Guy de Maupassant

Guy de Maupassant

(Henry René Albert Guy de Maupassant; Miromesnil, Francia, 1850 – Passy, id., 1893) Novelista francés. A pesar de que provenía de una familia de pequeños aristócratas librepensadores, recibió una educación religiosa; en 1868 provocó su expulsión del seminario, en el que había ingresado a los trece años, y al año siguiente inició en París sus estudios de derecho, interrumpidos por la guerra franco-prusiana y que reemprendería en 1871.


Guy de Maupassant

En 1879, su padre logró que ingresara en el ministerio de Instrucción Pública, que pronto abandonó para dedicarse a la literatura, por consejo de su gran maestro y amigo G. Flaubert. Éste lo introdujo en el círculo de escritores de la época, como Émile Zola, Iván Turgueniev, Edmond Goncourt y Henry James.

Su primer éxito, que apareció un mes antes de la muerte de Flaubert, fue el célebre cuento Bola de sebo, recogido en el volumen colectivo Las noches de Medan (1880). El mismo año publicó su libro de poemas, Versos. Afectado durante toda su vida de graves trastornos nerviosos, en 1892, tras un intento de suicidio en Cannes, fue ingresado en el manicomio de París, donde murió, después de dieciocho meses de agonía, de una parálisis general.

Maupassant es autor de una extensa obra entre cuentos y novelas, en general de corte naturalista. De ellas cabe señalar: La casa Tellier (1881); Los cuentos de la tonta (1883); Al solLas hermanas Roudoli y La señorita Harriet (1884); Cuentos del día y de la noche (1885); La orla (1887); las novelas Una vida (1883), Bel Ami (1885) y Pierre y Jean (1888). Después de su muerte se publicaron varias colecciones de cuentos: La cama (1895); El padre Milton (1899) y El vendedor (1900).

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/maupassant.htm

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PARA LORD BYRON, DE MARY SHELLEY

PARA LORD BYRON, DE MARY SHELLEY

George Gordon Byron

Un verano inusualmente lluvioso junto al lago Leman, cerca de Ginebra. Un grupo de jóvenes ingleses que han alquilado una casa allí se reúnen -en mi imaginación los veo alrededor de una chimenea, para ahuyentar la humedad, pero siendo británicos quizás no lo consideraron necesario- y la conversación deriva, cómo no, hacia las historias de fantasmas y monstruos. Hasta aquí, nada destacable. Podría ser el inicio del guión cualquier película boba en la que sabemos que pronto habrá sustos y muchos gritos. Pero el año es 1816 y el grupo está compuesto por el poeta Percy Shelley y la que más adelante sería su esposa, Mary Shelley (entonces aún Mary Godwin; ambos vivían “en pecado” y Mary ya había tenido dos hijos de esta unión, aunque el primero murió pronto), lord Byron y John William Polidori, médico y amigo de este último. A pesar de las apariencias, no fue una velada más, sino un momento relevante para la historia de la literatura, la famosa “noche de los monstruos”. Los presentes acordaron escribir cada uno una historia relacionada con seres fantásticos. De todos ellos, la que mejor cumplió el encargo fue Mary Shelley y el resultado fue una obra que es un clásico indiscutible, Frankenstein. Un resultado que es más sorprendente aún si consideramos que Mary sólo tenía diecinueve años cuando la escribió (y diecisiete cuando comenzó sus relaciones adúlteras con Percy Bysshe Shelley, quien a su vez tenía sólo veintidós años y estaba casado). Definitivamente, la trágica historia de esta pareja supera con mucho cualquier folletín romántico, baste decir que comenzaron su romance viéndose en secreto junto a la tumba de la madre de ella, Mary Wollstonecraft. Pero por hoy nos centraremos en lo que nos ocupa, es decir, la soprendente aparición de un ejemplar de la primera edición de Frankenstein dedicado por la propia autora a Byron. Un verdadero hallazgo bibliófilo que, según dicen, será subastado próximamente (si a alguien le sobran 350.000 libras de nada, puede comenzar a pujar).

Al parecer, el ejemplar estuvo durante más de cincuenta años en la biblioteca de Lord Jay, y fue descubierto casualmente cuando su nieto seleccionaba sus papeles. La primera edición del libro, publicado en 1818 -a la que pertenece esta edición- fue sólo de 500 ejemplares y de estos el editor le dio a Mary seis para su uso personal. Se cree que uno de ellos es el que nos ocupa, que la autora dedicó a Byron de su propia mano y que fue enviado al autor por Percy junto con una nota que decía: “Una vieja amiga vuestra me encarga que os envíe ‘Frankenstein’… Ha tenido un considerable éxito en Inglaterra; pero ella me ruega que os diga que ‘consideraría vuestra aprobación el testimonio más halagador de su mérito'”.  La pobre Mary pasó toda su vida enamorada de Shelley, quien parece que no siempre le correspondió del  mismo modo. A la muerte de éste, trágicamente ahogado a los treinta años, dedicaría todos sus esfuerzos a recopilar y publicar su obra. Y a escribir para ganarse, modestamente, la vida. Acosada por la penuria económica, en 1830 vendió el copyright deFrankenstein por 60 libras a los editores que publicarían una nueva edición (que contiene algunos cambios respecto a la primera). Nada que ver con las sumas que probablemente alcanzará ese ejemplar que hoy sale a la palestra. La vida es así de injusta y la fama así de esquiva.
Fuente: http://notasparalectorescuriosos.blogspot.com/2012/09/para-lord-byron-de-mary-shelley.html

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La cojera de Byron

LA COJERA DE BYRON
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Se llamaba George Gordon Byron porque una cláusula testamentaria exigía que el heredero de los Gordon llevara en primer lugar el apellido, lo que constituía, casi de hecho, la única herencia. Tampoco los Byron aportaron mucho más, aparte de blasones y de sellos heráldicos. Un par de títulos con tratamiento, un puñado de deudas y una pequeña renta que le permitió vestir siempre levita, además de una aristocrática imposiblidad para las erres. Así, decía “Byrn” cuando se presentaba, como si tuviera en la boca un trozo de pescado con espinas. Fue un joven apuesto, elegante, de rasgos varoniles y armoniosos, dueño de una noble y decimonónica belleza únicamente empañada por una ostensible y notoria, desgraciada cojera. Tenía un pie deforme, algo zambo, que al apoyarse en el suelo hallaba bajo el talón un abismo, una sima, un barranco de riscos escarpados por los que resbalaba en caída libre cada vez que daba un paso.
Se odió siempre por eso. Y arrastró de por vida no solamente el pie, sino el eco punzante, doloroso, de su primer amor. Una prima lejana, Mary-Anne, jugosa y deseable a quien oyó decir, desatinada, torpe, a una de sus doncellas: “¿No pensarás acaso que me puedo enamorar de un pobre cojo?

JESÚS MARCHAMALO / DAMIÁN FLORES, 44 escritores de la literatura universal, Siruela, Madrid, 2009, pág. 35

Fuente: http://neorrabioso.blogspot.com/2010/12/anecdotario-de-poetas-303-la-cojera-de.html

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El París frívolo que conoció Henri Beyle, alias Sthendal

El París frívolo que conoció Henri Beyle, alias Sthendal

ÁLVARO CORTINA | Madrid

Egotismo, según la Real Academia, es el deseo de hablar de uno mismo. No implica egoísmo, o sea, amor a uno mismo. Estos ‘Recuerdos de egotismo’ de Henri-Marie Beyle, alias Sthendal, planean retrospectivamente en torno al yo con amor propio, sí, pero también con la severidad del autoanálisis.

[foto de la noticia]

Escribe Sthendal:

“No me conozco a mí mismo, y esto, cuando algunas noches pienso en ello, me deja desolado. ¿Soy bueno, malo, inteligente, tonto? ¿He sabido tomar partido de las circunstancias en que me ha puesto la omnipotencia de Napoleón?”.

Después de la caída de Napoleón (por quien Sthendal luchó y sufrió), y extintos ya sus tiempos dorados en Milán, con su amante Métilde Dembowski, el futuro novelista (que hizo fans, sobre todo, después de muerto) vive la Restauración borbónica (que él maldecía) y el desamor y el desamparo en París.

