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Triduo a los Santos Reyes Magos

TRIDUO A LOS SANTOS REYES

Tomado de la novena preparatoria a la festividad de la Epifanía en obsequio de los Santos Reyes Magos Melchor, Gaspar y Baltasar. Dada a luz por la devoción de una Señora.

Con licencia en Guatemala en la imprenta de Don Antonio Sánchez Cubillas frente del Correo.

El Triduo a los Santos Reyes Magos se reza los días 3, 4 y 5 de enero previos a la Fiesta de la Epifanía de Nuestro Señor, pero también se puede iniciar el mismo día de la fiesta de Epifanía.

Relicario con los restos de los Santos Reyes Magos (el mayor relicario del mundo), en la Catedral de Colonia, Alemania. Las reliquias fueron descubiertas por primera vez por Santa Elena en su famosa peregrinación a Palestina y Tierra Santa. Ella tomó los restos de la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla, que más tarde se trasladaron a Milán. Luego fueron enviados a su lugar de descanso actual por el emperador Federico I en el año 1164.

PRESENTACIÓN

Con el ánimo encenderlos en la devoción de un misterio tan tierno, como el de la oración de los Santos Reyes, y juzgándolos deseosos de prepararse a la celebridad de esta fiesta y dar así desahogo a los impulsos de la devoción, presentamos un triduo formado con las virtudes que estos Santos Reyes ejercitaron en su viaje y adoración, para que con más espacio dilaten su ánimo en su consideración, y en el ejercicio de sus actos. Pero para lograr hacer estos ejercicios con aquella paz y sosiego que trae la buena conciencia, limpien primero sus almas con una dolorosa confesión y observen los dictámenes de sus Padres Espirituales, comulgando estos días, y observando las mortificaciones que se imponen, que haciendo esto, lograrán celebrar esta fiesta con aquellos gozos en el Señor a que te convida la Santa Iglesia y regocijándoos de ver manifestado a Nuestro Dios, su grandeza y soberanía en la adoración de los Santos Reyes.

ACTO DE CONTRICIÓN

Omnipotente Señor de Cielos, y tierra Dios verdadero, a quien no cesan de alabar los Coros de los Ángeles, hecho hombre por mi amor, y sujeto a las miserias de una naturaleza vil y despreciable sólo por salvarme, a tus pies se postra el más ingrato de todos los nacidos y el mayor pecador de todos los mortales, confuso, y avergonzado al considerar lo enorme de mis delitos. Pero al verte por mi amor reclinado en un pesebre y entre bestias, no cabiendo en Cielo y tierra por inmenso, y siendo igual en la sabiduría al Padre; tiritando de frio cuando abrazas con tus ardores a los Serafines, se alienta mi confianza a pedirte el perdón de mis pecados. Te ofendí Dios mío, pero me pesa haber ofendido contra un Dios tan bueno, duéleme, Jesús mío de todas mis culpas, y propongo con tu divina gracia nunca más pecar. Te amo dulce Jesús Padre amorosísimo de las almas. Por tus méritos, y los de tus esclarecidos siervos los Santos Reyes Gaspar, Melchor y Baltasar dame tu gracia para huir de toca culpa, y lograr tu amistad en esta vida, para merecer el gozarte en la gloria. Amén

DÍA 1

La caridad de los Santos Reyes es el modelo a que se ha de asemejar la nuestra.

No había de tener otras medidas, el amor que debemos a nuestro Dios que los tamaños con que Su Majestad nos amó: porque como establece la gratitud por ley, la recompensa no sólo ha de ser con igual grado, sino también no habiendo quien lo estorbe pide la misma especie.

Nos amó nuestro Dios, en tanto grado que bajó del Cielo, y se hizo hombre sujetándose a las miserias de nuestra naturaleza, por nuestro amor. Padeció una muerte afrentosa, y dio su vida entre dolores y angustias, por darnos una nueva vida, con su misma muerte. Y no satisfecho su amor con estas finezas, tan singulares inventó su sabiduría modo de engrandecer más su amor haciéndose manjar, para unirse con mayor estrechez con los hombres. Pero los hombres ingratos a tantos beneficios, no sólo no le corresponden a su amor, sino que le ofenden, estimando en más un vil deleite, un gusto momentáneo, o un amigo que solicita su perdición.

