma imagen la vemos nosotros mismos en todos los ríos y océanos. Es la imagen del inaferrable fantasma de la vida; y ésa es la clave de todo ello.
Fuente: http://bosquetriangular.blogspot.com/2012/07/herman-melville-moby-dick-cap-i-albores.html

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La cartuja de Parma

La cartuja de Parma

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Stendhal. (Henry-Marie Beyle) 1783 – 1842

Nació en Grenoble, Francia, en 1783, y murió en Paris en 1842. Stendhal vivió en Italia hasta 1821, luego se estableció en París, donde en 1830 publicó “Rojo y Negro” y, posteriormente, “La Cartuja de Parma”.

Stendhal junto con Flaubert y Balzac forman la trinidad fulgurante de la novela francesa hasta la aparición de Marcel Proust. De todos ellos, fue Stendhal el mayor representante del Romanticismo Francés.

Novelista de corte romántico y realista, uno de los más importantes del siglo XIX, destacado por la hondura psicológica en el retrato de personajes, consiguió el punto cumbre de su creación literaria con la publicación de “Rojo y Negro”. De él dice Harold Bloom: “¿Por qué leer, pues, a Stendhal? Porque ningún otro novelista que yo admire consigue de modo tan logrado que uno se confabule con él. Con Stendhal, el lector devoto termina por ser cómplice”.

En 1839 publicó “La cartuja de Parma”, mucho más novelesca que “Rojo y negro”, que escribió en tan sólo dos meses y que por su espontaneidad constituye una confesión poética extraordinariamente sincera, aunque sólo recibió el elogio de Balzac. Balzac dijo que, “muchas de sus páginas contienen todo un libro”. En estas novelas aparece un nuevo tipo de héroe, típicamente moderno, caracterizado por su aislamiento de la sociedad y su enfrentamiento con sus convenciones e ideales, en el que muy posiblemente se refleja en parte su propia personalidad. Stendhal falleció de un ataque de apoplejía, sin concluir su última obra, “Lamiel”, que fue publicada mucho después.

 /></a>Desde hacía unos cincuenta años, mientras en Francia se oían los estampidos de Voltaire y la Enciclopedia, los frailes gritaban al buen pueblo milanés que aprender la lectura o cualquier otra cosa era trabajo inútil, y que, en pagando muy exactamente el diezmo al cura y contándole todos los pecados, era punto menos que seguro obtener un buen sitio en el paraíso. Y para acabar de arrancarle los nervios a este pueblo, tan terrible antaño, Austria le había vendido barato el privilegio de no dar reclutas a su ejército.</strong></em></p>
<p style=Con esta frase si inicia la novela “La cartuja de Parma”

El 15 de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán, al frente de ese joven ejército que acababa de pasar el puente de Lodi y de mostrar al mundo que, después de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor.

En esta obra se relata la muerte del imperio napoleónico y la vuelta a una Italia anterior al siglo XVIII. Stendhal idealizó a Napoleón. Por ello Fabricio es hijo de ese idealismo, joven animoso y ávido de gloria y experto en meterse en líos, amado por su tía Gina, hermana de su padrastro. Ella es amada a su vez por el maquiavélico conde Mosca. Pero Fabricio está enamorado de la hija de su carcelero, Clelia. Todos ven frustradas sus esperanzas, menos nosotros los lectores que nos deleitamos en los dos triángulos amorosos: Mosca-Gina- Fabricio, Fabricio-Clelia- Gina.

Esta novela fue escrita en invierno de 1850, a trescientas leguas de París. Muchos años antes, cuando nuestros ejércitos recorrían Europa, correspondióme por casualidad ser alojado en la casa de un canónigo de Padua, feliz ciudad donde, como en Venecia, es el placer el negocio más importante de todos y no deja tiempo a nadie para indignarse contra el vecino. Mi estancia allí se prolongó, y el canónigo y yo nos hicimos amigos. Hacia el final de 1830 volví a pasar por Padua y corrí a la casa del buen canónigo. Había muerto; yo lo sabía, pero quería volver a ver la sala en donde habíamos pasado tantas amables veladas, que luego con frecuencia eché de menos.

Encontré al sobrino del canónigo y a la esposa del tal sobrino, quienes me recibieron como a un antiguo amigo. Llegaron algunas personas y nos separamos muy tarde; el sobrino mandó traer del café Pedroti un ponche excelente. Pero lo que prolongó la velada fue, sobre todo, la historia de la duquesa Sanseverina, a la que alguien aludió, y que el sobrino tuvo la bondad de relatar por entero, en honor mío.

– En el país adónde voy -dije a mis amigos, no encontraré de seguro una casa como ésta. Dedicaré, pues, las largas horas de la noche a escribir una novela de la vida de vuestra amable duquesa Sanseverina. Haré como vuestro viejo cuentista Bandello, obispo de Agén, quien hubiera creído que cometía un gran crimen si despreciaba las circunstancias reales de su historia o le añadía otras nuevas.

– En tal caso -dijo el sobrino- voy a prestaros los anales de mi tío. En el artículo Parma hace mención de algunas intrigas de esa corte, en los tiempos en que la duquesa mandaba allí como reina y señora. Pero ¡tened cuidado! Esa historia tiene muy poco de moral, y ahora que en Francia os preciáis de pureza evangélica, puede muy bien proporcionaros fama de asesino.

Publicó esta novela sin cambiar una tilde al manuscrito de 1830, lo cual puede tener dos inconvenientes. El primero: para el lector. Siendo los personajes italianos, acaso le interesarán menos, porque los corazones de ese país difieren bastante de los corazones franceses; los italianos son sinceros, buenas gentes y, sin hacer aspavientos, dicen lo que piensan. No son vanidosos más que por momentos, y la vanidad cuando les ataca se torna en pasión y toma el nombre de puntiglio. Por último, no creen que la pobreza sea ridícula.

El segundo inconveniente se refiere al autor. Confieso que he tenido la osadía de dejar a los personajes sus asperezas de carácter. Pero, en cambio, declaro bien alto que a muchas de sus acciones aplico la más moral de las censuras.

¿A qué darles la elevada moralidad y los encantos de los caracteres franceses, los cuales aman el dinero por encima de todo y apenas si pecan por odio o por amor? Los italianos de esta novela son muy diferentes. Además, creo que cada vez que subimos doscientas leguas hacia el norte, hay lugar para un nuevo paisaje como para una nueva novela. La amable sobrina del canónigo había conocido y hasta amado mucho a la duquesa Sanseverina. Me ruega que no cambie nada a sus aventuras, que, desde luego, son censurables.

Fuente: http://clasicosliterarios.wordpress.com/2011/10/14/la-cartuja-de-parma/

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Bouvard y Pécuchet

 Bouvard y Pécuchet

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Gustave Flaubert 1821-1880

Gustave Flaubert nació el 12 de diciembre de 1821, en Ruán, Normandía, y murió el 8 de mayo de 1880, en Croisset, una casa de campo en las cercanías de Ruán, donde vivió con su familia, casi toda su vida, pues tenía que llevar una vida tranquila por problemas de salud.

La obra más importante de su producción, “Madame Bovary – Costumbres Provincianas”, fue escrita en 1857. Toma como escenario la burguesía del Siglo XIX a la que describe con detalles de lo observado y muestra el adulterio y el suicidio, la monotonía y las desilusiones de la vida cotidiana y otros temas que -si salían a la literatura- escandalizaban, lo que le valió el tener que enfrentarse a un juicio por ofensas a la moral pública y a la religión.

Si bien “Madame Bovary” es la más conocida de las novelas de Flaubert, también escribió obras tales como la novela histórica “Salambó” (1862), la novela “La educación sentimental” (1869), “La tentación de San Antonio” (1874), tres narraciones cortas publicadas con el título de “Tres cuentos” (1877) y dos trabajos editados póstumamente, la novela inacabada “Bouvard y Pécuchet” (1881) y “Diccionario de lugares comunes” (1911) y sus cartas, publicadas póstumamente, “Correspondencia” (4 volúmenes, 1887-1893).

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“Ser estúpido, egoísta y estar bien de salud, he aquí las tres condiciones que se requieren para ser feliz. Pero si os falta la primera, estáis perdidos”.

“¿Hay ideas tontas e ideas grandes? ¿No dependerá acaso de cómo se llevan a la práctica?”

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Se cumplen 190 años del natalicio del escritor francés, con un merecido lugar entre los clásicos no sólo por haber creado a Emma Bovary sino por haber escrito “La educación sentimental”. Sin embargo, al volver sobre su obra a veces nos olvidamos de “Bouvard y Pécuchet”, la inacabada novela publicada hace 130 años, obra que debiéramos leer antes de fin de año, para cerrarlo con satisfacción.

Tan importante es esta novela que está reseñada en las Obras completas de Borges con el artículo “Vindicación de Bouvard y Pécuchet”, donde exalta el talento de Flaubert para escribir una “historia engañosamente simple”. “Las negligencias o desdenes o libertades del último Flaubert han desconcertado a los críticos; yo creo ver en ellas un símbolo. El hombre que con “Madame Bovary” forjó la novela realista fue también el primero en romperla. La obra mira, hacia atrás, a las parábolas de Voltaire y de Swift y de los orientales y, hacia delante, a las de Kafka. ¿Se propuso Flaubert hacer una revisión de todas las ideas modernas sobre la novela y murió en el epílogo? No lo sabemos. Lo cierto es que dejó muestras de la dimensión de su capacidad narrativa, de su comprensión del mundo y del alma humana.

“Bouvard y Pécuchet” es una obra magistral, es la historia de dos almas gemelas, pero, a medida que avanza la novela, el lector empieza a descubrir la farsa filosófica creada por Flaubert: la acción comienza en 1839. Bouvard y Pécuchet se sientan casualmente una tarde de mucho calor en el mismo banco de una calle de París, empiezan a conversar y se sorprenden de todas las cosas que les unen: ambos tienen 47 años, ambos son copistas en oficinas grises y viven solos (uno es viudo sin hijos y el otro soltero). Se hacen amigos, y gracias a la herencia que recibe Bouvard pueden dejar la capital e instalarse en una casa de campo. Aquí empezarán interesándose por la agricultura, pero desoirán los consejos de los lugareños y se guiarán por la lectura de manuales agrícolas. Fracasarán y este será el comienzo de una intensa serie de fracasos en prácticamente todas las disciplinas del saber humano. Bouvard y Pécuchet son dos imbéciles que, al igual que Alonso Quijano, quieren vivir según lo aprendido en los libros. La obra es una exploración a los límites de la ingenuidad, la imbecilidad, la ignorancia y la filosofía.