Los 10 años (entre 1821 y 1830) que él pasa allí son la materia que el autor egotista aplica para sondearse, para diseccionarse en 1831. Son pues memorias recientes, frescas.

Un París antipático parece tomar forma entre líneas. Avenidas luminosas y aburridas de una ciudad atildada y galante que juzgaba a la gente por su estilo epistolar. Óperas de Rossini y señoritas que morían de tisis, y linajes excelsos y duques atemorizados con que sus progenitores transmitan la herencia al confesor familiar. También apellidos excelsos, gente de genio. Cuenta:

“Pocos de esos grandes hombres a quienes tanto amé me adivinaron. Hasta creo que me encontraban más aburrido que a cualquier otro”.

Parece como si se mantuviera aún por París ese espíritu del Antiguo Régimen, de nobles abotargados por el tedio que coleccionan conquistas y dan cuenta de sus escarceos amatorios en comités privados al estilo de ‘Las amistades peligrosas’. Beyle dice a este respecto: “Me horrorizaba laconversación libertina francesa; la mezcla del ingenio con la emoción me crispa el alma”.

Sthendal nunca escribió una autobiografía como tal, pero sus estudiosos han encontrado un enjundioso festín documental y literario con sus obras autobiográficas.

Sus alter egos literarios

Su vida hasta 1800, retratada en ‘Vida de Henry Brulard’ y este escrito de sus años más avanzados, dan cuenta de muchas de sus claves, abiertas las esclusas de su yo. Muchos de sus propios rasgos plasmados después en sus héroes jovenzuelos, Fabrizio del Dongo (La cartuja de Parma) o Julien Sorel (Rojo y negro), pseudónimos de Henry Beyle soñado por sí mismo.

En ‘Recuerdos de egotismo’ se sugiere su conocido rencor hacia su padre (que le impidió estudiar música), su desconfianza patente hacia el clero, y su ciencia y experiencia en lo que a reveses afectivos se refiere. Sobre todo, su atracción hacia los mecanismos sociales, hacia las fuerzas ineluctables que marcan el tiempo y el compás de todo sarao, de toda conversación, el corazón de la rectitud.

Recuerda él las palabras de su tío Gagnon: “Tú eres feo, pero jamás te reprocharán tu fealdad, porque tienes expresión. Tus amantes te dejarán, y ten bien presente esto; nada más fácil que hacer el rídiculo en el momento en el que una mujer le deja a uno. Después de esto un hombre ya sólo sirve, a los ojos de otras mujeres, para echarlo a los perros del lugar. Antes de que pasen 24 horas de haberte dejado una mujer, declárate a otra,; aunque sea una criada, a falta de otra cosa”.

Sobre esta obra llena de digresión planea una gran melancolía, que se plasma en el doliente recuerdo de Métilde, aquella que le dejó en su amado Milán. Él despotrica contra su Grénoble natal, contra Londres y contra París, pero ama Italia, y en particular Milán, escenario interior de sus memorias más queridas, subtexto de sus andanzas confundidas de París.

Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2009/01/12/cultura/1231781906.html

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NO TE DETENGAS. Walt Whitman

NO TE DETENGAS

Walt Whitman

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No dejes que termine el día sin haber crecido un poco,
sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños.
No te dejes vencer por el desaliento.
No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte,
que es casi un deber.
No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario.
No dejes de creer que las palabras y las poesías
sí pueden cambiar el mundo.
Pase lo que pase nuestra esencia está intacta.
Somos seres llenos de pasión.
La vida es desierto y oasis.
Nos derriba, nos lastima,
nos enseña,
nos convierte en protagonistas
de nuestra propia historia.
Aunque el viento sople en contra,
la poderosa obra continúa:
Tu puedes aportar una estrofa.
No dejes nunca de soñar,
porque en sueños es libre el hombre.
No caigas en el peor de los errores:
el silencio.
La mayoría vive en un silencio espantoso.
No te resignes.
Huye.
“Emito mis alaridos por los techos de este mundo”,
dice el poeta.
Valora la belleza de las cosas simples.
Se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas,
pero no podemos remar en contra de nosotros mismos.
Eso transforma la vida en un infierno.
Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes puedan enseñarte.
Las experiencias de quienes nos precedieron
de nuestros “poetas muertos”,
te ayudan a caminar por la vida
La sociedad de hoy somos nosotros:
Los “poetas vivos”.
No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas …

WALT WHITMAN (1819-1892)

Versión de: Leandro Wolfson

Fuente: http://www.personarte.com/whitman.htm

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GARCÍA MÁRQUEZ O LA VIGILIA DENTRO DEL SUEÑO. Mario Benedetti

GARCÍA MÁRQUEZ O LA VIGILIA DENTRO DEL SUEÑO
Por Mario Benedetti
(Letras del continente mestizo, Arca, 1972)