Estiman tanto sus bienes, que hacen más aprecio de ellos, que de aquel Señor que dio su vida por redimirlos. Ni sufren por su amor los trabajos, ni las enfermedades, habiendo tolerado por ellos tantos dolores en su Pasión. Y si se quedó hecho manjar, para que se alimentaran con su cuerpo, haciéndose al mismo tiempo víctima, para que aplacaran las iras de Su Padre por su ofensas, no le comen ni le ofrecen el sacrificio de su cuerpo y sangre.

Cesen ya tus ingratitudes, y corresponde amoroso a tu Dios, imitando a los Santos Reyes que lo dejaron todo por amor de este Señor, estimándolo sobre todas las cosas, pues toleran trabajos, se exponen a riesgos y vencen imposibles, como verdaderos amantes, por su amado, y no encontrando términos su amor, luego que llegan a su presencia, se entregan todos a su Dios, ofreciéndole por víctima de su caridad sus corazones, haciendo visible esta ofrenda con el oro que le presentan.

Pide a este Señor encienda tu corazón con el fuego de su caridad, para que abrazado en su amor, lo dejes todo para entregarte solo a tu Dios.

Si el amor que me tuviste

tanto te hizo padecer,

¿cómo yo no he de querer

amarte como quisiste?

Práctica espiritual

Entre día examina lo ingrato que has sido con tu Dios, pues no has correspondido a su amor, ni agradecídole los beneficios que te ha hecho: procura emplear todo este día en fervorosos actos de amor de Dios, pidiéndole te perdone tus pecados y agradécele el beneficio que te hizo, quedándose por nuestro amor en el Santísimo Sacramento del Altar, comulgando espiritualmente tres veces.

DÍA 2

La obediencia de los Santos Reyes a la voluntad de Dios, nos da a conocer que sólo ésta se ha de seguir.

SI basta que un hombre sea sabio y obre según su sabiduría, para que todos sigan sus determinaciones, ¿cuánto mayor deberá ser nuestra resignación a las órdenes de aquel Señor cuya sabiduría es infinita? Y más cuando sus obras no sólo son buenas, sino que elige en todas lo mejor, usando siempre de aquellos medios que tienen mayor proporción con sus designios.

Pues como no seguimos su voluntad y nos oponemos a sus órdenes, sólo porque nos parecen contrarias a nuestra inclinación, y se frustran nuestros intereses, sin advertir que si seguimos la voluntad de este Señor, nos conformamos con las disposiciones de nuestro Padre Dios que tanto nos ama, y así si nos castiga, es para curarnos, si parece que se olvida de nuestras conveniencias temporales, es para darnos intereses eternos, y si dispone que experimentemos algún mal, es para colmarnos de bienes.

Pero no lo juzgamos así nosotros, pues no nos entregamos a su voluntad, cuando no debe tener el cristiano, en todas sus obras, otro fin que la conformidad con la voluntad de este Señor. Y así ha de ser tal la resignación a su voluntad, que aunque parezca contraria a nuestro discurso, no hemos de hacer aprecio de estas razones y sólo hemos de seguir las disposiciones de nuestro Dios, que elige en todas las cosas lo mejor y sus juicios son incomprensibles, y ocultos a los hombres. ¡Oh! y que conformes fueron los Santos Reyes con la voluntad de este Señor, que no sólo no indagan razones para seguirla, sino aun teniendo, las desprecian por ejecutar las ordenes de su Dios.

Prontos a seguir su voluntad, obedecen la inspiración que les da para que su vuelta sea por otro camino. No obstante las razones que les asisten para ejecutar lo contrario.

Pues tenían muchas noticias del otro, y el nuevo lo ignoraban del todo, y así les era más fácil su regreso. Ni el hallarse obligados con la palabra que habían dado al rey Herodes de volver por su reino. Porque como no tenían otra regla en sus obras que dar el lleno a los designios de su Dios, todo lo abandonan por seguir la orden de este Señor.

Pídele tu gracia, para seguir su voluntad en todas tus acciones y no tener otra razón para obrar que el conformarte con sus órdenes, para lograr así el acierto en todo.

Puesta en Dios su voluntad

le sigue con tal empeño,

que por servir a su Dueño

su obediencia es ceguedad.

Práctica espiritual

Entre día mira tus obras que voluntad han seguido si la de Dios, o la tuya: si haz recibido los males, y los gustos con ánimo igual, como venido uno y otro de mano de Dios. Procura resignarte en su voluntad con especialidad en los trabajos y visita al Santísimo Sacramento.