El talento de los protagonistas de esta obra radica en que dejan sus trabajos y se retiran al campo a disfrutar de una herencia. Sin embargo, más que trabajar el agro para adquirir buenas cosechas empiezan a cultivar su propio pensamiento sin habérselo propuesto. Y en la medida que van teniendo más conocimientos, más se enredan en sus propósitos… Se consultan mutuamente, investigan en un libro, pasan a otro, y después no saben qué resolver ante la divergencia de opiniones.

Pasan mucho tiempo en estas disquisiciones y consideraciones hasta que la granja los devora y para librarse de este sino trágico acuden a todos lo saberes agrícolas hasta que se dan por vencidos y terminan en ciencias como química, anatomía, medicina, fisiología. Cada libro, cada estudio, cada debate les genera mayores interrogantes y mayor confusión hasta que Bouvard afirma: “Los resortes de la vida están ocultos para nosotros”.

En largas jornadas de reflexión, revisan las teorías de la creación del mundo, la arqueología, la geología, el origen del hombre, el arte, la historia, la política, la gramática. Incluso abordan gimnasia, espiritismo, magnetismo, esoterismo y magia. Es el transito inesperado de la vida misma. Siempre los personajes inmersos en una sociedad decadente, en transformación, buscando su propia identidad mental y espiritual. Por algo Bouvard piensa que “no se sabe nada de un hombre en tanto se ignoran sus pasiones”. Y por ello se sumergen, sin ningún concierto y sin guía, en el amplio mundo del conocimiento humano.

Flaubert, para justificar las utopías de sus personajes, afirmó: “Lo espantoso del mundo los desconsolaba y para hacerlo más hermoso lo han padecido todo”, hasta tal punto que, no estudian más por miedo a más decepciones y terminan construyendo discursos sobre la libertad, el amor, las mujeres, la amistad, la religión, la alquimia etc. Sus inteligencias necesitan una tarea y sus existencias una finalidad. Todo lo vivido se justifica y Flaubert por eso redondeó anotando: “Las dudas los agitaban, porque si los espíritus mediocres son incapaces de cometer errores, los errores son propios de los maestros y ¿habrá que admirarlos? ¡Es demasiado! No obstante ¡los maestros son los maestros!”.

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Bola de Sebo. Guy de Maupassant

Bola de Sebo

Guy de Maupassant

Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaban sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos al terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero -cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes-, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.

La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.

Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.

Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.

La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio, al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.

La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.

En la tarde del día que siguió a la marcha de las tropas francesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se diese cuenta de cómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego, una masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otras dos oleadas de alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en la plaza del Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyó el ejército victorioso, desplegando sus batallones, que hacían resonar en el empedrado el compás de su paso rítmico y recio.

Las voces de mando, chilladas guturalmente, repercutían a lo largo de los edificios, que parecían muertos y abandonados, mientras que detrás de los postigos entornados algunos ojos inquietos observaban a los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas por derecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentían la desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornos asoladores de la tierra, contra los cuales toda precaución y toda energía son estériles. La misma sensación se reproduce cada vez que se altera el orden establecido, cada vez que deja de existir la seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes de los hombres o de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad inconsciente y feroz. Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a todo el vecindario; un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinos ahogados, junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejército victorioso que acuchilla a los que se defienden, hace a los demás prisioneros, saquea en nombre de las armas vencedoras y ofrenda sus preces a un dios, al compás de los cañonazos, son otros tantos azotes horribles que destruyen toda creencia en la eterna justicia, toda la confianza que nos han enseñado a tener en la protección del cielo y en el juicio humano.

Se acercaba a cada puerta un grupo de alemanes y se alojaban en todas las casas. Después del triunfo, la ocupación. Los vencidos se veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.

Al cabo de algunos días, y disipado ya el temor del principio, se restableció la calma. En muchas casas un oficial prusiano compartía la mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener sentimientos delicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les repugnaba verse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les agradecían esas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vez sería necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitarían el trastorno y el gasto de más alojamientos. ¿A qué hubiera conducido herir a los poderosos, de quienes dependían? Fuera más temerario que patriótico. Y la temeridad no es un defecto de los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido en aquellos tiempos de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustre a la ciudad. Se razonaba -escudándose para ello en la caballerosidad francesa- que no podía juzgarse un desdoro extremar dentro de casa las atenciones, mientras en público se manifestase cada cual poco deferente con el soldado extranjero. En la calle, como si no se conocieran; pero en casa era muy distinto, y de tal modo lo trataban, que retenían todas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar, en familia.

La ciudad recobraba poco a poco su plácido aspecto exterior. Los franceses no salían con frecuencia, pero los soldados prusianos transitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo, los oficiales de húsares azules, que arrastraban con arrogancia sus sables por aceras, no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del que les habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadores franceses que frecuentaban los mismos cafés.

Había, sin embargo, un algo especial en el ambiente; algo sutil y desconocido; una atmósfera extraña e intolerable, como una peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturaba las viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos, produciendo la impresión sentida cuando se viaja lejos del propio país, entre bárbaras y amenazadoras tribus.

Los vencedores exigían dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban sin chistar; eran ricos. Pero cuanto más opulento es el negociante normando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una parte, por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos de otro.

A pesar de la sumisión aparente, a dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del río hacia Croiset, Dieppedalle o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el cadáver de algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o de un garrotazo, con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al agua de un empujón desde oscuras venganzas, salvajes y legítimas represalias, desconocidos heroísmos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas campales y sin estruendo glorioso.

Porque los odios que inspira el invasor arman siempre los brazos de algunos intrépidos, resignados a morir por una idea.

Pero como los vencedores, a pesar de haber sometido la ciudad al rigor de su disciplina inflexible, no habían cometido ninguna de las brutalidades que les atribuía y afirmaba su fama de crueles en el curso de su marcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los vencidos y la conveniencia del negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de la región. Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado todavía por el ejército francés, y se propusieron hacer una intentona para llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.

Apoyados en la influencia de algunos oficiales alemanes, a los que trataban amistosamente, obtuvieron del general un salvoconducto para el viaje.

Así, pues, se había prevenido una espaciosa diligencia de cuatro caballos para 10 personas, previamente inscritas en el establecimiento de un alquilador de coches; y se fijó la salida para un martes, muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeración de transeúntes.

Días antes, las heladas habían endurecido ya la tierra, y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones empujados por un viento norte descargaron una tremenda nevada que duró toda la tarde y toda la noche.

A eso de las cuatro y media de la madrugada, los viajeros se reunieron en el patio de la Posada Normanda, en cuyo lugar debían tomar la diligencia.

Llegaban muertos de sueño; y tiritaban de frío, arrebujados en sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la oscuridad, y la superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas aquellas personas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas. Dos de los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.

-Voy con mi mujer -dijo uno.

-Y yo.

El primero añadió:

-No pensamos volver a Ruán, y si los prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.

Los tres eran de naturaleza semejante y, sin duda, por eso tenían aspiraciones idénticas.

Aún estaba el coche sin enganchar. Un farolito llevado por un mozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una puerta oscura, para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían con los cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de sus camas, y se oía una voz de hombre dirigiéndose a las bestias, a intervalos razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciaba el manejo de los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto en un tintineo claro y continuo, regulado por los movimientos de una bestia; cesaba de pronto, y volvía a producirse con un brusca sacudida, acompañado por el ruido seco de las herraduras al chocar en las piedras.

Cerrose de golpe la puerta. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.

Una espesa cortina de copos blancos se desplegaba continuamente, abrillantada y temblorosa; cubría la tierra, sumergiéndolo todo en una espuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio de la ciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más que ruido, encruzamiento de átomos ligeros que parecen llenar el espacio, cubrir el mundo.

El hombre reapareció con su linterna, tirando de un ronzal sujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana. Lo arrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltas en torno, asegurando los arneses; todo lo hacía con una sola mano, sin dejar el farol que llevaba en la otra. Cuando iba de nuevo al establo para sacar la segunda bestia reparó en los inmóviles viajeros, blanqueados ya por la nieve, y les dijo:

-¿Por qué no suben al coche y estarán resguardados al menos?

Sin duda no es les había ocurrido, y ante aquella invitación se precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos instalaron a sus mujeres en la parte anterior y subieron; en seguida, otras formas borrosas y arropadas fueron instalándose como podían, sin hablar ni una palabra.

En el suelo del carruaje había una buena porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado primero llevaban caloríferos de cobre con carbón químico, y mientras lo preparaban, charlaron a media voz: cambiaban impresiones acerca del buen resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron tener olvidadas.

Por fin, una vez enganchados en la diligencia seis rocines en vez de cuatro, porque las dificultades aumentaban con el mal tiempo, una voz desde el pescante preguntó:

-¿Han subido ya todos?

Otra contestó desde dentro:

-Sí; no falta ninguno.

Y el coche se puso en marcha.

Avanzaba lentamente a paso corto. Las ruedas se hundían en la nieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos; los animales resbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo de mayoral restallaba, sin reposo, volteaba en todos sentidos, enrollándose y desenrollándose como una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de algún caballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo más grande.

La claridad aumentaba imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos que un viajero culto, natural de Ruán precisamente, había comparado a una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un resplandor amarillento se filtraba entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo cuya sombra resaltaba más la resplandeciente blancura del campo donde aparecía, ya una hielera de árboles cubiertos de blanquísima escarcha, ya una choza con una caperuza de nieve.

A la triste claridad de la aurora lívida los viajeros empezaron a mirarse curiosamente.

Ocupando los mejores asientos de la parte anterior, dormitaban, uno frente a otro, el señor y la señora Loiseau, almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.

Antiguo dependiente de un vinatero, hizo fortuna continuando por su cuenta el negocio que había sido la ruina de su principal. Vendiendo barato un vino malísimo a los taberneros rurales, adquirió fama de pícaro redomado, y era un verdadero normando rebosante de astucia y jovialidad.

Tanto como sus bribonadas, comentábanse también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie podía referirse a él sin añadir como un estribillo necesario: “Ese Loiseau es insustituible”.

De poca estatura, realzaba con una barriga hinchada como un globo la pequeñez de su cuerpo, al que servía de remate una faz arrebolada entre dos patillas canosas.

Alta, robusta, decidida, con mucha entereza en la voz y seguridad en sus juicios, su mujer era el orden, el cálculo aritmético de los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su actividad bulliciosa.

Junto a ellos iban sentados en la diligencia, muy dignos, como vástagos de una casta elegida, el señor Carré-Lamandon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado, enriquecido en la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballero de la Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siempre contrario al Imperio, y capitaneaba un grupo de oposición tolerante, sin más objeto que hacerse valer sus condescendencias cerca del Gobierno, al cual había combatido siempre “con armas corteses”, que así calificaba él mismo su política. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los militares distinguidos, mozos y arrogantes, que iban de guarnición a Ruán.

