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75 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Pentecostés

75 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PENTECOSTÉS

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE ABRIL DE 2012

Pentecostés

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las grandes fiestas, volvemos ahora a las catequesis sobre la oración. En la audiencia antes de la Semana Santa reflexionamos sobre la figura de la santísima Virgen María, presente en medio de los Apóstoles en oración mientras esperaban la venida del Espíritu Santo. Un clima de oración acompaña los primeros pasos de la Iglesia. Pentecostés no es un episodio aislado, porque la presencia y la acción del Espíritu Santo guían y animan constantemente el camino de la comunidad cristiana. En losHechos de los Apóstoles, san Lucas, además de narrar la gran efusión acontecida en el Cenáculo cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2, 1-13), refiere otras irrupciones extraordinarias del Espíritu Santo, que se repiten en la historia de la Iglesia. Hoy deseo reflexionar sobre lo que se ha definido el «pequeño Pentecostés», que tuvo lugar en el culmen de una fase difícil en la vida de la Iglesia naciente.

Los Hechos de los Apóstoles narran que, después de la curación de un paralítico a las puertas del templo de Jerusalén (cf. Hch 3, 1-10), Pedro y Juan fueron arrestados (cf. Hch 4, 1) porque anunciaban la resurrección de Jesús a todo el pueblo (cf. Hch 3, 11-26). Tras un proceso sumario, fueron puestos en libertad, se reunieron con sus hermanos y les narraron lo que habían tenido que sufrir por haber dado testimonio de Jesús resucitado. En aquel momento, dice san Lucas, «todos invocaron a una a Dios en voz alta» (Hch 4, 24). Aquí san Lucas refiere la oración más amplia de la Iglesia que encontramos en el Nuevo Testamento, al final de la cual, como hemos escuchado, «tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (At 4, 31).

Antes de considerar esta hermosa oración, notemos una importante actitud de fondo: frente al peligro, a la dificultad, a la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias, cómo defenderse, qué medidas adoptar, sino que ante la prueba se dedica a orar, se pone en contacto con Dios.

Y ¿qué característica tiene esta oración? Se trata de una oración unánime y concorde de toda la comunidad, que afronta una situación de persecución a causa de Jesús. En el original griego san Lucas usa el vocablo «homothumadon» —«todos juntos», «concordes»— un término que aparece en otras partes de los Hechos de los Apóstoles para subrayar esta oración perseverante y concorde (cf. Hch 1, 14; 2, 46). Esta concordia es el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre fundamental para la Iglesia. Entonces no es sólo la oración de Pedro y de Juan, que se encontraron en peligro, sino de toda la comunidad, porque lo que viven los dos Apóstoles no sólo les atañe a ellos, sino también a toda la Iglesia. Frente a las persecuciones sufridas a causa de Jesús, la comunidad no sólo no se atemoriza y no se divide, sino que se mantiene profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar al Señor. Este, diría, es el primer prodigio que se realiza cuando los creyentes son puestos a prueba a causa de su fe: la unidad se consolida, en vez de romperse, porque está sostenida por una oración inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a sufrir, sino confiar siempre, como Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y en la fuerza de Dios, invocado en la oración.

Demos un paso más: ¿qué pide a Dios la comunidad cristiana en este momento de prueba? No pide la incolumidad de la vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a quienes encarcelaron a Pedro y a Juan; pide sólo que se le conceda «predicar con valentía» la Palabra de Dios (cf. Hch 4, 29), es decir, pide no perder la valentía de la fe, la valentía de anunciar la fe. Sin embargo, antes de comprender a fondo lo que ha sucedido, trata de leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a través de la Palabra de Dios, que nos ayuda a descifrar la realidad del mundo.