DÍA 3

Los Santos Reyes en su adoración nos dan las reglas que hemos de observar para llegar a comulgar.

No siendo conforme a nuestro Dios estarse en todos los siglos y en todo tiempo con nosotros, en la forma que tomó de hombre, por ejecutar los designios de su Padre, halló su sabiduría modo a esfuerzos de su amor de quedase con nosotros y ser nuestro compañero perpetuo. Para este fin se anonadó y se hizo menos que hombre, pues se oculta en el pan, y se hace nuestro alimento en el Santísimo Sacramento del Altar: manifestándose a nuestros ojos, para que le adoremos y hecho comida para que nos alimentemos con su propio cuerpo y producir en nuestras almas admirables efectos.

Pero no satisfecho su amor añadió a esta otra fineza porque comunicando este pan divino, vida a los que lo reciben como deben y dando muerte a los que se atreven a recibirle indignamente, nos dejó ejemplo que imitar, para que siguiéndolo nos fuera pan de vida. Nos puso a la vista a los Santos Reyes en su adoración adornados con las virtudes con que nosotros debemos procurar llegar a la mesa del Altar.

Míralos con que humildad llegan a la presencia de su Dios, con tal conocimiento de su miseria, que siendo soberanos se postran en tierra y ponen a sus pies sus coronas. Si reflexionan en la grandeza de este Señor, le dan las más profundas adoraciones, y con la mayor veneración y respeto, arrodillados le adoran.

Hacen al mismo tiempo ver lo encendido de su fe, pues confiesan por su Dios a aquel niño sin tener ningunas apariencias de su divinidad. Y encendidos en su amor le ofrecen sus corazones, entregándose todos a su servicio, poniendo toda su esperanza en tan gran Señor.

Dichoso tu sí procuras imitar a estos Santos Reyes, llegando a comulgar con conocimiento de tu miseria, y de la grandeza de tu Dios: avivando tu fe y adorando por tu Dios aquel Señor que te muestra el Sacerdote, creyendo lo que no ves, alentando tu esperanza, deseoso de que produzca en ti este pan sus admirables efectos. Y abrazado en el amor de este Señor, sacrifícate todo a su servicio y preséntale como los Santos Reyes incienso en la oración fervorosa, oro en los afectos del corazón y mirra con la consideración de sus tormentos. Para que recibiéndolo como lo adoraron los Santos Reyes, logres los efectos que experimentaron.

Dale las gracias por tan singulares beneficios, que no sólo te igualó a los Santos Reyes, sino que saliste ventajoso, pues estos en aquella ocasión sólo lo vieron y lo adoraron, y tu además de esto te alimentas con su mismo cuerpo.

Si te quedaste conmigo

para ser mi compañero,

unirme a ti Jesús quiero

para ser tu fiel amigo.

Práctica espiritual

Entre día procura agradecer a tu Dios los beneficios que te hizo quedándose en el Santísimo Sacramento del Altar, avivando la fe de este misterio, alentando tu esperanza con el amor que en él te muestra, y encendiendo tu caridad procura corresponder a su amor, con muchos actos de caridad. Visita al Santísimo Sacramento y no dejes de comulgar procurando disponerte según las reglas de la consideración antecedente.

ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS

Benignísimo Jesús de mi corazón, verdadero amante de los hombres, que para no ausentarte de nosotros y para que lográramos en todo tiempo de tu compañía, te anonadaste y te quedaste hecho manjar en el Santísimo Sacramento del Altar, haciéndote no solo nuestro compañero, sino también alimento de nuestras almas. Pues nos pusiste a la vista el modelo, para que llegáramos a esta mesa con la mejor disposición, imitando a los Santos Reyes, y ejercitando las virtudes que practicaron cuando llegaron a adorarte, haz que recibiéndote con humildad, reverencia y amor, logremos de los favores que estos Santos gozaron, y produzca en nosotros este divino pan sus admirables efectos, dándonos gracia para perseverar en tu servicio hasta la muerte, para gozarte y después eternamente en la gloria. Amén

LAUS DEO

Fuente: Radio Cristiandad.