Sentada junto a la señora de Loiseau, menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con los ojos lastimosos el lamentable interior de la diligencia.

Inmediatamente a ellos se hallaban instalados el conde y la condesa Hurbert de Breville, descendientes de uno de los más nobles y antiguos linajes de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de gallardo continente, hacía lo posible para exagerar, con los artificios de su tocado, su natural semejanza con el rey Enrique IV, el cual, según una leyenda gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto de bendición, a una señora de Breville, cuyo marido fue, por esta honra singular, nombrado conde y gobernador de provincia.

Colega del señor de Carré-Lamadon en la Diputación provincial, representaba en el departamento al partido orleanista. Su enlace con la hija de un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible, y continuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa lució desde un principio aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con una distinción que se hizo proverbial, y hasta dio que decir sobre si estuvo en relaciones amorosas con un hijo de Luis Felipe, agasajáronla mucho las damas de más noble alcurnia; sus reuniones fueron las más brillantes y encopetadas, las únicas donde se conservaron tradiciones de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil ser admitido.

Las posesiones de los Brevilles producían -al decir de las gentes- unos 500,000 francos de renta.

Por una casualidad imprevista, las señoras de aquellos tres caballeros acaudalados, representantes de la sociedad serena y fuerte, personas distinguidas y sensatas, que veneran la religión y los principios, se hallaban juntas a un mismo lado, cuyos otros asientos ocupaban dos monjas, que sin cesar hacían correr entre sus dedos las cuentas de los rosarios, desgranando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con el rostro descarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera recibido en plena faz una perdigonada. La otra, muy endeble, inclinaba sobre su pecho de tísica una cabeza primorosa y febril, consumida por la fe devoradora de los mártires y de los iluminados.

Frente a las monjas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.

El hombre, muy conocido en todas partes, era Cornudet, fiero demócrata y terror de las gentes respetables. Hacía 20 años que salpicaba su barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares. Había derrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su padre, antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la República, para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos que le impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre, al caer el Gobierno, a causa de un error -o de una broma dispuesta intencionalmente-, se creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, los ordenanzas de la Prefectura, únicos empleados que allí quedaban, se negaron a reconocer su autoridad, y eso le contrarió hasta el punto de renunciar para siempre a sus ambiciones políticas. Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la defensa con ardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando las arboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarse los invasores, orgulloso de su obra, se retiró más que a paso hacia la ciudad. Luego, sin duda supuso que su presencia sería más provechosa en El Havre, necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.

La mujer que iba a su lado era una de las que llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo; de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges -como rosarios de salchichas gordas y enanas-, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante, de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porque les parecía su carne apetitosa. Su rostro era como manzanita colorada, como un capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros, magníficos, velados por grandes pestañas, y su boca provocativa, pequeña, húmeda, palpitante de besos, con unos dientecitos apretados, resplandecientes de blancura.

Poseía también -a juicio de algunos- ciertas cualidades muy estimadas.

En cuanto la reconocieron las señoras que iban en la diligencia, comenzaron a murmurar; y las frases “vergüenza pública”, “mujer prostituida”, fueron pronunciadas con tal descaro, que le hicieron levantar la cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada, tan provocadora y arrogante que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimido que disgusto exaltado.

Pronto la conversación se rehízo entre las tres damas, cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con la presencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Creíanse obligadas a estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujeres legales contra la vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecía sus atractivos a cambio de algún dinero; porque el amor legal acostumbra ponerse muy fosco y malhumorado en presencia de una semejante libre.

También los tres hombres, agrupados por sus instintos conservadores, en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de intereses con alardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El conde Hubert hacía relación de las pérdidas que le ocasionaban los prusianos, las que sumarían las reses robadas y las cosechas abandonadas, con altivez de señorón diez veces millonario, en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella. El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud, enviando a Inglaterra 600,000 francos, una bicoca de que podía disponer en cualquier instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia del ejército francés todo el vino de sus bodegas, de manera que le debía el Estado una suma de importancia, que haría efectiva en El Havre.

Se miraban los tres con benevolencia y agrado; aun cuando su cualidad era muy distinta, los hermanaba el dinero, porque pertenecían los tres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el oro al meter las manos en los bolsillos del pantalón.

El coche avanzaba tan lentamente, que a las 10 de la mañana no había recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeado varias veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunas lomas. Comenzaron a intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzar en Totes, y no era ya posible que llegaran hasta el anochecer. Miraban a lo lejos con ansia de adivinar una posada en la carretera, cuando el coche se atascó en la nieve y estuvieron dos horas detenidos.

Al aumentar el hambre, perturbaba las inteligencias; nadie podía socorrerlos, porque la temida invasión de los prusianos y el paso del ejército francés habían hecho imposibles todas las industrias.

Los caballeros corrían en busca de provisiones de cortijo, acercándose a todos los que veían próximos a la carretera; pero no pudieron conseguir ni un pedazo de pan, absolutamente nada, porque los campesinos, desconfiados y ladinos, ocultaban sus provisiones, temerosos de que al pasar el ejército francés, falto de víveres, cogiera cuanto encontrara.

Era poco más de la una cuando Loiseau anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás les ocurría otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándose a cada instante con más fuerza, hizo languidecer horriblemente las conversaciones, imponiendo, al fin, un silencio absoluto.

De cuando en cuando alguien bostezaba; otro le seguía inmediatamente, y todos, cada uno conforme a su calidad, su carácter, su educación, abría la boca, escandalosa o disimuladamente, cubriendo con la mano las fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.

Bola de Sebo se inclinó varias veces como si buscase alguna cosa debajo de sus faldas. Vacilaba un momento, contemplando a sus compañeros de viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los rostros palidecían y se crispaban por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría 1,000 francos por un jamoncito. Su esposa dio un respingo en señal de protesta, pero al punto se calmó: para la señora era un martirio la sola idea de un derroche, y no comprendía que ni en broma se dijeran semejantes atrocidades.

-La verdad es que me siento desmayado -advirtió el conde-. ¿Cómo es posible que no se me ocurriera traer provisiones?

Todos reflexionaban de un modo análogo.

Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo ofreció, y rehusaron secamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a beber unas gotas, y al devolver el frasquito, agradeció el obsequio con estas palabras:

-Al fin y al cabo, calienta el estómago y distrae un poco el hambre.

Reanimose y propuso alegremente que, ante la necesidad apremiante, debían, como los náufragos de la vieja canción, comerse al más gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamente a Bola de Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien educados. Nadie la tomó en cuenta, y solamente Cornudet sonreía. Las dos monjas acabaron de mascullar oraciones, y con las manos hundidas en sus anchurosas mangas, permanecían inmóviles, bajaban los ojos obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimiento que les enviaba.

Por fin, a las tres de la tarde, mientras la diligencia atravesaba llanuras interminables y solitarias, lejos de todo poblado, Bola de Sebo se inclinó, resueltamente, para sacar de debajo del asiento una cesta.

Tomó primero un plato de fina loza; luego, un vasito de plata, y después, una fiambrera donde había dos pollos asados, ya en trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cesta otros manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente: pasteles, queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tres días, con objeto de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomaban el cuello entre los paquetes.

Bola de Sebo cogió un ala de pollo y se puso a comerla, con mucha pulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman regencias en Normandía.

El perfume de las viandas estimulaba el apetito de los otros y agravaba la situación, produciéndoles abundante saliva y contrayendo sus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecio que a las viajeras inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieran arrojado por una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cesta y provisiones.

Pero Loiseau devoraba con los ojos la fiambrera de los pollos. Y dijo:

-La señora fue más precavida que nosotros. Hay gentes que no descuidan jamás ningún detalle.

Bola de sebo hizo un ofrecimiento amable:

-¿Usted gusta? ¿Le apetece algo, caballero? Es penoso pasar todo un día sin comer.

Loiseau hizo una reverencia de hombre agradecido:

-Francamente, acepto; el hambre obliga mucho. La guerra es la guerra. ¿No es cierto, señora?

Y lanzando en torno una mirada, prosiguió:

-En momentos difíciles como el presente, consuela encontrar almas generosas.

Llevaba en el bolsillo un periódico y lo extendió sobre sus muslos para no mancharse los pantalones; con la punta de un cortaplumas pinchó una pata de pollo muy lustrosa, recubierta de gelatina. Le dio un bocado, y comenzó a comer tan complacido que aumentó con su alegría la desventura de los demás, que no pudieron reprimir un suspiro angustioso.

Con palabras cariñosas y humildes, Bola de Sebo propuso a las monjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin hacerse rogar; y con los ojos bajos, se pusieron a comer de prisa, después de pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas, teniendo un periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron, en la parte posterior del coche, una especie de mesa donde servirse.

Las mandíbulas trabajaban sin descanso; abríanse y cerrábanse las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un rinconcito, se despachaba muy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para que se decidiera a imitarle. Resistíase la señora; pero, al fin, víctima de un estremecimiento doloroso con floreos retóricos, pidiole permiso a “su encantadora compañera de viaje” para servir a la dama una tajadita.

Bola de Sebo se apresuró a decir:

-Cuanto usted guste.

Y sonriéndole con amabilidad, le alargó la fiambrera.

Al destaparse la primera botella de burdeos, se presentó un conflicto. Sólo había un vaso de plata. Se lo iban pasando uno al otro, después de restregar el borde con una servilleta. Cornudet, por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los había puesto la moza.

Envueltos por la satisfacción ajena, y sumidos en la propia necesidad, ahogados por las emanaciones provocadoras y excitantes de la comida, el conde y la condesa de Breville y el señor y la señora de Carré-Landon padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizado el nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricante lanzó un suspiro que atrajo todas las miradas, su rostro estaba pálido, compitiendo en blancura con la nieve que sin cesar caía; se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció; desmayose. Muy emocionado, el marido imploraba un socorro que los demás, aturdidos a su vez, no sabían cómo procurarle, hasta que la mayor de las monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicó a sus labios el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abrió los ojos, volvieron sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que se hallaba mejor que nunca; pero lo dijo con la voz desfallecida. Entonces la monjita, insistiendo para que agotara el burdeos que había en el vaso, advirtió:

-Es hambre, señora; es hambre lo que tiene usted.

Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa, dirigiéndose a los cuatro viajeros que no comían, balbució:

-Yo les ofrecería con mucho gusto…

Pero se interrumpió, temerosa de ofender con sus palabras la susceptibilidad exquisita de aquellas nobles personas; Loiseau completó la invitación a su manera, librando de apuro a todos:

-¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a las circunstancias. ¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán, criaturas de Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no encontramos ni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya será mañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.