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         “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así empieza Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez que integra, desde ahora (con Rayuela, de Cortázar, y La casa verde, de Vargas Llosa), el tríptico más creador de la última narrativa hispanoamericana. Al igual que el coronel Aureliano Buendía, también García Márquez fue a conocer el hielo, por supuesto no el témpano textual, sino el de las leyendas de la infancia, ese que hizo que confesara a Luis Harss : “Se me están enfriando los mitos”[1]. Afortunadamente, más o menos por la misma época de esa confesión, decidió reanimarlos, volverlos a la vida, mediante el simple recurso de acercarles un poco de delirio.
Gabriel García Márquez nació en Aracataca, el 6 de marzo de 1928. En 1955, cuando publicó su primera novela La hojarasca, ya era conocido por su cuento Un día después del sábado, que obtuviera el primer premio en el concurso de cuentos convocado por la Asociación de Escritores y Artistas de su país. La novela, que desde el primer momento tuvo buena acogida de la crítica, sólo en 1960, al ser publicada por la Organización Internacional de los Festivales del Libro, se convirtió en un best-seller (en Colombia se vendieron treinta mil ejemplares). En 1961, publicó una segunda novela, El coronel no tiene quien le escriba; en 1962, un volumen de notables cuentos, Los funerales de la Mamá Grande, y en 1963 una nueva novela, La mala hora, publicada en España por una editorial que, probablemente con el afán de anticiparse a la censura, “se permitió libertades que sacaron de quicio al novelista y motivaron las enérgicas protestas de quien ya no se reconocía en la criaturas” [2].
Casi todos los relatos de García Márquez transcurren en Macondo, un pueblo prototípico, tan inexistente como el faulkneriano condado de Yoknapatawpha o la Santa María de nuestro Onetti, y sin embargo tan profundamente genuino como uno y otra. No obstante, de esos tres puntos claves de la geografía literaria americana, tal vez sea Macondo el que mejor se imbrica en un paisaje verosímil, en un alrededor de cosas poco menos que tangibles, en un aire que huele inevitable­mente a realidad; no, por supuesto, a la literal, foto­gráfica, sino a la realidad más honda, casi abismal, que sirve para otorgar definitivo sentido a la primera y embustera versión que suelen proponer las apariencias. En Yoknapatawpha y en Santa María las cosas son meras referencias, a lo sumo cándidos semáforos que regulan el tránsito de los complejos personajes; en Ma­condo, por el contrario, son prolongaciones, excrecen­cias, involuntarios anexos de cada ser en particular. El paraguas o el reloj del coronel (en El coronel no tiene quien le escriba), las bolas de billar robadas por Dámaso (en En este pueblo no hay ladrones), la jaula de turpiales construida por Baltazar (en La prodigiosa tarde de Baltazar), los pájaros muertos que asustan a la viuda Rebeca (en Un día después del sábado), el clarinete de Pastor (en La mala hora), la bailarina a cuerda (enLa hojarasca), pueden ser obviamente to­mados como símbolos, pero son mucho más que eso: son instancias de vida, datos de la conciencia, repro­ches o socorros dinámicos, casi siempre testigos impla­cables.
Por otra parte, el novelista crea elementos de nivelación (el calor, la lluvia) para emparejar o medir seres y cosas. (Por lo menos el primero de esos rasgos ha sido bien estudiado por Ernesto Volkening [3]. En La hojarasca, en El coronel, en alguno de los cuentos, el calor aparece como un caldo de cultivo para la violencia; la lluvia, como un obligado aplazamiento del destino. Pero calor y lluvia sirven para inmovilizar una miseria viscosa, fantasmal, reverberante. El calor, especialmente, hace que los personajes se muevan con lentitud, con pesadez. Por objetiva que resulte la actitud del narrador, hay situaciones que, reclutadas fuera de Macondo o quizá del trópico, se volverían inmediata­mente explosivas; en el pueblo inventado por García Márquez son reprimidas por la canícula. (Quizá valdría la pena comparar el machismo urgente de las novelas mexicanas con el machismo sobrio de García Márquez). Claro que, entonces, la parsimonia de esas criaturas pasa a. tener un valor alucinante, un aura de delirio, algo así como una escena de arrebato proyectada en cámara lenta.
Es así que pocos relatos de García Márquez incluyen escenas de violencia desatada. Colombia es el. país latinoamericano donde, en obediencia a la vieja ley de la oferta y la demanda, se han escrito más tratados sobre la violencia (hasta un sacerdote, Germán Guzmán Campos, es coautor de un libro sobre el tema) ; en un medio así, la economía de ímpetus que aparecen en estos cuentos y novelas, puede parecer inexplicable. La verdad es, sin embargo, que la violencia queda registrada, aunque de una manera muy peculiar. Ya sea como cicatriz del pasado o como amenaza del futuro, la violencia está siempre agazapada bajo la paz armada de Macondo. En estos relatos, el presente (que sirve de soporte a una impecable técnica del punto de vista) es un mero interludio entre dos violencias.
En La hojarasca, por ejemplo, lo actual es la lenta asunción de un cadáver, los morosos prolegómenos de su entierro; sin embargo, el pasado del médico suicida está sembrado de conminaciones, de condenas públicas, de infiernos privados, y la trayectoria del ataúd, que “queda flotando en la claridad, como si llevaran a sepultar un navío muerto”, no es por cierto más segura. En El coronel, ese viejo matrimonio que se va hundiendo en la miseria y que diariamente hace el patético escrutinio de sus negociables pertenencias, registra una devastación de su pasado (el hijo fue acribillado en la gallera, por distribuir información clandestina) y la última línea de la novela está ocupada por una rutilante palabrota que abre la puerta a nuevos estragos. Pero entre uno y otro extremo sólo existe, bordeada por el calor y la lluvia, una calma eléctrica, amenazada, tensa, húmeda. Aun el gallo, que es de riña (es decir, de violencia), heredado del hijo muerto, es no sólo un símbolo, sino un ejecutante de ese destino, pero habrá de ejercerlo una vez que termine la novela, cuan­do llegue la estación de las riñas; mientras tanto, es apenas un testigo.
No es, sin embargo, casual que, en el país de la violencia, los relatos de García Márquez transcurran por lo general en las escasas treguas. Tal vez ello muestre, por parte del novelista, la voluntad de obligarse a ser lúcido en una región donde cl hervor y el arrebato han instaurado un nuevo nivel de expiaciones y una nueva ley que no es necesariamente ciega. García Márquez no es un escritor de obvio mensaje político; su compro­miso es más sutil. Acaso por eso elija las treguas: por­que esos lapsos son probablemente los únicos en que la mirada del colombiano tiene ocasión de detenerse sobre los hechos escuetos, sobre la sangre ya seca, sobre la angustia siempre abierta. Sólo durante las treguas es posible llevar a cabo el balance de los estallidos. García Márquez no intenta extraer consecuencias históricas, políticas o sociológicas; se limita a mostrar como son los colombianos (al menos, los hipotéticos colombianos de Macondo) entre uno y otro fragor, entre una y otra redada letal. El balance se hace espontáneamente, mediante las duras compensaciones de la vida que vuelve a transcurrir. Durante esas paces precarias, el coronel (que “no tiene quien le escriba” acerca de la pensión que reclama como ex-combatiente de la guerra de los mil días) reinicia su espera infructuosa, vuelve a sumergirse en su incurable optimismo, reactualiza el parco amor que lo une a su mujer. No obstante, en la última línea reasume su belicoso desencanto, pronuncia la agre­siva palabrota como una forma de sentirse vivo.
Algunos de los cuentos que integran el volumen Los funerales de la Mamá Grande pueden contarse entre las muestras más perfectas que ha dado el género en América Latina. La siesta del martes, La prodigiosa tarde de Baltazar, Un día después del sábado, y el que da título al libro (formidable empresa en la que García Márquez usa el estilo y los lugares comunes de la glo­rificación, precisamente para destruir un mito), son re­latos de una concisión admirable y sobre todo de un excepcional equilibrio artístico. Volkening ha reconocido con acierto el carácter fragmentario de estos cuentos, pero tengo la impresión de que se equivoca al atribuir ese carácter a la “visión de un mundo inconcluso” [4]. La verdad es que, pese a tal fragmentarismo, García Márquez no pierde nunca de vista las claves y el sentido que el conjunto le otorga. Habría que decir que, en su caso particular, los árboles no le impiden ver el bosque. Por cierto me parece más atinada la observación de Angel Rama: “El sistema fragmentario le ha servido justamente para componer los diversos paneles de tal modo que en el esfuerzo del lector por rearmar el cuadro, estableciendo las vinculaciones no dichas, sólo sugeridas, cobre existencia autónoma la obra revelándose el sentido último de la creación. A pesar de que estamos ante un determinisino social muy acusado, esta obra convoca la libertad del lector, la hace posible por su participación creadora”[5].