En la oración que eleva al Señor, la comunidad comienza recordando e invocando la grandeza y la inmensidad de Dios: «Señor, tú que hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos» (Hch 4, 24). Es la invocación al Creador: sabemos que todo viene de él, que todo está en sus manos. Esta es la convicción que nos da certeza y valentía: todo viene de él, todo está en sus manos. Luego pasa a reconocer cómo ha actuado Dios en la historia —por tanto, comienza con la creación y sigue con la historia—, cómo ha estado cerca de su pueblo manifestándose como un Dios que se interesa por el hombre, que no se ha retirado, que no abandona al hombre, su criatura; y aquí se cita explícitamente el Salmo 2, a la luz del cual se lee la situación de dificultad que está viviendo en ese momento la Iglesia. El Salmo 2 celebra la entronización del rey de Judá, pero se refiere proféticamente a la venida del Mesías, contra el cual nada podrán hacer la rebelión, la persecución, los abusos de los hombres: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean proyectos vanos? Se presentaron los reyes de la tierra, los príncipes conspiraron contra el Señor y contra su Mesías» (Hch 4, 25-26). Esto es lo que ya dice proféticamente el Salmo sobre el Mesías, y en toda la historia es característica esta rebelión de los poderosos contra el poder de Dios. Precisamente leyendo la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, la comunidad puede decir a Dios en su oración: «En verdad se aliaron en esta ciudad… contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, para realizar cuanto tu mano y tu voluntad habían determinado que debía suceder» (Hch 4, 27-28). Lo sucedido es leído a la luz de Cristo, que es la clave para comprender también la persecución, la cruz, que siempre es la clave para la Resurrección. La oposición hacia Jesús, su Pasión y Muerte, se releen, a través del Salmo 2, como cumplimiento del proyecto de Dios Padre para la salvación del mundo. Y aquí se encuentra también el sentido de la experiencia de persecución que está viviendo la primera comunidad cristiana; esta primera comunidad no es una simple asociación, sino una comunidad que vive en Cristo; por lo tanto, lo que le sucede forma parte del designio de Dios. Como aconteció a Jesús, también los discípulos encuentran oposición, incomprensión, persecución. En la oración, la meditación sobre la Sagrada Escritura a la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente dentro de la historia de salvación que Dios realiza en el mundo, siempre a su modo.

Precisamente por esto la primera comunidad cristiana de Jerusalén no pide a Dios en la oración que la defienda, que le ahorre la prueba, el sufrimiento, no pide tener éxito, sino solamente poder proclamar con «parresia», es decir, con franqueza, con libertad, con valentía, la Palabra de Dios (cf. Hch 4, 29).

Luego añade la petición de que este anuncio vaya acompañado por la mano de Dios, para que se realicen curaciones, señales, prodigios (cf. Hch 4, 30), es decir, que sea visible la bondad de Dios, como fuerza que transforme la realidad, que cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y lleve la novedad radical del Evangelio.

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Al final de la oración —anota san Lucas— «tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la Palabra de Dios» (Hch 4, 31). El lugar tembló, es decir, la fe tiene la fuerza de transformar la tierra y el mundo. El mismo Espíritu que habló por medio del Salmo 2 en la oración de la Iglesia, irrumpe en la casa y llena el corazón de todos los que han invocado al Señor. Este es el fruto de la oración coral que la comunidad cristiana eleva a Dios: la efusión del Espíritu, don del Resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra de Dios, que impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para llevar la buena nueva hasta los confines del mundo.

También nosotros, queridos hermanos y hermanas, debemos saber llevar los acontecimientos de nuestra vida diaria a nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación de la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestra vida, presente también y precisamente en los momentos difíciles, y que todo —incluso las cosas incomprensibles— forma parte de un designio superior de amor en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida, de Dios.

Como sucedió a la primera comunidad cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva en la perspectiva más adecuada y fiel, la de Dios. Y también nosotros queremos renovar la petición del don del Espíritu Santo, para que caliente el corazón e ilumine la mente, a fin de reconocer que el Señor realiza nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir con serenidad, valentía y alegría cualquier situación de la vida y con san Pablo gloriarnos «en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada, esperanza»: la esperanza que «no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 3-5). Gracias.

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Visiones de María Valtorta sobre el día de Pentecostés

VISIONES DE MARÍA VALTORTA SOBRE EL DÍA DE PENTECOSTÉS

María Valtorta nos relata en su obra lo que sucedió en aquel hermoso día de Pentecostés para comprender el rol de Santa María en la historia de la salvación, ya que Ella es la más maravillosa corona de la Creación de Dios. La Santísima Trinidad canta de alegría al admirar la perfección en el amor de Su hija predilecta.