Los cuatro dudaban, silenciosos, no queriendo asumir ninguno la responsabilidad que sobre un “sí” pesaría.

El conde transigió, por fin, y dijo a la tímida moza, dando a sus palabras un tono solemne:

-Aceptamos, agradecidos a su mucha cortesía.

Lo difícil era el primer envite. Una vez pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además de los pollos, un tarro de paté, una empanada, un pedazo de lengua, frutas, dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.

Imposible devorar las viandas y no mostrarse atentos. Era inevitable una conversación general en que la moza pudiese intervenir; al principio les violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy discreta, los condujo insensiblemente a una confianza que hizo desvanecer todas las prevenciones. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un trato muy exquisito, se mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la condesa lució esa dulzura suave de gran señora que a todo puede arriesgarse, porque no hay en el mundo miseria que lograra manchar el rancio lustre de su alcurnia. Estuvo deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.

Trataron de la guerra, naturalmente. Adujeron infamias de los prusianos y heroicidades realizadas por los franceses: todas aquellas personas que huían del peligro alababan el valor.

Arrastrada por las historias que unos y otros referían, la moza contó, emocionada y humilde, los motivos que la obligaban a marcharse de Ruán:

-Al principio creí que me sería fácil permanecer en la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa muchas provisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanes que abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presencia me alteró: me descompuse y lloré de vergüenza todo el día. ¡Oh! ¡Quisiera ser hombre para vengarme! Débil mujer, con lágrimas en los ojos los veía pasar, veía sus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y mi criada tuvo que sujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos de los balcones. Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a mí aquella gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello de uno para estrangularlo. ¡No son más duros que los otros, no! ¡Se hundían bien mis dedos en su garganta! Y lo hubiera matado si entre todos no me lo quitan. Ignoro cómo pude salvarme. Unos vecinos me ocultaron, y al fin me dijeron que podía irme a El Havre… Así vengo.

La felicitaron; aquel patriotismo que ninguno de los viajeros fue capaz de sentir agigantaba, sin embargo, la figura de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de apóstol; así oye un sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los revolucionarios barbudos monopolizan el patriotismo como los clérigos monopolizan la religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasis aprendido en las proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, y remató su discurso con párrafo magistral.

Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo; no, no pensaba como él; era bonapartista, y su indignación arrebolaba su rostro cuando balbucía:

-¡Yo hubiera querido verlos a todos ustedes en su lugar! ¡A ver qué hubieran hecho! ¡Ustedes tienen la culpa! ¡El emperador es su víctima! Con un gobierno de gandules como ustedes, ¡daría gusto vivir! ¡Pobre Francia!

Cornudet, impasible, sonreía desdeñosamente; pero el asunto tomaba ya un cariz alarmante cuando el conde intervino, esforzándose por calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a duras penas y proclamó, en frases corteses, que son respetables todas las opiniones.

Entre tanto, la condesa y la esposa del industrial, que profesaban a la República el odio implacable de las gentes distinguidas y reverenciaban con instinto femenil a todos los gobiernos altivos y despóticos, involuntariamente sentíanse atraídas hacia la prostituta, cuyas opiniones eran semejantes a las más prudentes y encopetadas.

Se había vaciado la cesta. Repartida entre 10 personas, aun pareció escasez su abundancia, y casi todas lamentaron prudentemente que no hubiera más. La conversación proseguía, menos animada desde que no hubo nada que engullir.

Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agradeció mucho, porque tenía los pies helados. Las señoras Carré-Lamdon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas.

El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro lado la nieve del camino parecía desenrollarse bajo los reflejos temblorosos.

En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet; Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza para evitar el castigo de un puño cerrado y certero.

En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de 14 horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio.

Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por el alemán.

La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato que le daba el aspecto recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote -que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado que no era fácil ver dónde terminaba-, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca.

En francés-alsaciano indicó a los viajeros que se apearan.

Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:

-Buenas noches, caballero.

El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.

Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual su patria en situaciones tan desagradables; y de modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar caminos.

Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, lo examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.

Luego dijo, en tono brusco:

-Está bien.

Y se retiró.

Respiraron todos. Aún tenían hambre y pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.

Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán asmático y obeso que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.

Al entrar hizo esta pregunta:

-¿La señorita Isabel Rousset?

Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:

-¿Qué ocurre?

-Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.

-¿Para qué?

-Lo ignoro, pero quiere hablarle.

-Es posible. Yo, en cambio, no quiero hablar con él.

Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:

-Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.

Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron, suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:

-Lo hago solamente por complacerlos a ustedes.

La condesa le estrechó la mano al decir:

-Agradecemos el sacrificio.

Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviera.

Todos hubieran preferido ser los llamados, temerosos de que la moza irascible cometiera una indiscreción y cada cual preparaba en su magín varias insulseces para el caso de comparecer.

Pero a los cinco minutos la moza reapareció, encendida, exasperada, balbuciendo:

-¡Miserable! ¡Ah, miserable!

Todos quisieron averiguar lo sucedido; pero ella no respondió a las preguntas y se limitaba a repetir:

-Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie le importa.

Como la moza se negó rotundamente a dar explicaciones, reinó el silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y alegremente, a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especial de descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinando el vaso, y de alzarlo para observar a trasluz su transparencia. Cuando bebía sus barbazas -de color de su brebaje predilecto- estremecíanse de placer; guiñaba los ojos para no perder su vaso de vista y sorbía con tanta solemnidad como si aquélla fuese la única misión de su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu, hermanándolas, confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y la Revolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquélla sin pensar en ésta.

El posadero y su mujer comían al otro extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora desportillada, tenía demasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero ella no callaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones desde que vio a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decían los invasores, maldiciéndolos y odiándolos porque le costaba dinero mantenerlos, y también porque tenía un hijo soldado. Se dirigía siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una dama de tanto fuste.

Luego bajaba la voz para comunicar apreciaciones comprometidas; y su marido, interrumpiéndola de cuando en cuando, aconsejaba:

-Más prudente fuera que callases.

Pero ella, sin hacer caso, proseguía:

-Sí, señora; esos hombres no hacen más que atracarse de cerdo y papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted que son pulcros. ¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura… lo sueltan, con perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos los días, y anda por arriba y anda por abajo, y vuelve a la derecha y vuelve a la izquierda.¡Si labrasen los campos o trabajasen en las carreteras de su país! Pero no, señora; esos militares no sirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras aprenden a destruir. Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es cierto; pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañana y tarde, me digo: habiendo tantas gentes que trabajaban para ser útiles a los demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza de tanto sacrificio, ser perjudiciales? ¿No es una compasión que se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o poloneses o franceses? Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juez lo condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadas al matadero, no es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al que destruye más.¿No es cierto? Nada sé, nada me han enseñando; tal vez por mi falta de instrucción ignoro ciertas cosas, y me parecen injusticias.

Cornudet dijo campanudamente:

-La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender la patria.

La vieja murmuró:

-Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero ¿no deberíamos antes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?

Los ojos de Cornudet se abrillantaron:

-¡Magnífico, ciudadana!

El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí, era fanático por la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el sentido práctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho que reportarían al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejo de las armas, todas las energías infecundas, consagradas a preparar y sostener las guerras, cuando se aplicasen a industrias que necesitan siglos de actividad.

Levantose Loiseau y, acercándose al fondista, le habló en voz baja. Oyéndolo, Follenvie reía, tosía, escupía; su enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compró seis barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retirado los invasores.

Acabada la cena, como era mucho el cansancio que sentían, se fueron todos a sus habitaciones.

Pero Loiseau, observador minucioso y sagaz, cuando su mujer se hubo acostado, aplicó los ojos y oído alternativamente al agujero de la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.

Al cabo de una hora, aproximadamente, vio pasar a Bola de Sebo, más apetitosa que nunca, rebozando en su peinador de casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la mampara de cristales raspados, en donde lucía un expresivo número. Y cuando la moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en calzoncillos.

Hablaron y después Bola de Sebo defendía enérgicamente la entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no pudo comprender lo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogió al vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:

-¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?

Ella, con indignada y arrogante apostura, le respondió:

-Amigo mío, hay circunstancias que obligan mucho; no siempre se puede hacer todo, y además, aquí sería una vergüenza.

Sin duda, Cornudet no comprendió, y como se obstinase, insistiendo en sus pretensiones, la moza, más arrogante aun y en voz más recia, le dijo:

-¿No lo comprende?… ¿Cuando hay prusianos en la casa, tal vez pared por medio?

Y calló. Ese pudor patriótico de cantinera que no permite libertades frente al enemigo, debió de reanimar la desfallecida fortaleza del revolucionario, quien después de besarla para despedirse afectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.

Loiseau, bastante alterado, abandonó su observatorio, hizo unas cabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a su amiga y correosa compañera, la besó y le dijo al oído:

-¿Me quieres mucho, vida mía?

Reinó el silencio en toda la casa. Y al poco rato se alzó resonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir de la cueva o del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado, interminable, con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.

Como habían convenido en proseguir el viaje a las ocho de la mañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la diligencia, enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin caballos y sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las cuadras. No encontrándolo dentro de la posada, salieron a buscarlo y se hallaron de pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un solo piso, donde se veían soldados alemanes. Uno pelaba papas; otro, muy barbudo y grandote, acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecía sobre sus rodillas para que se calmase o se durmiese, y las campesinas, cuyos maridos y cuyos hijos estaban “en las tropas de la guerra”, indicaban por signos a los vencedores, obedientes, los trabajos que debían hacer: cortar leña, encender lumbre, moler café. Uno lavaba la ropa de su patrona, pobre vieja impedida.

El conde, sorprendido, interrogó al sacristán, que salía del presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:

-¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no son prusianos: vienen de más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejado en su pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte. Juraría que también sus familias lloran mucho, que también se perdieron sus cosechas por la falta de brazos; que allí como aquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como a los vencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos, porque no maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieran en su casa. Ya ve usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad… Son los ricos los que hacen las guerras crueles.

Cornudet, indignado por la recíproca y cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la posada, porque prefería encerrarse aislado en su habitación a ver tales oprobios. Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y graciosa; “Repueblan”; y el señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase “Restituyen”.

Pero no encontraban al mayoral. Después de muchas indagaciones, lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza del oficial prusiano, en una taberna.

El conde lo interrogó:

-¿No le habían mandado enganchar a las ocho?

-Sí; pero después me dieron otra orden.

-¿Cuál?

-No enganchar.

-¿Quién?

-El comandante prusiano.