Precisamente es en La hojarasca donde esa tesis empieza a comprobarse, no ya mediante el cotejo, con otros relatos, sino dentro del sistema contrapuntístico usado en la propia novela. Frente al cadáver del médico francés que se ha ahorcado, tres personajes (que son además tres generaciones: el abuelo, la hija, el nieto) piensan por turno acerca del suicida o de sí mismos, barajan imágenes y recuerdos, enfocan doble o triple­mente algún hecho único, singular. El tiempo externo de la novela es aproximadamente una hora; pero en cambio es enorme el lapso abarcado por el tríptico mne­mónico. También aquí la construcción se hace en base a fragmentos, pero (a diferencia de lo que acontecerá con los cuentos) el todo está a la vista, rompe los ojos. En La hojarasca, García Márquez todavía no tiene la mano segura que escribirá los mejores cuentos y El coronel. Todavía se nota demasiado el implacable trazado de zonas, la excesiva preocupación por los cruces peripécicos, cierta intención de distanciamiento que, en algunos capítulos, desvitaliza a los personajes. Aun con tales descuentos, no deben ser muchos los escritores latinoamericanos que hayan inaugurado su carrera lite­raria con un libro tan bien estructurado, tan austera­mente escrito y tan artísticamente válido.
Luego vendrá El coronel no tiene quien le escriba, un relato en tercera persona que transcurre casi en lí­nea recta. La sobriedad expositiva es llevada al máximo; el narrador, que se prohibe hasta los menores lujos verbales, contrae (y cumple) la obligación de no tomar partido por los personajes, y de exponer diversas (aun­que no todas) etapas del expediente a fin de que el lector use su propia imaginación para crear los complementos y extraer luego sus conclusiones. La novela tiene un ritmo tan peculiar que, sin él, la historia per­dería gran parte de la fascinación que ejerce sobre el lector. Para contar esas incesantes idas y venidas del coronel (del usurero al sastre, del correo al abogado, del médico al sacerdote, y siempre regresando donde su mujer y su gallo), para relatar ese tránsito cansino pero sostenido, es imposible imaginar otra prosa que no sea ésta, sustancial, despojada, precisa, sin un adje­tivo de más ni una verdad de menos.
En La mala hora, la violencia es una presencia agazapada. Todas las mañanas, las paredes del pueblo aparecen con pasquines que revelan detalles ignominiosos de la vida del pueblo. Pero también es una presencia literal.“Usted no sabe”, le dice el peluquero, a Arcadio, el juez, “lo que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y que pasen diez años sin que lo maten”. “No lo sé”, contesta Arcadio, “ni quiero saberlo”.Pero en La mala hora, el crimen es algo más que un recuerdo. Ya en sus comienzos, César Montero oye el clarinete de Pastor, que trae a su mujer el recuerdo de la letra: “Me quedaré en tu sueño hasta la muerte”. Y en realidad se queda, porque Montero sale y lo mata de un tiro de escopeta.
Los personajes de La mala hora constituyen suerte de coro, una mala una conciencia plural que con vierte al pueblo en una gran olla de rencor. Los adul­terios, las estafas, los resentimientos, ceban la muerte, pero también encarnizan la acusación anónima. “Quie­ro que pongas el naipe”, dice el alcalde a Casandra, la templada adivina del circo, “a ver si puede saberse quién es el de estas vainas”. Ella calcula bien las con­secuencias, antes de echar las cartas q interpretarlas con precisa lucidez: “Es todo el pueblo y no es nadie”. La novela no llega al nivel de El coronel, quizá porque García Márquez se pasa aquí de austero. Los personajes son lacónicos, la trama es ambigua, el hilo anecdótico es mínimo, los personajes son vistos casi siempre desde fuera. El autor sortea casi todos esos riesgos, pero de a ratos la novela parece inmovilizarse, no dar más de sí. Al contrario de lo que sucede con Un día después del sábado, que parece un cuento con tema de novela, La mala hora podría ser una novela con tema de cuento.
Llegados a este punto, sin embargo, habrán de caerse todos los peros. La más reciente novela de García Márquez, Cien años de soledad, es una empresa que en su mero planteo parece algo imposible y que sin embargo en su realización es sencillamente una obra maestra. “Las cosas tienen vida propia”, pregona el gitano Melquiades en su primera irrupción, “todo es cuestión de despertarles el ánima”. No otra cosa hace García Márquez, que en un largo arranque que tiene mucho de vertiginosa, incontenible inspiración [6], pero también mucho de tenaz elaboración previa, despierta no sólo a las cosas y a los seres, sino también a los fantasmas de unas y otros.
Todos los libros anteriores, aun los más notables (como Los funerales de la Mamá Grande y El coronel no tiene quien le escriba), se convierten ahora en un intermitente borrador de esta novela excepcional, en la trama de datos más o menos verosímiles que ser­virán de trampolín para el gran salto imaginativo. Apa­rentemente cada uno de los libros anteriores fue un fragmento de la historia de Macondo (aun los relatos que no transcurren en ese pueblo, se refieren a él e integran su mundo) y éste de ahora es la historia to­tal. Pero esta historia total abre puertas y ventanas, elimina diques y fronteras. Siempre se trata de Ma­condo, claro, y ese pueblo mítico, aun en los libros anteriores, fue quizá una imagen de Colombia toda; pero ahora Macondo es aproximadamente América Latina; es tentativamente el mundo. Asimismo, la novela es la historia de los Buendía, pero también del Hom­bre, que lleva no cien sino miles de años de soledad. A través de un siglo, los personajes van entregando y recogiendo nombres como postas, y los Aurelianos y los Arcadios, las Ursulas y las Amarantas, se suceden como cielos lunares.
Claro que, en definitiva, lo que menos importa es la alegoría. Cien años de soledad es sobre todo (anun­ciémoslo sin vergüenza y con orgullo) una novela de lectura plenamente disfrutable. Y eso en todos sus niveles: en el de la anécdota, que es sorpresiva, nove­dosa, incalculable; en el del lenguaje, que es terso, claro, sin anfractuosidades; en el de la estructura, que es imponente y sin embargo no hace pesar su descomunalidad; en el de su buen humor, verdadero armis­ticio de estas criaturas longevas, alarmantes y contra­dictorias; en el de su simbología, ya que aquí hay señas y contraseñas para todas las lupas; y por último, en el de su espléndida libertad creadora, ya que en esta novela de realidades y de ensoñaciones, el legado surrealista vuelve por sus fueros e impregna de gloriosa juventud, de imaginativa dispensa, de aptitud sortílega, de cautivante diversión, un contexto como el colombiano, cuya acrimonia, ira y desecación (al menos en su literatura) son proverbiales.
Si tuviera que elegir una sola palabra para dar el tono de esta novela, creo que esa palabra sería: aven­tura. La aventura invade la peripecia y el estilo, el paisaje y el tiempo, la mente y el corazón de personajes y lectores. El autor aparece como un mero instigador de tanta disponibilidad aventurera como posee la historia, como propone la geografía, como tolera la nosomántica. Incluso el elemento fantástico está prodigiosamente imbricado en esa trabazón aventurera. Asistimos con el mismo desvelo a la (muy verosímil), doble vida sentimental de Aureliano Segundo, que a la subida al cielo en cuerpo y alma de la bella Remedios Buendía. Todo, lo creíble y lo increíble, está nivelado en la obra gracias a su condición aventurera. El azar cae del cielo tan naturalmente como la lluvia, pero no hay que olvidar que una sola lluvia macondiana dura cuatro años, once meses y dos días.
Allá por su cuento (tan difundido en antologías) Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, García Márquez hablaba del “dinamismo interior de la tormenta”. Pues bien, en Cien años de soledad ese dina­mismo por fin se exterioriza, y arrolla con todo: los techos, las paredes, la razón, los pronósticos. La nueva novela tiene numerosas referencias a personajes de las otras instancias de Macondo que figuran en La hoja­rasca, en Los funerales, en El coronel, en La mala hora, pero basta comparar la austera credibilidad de aquellas figuras con la desembarazada, casi loca articulación que ahora mueve a los mismos personajes, para advertir que si el Macondo de los otros libros transcurría a ras de suelo, éste de ahora transcurre a ras de sueño. Los ojos abiertos que, tácitamente, el novelista reclama del lector, son en cierto modo los de una vigilia dentro del sueño. Por algo, la más famosa enfermedad que atraviesa el libro, es la peste del insomnio. ¿Dónde es permitido mantenerse inexorablemente despierto? ¿en qué región que no sea la del sueño es posible la vigilia total, inacabable? Justamente, varios de los pasajes más notables de la obra (por ejemplo, la posesión de Amaranta Ursula por el último Aureliano) son aquellos en que las cosas acontecen no exactamente como en la embridada realidad, sino como suelen transcurrir en la dimensión imprevisible de los sueños, cuando el incons­ciente aparta por fin todas las convenciones y prójimos que molestan, todos los códigos, rituales y miradas que impiden el cumplimiento de los deseos más raigales. “En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Ursula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido des­pertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar”. Sí, Amaranta Ursula lo comprende, y evidentemente se trata de uno de esos lúcidos alcances que sobrevienen dentro del sueño, porque un silencio así, tan compacto, tan fragante, tan fértil, entre dos que hacen peleada y furiosamente el amor, puede sobrevenir, en el plano de la mera comprensión, como un deseo que tiene con­ciencia de las distancias; pero sólo puede realizarse en esa desenvoltura, inmune y resuelta, que crea el en­sueño.
En una dimensión así, donde todo parece levemente distorsionado pero no irreal, cada premonición ocurre como vislumbre, cada palabrota suena como un canon, cada muerte viene a ser un tránsito deliberado. Quizá ahí esté el más recóndito significado de estos pavorosos, desalados, mágicos, sorprendentes Cien años de soledad. Porque la verdad es que nunca se está tan solo como en el sueño.