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La venida del Espíritu Santo. Fin del ciclo mesiánico.

No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo se constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos en la sala de la Cena).

La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la mesa y la parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de los pies. Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el lugar que Jesús ocupaba en la Cena.

No hay en la mesa mantelería ni vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.

Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de sol.

La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha, a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística…

Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana. Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos. María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan…

Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.

Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.

El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.

Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.

Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

El Espíritu Santo rutila sus llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.

El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… es el perfume del Paraíso…

Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla.

Juan, señalándola, dice:

-Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…

-Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos – dice Pedro con sobrenatural impulsividad.

-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí – dice Santiago de Alfeo.

-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes. Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.

Dice Jesús (a María Valtorta): -Aquí termina esta Obra que mi amor por vosotros ha dictado, y que vosotros habéis recibido por el amor que una criatura ha tenido hacia mí y hacia vosotros.

Ha terminado hoy, conmemoración de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en la caridad en esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos llevé a mi pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor de Santa Zita hacia todos los infelices. Zita daba pan a los menesterosos, recordando que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado aquellos que hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan ha dado mis palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la tibieza o en la duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel 12, 3-4) que brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga se esforzaran en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer a muchos y haciendo que muchos lo amen.

Y ha terminado hoy, día en que la Iglesia eleva a los altares a María Teresa Goretti, (María Teresa Goretti, más conocida como María Goretti, mártir de la pureza (1890-1902), beatificada el 27 de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su tallo quebrado cuando todavía era capullo su corola -¿por quién quebrado, sino por Satanás, envidioso ante ese candor más esplendoroso que su antiguo aspecto de ángel?-, quebrado por ser flor consagrada al Amador divino. Virgen y mártir, María, de este siglo de infamias en que se mancilla incluso el honor de la Mujer, escupiendo baba de reptiles negadora del poder de Dios de dar una morada inviolada a su Verbo, que, por obra del Espíritu Santo, se encarnaba para salvar a los que en Él creyeran. También María-Juan es mártir del Odio, que no quiere que mis maravillas sean celebradas con esta Obra, arma que tiene poder para arrebatarle muchas presas. Pero también María-Juan sabe, como sabía María Teresa, que el martirio -fueren cuales fueren su nombre y su aspecto- es llave para abrir sin dilación el Reino de los Cielos para aquellos que lo padecen como continuación de mi Pasión.

La Obra ha terminado. (Pero no han terminado las “visiones” ni los “dictados” fuera del ciclo mesiánico, declarado concluido con la venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán, completivos de la Obra, otros escritos pertinentes (de varios años, sobre todo del 1951). Como consecuencia, la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril de 1947 y que en los cuadernos autógrafos sigue inmediatamente al presente “dictado”, será recogida al término de la conclusión de la Obra) Y, con su fin, con la venida del Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi Sabiduría ha iluminado desde sus albores (la Concepción inmaculada de María) hasta su terminación (la venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es obra del Espíritu de Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo empezado con el misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y el haberlo concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de Cristo.

Las obras manifiestas de Dios, del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde entonces, continúa ese misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el Nombre de Jesús en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la Iglesia -o sea, la asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos- puede continuar su camino sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor en sus fieles. El Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los verdaderos teólogos, que viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí -la vida de Dios dentro de sí por la dirección del Espíritu de Dios que los guía-, los verdaderos “hijos de Dios” según el concepto de Pablo. (Romanos 8, 14-17)

Y al término de la Obra debo poner una vez más el lamento que he colocado al final de cada uno de los años evangélicos. Y en mi dolor de ver despreciado mi don os digo: “No recibiréis más, porque no habéis sabido acoger esto que os he dado”. Y digo también las palabras que os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino recto: “No me veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”.

Maria Valtorta krouillong comunion en la mano es sacrilegio

Para leer la obra completa de María Valtorta ingresar a los enlaces:

Introducción y Vida oculta de Jesús y María

Primer año de la vida pública de Jesús

Segundo año de la vida pública de Jesús

Tercer año de la vida pública de Jesús

Preparación a la Pasión de Jesús

Pasión y Muerte de Jesús

Glorificación de Jesús y María