-¿Por qué motivo?

-Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy curioso. Me prohíben enganchar y no engancho. Ni más ni menos.

-Pero ¿le ha dado esa orden el mismo comandante?

-No; el posadero, en su nombre.

-¿Cuándo?

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ÉMILE ZOLA, EL NATURALISMO

ÉMILE ZOLA, EL NATURALISMO


Émile Zola retratado por Manet

ÉMILE ZOLA
 
Nacido en París en 1840, este novelista francés es la principal figura del Naturalismo literario.
En el último tercio del siglo XIX, Émile Zola da un paso adelante en la evolución del movimiento realista, incluyendo la novela europea en lo que se habría de llamar el  Naturalismo.


EL NATURALISMO

El Naturalismo es un estilo artístico, sobre todo literario, basado en reproducir la realidad con una objetividad documental en todos sus aspectos, tanto en los más sublimes como los más vulgares.
Su máximo representante, teorizador e impulsor fue el escritor Émile Zola que expuso esta teoría en el prólogo a su novela Thérèse Raquin y sobre todo en Le roman expérimental en 1880.

Zola se preocupará de establecer claramente las bases teóricas sobre las que apoyará su creación literaria mediante la publicación de un gran número de artículos y ensayos.

El más importante de esos ensayos es La novela experimental que es un manifiesto estético en el que se fijan las líneas maestras de la corriente literaria.
Zola plantea, en primer lugar, la definición de la novela naturalista, estableciendo un paralelo entre ésta y las bases que el doctor Claude Bernard había establecido unos años antes para la ciencia médica:
“A menudo me bastará con reemplazar la palabra médico por la palabra novelista para hacer claro mi pensamiento y darle el vigor de una verdad científica.”
El supuesto del que parte Zola para la definición de la nueva narrativa es evidente:
“Puesto que la medicina, que era un arte, se está convirtiendo en una ciencia, ¿por qué la literatura no ha de convertirse también en una ciencia gracias al método experimental?”

 

La novela naturalista no vale como simple pasatiempo, es un estudio serio y detallado de los problemas sociales, cuyas causas procura encontrar y mostrar de forma documental.

La bebedora de absenta por Edgar Degas
CARACTERÍSTICAS DEL NATURALISMO

La fisiología como motor de la conducta de los personajes.

Sátira y denuncia de los problemas sociales.

Concepción de la literatura como arma de combate político, filosófico y social.

Argumentos construidos a la sombra de la herencia folletinesca. Aunque critican con frecuencia la literatura folletinesca que trastorna la percepción de la realidad.

Feismo y tremendismo como revulsivos. Puesto que se presentan casos de enfermedad social, el novelista naturalista no puede vacilar al enfrentarse con lo más crudo y desagradable de la vida social.

Adopción de los temas relativos a las conductas sexuales como elemento central de las novelas. No se trata de un erotismo deleitoso y agradable, sino que es una manifestación de enfermedad social, suciedad y vicio.

El novelista naturalista se centra en el mundo de la prostitución, vista como lacra social y como tragedia individual. El público confundía sin embargo a veces naturalismo con pornografía, lo que no era la intención de los naturalistas.

Otra Margarita por  Joaquín Sorolla
Fuente: http://dinora-lu.blogspot.com/2012/03/emile-zola-el-naturalismo.html

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Rappaccini’s Daughter (I) (La Hija de Rappaccini-1844) Nathaniel Hawthorne

Rappaccini’s Daughter (I)
(La Hija de Rappaccini-1844)

Nathaniel Hawthorne

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Hace mucho tiempo, un joven llamado Giovanni Guasconti acudió desde el sur de Italia a proseguir sus estudios en la Universidad de Padua. Giovanni, cuyo patrimonio consistía en unos cuantos ducados de oro, se hospedó en un humilde aposento sito en el piso alto de un viejo edificio, digno de haber sido el palacio de un noble paduano y que de hecho todavía exhibía sobre su puerta de entrada el blasón de una familia extinguida mucho tiempo atrás. El forastero, que conocía las grandes obras literarias de su país, recordó que uno de los antepasados de aquella familia figuraba entre los participantes de los eternos tormentos del Infierno imaginado por Dante. Tales recuerdos y asociaciones, unidos a la melancolía natural en un joven que se aleja por primera vez de su mundo habitual, hicieron que Giovanni se deprimiera al recorrer con la vista su ruinosa y mal amueblada alcoba.

—¡Cielo Santo, señor! —exclamó la anciana señora Lisabetta, quien, atraída por la llamativa belleza personal del joven, trataba amablemente de dar a la cámara un aire acogedor—. ¿Qué aspecto tiene esto para descorazonar a un joven? ¿Le parece oscura esta antigua mansión? Por amor de Dios, asómese a la ventana y verá un sol tan espléndido como el que dejó en Nápoles.

Guasconti hizo mecánicamente lo que la anciana le aconsejaba, pero no estuvo de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuera tan encantador como el del sur de Italia. Tal como era, sin embargo, brillaba sobre el jardín situado debajo de la ventana y prodigaba su influjo vivificante sobre una colección de plantas que parecían haber sido cultivadas con excesivos cuidados.

—¿Pertenece a la casa este jardín? —preguntó Giovanni.

—Dios nos perdone, señor, si no hubiese tenido flores mejores de las que ahora crecen en él —respondió la señora Lisabetta—. No, este jardín es cultivado por las propias manos del señor Giacomo Rappaccini, el famoso doctor cuya fama, se lo aseguro, ha llegado hasta Nápoles. Se dice que destila de ellas medicinas tan activas como un hechizo. Podrá ver muchas veces al doctor en su trabajo y quizá también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en el jardín.

La anciana señora hacía todo lo posible para mejorar el aspecto de la habitación y, encomendando al joven a la protección de los santos, se retiró a su aposento.

Giovanni no encontró mejor entretenimiento que quedarse contemplando el jardín. Era uno de aquellos jardines botánicos que fueron creados en Padua antes que en ningún otro lugar de Italia y aun del mundo. Era probable que hubiese sido el retiro apacible de una familia opulenta, pues conservaba en el centro una fuente de mármol ruinosa, esculpida con excelente arte pero tan deteriorada ya que era imposible trazar el diseño original utilizando el caos de fragmentos que quedaban. El agua, sin embargo, seguía brotando en surtidor y desgranándose en brillantes perlas.

Su tenue murmullo llegaba hasta la ventana del joven y le hizo imaginar que la fuente era un espíritu inmortal que cantaba incesantemente su canción sin preocuparse de lo que sucediese alrededor, mientras un siglo se encarnaba en mármol y otro esparcía la hermosura perdurable por el suelo. En el hoyo donde caía el agua crecían varias plantas que parecían necesitar mucha humedad para nutrir sus gigantescas hojas y magníficas flores. Había, sobre todo, una mata en un jarrón de mármol en medio del charco de la fuente con gran profusión de flores purpúreas, cada una de las cuales ostentaba el brillo y la riqueza de una gema. Y todo reunido formaba una visión tan resplandeciente que bastaba para iluminar el resto del jardín, aunque no hubiese sol. Todo el suelo estaba poblado de plantas y hierbas que, aunque menos bellas, disfrutaban también de asiduos cuidados, como si tuviesen virtudes especiales, conocidas por la mente científica que las protegía. Algunas estaban colocadas en jarrones enriquecidos con relieves antiguos y otras descansaban en vulgares macetas de jardín. Unas reptaban por la tierra como culebras o trepaban a lo alto utilizando para su ascenso todo lo que se interponía. Una enredadera se había enroscado en torno a una estatua de Vertumno, cubriéndola con un ropaje de hojas tan lleno de armonía y gracia que podría servir de modelo a un escultor.

Mientras Giovanni estaba acodado en la ventana, oyó un crujido detrás de una cortina de follaje y comprendió que una persona trabajaba en el jardín. Su figura pronto se hizo visible y por sus características no se trataba de un vulgar trabajador: alto, delgado, cetrino y con aspecto enfermizo, vestido de negro a la usanza escolar. Había pasado ya de los 50 años; con cabellos grises, usaba una barbita fina y su cara parecía la de una persona culta, inteligente y estudiosa, pero carente de sentimientos.

Nadie podría superar la atención con que este científico jardinero estudiaba las plantas que hallaba en su camino; parecía como si estuviese examinando su naturaleza íntima, haciendo consideraciones relacionadas con la posibilidad de utilizar su esencia y descubriendo por qué estas hojas nacían en esta forma y aquéllas en la otra, y por qué tales y cuales flores diferían entre sí en forma y perfume. A pesar de la profunda inteligencia que su porte manifestaba, nunca se aproximaba lo suficiente como para intimar con la vida de aquellos vegetales. Por el contrario, evitaba su contacto o inhalar directamente sus aromas, desplegando unas precauciones que impresionaron desagradablemente a Giovanni; el hombre se comportaba como si anduviera entre seres malignos, tales como bestias salvajes, ponzoñosas serpientes o espíritus demoniacos, con los que el menor descuido podía acarrear consecuencias terribles. El joven estaba asombrado al ver ese aire de inseguridad en una persona que cultiva un jardín, el más simple e inocente de los entretenimientos del hombre, y que había sido igualmente la diversión y la labor de los felices progenitores del género humano.

¿Era pues este jardín el Edén del mundo presente? ¿Y este hombre, que conocía bien lo que cultivaba con sus manos, un Adán moderno?

El receloso jardinero se protegía con un par de gruesos guantes para quitar las hojas secas o podar el crecimiento excesivo de los arbustos. No era ésta, sin embargo, su única protección. Al llegar en su recorrido a la magnífica planta que esparcía sus gemas purpúreas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de mascarilla tapando boca y nariz como si tanta belleza no hiciera sino disfrazar unas cualidades mortales; más aún, considerando todavía su tarea demasiado peligrosa, retrocedió, se quitó la mascarilla y llamó con la voz propia de una persona que sufre una dolencia interna.

—¡Beatrice! ¡Beatrice!

—Estoy aquí, padre. ¿Qué quieres? —exclamó una voz juvenil y armoniosa desde una ventana de la casa de enfrente, una voz tan exquisita como una puesta de sol tropical y que hizo a Giovanni, aunque no comprendió el porqué, asociarla con matices intensos de púrpura o carmesí y con fuertes y deliciosos perfumes—. ¿Estás en el jardín?

—Sí, Beatrice —contestó el jardinero—, y necesito tu ayuda.