(1967)

Notas

[1] Luis Harss: Los nuestros, Buenos Aires, 1966.

[2] Así informó la revista Eco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.

[3] Ernesto Volkening: Gabriel García Márquez o el trópico desembrujado, en revistaEco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.

[4] Art. cit.

[5] Angel Rama: García Márquez: la violencia ame­na, en semanario Marcha, Montevideo, N° 1201, 17 de abril Montevideo, N° 1201, 17 de abril de 1964.

[6] Según cuenta Luis Harss (ver nota 1), García Márquez le escribió en noviembre de 1985: “Estoy loco de felicidad. Después de cinco años de esterilidad abso­luta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras”.

Fuente: http://www.literatura.us/garciamarquez/

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García Márquez, Cortázar y Fuentes unidos por el miedo a volar

García Márquez, Cortázar y Fuentes unidos por el miedo a volar

El escritor colombiano Gabriel García Márquez. (Foto: REUTERS)

Gabriel García Márquez. (Foto: REUTERS)

 El miedo a volar propició que los escritores latinoamericanos Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes vivieran en 1968 una “noche irrepetible” durante un viaje en tren que hicieron juntos por Centroeuropa. El autor de ‘Cien años de soledad’ ha desvelado la anédota en el prólogo de la obra ‘Imagen de Julio Cortázar’ de Ignacio Solares.

El trayecto París-Praga se convirtió en un enorme placer gracias precisamente a Cortázar, que a una pregunta “casual” de Fuentes contestó con una “cátedra deslumbrante” que duró varias horas, recuerda García Márquez en el prólogo de un libro recién publicado por el Fondo de Cultura Económico (FCE).

“Viajábamos en tren desde París (a Praga) porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión“, cuenta García Márquez.

Según ‘Gabo’, en aquel trayecto, en el que atravesaron la entonces dividida Alemania, llegó un momento en que habían “hablado de todo”.

Entonces Carlos Fuentes quiso saber “en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz”, y así se lo preguntó al autor argentino.

“La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas heladas”, agregó el autor de ‘Cien años de soledad’.

“Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíble, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk” (1917-1982), el célebre pianista y compositor estadounidense.

“No sólo hablaba (Cortázar) con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes, como no recuerdo otras más expresivas”, agrega García Márquez.

‘Imagen de Julio Cortázar’, la obra en la que aparece el prólogo del Nobel de Literatura colombiano, reúne entrevistas, cartas y testimonios de escritores y críticos sobre el autor de ‘Rayuela’.

Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2008/09/25/cultura/1222336016.html

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El arte de leer a García Márquez. Por Juan Gustavo Cobo Borda

El arte de leer a García Márquez
Juan Gustavo Cobo Borda

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Hace medio siglo, en enero de 1957, Gabriel garcía Márquez terminaba el manuscrito de El coronel no tiene quien le escriba en Paris. Era evidente, por el rigor ascético de su estilo despojado, que había surgido un gran escritor. Cumplía así con el compromiso moral que había adquirido con su descubridor literario, Eduardo Zalamea Borda, quien el 28 de octubre de 1947, en El Espectador, ante la publicación de su primer cuento, “La tercera resignación”, había intuido y proclamado sus dotes como escritor. Seria entonces esta breve nota de Zalamea Borda el inicio de una vasta fortuna crítica, que el presente volumen no hace mas que refrendar.
Están reunidas aquí piezas claves de ese corpus crítico, como el pionero ensayo de Ernesto Volkening, de agosto de 1963, aparecido en la revista ECO, y que tan decisiva influencia ejercería en el propio García Márquez. Luego de pedir Volkening que este autor criollo fuese juzgado primero que todo, “en su individualidad, luego a la luz de lo que tenga en común con otros del mismo origen, y solo en ultimo lugar por sus posibles afinidades selectivas con el resto del mundo”, apunta uno de los rasgos claves de su mundo: la fuerza de sus mujeres, afianzadas a la tierra, y capaces de mantener la casa, en medio de las veleidades fantasiosas de los hombres, trátese de guerras inventos o de la ilusión quimérica que suscita un gallo de pelea. Sobriedad narrativa, que pelea con la típica retórica latinoamericana de la selva; capacidad, a través del fragmento, de perfilar todo un mundo; presencia cohesiva del calor tropical como algo que impregna no solo epidemias sino también alma de sus criaturas; y la fuerza de las mujeres para parlamentar con el destino, y aplacarlo en sus inclementes designios. Eran, para decirlo con las propias palabras de Volkening, “representantes, parecidas a las soberanas de un matriarcado venido a menos, que le imprime al medio trivial de Macondo cierto sello de arcaica grandeza”.
Este encanto de un aparente anacronismo es también visible en la nota del nicaragüense Sergio Ramírez cuando recuerda el papel decisivo de Rubén Darío, y de su poesía, en la obra de García Márquez. También las memorias de Rubén Darío comienzan cuando su padre lo lleva a conocer el hielo.
Perry Anderson, el ensayista ingles, autor de El estado absolutista, elabora un agudo paralelo entre Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa a partir de sus respectivas memorias. Si bien hay muchos puntos en común en sus trayectorias –provincia, padre ausente, internados que les fastidian, burdeles, periodismo, lectura deslumbrada de Faulkner- Anderson señala con claridad las diferencias:
“Durante el tiempo que han durado sus vidas, y si la medimos en términos de masacres, represiones, frustraciones y corrupciones, la historia de sus respectivos países no ha podido ser más siniestra, y tales elementos salen a la superficie, como era de esperarse, en sus novelas. Pero las descripciones que de su tierra y sus gentes hace García Márquez, incluso en sus páginas mas pesimistas, están imbuidas de una cierta calidez lírica, de un amor inmutable que no tiene paralelo en el mundo de Vargas Llosa, donde la relación del escritor son su entorno es siempre tensa y ambigua”.
Por su parte el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee al analizar Memoria de mis putas tristes y compararla con el libro que esta en su origen: La casa de las bellas durmientes (1961) de Kawabata, considera que la redención a través del voyerismo de ese viejo depravado “no es mayor cosa. Y su poca monta no se debe a su brevedad”. Esa reivindicación de la pedofilia, en un transito que va de la pasión carnal a la veneración extática, con sus remanentes cristianos de culto a la virgen, proviene mas bien de la pasión culpable de Florentino Ariza por América Vicuña, en El amor en los tiempos del cólera”, donde ahora el mal deseo por su alumna se convierte en el buen amor por Delgadina. Pero Coetzee no se hace ilusiones por los matrimonios entre viejos y jóvenes: le recomienda a García Márquez la lectura de un cuento de Chaucer, donde la pareja, en la madrugada, tras los esfuerzos de la noche de bodas, brinda una imagen destemplada:
“El viejo marido sentado sobre la cama con su gorro de dormir, la piel temblorosa de su cuello flácido; la joven esposa a su lado consumida de irritación y desagrado”.
Esta, como el trabajo de Updike, como la nota de Burgess sobre Crónica de una muerte anunciada y su temática: “Es una situación bien conocida en Europa y en comunidades sicilianas de los Estados Unidos. Es el tema de la opera Caballería rusticana. Es un asunto de cierto remoto interés antropológico. También puede ser considerado como un tema aburrido”, o el trabajo del presidente Juan Bosch contando de su mas cumplido alumno en la Universidad Central de Venezuela cuando daba un seminario sobre el cuento –y que no era otro que García Márquez- renuevan y amplían las perspectivas de lectura de una obra que es ya un clásico, capaz de situar su narrativa en un contexto de lucidez y exigencia critica acorde con su valía. Y que aproximaciones como las de Carlos Monsivais, desde México, o Daniel Samper Pizano, desde Colombia, enmarcan con rigor, entre otras 23 colaboraciones sobre el creador de Macondo.

Fuente: http://www.mcarts.com/cobo/ensayos/leerGabo.html

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Botella al mar para el dios de las palabras

Botella al mar para el dios de las palabras

Gabriel García Márquez

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Julio Cortázar y García Márquez

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

Fuente: http://www.d24ar.com/nota/318847/botella-al-mar-para-el-dios-de-las-palabras-el-polemico-discurso-de-garcia-marquez-20140417-0204.html

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El romanticismo inglés

El romanticismo inglés

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Lord Byron

Por: Justo Fernández López


PRERROMANTICISMO

Durante los siglos XVIII Y XIX, Inglaterra es el escenario de todas las revoluciones europeas: la industrial y la del romanticismo. El país acoge a los héroes revolucionarios y a los perseguidos de otros países: franceses, polacos, húngaros, italianos, alemanes, a pesar de ser un país conservador con una monarquía parlamentaria.

Allan Ramsay (1686-1758) coleccionó numerosas baladas de amor y de francachela que se convertirán muy pronto en un arsenal de temas románticos medievales generalizados entre el pueblo.

Alexander Pope (1688-1744), nacido y muerto en Londres, es considerado uno de los mejores poetas ingleses del siglo XVIII. Fue un poeta clasicista, hábil, correctísimo artífice del verso, pero deja frío. Era un poeta aristocrático y católico en un país protestante. Él fue quien acabó de refinar y perfeccionar la poesía inglesa, imprimiéndole la corrección constante como norma principal. Continuó la obra de Dryden, y dejó tras de sí toda una cohorte de poetas correctos. Byron, su más ferviente admirador, lo proclamó “el más perfecto de todos los poetas y quizá de todos los hombres”; dice que para él es “como el cristianismo de la poesía inglesa”.

En la época de Pope brillaron otros poetas, como Edward Young (1683-1765), capellán de Jorge II y el autor de The Complaint or Night Thoughts, obra publicada en 1742 y que tuvo su momento de celebridad no sólo en Inglaterra, sino en toda Europa. Pensamientos nocturnos es una obra cargada de meditaciones fúnebres. Young es quien introduce en la poesía romántica europea el tema de la noche y de la Luna.

Al clasicismo de Pope le sucede una época de transición, en la que las literatura inglesa presenta varias tendencias algo confusas y difíciles de estudiar, pero destaca la tendencia de la poesía al romanticismo y el auge de la novela. Los clásicos hallan su último representante en Samuel Johnson (1709-1784). Algunos poetas de esta época lograron dejar más o menos honda huella con su vuelta a la naturaleza: James Thomson (1700-1748), quien redescubre la inocencia de la naturaleza salvaje y de la vida rural en libertad a los poetas británicos a través de su poema Las Estaciones; Oliver Goldsmith (1728-1774); Thomas Gray (1716-1771); William Cowper (1731-1800), preocupado por el amor a la Naturaleza, a los animales y a la vida rural; Georg Crabbe (1754-1832). William Blake (1757-1827) es un poeta raro, original y muy desequilibrado. Le caracteriza la vuelta a la absoluta sinceridad, a la espontaneidad efusiva y a la libertad.

Thomas Gray (1716-1771) compone el poema Volvamos a la Naturaleza, evocación de un viejo sueño celta. Su fama es debida, principalmente, a su Elegía en un cementerio de la aldea (1751), cuya obra inicia el tono melancólico que caracterizará posteriormente a la poesía romántica. Tanto él como Edward Young pertenecen al grupo de los llamados poetas de cementerio por cultivar este tipo de poesía lúgubre.

La pasión por lo exótico: Imbuidos de un nuevo espíritu de libertad, los escritores románticos de todas las culturas ampliaron sus horizontes imaginarios en el espacio y en el tiempo. Regresaron a la edad media en busca de temas y escenarios y ambientaron sus obras en lugares como las Hébridas de la tradición ossiánica, como en la obra del poeta escocés James MacPherson, o el Xanadú oriental evocado por Coleridge en su inacabado Kubla Jan (1797). Una obra decisiva fue la recopilación de antiguas baladas inglesas y escocesas realizada por Percy Thomas; sus Reliquias de poesía inglesa antigua (1765) ejercieron una influencia notable, tanto formal como temática, en la poesía romántica posterior. La nostalgia por el pasado gótico se funde con la tendencia a la melancolía y genera una especial atracción hacia las ruinas, los cementerios y lo sobrenatural.

El verdadero y trascendental innovador fue el mayor de los poetas escoceses, Robert Burns (1759-1796), que llegó a ser en su país el más popular de los poetas. Se inspiró en la ingenua poesía y en la música del pueblo. Fue, sin proponérselo, uno de los principales representantes del prerromanticismo en Europa; pero también uno de los predecesores de la verdadera poesía moderna.

James Macpherson (1738-1796) se hizo famoso con sus Fragments of Ancient Poetry translated from the Gaelic (1760), así como con dos obras más Fingal(1761) y Temora (1763), que presentó como traducciones de las poesías escritas por un antiguo bardo céltico llamado Ossián; al final publicó The Works of Ossian (Los trabajos u obras de Ossián), en 1765.

Atribuyó sus Poemas gaélicos a un supuesto poeta celta de los siglos II y III llamado Ossián. En ellos exaltan los sentimientos primitivos (el amor y la venganza) con gran lirismo. Los estudios modernos tienden a creer que Macpherson había recogido realmente baladas gaélicas de Ossián, pero las adaptó a la sensibilidad contemporánea alterando el carácter y las ideas originales e introduciendo mucho material propio. A pesar de ello su influjo en toda Europa, y más aún en la escuela romántica, ya se había cumplido. Ossián alcanzó un enorme prestigio entre los románticos europeos, que lo tuvieron por una especia de Homero medieval. Sus versos fueron lectura favorita de los románticos como Walter Scott, de Lord Byron, de los autores alemanes del Sturm und Drank, de Goethe y de Herder. Ossián sirvió también de inspiración a Espronceda (poema épico Óscar y Malvina. Imitación del estilo de Ossián).

Los poemas fueron traducidos y se divulgaron por toda Europa cuando se descubrió que era un fraude, y que Macpherson era el verdadero autor de los poemas. Sin embargo, la influencia no fue menor; en los Poemas de Ossián, encontramos un mundo de fantasía y aventuras, héroes, dioses nórdicos, brumas ligeras y heladas, tempestades, vientos desencadenados y fantasmas. En Ossian se recogía todo lo que las literaturas nórdica y céltica encierran de visiones fúnebres, de esplendores y de misticismo. Gales, Irlanda, Escocia, Dinamarca, Noruega, es decir, todos los países célticos y los países germánicos sirvieron de fuente de inspiración, y se admiró a todos los bardos, desde los druidas galos hasta los sagas escandinavos.

ROMANTICISMO

Inglaterra es considerada la cuna del Romanticismo, al igual que el Renacimiento había surgido en Italia, el Barroco en España o el Neoclasicismo en Francia.El Romanticismo comenzó en Inglaterra casi al mismo tiempo que en Alemania. Con una fuerte tradición prerromántica ya en el siglo anterior, la literatura inglesa de la primera mitad del XIX se caracteriza por sus grandes poetas y por la novela histórica.

En el siglo XVIII ya habían dejado sentir un cierto apego escapista por la Edad Media y sus valores de falsarios inventores de heterónimos medievales como James Macpherson o Thomas Chatterton, pero el movimiento surgió a la luz del día con los llamados Poetas lakistas (Wordsworth, Coleridge, Southey), y su manifiesto fue el prólogo a la segunda edición de las Baladas líricas (1800), escrito por los poetas ingleses William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, aunque ya lo habían presagiado en el siglo XVIII Young con sus Pensamientos nocturnos o el originalísimo William Blake.

En este prólogo a las Baladas líricas, se destaca la importancia del sentimiento y la imaginación en la creación poética y se rechazan las formas y los temas literarios convencionales. El romanticismo, que surge como una reacción contra el racionalismo de la ilustración y el clasicismo, confiere prioridad a los sentimientos, a la fantasía, la imaginación y el sueño. El principal motivo conductor de la literatura romántica inglesa es el choque entre la realidad y el deseo. El fracaso y la incapacidad de luchar con el mundo real llevan la literatura romántica hacia la evasión a tiempos pasados o lugares remotos, a menudo exóticos.

Vuelven la mirada a la literatura medieval, la nobleza se interesa por las ruinas medievales transformando sus propiedades en castillos a la usanza gótica. Miran al pasado del que provienen sueños de nostalgia y recuerdo de lo que fue. Muchos de los románticos ingleses provienen de regiones que fueron víctimas del capitalismo expansivo inglés: Escocia, País de Gales, Irlanda. Ensalzan a héroes populares, inadaptados, mendigos, vagabundos y aventureros, y cantan la naturaleza, la humilde aldea, las ruinas evocadores de tiempos pasados.