Casi al momento apareció, bajo un artístico pórtico, la figura de una joven vestida con la gracia de la más espléndida de las flores, bella como el día y con una vitalidad tan exuberante que de ser algo mayor parecería exagerada. Anunciaba vida, salud y energía; parecía como si todos esos atributos sólo estuviesen reprimidos por su virginal castidad. Mientras miraba el jardín, Giovanni suponía que se habría criado enfermiza; pero la impresión que la bella desconocida le produjo era como si se tratase de otra linda flor, hermana de aquellas otras del reino vegetal, más hermosa que la más hermosa de todas, pero a la que había que tocar con guantes y aproximarse a ella con mascarilla. Mientras descendía por el sendero del jardín, se podía ver cómo manipulaba e inhalaba el olor de varias de las plantas que su padre había evitado con más celo.

—Ven aquí, Beatrice —dijo él—, mira cuántos cuidados necesita nuestro mayor tesoro. Como estoy tan delicado, mi vida correría peligro si me acercase todo lo que las circunstancias requieren.

De ahora en adelante me temo que esta planta tendrá que ser vigilada sólo por ti.

—Me alegro de encargarme de ella —exclamó la joven con su armonioso timbre de voz, mientras se dirigía hacia la hermosa planta y abría sus brazos como si fuera a abrazarla—. Sí, hermana mía, mi gloria, será tarea de Beatrice el cuidarte y servirte, y tú, en recompensa, le darás tus besos y tu aliento perfumado, que son para ella fuente de vida.

Entonces, con la misma ternura en sus maneras que había expresado en sus palabras, dedicó tantas atenciones a la planta como ésta parecía necesitar. Giovanni, desde su elevada ventana, se frotó los ojos y dudó si se trataría en realidad de una muchacha cuidando su planta favorita o de una hermana cumpliendo con otra los deberes del afecto. La escena terminó pronto; bien porque el doctor Rappaccini hubiese finalizado sus trabajos en el jardín, bien porque su mirada de observador hubiese advertido al forastero, el hecho es que cogió a su hija del brazo y se retiró. Estaba anocheciendo y por la ventana abierta penetraban emanaciones sofocantes procedentes de las plantas del jardín. Giovanni cerró la ventana antes de irse a dormir. Soñó con una bella flor y una hermosa joven. La flor y la doncella eran distintas y al mismo tiempo la misma. Ambas anunciaban un extraño peligro.

Pero hay algo en la luz de la mañana que tiende a rectificar los errores de fantasía y aun de raciocinio en que incurrimos durante la puesta del sol, entre las sombras de la noche o a la todavía menos saludable luz de la luna. El primer movimiento que ejecutó Giovanni al despertar fue abrir la ventana y mirar al jardín que sus sueños habían hecho tan fecundo en misterios. Se sorprendió y avergonzó un poco al ver qué real aparecía bajo la luz del día. Los rayos de sol doraban las gotas de rocío que, suspendidas en las hojas y flores, realzaban su belleza y devolvían a aquellas flores extrañas su apariencia ordinaria. El joven se regocijó al considerar que en el mismo centro de la ciudad tenía el privilegio de poder disfrutar de la contemplación de aquel rincón de espléndida y frondosa vegetación. Le serviría, se dijo a sí mismo, para seguir conservando el contacto con la naturaleza. No estaban allí ni el doctor Giacomo Rappaccini ni su hermosa hija, así que Giovanni no pudo determinar cuánto había de realidad y cuánto de fantasía en las singulares cualidades que atribuía a ambos, pero estaba dispuesto a adoptar un punto de vista más racional en todo el asunto.

Durante el día ofreció sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de medicina de la universidad y médico de eminente reputación, para quien Giovanni traía una carta de presentación. El profesor era un anciano de carácter afable y maneras, casi podríamos decir, joviales. Invitó a almorzar a nuestro héroe y se mostró locuaz y agradable, sobre todo después de animarse con una o dos botellas de vino toscano. Giovanni creyó que los hombres de ciencia que vivían en una misma ciudad debían de estar en buena armonía y buscó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rappaccini. Pero el profesor no respondió con la cordialidad que él había imaginado.

—Estaría mal que un maestro del divino arte de la medicina negase el valor a un médico de tanta fama y prestigio como Rappaccini —dijo, en respuesta a la pregunta de Giovanni—; pero estaría peor por mi parte permitir que un joven de mérito como usted, señor Giovanni, hijo de un antiguo amigo, adquiriera ideas erróneas respecto a un hombre que en un futuro podría llegar a tener la vida, y aun la muerte, de usted en sus manos. La verdad es que nuestro respetable doctor Rappaccini tiene más ciencia que ningún otro miembro de la facultad, con quizás una única excepción, en Padua y en Italia; pero hay que hacer ciertas objeciones graves a su carácter profesional.

—¿Y cuáles son? —inquirió el joven.

—Amigo Giovanni, ¿está usted enfermo del cuerpo o del corazón para preocuparse tanto de los médicos? —preguntó el profesor con una sonrisa—. Se dice de Rappaccini, y yo que lo conozco bien puedo asegurarlo, que le preocupa mucho más la ciencia que la humanidad. Sus parientes le interesan sólo como material para nuevos experimentos. Sacrificaría una vida humana, la suya propia o la del ser más querido para él, con tal de poder añadir un solo grano de mostaza al gran cúmulo de sus conocimientos.

—Me imagino que será un hombre terrible —respondió Guasconti, recordando el aspecto de intelectual puro y frío de Rappaccini—. Y, sin embargo, querido profesor, ¿no es un espíritu noble? ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan espiritual por la ciencia?

—Dios perdone a los que tengan los mismos puntos de vista acerca del arte de curar que los adoptados por Rappaccini —dijo el profesor, con cierta grosería—. Su teoría es que todas las virtudes curativas se hallan encerradas dentro de aquellas sustancias a las que nosotros denominamos venenos vegetales. Los cultiva con sus propias manos y se dice que ha producido nuevas variedades de venenos más mortales que los de la naturaleza, los cuales aun sin la intervención de este hombre plagarían el mundo. Es innegable, empero, que el señor doctor hace menos daño del que pudiera esperarse con sustancias tan peligrosas. En alguna ocasión, hay que reconocerlo, parece haber hecho curas maravillosas; pero si he de ser sincero, señor Giovanni, no son totalmente dignas de crédito, pues quizá sean producto de la casualidad. Se le juzga, en cambio, responsable de sus fracasos, que son los resultados frecuentes de su trabajo.

El joven escuchó la opinión de Baglioni con cierta indulgencia, porque sabía que existía una antigua rivalidad entre él y el doctor Rappaccini, y se consideraba al último como el ganador de la partida. Si el lector quiere juzgar por sí mismo, le aconsejamos ciertos opúsculos en letra gótica que sobre ambas partes se conservan en las oficinas de la Universidad de Padua.

—No sé, querido profesor —volvió a decir Giovanni, después de meditar lo que había oído acerca del celo exagerado de Rappaccini por la ciencia—, cuánto puede amar su arte ese médico, pero seguramente hay algo más querido para él: tiene una hija.

—¡Ah! —exclamó el profesor, riendo—. Ya sé el secreto de nuestro amigo Giovanni: ha oído usted hablar de su hija, de quien están enamorados todos los jóvenes de Padua, aunque ni media docena han tenido la suerte de ver su cara. Sé poco de doña Beatrice, salvo que, según dicen, Rappaccini la ha instruido mucho en sus conocimientos y que, joven y bella como es, está ya considerada como apta para ocupar un sillón de catedrático. ¡Quizá su padre la destine para el mío! Otros rumores que corren no merecen ser citados ni oídos. Así que, ahora, bébase su vaso. Guasconti volvió a su alojamiento algo mareado por el vino que había bebido e imaginando extrañas fantasías referentes al doctor Rappaccini y a su bella hija Beatrice. Al pasar por una tienda de flores entró y compró un ramo recién cortado.

Subió a su habitación y se sentó cerca de la ventana, en la sombra, de forma que podía ver el jardín sin riesgo de ser descubierto. No veía a nadie. Las plantas desconocidas estaban iluminadas por el sol y de vez en cuando inclinaban sus cabezas con gentileza saludándose unas a otras como si hubiese entre ellas relaciones de simpatía y parentesco. En medio, sobre la fuente ruinosa, crecía la planta magnífica, cubierta de gemas purpúreas que brillaban en el aire y se reflejaban en el agua del estanque. Las aguas parecían pobladas con los colores radiantes que se reproducían en ellas. Pronto, como Giovanni había esperado y al mismo tiempo temido, una figura hizo su aparición bajo el antiguo y artístico pórtico. Se fue acercando entre las filas de plantas, y aspiraba sus variados perfumes como si se tratara de uno de aquellos seres de los que cuentan las viejas fábulas clásicas que se alimentaban de dulces olores. Viendo de nuevo a Beatrice, el joven se maravilló de que su belleza excediese aún al recuerdo que tenía de ella; era tan brillante e intensa que resplandecía al sol y, como Giovanni se dijo a sí mismo, iluminaba los rincones más sombríos del camino del jardín. Como tenía la cara más visible que la primera vez que la contempló, llamó la atención del joven su expresión de sencillez y dulzura, cualidades que él no había imaginado que pudiera poseer y que le hicieron preguntarse cómo sería su carácter. De nuevo le pareció hallar ciertas semejanzas entre la hermosa joven y el espléndido arbusto que lucía flores semejantes a gemas purpúreas, analogía que Beatrice acentuaba con la forma de sus trajes y los colores que escogía.

Cerca de la planta abrió sus brazos, como poseída de un ardor apasionado, y oprimió sus ramas en un íntimo abrazo, tan íntimo que medio se ocultó en el seno de las hojas, y los dorados rizos de su pelo se entremezclaron con las flores.

—Dame tu aliento, hermana mía —exclamó Beatrice—, pues me siento débil con el aire común. Y dame tus flores que separaré con delicadeza de tu tallo y colocaré junto a mi corazón.

Con estas palabras la bellísima hija de Rappaccini cortó una de las flores más espléndidas y se dispuso a prenderla en su pecho.

Entonces ocurrió algo singular, si no es que el vino había perturbado los sentidos de Giovanni. Un pequeño reptil color naranja, semejante a un lagarto o a un camaleón, pasaba en aquel momento por el sendero al lado de los pies de Beatrice. A Giovanni le pareció —pues a la distancia que estaba apenas si pudo ver una cosa tan diminuta— que una o dos gotas del jugo del tallo roto de la flor caían sobre la cabeza del lagarto. Durante un par de segundos, el reptil se contorsionó con violencia y luego quedó inmóvil.

Beatrice observó este fenómeno extraordinario y se santiguó tristemente, pero sin sorpresa, y no dudó en prender la flor fatal en su pecho. Allí se hizo más roja y lanzó unos destellos casi tan vivos como los de una piedra preciosa, que daban al vestido de la joven y a su aspecto un encanto extraordinario. Pero Giovanni, saliendo de la sombra de la ventana, se inclinó hacia delante y se retiró de nuevo, tembloroso.