El periodo romántico en Inglaterra va de 1790 a 1830. En él quedan las huellas de la Revolución francesa y aquella tendencia hacia la vuelta a la naturaleza, en la poesía, que ya apuntaban Thomson, Cowper, Crabbe, Gray y Burns y que representa uno de los rasgos principales del romanticismo. El placer que proporcionan los lugares intactos y la creencia en la inocencia de los habitantes del mundo rural se observa por primera vez como tema literario en la obraLas estaciones (1726-1730), del poeta escocés James Thomson. Esta obra se cita a menudo como una influencia decisiva en la poesía romántica inglesa y su visión idílica de la naturaleza, una tendencia liderada por el poeta William Wordsworth.

Los escritores ingleses de principios del XIX rechazan la sociedad burguesa e industrializada, para evadirse en el paisaje rural, el pasado histórico o países exóticos. Su nuevo lenguaje literario está basado en el sentimiento y lo irracional, la subjetividad y la libertad del artista frente a toda regla. El desencanto generalizado de los románticos con la organización social se plasmó a menudo en la crítica concreta de la sociedad urbana. Ya Rousseau había afirmado que las personas nacen libres, pero la civilización las encadena. Este sentimiento de opresión se expresó con frecuencia en la poesía, como revela la obra del visionario inglés William Blake (1757-1827), quien en su poema Milton (1808) habla de los “oscuros molinos satánicos” que comenzaban a desfigurar la campiña inglesa; o el largo poema de Wordsworth El preludio (1850), que alude a “las sofocantes y atestadas guaridas urbanas donde el corazón humano enferma”.

El gusto por la vida rural se funde generalmente con la característica melancolía romántica, un sentimiento que responde a la intuición de cambio inminente o la amenaza que se cierne sobre un estilo de vida. Esta vuelta a la naturaleza se convertirá ahora en programa estético de un innovador: el culto a la naturaleza, así como la primacía de la voluntad individual sobre las normas sociales de conducta, la preferencia por la ilusión de la experiencia inmediata en cuanto opuesta a la experiencia generalizada, y el interés por lo que estaba lejos en el espacio y el tiempo.

El Romanticismo inglés arranca en 1798 con las Baladas líricas, compuestas por William Wordsworth (1770-1850) y Samuel Coleridge (1772-1834). Cuatro de las composiciones del tomo son de Coleridge, mientras que las diecinueve restantes son de Wordsworth. El prólogo de esta obra está considerado como el manifiesto del Romanticismo inglés; sus poesías, de lenguaje sencillo. Estos dos jóvenes poetas se vieron impulsados a la actividad creadora por la Revolución Francesa, algunos de cuyos ideales fueron la afirmación de la libertad, el espíritu y la unidad sincera de la raza humana.

Wiliam Wordsworth (1770-1850) cree que ni hay un lenguaje especial para la poesía, ni asuntos que para ella estén reservados. Se puede hablar en verso de todo lo que forma parte de la conversación, empleando el mismo lenguaje que el coloquial. Acostumbrado a vivir y a componer sus versos en plena naturaleza, no en su gabinete de estudio, transmite en su poesía un profundo sentimiento hacia ella. Empezó su vida bajo la influencia y los entusiasmos juveniles de la Revolución francesa, pero la nueva tiranía y los horrores de la revolución fueron desengañándole, hasta convertirse en un conservador por convencimiento, que no desea más revolución ni más reforma que la poética por él representada: cultura, amor a la naturaleza y a lo humilde.

Tras viajar por Francia y Alemania, se instala definitivamente en el Lake Discrict de Inglaterra, en el distrito o comarca de los lagos, donde murió. Esta región dio el nombre a los llamados poetas lakistas, que compusieron entre 1798 y 1815 los primeros poemas de tendencia claramente romántica. Considerados parte del movimiento romántico, ni siguieron ninguna escuela de pensamiento o práctica literaria conocida por entonces. Formaron este grupo, junto a William Wordsworth (1770-1850), Samuel Taylor Coleridge (1770-1834) y Robert Southey (1774-1843). Vivieron junto a los lagos del Noroeste de Inglaterra, en la zona de Lake District (Cumbria), inspirándose en los encantos de su naturaleza. Fue Thomas Gray (1716-1771) el primer poeta que llamó la atención sobre esta hermosa región. Otros poetas y escritores visitaron la región de los lagos o tuvieron amistad con otros que residían allí. Entre ellos están Percy Bysshe Shelley (1792-1822), Sir Walter Scott (1771-1832),  Nathaniel Hawthorne (184-1865), John Keats (1795-1812).

Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), poeta, crítico y filósofo inglés, fue, junto con su amigo William Wordsworth, uno de los fundadores del Romanticismo en Inglaterra y uno de los lakistas. Sus obras más conocidas son Lyrical Ballads (1798), con su famosa Rima del anciano marineroKubla Khan (1816), ambientada en un oriente antiguo y lleno de ritos mágicos, y Christabel (1816), cuento con aire de cuento gótico. El mérito de Coleridge como poeta radica en haber rechazado los lugares comunes y la literatura artificial de su tiempo, haber consultado la naturaleza, y llamado la atención sobre la Edad Media. Si Wordsworth se inspira en las cosas sencillas de la vida cotidiana, Coleridge recurre al pasado como un tiempo misterioso y fantástico.

El Romanticismo inglés alcanza su máximo esplendor con Lord Byron, Shelley y Keats, conocidos como los poetas «satánicos», por su rebeldía y su inadaptación a la sociedad de la época. Los tres tuvieron una muerte prematura lejos de Inglaterra tras una vida atormentada y errante. Estos poetas románticos de la segunda generación fueron revolucionarios hasta el final de su carrera, a diferencia de Wiliam Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge y Walter Scott, que cuando llegaron a una edad madura renunciaron a sus ideales de juventud.

Lord Byron (1788-1824) logró una enorme fama en su tiempo, en parte por su escandalosa existencia, en parte por sus extensas obras. Lord Byron es uno de los ejemplos de una personalidad en lucha trágica contra la sociedad. Fue el prototipo del poeta romántico y fue tenido en vida por el primero de los poetas de su tiempo, pasando a ser considerado más tarde como de segundo orden, mientras Shelley y Keats, que él oscurecía, ganaban cada día más en la estimación de la crítica: ya no se decía en Inglaterra, por este orden, Bayron, Shelley y Keats, sino Shelley, Byron, Keats, y para muchos, Shelley, Keats, Bayron. Sus primeras composiciones poéticas son plenamente románticas, como Las peregrinaciones de Childe Harold (1812), que narra los viajes del melancólico protagonista por el sur de Europa, o El corsario, leyenda en verso con héroe individualista y rebelde. Su obra maestra es el extenso e incompletoDon Juan (1819), sobre el famoso conquistador. En ambos poemas buscó su inspiración en Andalucía. Logró inspirar a un poeta como Núñez de Arce, en su poemita La última lamentación de Lord Byron. Se le discuten la imaginación y el sentimiento, pero no su regia ironía.

Así como Byron fue lo que podría llamarse un poeta popular, al alcance de todos los lectores, no lo fueron ni Shelley ni Keats, pero sobre todo Keats.

Percy Bysshe Shelley (1792-1822), amigo y compañero de viajes de Lord Byron, abandonó a su esposa y a su patria para recorrer Europa y murió ahogado en un naufragio. Fue un hombre de imaginación desbocada, ateo acérrimo y declarado, revolucionario, socialista violento, que ponía la poesía al servicio de sus ideas demoledoras de la sociedad en que vivía, siendo hijo de un acaudalado baronet. Los que le conocían lo describen como un alma candorosa, un hombre noble, lleno de encanto personal, un idealista soñador que no predicaba por odio alguno. Pudo hacer y pensar lo que quiso gracias a una pensión paterna.

Al poeta excepcional es al que rinde hoy fervoroso homenaje la crítica, y menos a lo que pensara, creyera o se figurara creer. En su obra plasmó un gran idealismo, matizado por una profunda melancolía. En su Prometeo liberado (1920) expresa sus dos ideas principales: que el enemigo era la tiranía de gobernantes, las costumbres y las supersticiones, y que la bondad inherente del ser humano eliminaría, el mal del mundo y lo elevaría al reino eterno del amor trascendental.

Entre sus obras más famosas se encuentran OzymandiasOda al viento del OesteA una alondra y La máscara de Anarquía, poemas líricos que destacan por su musicalidad y abundantes metáforas. También compuso una elegía titulada Adonais (1821), inspirada por la muerte de Keats y escrito en su honor, el más joven de los grandes románticos. A Byron lo entiende todos, mientras que a Shelley serán siempre muchos los que no puedan seguirle sin perderse.

Percy Schelley estuvo casado con Mary W. Shelley (1797-1851), autora del relato de género gótico Frankenstein o El moderno Prometeo.

John Keats (1795-1821), uno de los principales poetas británicos del romanticismo, murió a los veinticinco años de edad, habiendo sido objeto de burlas y desprecios por una parte de sus contemporáneos, para quedar luego clasificado entre los inmortales de todos los países. Tan improbable creyó haber alcanzado la gloria que, al morir, mandó que se grabara en su tumba este epitafio: “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”. Lo que dejó escrito ha formado escuela de mayor importancia que las de sus contemporáneos.

Su fama se debe a sus poemas breves, recogidos en sus OdasOda al ruiseñor (1819), Oda a la melancolía (1819), Oda a la indolencia (1819), así comoLamia y otros poemas (1819). El primer verso de su poema mitológico Endymion: un romance poético (1817) caracteriza a este poeta: A thing of beauty is a joy for ever (“un objeto bello es un placer perpetuo”). La poesía de Keats es, por encima de la de los demás románticos, una respuesta a las impresiones sensoriales desprovista de toda filosofía moral o social.

La narrativa histórica es uno de los géneros románticos preferidos, por la atracción hacia tiempos pasados y el deseo de evasión. Su creador es

Walter Scott (1771-1832) comenzó su carrera literaria como poeta, pero su producción poética fue decayendo, debido al genio de lord Byron, y casi cesó en absoluto a partir de 1814. Poseía un amplio conocimiento de las leyendas y las baladas medievales. Tras una labor de recopilación de antiguas baladas de su Escocia natal, escribió una serie de poemas narrativos en los que glorificaba las virtudes de la sencilla y vigorosa vida de su país en la Edad Media.

Sus traducciones de romances góticos alemanes, en 1796, le crearon una cierta reputación como traductor, que aumentó cuando publicó su edición de las baladas Juglaría de la frontera escocesa, entre 1802 y 1803. Su primer poema extenso, El canto del último juglar (1805), obtuvo un notable éxito, y después de él escribió una serie de poemas narrativos románticos, de la que forman parte Marmion (1808), La dama del lago (1810), Rokeby (1813) y El señor de las islas (1815).

Sus novelas, ambientadas en la Edad Media principalmente, tienen un tono rebelde y nacionalista. Tuvieron gran éxito y fueron imitadas en toda Europa. Promovieron un amplio interés por las tradiciones de Escocia, y en el resto de occidente el culto a los valores y la historia medieval, que caracterizó al romanticismo. Numerosos compositores pusieron música a sus textos, entre ellos Donizzetti, que escribió la ópera Lucia di Lamermoor basándose en su novela, y Schubert. Sus personajes y héroes no están idealizados, sino que son presentados con realismo en episodios y situaciones de la vida diaria. De las numerosas novelas que escribió destacan Ivanhoe y Quintin Durward, cuyos protagonistas, muy del gusto romántico, luchan contra la tiranía o la opresión.

La obra y figura de Walter Scott contribuyó a la introducción del romanticismo en España e Hispanoamérica a través de los escritores, literatos y políticos españoles que, por defender ideas liberales, tuvieron que marcharse al exilio huyendo del absolutismo de Fernando VII. Entre los muchos escritores que recibieron su influencia pueden destacarse los españoles José de Espronceda, Larra, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, el venezolano José Antonio Echevarría y el ecuatoriano José Joaquín Olmedo.

En Inglaterra, al igual que en Alemania, el Romanticismo comienza siendo prorrevolucionario, pero se vuelve conservador cuando comienzan las luchas contra Napoleón, para dar un nuevo viraje hacia los primitivos ideales revolucionarios una vez pasada la guerra.

En Inglaterra, la antítesis entre Clasicismo y Romanticismo había perdido su razón de ser desde la segunda mitad del siglo XVIII porque no había sino literatura romántica.

«El Romanticismo inglés arrancaba en lo esencial de la reacción de los elementos liberales contra la revolución industrial, mientras el francés procedía de la reacción de los estratos conservadores contra la revolución política. La conexión del Romanticismo con el prerromanticismo fue en Inglaterra mucho más estrecha que en Francia, donde la continuidad entre ambos movimientos se vio totalmente interrumpida por el clasicismo del período revolucionario. En Inglaterra hubo entre el Romanticismo y la revolución industrial triunfante por completo, la misma relación que entre el prerromanticismo y los estadios preparatorios de la industrialización de la sociedad. El Deserted Village, de Goldsmith, Satanic Mills de BLake, y Age of Despair, de Shelley, se expresa un temperamento esencialmente idéntico. El entusiasmo de los románticos por la naturaleza es tan inconcebible sin la separación de la ciudad frente al campo como su pesimismo sin el abandono y la miseria de las ciudades industriales. Son completamente conscientes de lo que está ocurriendo, y ven muy bien lo que significa la transformación del trabajo humano en mera mercancía. […]

Después de la terminación de la lucha contra Napoleón, Inglaterra, si no agotada en modo alguno, queda por lo menos debilitada y desorientada en lo intelectual; o sea, en unas circunstancias especialmente propicias para hacer que la sociedad burguesa sobrase conciencia de lo problemático de las bases de su existencia. El Romanticismo más juvenil, la generación de Shelley, Keats y Byron, es el mantenedor de este proceso. Su humanitarismo sin concesiones constituye su protesta contra la política de explotación y opresión; su modo de vida inconvencional, su ateísmo agresivo y su carencia de prejuicios morales son las distintas formas de su lucha contra la clase que dispone de los medios de explotación y opresión. El Romanticismo inglés, incluso en sus representantes conservadores, en Wordsworth y Scott, es en cierto modo un movimiento democrático tendente a la popularización de la literatura.»  [Arnold Hauser: Historia social de la literatura y el arte. Madrid: Ediciones Guadarrama, 1968, vol. II, p. 398-399]

INGLATERRA Y ESPAÑA – INFLUENCIAS

Edward Young y Samuel Richardson, jalones decisivos en el desarrollo de la poesía nocturna y la novela sentimental, eran bien conocidos en España antes de 1800. Cuando llegó el romanticismo, los escritores españoles ya los habían leído y asimilado. Su influjo se ejerció a través de los neoclásicos y prerrománticos. En las disputas entre Böhl de Faber y Joaquín de Mora (1814) se designa a los románticos como ossiánicos, lo que se repetirá en el semanario El Europeo (1823-1824). Hasta 1826, Lord Byron apenas se menciona en España. En 1825 Blanco White se refería a él como desconocido todavía en España. Larra no lo menciona y Espronceda lo empieza a imitar tardíamente (1837).

Más repercusión tuvo en España Walter Scott, como creador de la leyenda versificada y de la novela histórica fue imitado. Su popularidad fue inmensa y hasta el neoclásico Alberto Lista se rindió a ella. Se observa influencia de Ivanhoe sobre Los bandos de Castilla, de López Soler, y sobre Sancho Saldaña, de Espronceda.

«España estuvo aún más de moda, si cabe, en Inglaterra que en Francia. Y no es de extrañar si se tiene en cuenta la estrecha vinculación de ambos países durante la guerra de la Independencia [1808-1814], así como la llegada a Londres de un núcleo extenso y permanente de emigrados liberales, entre los que había hombres de gran talla intelectual. Todo ello suscitó un gran interés por la cultura española, que se manifestó de diversas maneras: viajes, traducciones, estudios hispánicos, temas españoles, y hasta la creación de una cátedra de español en la Universidad de Londres (1828), que regentó inicialmente Alcalá Galiano.» (Navas-Ruiz 1973: 64-65)

 Fuente: http://hispanoteca.eu/Literatura%20espa%C3%B1ola/Siglo%20XIX/Romanticismo%20ingl%C3%A9s.htm

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