«¿Estoy despierto? ¿Estoy en mi sano juicio? —se dijo a sí mismo—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede ser bella y, al mismo tiempo, insensible y terrible?»

Beatrice caminó ahora con cuidado por el jardín, y se puso tan cerca de la ventana de Giovanni que éste no tuvo más remedio que asomar la cabeza por fuera de la ventana con objeto de satisfacer la intensa y dolorosa curiosidad que ella le despertaba. En aquel mismo instante divisó por encima de la tapia del jardín un insecto; quizá había estado vagabundeando por la ciudad y no halló flores o verdor hasta que los intensos perfumes de las plantas de Rappaccini le habían tentado. Sin posarse en las flores, pues parecía no sentir otro atractivo que el de Beatrice, se entretuvo en el aire revoloteando en torno a su cabeza. Ahora los ojos de Giovanni no podían engañarle. El joven vio cómo, mientras Beatrice contemplaba el insecto con infantil alegría, éste se fue debilitando y cayó a sus pies; las brillantes alas temblaron y quedó muerto por una causa que él desconocía. ¿Seria acaso el aliento de la joven? Una vez más Beatrice se santiguó y suspiró al inclinarse sobre el insecto muerto.

Un movimiento impulsivo de Giovanni hizo que ella mirase a la ventana. Contempló la hermosa cabeza del joven, de rasgos bellos y regulares y ensortijado cabello dorado, más propios de un griego que de un italiano, la cual la miraba desde lo alto como si estuviese suspendida en el aire.

Giovanni, dándose apenas cuenta de lo que hacía, le arrojó el ramo de flores que había tenido hasta entonces en su mano.

—Señorita —le dijo—, ahí tiene flores puras y saludables, úselas en obsequio de Giovanni Guasconti.

—Gracias, señor —respondió Beatrice con su armoniosa voz, que sonó como un chorro de música, y con una alegre expresión mitad infantil y mitad de mujer—. Acepto su presente y siento no poder recompensarle con esta preciosa flor purpúrea, porque aunque se la enviara por el aire no le alcanzaría. Así pues, señor Guasconti, tendrá que conformarse con las gracias.

Recogió el ramillete del suelo y entonces, como avergonzada de haber hablado con un extraño en contra de la reserva que debe tener una doncella, se dirigió presurosa hacia la casa atravesando el jardín. Mas a pesar de lo escaso del tiempo, le pareció a Giovanni, cuando ya ella estaba a punto de desaparecer por el pórtico, que su bello ramillete empezaba a marchitarse en sus manos. Era un pensamiento descabellado, no había posibilidad de distinguir unas flores marchitas de otras lozanas a tanta distancia.

Durante varios días después de este incidente, el joven evitó la ventana que daba al jardín del doctor Rappaccini, como si algo frío y monstruoso hubiese apagado su vista. Tenía la impresión de haberse puesto, en cierto modo, dentro del influjo de un poder ininteligible mediante la relación que había entablado con Beatrice. Si su corazón corría un verdadero peligro, el comportamiento más sabio sería abandonar no ya la casa donde se alojaba, sino incluso Padua. No debía acostumbrarse de ningún modo a la cotidiana vista de Beatrice, y aún mejor seria evitar el verla, ya que su proximidad y la posibilidad de trato con ella harían que la fantasía de Giovanni corriese desenfrenada, dando cuerpo y realidad a los encuentros que su imaginación creaba continuamente.

Guasconti no era un hombre apasionado, pero tenía una gran fantasía y un ardiente temperamento meridional que tendía a cada instante a las mayores agitaciones. No sabía el joven si Beatrice poseía o no aquel aliento mortífero, la afinidad con aquellas flores tan hermosas y al mismo tiempo fatales como él había creído descubrir, pero lo cierto es que le había instilado un veneno sutil y activo en todo su ser. No era amor, aunque su gran belleza le trastornaba; ni horror, a pesar de que suponía que su espíritu estaría impregnado del mismo perfume pernicioso que parecía poseer su organismo. Era una mezcla desordenada de ambos, de amor y horror; uno lo abrasaba y el otro le hacía temblar. Giovanni no sabía qué temer o qué esperar; esperanza y miedo luchaban sin cesar en su pecho, venciéndose alternativamente e iniciando de nuevo la lucha. Benditas sean todas las emociones simples, sean buenas o malas. Es la lóbrega mezcla de las dos la que produce los resplandores que alumbran las regiones infernales.

Algunas veces trataba de mitigar la fiebre de su espíritu paseando de prisa por las calles de Padua o saliendo de sus murallas; sus pasos seguían el ritmo de sus desordenados pensamientos, de modo que el paseo a veces se convertía en una carrera. Un día se sintió apresado por alguien que se había vuelto al reconocer al joven y que necesitó mucho aliento para alcanzarle.

—¡Señor Giovanni! ¡Párese, mi joven amigo! —exclamó—. ¿No me ha reconocido? Sería posible si yo estuviese tan cambiado como usted.

Era Baglioni, a quien Giovanni había evitado desde su primer encuentro por temor a que la sagacidad del profesor pudiese leer sus secretos. Luchando por recobrarse, miró extrañado desde su mundo interior y habló como un hombre en sueños.

—Sí, soy Giovanni Guasconti y usted es el profesor Pietro Baglioni. ¡Ahora, déjeme pasar!

—Todavía no, todavía no, señor Giovanni —dijo el profesor sonriendo y al mismo tiempo examinando al joven con una mirada atenta—. ¿Cómo va a pasar por mi lado como un extraño el hijo de aquel con quien me crié? Estése quieto, señor Giovanni; debemos hablar dos palabras antes de separarnos.

—Pronto entonces, querido profesor, pronto —dijo Giovanni con febril impaciencia—. ¿No se da cuenta su señoría de que tengo prisa?

Mientras hablaban vieron venir por la calle a un hombre vestido de negro, encorvado y andando con dificultad como si se tratase de una persona enferma. Su cara tenía un tinte enfermizo y cetrino, pero tan llena de aguda y viva inteligencia que el observador pasaba por alto las condiciones físicas para ver en él tan sólo una energía asombrosa. Cuando pasó cambió un saludo frío y distanciado con Baglioni, pero fijó los ojos con tanta intensidad en Giovanni que dio la impresión de que le había extraído todo lo que tenía dentro que valiera la pena. Sin embargo, había una serenidad peculiar en su mirada, como si el interés que le inspirara el joven fuera meramente especulativo y no humano.

—¡Ese es el doctor Rappaccini! —murmuró el profesor una vez que pasó el desconocido—. ¿Le ha visto a usted anteriormente?

—Que yo sepa, no —contestó Giovanni, sobresaltándose ante el nombre.

—¡Él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —dijo Baglioni con pasión—. Este hombre de ciencia le está estudiando a usted por algún motivo. ¡Conozco esa manera de mirar! Es la misma frialdad que muestra su cara cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa a los que ha matado con el perfume de una flor en el transcurso de un experimento; una mirada tan profunda como la naturaleza misma, pero desprovista de amor. Señor Giovanni, apuesto la vida a que es usted objeto de uno de los experimentos de Rappaccini.

—¿Quiere usted volverme loco? —exclamó Giovanni, con intensa emoción—. Eso, señor profesor, sería un desagradable experimento.

—¡Paciencia! ¡Paciencia! —contestó el imperturbable profesor—. Le digo, mi pobre Giovanni, que Rappaccini encuentra en usted un interés científico. Ha caído en unas manos terribles.

¿Y la señorita Beatrice, qué papel juega en este misterio?

Guasconti, encontrando intolerable la impertinencia de Baglioni, se marchó antes de que el profesor pudiera sujetarlo de nuevo. Éste quedó mirando al joven un rato mientras se alejaba y se encogió de hombros.

«No puedo consentir esto —se dijo—. El muchacho es hijo de un viejo amigo y quién sabe lo que puede acarrearle la arcana ciencia de la medicina. Por otro lado, es inaguantable la impertinencia de Rappaccini, quien me quitó, podemos decir, al muchacho de las manos y lo quiere utilizar en sus infernales experimentos. ¡Su hija! Todo se verá. ¡Quizás, inteligente Rappaccini, frustre yo tu sueño!»

Mientras tanto, Giovanni continuó su tortuoso camino llegando por fin a las puertas de su alojamiento. Al cruzar el umbral se encontró con la vieja Lisabetta, quien sonrió zalamera y dio muestras de querer llamar su atención, en vano sin embargo, pues la ardiente ebullición de sus sentimientos se había trocado de pronto en una fría y desinteresada vacuidad. Volvió sus ojos hacia la arrugada cara que se estaba plegando todavía más en una sonrisa, pero pareció no verla. La anciana entonces lo agarró por la capa.

—¡Señor! ¡Señor! —murmuró, todavía con una sonrisa en los labios que la hacía semejante a una máscara grotesca labrada en madera y oscurecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada secreta al jardín!

—¡Qué es lo que dice? —exclamó Giovanni volviéndose con presteza, como una cosa inanimada que adquiriera de pronto una vida intensa—. ¿Una entrada privada al jardín del doctor Rappaccini?

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No tan alto! —murmuró Lisabetta poniéndole la mano delante de la boca—. Sí, al jardín del respetable doctor; podrá ver sus espléndidas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían una moneda de oro por ser admitidos entre esas flores. Giovanni puso una moneda en la mano de la vieja.

—Muéstreme el camino —le dijo.

Una sospecha, nacida probablemente de su conversación con Baglioni, cruzó su pensamiento; quizás esta intervención de la vieja Lisabetta estuviera en relación con la intriga, fuera cual fuese su naturaleza, en la que el profesor suponía que el doctor Rappaccini estaba tratando de envolverle. Mas esta sospecha, aunque preocupó a Giovanni, era insuficiente para detenerle. El instante que había esperado de poder acercarse a Beatrice le impulsaba con demasiada fuerza. No importaba si ella era ángel o demonio; estaba dentro de su esfera de forma irremisible y tenía que obedecer la llamada que le impulsaba a girar en círculos cada vez menores, hacia un fin que no intentaba adivinar. Sin embargo, puede parecer extraño, le sobrevino de pronto la duda de si ese intenso interés de su parte no sería ilusorio; si sería tan profundo y positivo como para justificar que se metiese en una empresa cuya trascendencia era imprevisible; si no se trataría de la fantasía del cerebro de un joven, sin participación, o sólo muy ligera, de sus sentimientos.

Se detuvo dudando pero, decidido, siguió hacia delante. Su macilenta guía lo condujo por varios pasillos oscuros y, por último, reparó en una puerta por la que, dado que estaba abierta, se oía el susurro de las hojas atravesadas por el sol. Giovanni siguió andando y se metió por entre un arbusto que extendía sus zarcillos sobre la oculta entrada, hasta llegar debajo de la ventana de su habitación en el área descubierta del jardín del doctor Rappaccini.

Cuántas veces sucede que, cuando se han vencido las dificultades y los sueños han condensado su nebulosa sustancia en una realidad tangible, nos encontramos tranquilos e incluso fríamente dueños de nosotros mismos, en circunstancias que hubiese sido un delirio de júbilo o de agonía el anticipar. El destino se divierte desconcertándonos así. La pasión, que hubiera deseado la ocasión para lanzarse a actuar, vacila perezosamente cuando los sucesos parecen requerir su aparición. Eso era lo que le sucedía ahora a Giovanni. Día tras día su pulso se había agotado febrilmente ante la improbable idea de una entrevista con Beatrice y el deseo de estar con ella cara a cara en este mismo jardín, iluminado por el resplandor oriental de su belleza y tratando de arrancar a su contemplación el misterio que él consideraba el enigma de su propia existencia. Pero en aquel momento había en su pecho una ecuanimidad singular y fuera de lugar. Lanzó una mirada en derredor para ver si veía a Beatrice o a su padre y, dándose cuenta de que estaba solo, inició una investigación crítica de las plantas.

El aspecto de todas ellas le desagradó; su esplendor parecía salvaje, apasionado y poco natural. Casi todas las plantas que allí crecían hubieran sobresaltado a quien al atravesar un bosque las hubiera encontrado; como si una cara sobrenatural le estuviese mirando a través de la espesura. Algunas también hubieran llamado la atención de un entendido por su apariencia de artificialidad; parecían una adulteración de varias especies vegetales mezcladas, no muy distintas de las creadas por Dios, pero obra de la fantasía depravada de un hombre. Hasta su inmensa belleza tenía algo de demoniaca. Eran probablemente el fruto del experimento, que en uno o dos casos había alcanzado el éxito, de combinar dos plantas hermosas en una sola que adquiría el sospechoso y siniestro aspecto que informaba todo lo que crecía en el jardín. Giovanni reconoció sólo dos o tres plantas en toda la colección, y de las clases que él sabía que eran venenosas. Mientras estaba entretenido en estas observaciones, escuchó el crujido de un traje de seda y, volviéndose, vio aparecer a Beatrice bajo el artístico pórtico.

Giovanni no se había parado a pensar en cuál debía ser su comportamiento: si tenía que disculparse por su intrusión en el jardín o fingir que estaba allí con el consentimiento, ya que no por deseo, del doctor Rappaccini o de su hija, pero la conducta de Beatrice le tranquilizó, a pesar de que en su espíritu persistía la duda del motivo por el que habría conseguido la admisión. Ella vino con ligereza por el sendero y se encontraron cerca de la fuente en ruinas. Su cara mostraba sorpresa, pero la iluminaba una sencilla y amable expresión de placer.

—Usted es un experto en flores, señor —dijo con una sonrisa, aludiendo al ramillete que él le había echado desde la ventana—. No es extraño que la rara colección de mi padre le haga desear verla de cerca. Si él estuviera aquí podría contarle cosas muy extraordinarias e interesantes acerca de la naturaleza y virtudes de estas plantas, ya que se pasa la vida en tales estudios y este jardín constituye su mundo.

—Y usted misma, señora —comentó Giovanni—, si la fama no miente, también es muy experta en las virtudes que revela el magnífico desarrollo de tas flores y su olor aromático. Si no tuviera inconveniente en ser mi profesora, yo intentaría ser un alumno más aplicado que si me enseñara el mismo señor Rappaccini.

—¿Corren tan falsos rumores? —preguntó Beatrice, con la música de su agradable voz—. ¿Dice la gente que soy una experta como mi padre en conocimientos de botánica? ¡Qué gracioso! No; aunque crecí entre estas flores no conozco más de ellas que su color y perfume, y algunas veces pienso que aun debería ignorar eso. Muchas de estas flores, y quizá de las más hermosas, me repugnan con su olor y me ofenden cuando las veo. Pero le ruego, señor, que no crea esas historias referentes a mi ciencia. No crea de mí otra cosa que lo que vean sus propios ojos.

—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis propios ojos? —preguntó Giovanni con sutileza, al tiempo que el recuerdo de las primeras escenas le hizo estremecer—. No, señora, exige usted poco de mí. Permítame creer solamente lo que proceda de sus labios.

Pareció como si Beatrice hubiese comprendido. Sus mejillas se colorearon de rubor, pero mirando a los ojos de Giovanni respondió a su mirada de ansiosa sospecha con la altivez de una reina.

—Eso es lo que le ruego, señor —respondió—. Olvide todo lo que se ha imaginado acerca de mí. Lo que nos dicen los sentidos externos puede ser falso en esencia, pero las palabras que brotan de los labios de Beatrice Rappaccini salen de lo más profundo de su corazón. Ésas son las que debe usted creer.

Una gran vehemencia la iluminaba y brilló sobre la conciencia de Giovanni como la luz de la verdad misma, pero mientras hablaba había una fragancia exquisita y deliciosa, aunque imperceptible, en el aire que la rodeaba, que el joven, por una repugnancia indefinible, apenas se atrevía a respirar. ¿Podría ser el olor de las flores? ¿Sería que el aliento de Beatrice embalsamaba sus palabras con una extraña fragancia como si tuviera impregnadas de ella sus entrañas? Giovanni sintió un ligero mareo, pero volvió a recobrarse en seguida; parecía mirar a través de los ojos de la hermosa muchacha su alma transparente, y no volvió a sentir duda ni temor.

El tinte de pasión que había coloreado las expresiones de Beatrice se desvaneció; se puso alegre y parecía sentir un placer puro con la presencia del joven, semejante al que sentiría la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era patente que su experiencia de la vida se limitaba al recinto del jardín. Unas veces hablaba de materias tan simples como la luz del día o las nubes de verano, otras hacía preguntas referentes a la ciudad, o a la tierra lejana de Giovanni, sus amigos, su madre, sus hermanas, preguntas que indicaban una vida tan retirada y una carencia tal de familiaridad con los modales y trato sociales que Giovanni respondía como si estuviese hablando con una niña. Su espíritu brotaba ante él como un arroyuelo recién nacido que recibiera por primera vez la caricia del sol y se maravillase de la tierra y el cielo reflejados en su fondo. Tenía también pensamientos profundos y fantasías brillantes como gemas, como diamantes y rubíes desgranándose en medio del hervor de la fuente. Mientras ella hablaba, Giovanni se asombraba de estar paseando con la joven a quien su excitada imaginación había dado tintes terroríficos; le maravillaba estar conversando con Beatrice como un hermano, y que pudiera parecerle tan humana y tan llena de candor. Pero estas reflexiones fueron sólo momentáneas; las muestras de su naturaleza eran demasiado reales para sentirse tranquilizado enseguida.

En esta confiada conversación habían paseado por el jardín, y después de muchas vueltas a lo largo de sus avenidas, llegaron hasta la fuente derruida donde crecía la magnífica planta con su tesoro de flores espléndidas. Se esparcía alrededor de ella una fragancia idéntica a la que Giovanni atribuyera al aliento de Beatrice, aunque mucho más intensa. Cuando ella la vio, Giovanni observó que se oprimía el pecho con la mano como si su corazón estuviera palpitando acelerado y le produjese dolor.

—Por primera vez en mi vida me he olvidado de ti —murmuró Beatrice dirigiéndose a la planta.

—Recuerdo, señora —dijo Giovanni—, que una vez me prometió recompensarme con una de estas vividas gemas a cambio del ramillete que tuve el feliz arrojo de echar a sus pies. Permítame ahora coger una en recuerdo de esta entrevista.

Dio el joven un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatrice se precipitó hacia delante lanzando un grito que traspasó el corazón de Giovanni como un puñal. Lo cogió de la mano y le hizo retroceder con toda la fuerza de su delicada figura. El joven sintió su contacto con un temblor en todo su cuerpo.

—¡No la toque! —exclamó ella, con voz angustiada—. ¡No lo haga, por su vida! ¡Es letal!

Entonces, ocultando la cara entre sus manos, huyó de él y desapareció bajo el pórtico.

Al seguirla con los ojos, Giovanni vio la delgada y pálida figura de Rappaccini, que había estado observando la escena, no sabía desde hacía cuánto tiempo, oculto por la sombra del portal.

Antes de que el joven llegara a su habitación, Beatrice era ya el objeto de sus apasionadas meditaciones, revestida de todo el hechizo de que la había rodeado desde que la viera por primera vez, e imbuida ahora además con el afectuoso calor de su encantadora feminidad. Era humana; su carácter tenía todas esas cualidades dulces y femeninas que hacen a una mujer digna de ser adorada.

Sería capaz, seguramente, de los sacrificios y heroísmos del amor.

Aquellas muestras que él había considerado hasta ahora como señales de una temible constitución física y moral eran olvidadas en aquel momento por la sutil influencia de la pasión, y transformadas en una dorada corona de encantos que convertían a Beatrice en la más admirable de todas las mujeres, por ser única. Todo lo que le había parecido feo era ahora hermoso o, si no podía cambiarlo tan radicalmente, se ocultaba y escondía en la tenebrosa región que se halla bajo la zona de la conciencia. Pasó la noche pensando en ella. Cuando se durmió, la aurora comenzaba ya a despertar a las flores que dormitaban en el jardín del doctor Rappaccini. Giovanni, en sueños, también se encontraría allí. Salió el sol a su debido tiempo y lanzó sus rayos sobre los párpados del joven, que despertó con una sensación dolorosa. Después de levantarse notó como una quemadura y latidos en su mano —en la derecha—, la misma mano que le había cogido ella cuando estaba a punto de arrancar una de las flores de aspecto de gema. En el dorso de la mano aparecían ahora unas impresiones rojas, como de cuatro dedos pequeños, y una señal, como de un pulgar delgado, en su muñeca.

¡Oh, con qué obstinación se defiende el amor! —y aun lo que es astuta semblanza del amor, que florece en la imaginación pero que no tiene profundas raíces en el corazón—, con qué obstinación mantiene su fe hasta que llega el momento en que es condenado a desvanecerse en humo! Giovanni envolvió su mano con un pañuelo, se preguntó qué cosa maligna le habría picado y pronto olvidó su dolor con el recuerdo de Beatrice.

(continúa)

Fuente: http://www.cinefantastico.com/terroruniversal/ficcion/index.php?t=cuentos&id=348&mode=cuento

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