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87 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 4 de Enero de 2012

87 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en esta primera audiencia general del nuevo año y de todo corazón os expreso a vosotros y a vuestras familias mi más cordial felicitación: Dios, que en el nacimiento de Cristo su Hijo ha inundado de alegría al mundo entero, disponga las obras y los días en su paz. Estamos en el tiempo litúrgico de Navidad, que comienza la noche del 24 de diciembre con la vigilia y concluye con la celebración del Bautismo del Señor. El arco de los días es breve, pero denso de celebraciones y de misterios, y todo él se centra en torno a las dos grandes solemnidades del Señor: Navidad y Epifanía. El nombre mismo de estas dos fiestas indica su respectiva fisonomía. La Navidad celebra el hecho histórico del nacimiento de Jesús en Belén. La Epifanía, nacida como fiesta en Oriente, indica un hecho, pero sobre todo un aspecto del Misterio: Dios se revela en la naturaleza humana de Cristo y este es el sentido del verbo griego epiphaino, hacerse visible. En esta perspectiva, la Epifanía hace referencia a una pluralidad de acontecimientos que tienen como objeto la manifestación del Señor: de modo especial la adoración de los Magos, que reconocen en Jesús al Mesías esperado, pero también el Bautismo en el río Jordán con su teofanía —la voz de Dios desde lo alto— y el milagro en las bodas de Caná, como primer «signo» realizado por Cristo. Una bellísima antífona de la Liturgia de las Horas unifica estos tres acontecimientos en torno al tema de las bodas entre Cristo y la Iglesia: «Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque en el Jordán Cristo la purifica de sus pecados; los Magos acuden con regalos a las bodas del Rey y los invitados se alegran por el agua convertida en vino» (Antífona de Laudes). Casi podemos decir que en la fiesta de Navidad se pone de relieve el ocultamiento de Dios en la humildad de la condición humana, en el Niño de Belén. En la Epifanía, en cambio, se evidencia su manifestación, la aparición de Dios a través de esta misma humanidad.

En esta catequesis quiero hacer referencia brevemente a algún tema propio de la celebración de la Navidad del Señor a fin de que cada uno de nosotros pueda beber en la fuente inagotable de este Misterio y dar abundantes frutos de vida.

Ante todo, nos preguntamos: ¿Cuál es la primera reacción ante esta extraordinaria acción de Dios que se hace niño, que se hace hombre? Pienso que la primera reacción no puede ser otra que la alegría. «Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo»: así comienza la Misa de la noche de Navidad, y acabamos de escuchar las palabras del ángel a los pastores: «Os anuncio una gran alegría» (Lc 2, 10). Es el tema que abre el Evangelio, y es el tema que lo cierra porque Jesús Resucitado reprende a los Apóstoles precisamente por estar tristes (cf. Lc 24, 17) —incompatible con el hecho de que él permanece Hombre por la eternidad—. Pero demos un paso adelante: ¿De dónde nace esta alegría? Diría que nace del estupor del corazón al ver cómo Dios está cerca de nosotros, cómo piensa Dios en nosotros, cómo actúa Dios en la historia; es una alegría que nace de la contemplación del rostro de aquel humilde niño, porque sabemos que es el Rostro de Dios presente para siempre en la humanidad, para nosotros y con nosotros. La Navidad es alegría porque vemos y estamos finalmente seguros de que Dios es el bien, la vida, la verdad del hombre y se abaja hasta el hombre, para elevarlo hacia él: Dios se hace tan cercano que se lo puede ver y tocar. La Iglesia contempla este inefable misterio y los textos de la liturgia de este tiempo están llenos de estupor y de alegría; todos los cantos de Navidad expresan esta alegría. Navidad es el punto donde se unen el cielo y la tierra, y varias expresiones que escuchamos en estos días ponen de relieve la grandeza de lo sucedido: el lejano —Dios parece lejanísimo— se hizo cercano; «el inaccesible quiere ser accesible; él, que existe antes del tiempo, comenzó a ser en el tiempo; el Señor del universo, velando la grandeza de su majestad, asumió la naturaleza de siervo» —exclama san León Magno— (Sermón 2 sobre la Navidad, 2.1). En ese Niño, necesitado de todo como los demás niños, lo que Dios es: eternidad, fuerza, santidad, vida, alegría, se une a lo que somos nosotros: debilidad, pecado, sufrimiento, muerte.

La teología y la espiritualidad de la Navidad usan una expresión para describir este hecho: hablan de admirabile commercium, es decir, de un admirable intercambio entre la divinidad y la humanidad. San Atanasio de Alejandría afirma: «El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (De Incarnatione, 54, 3: pg 25, 192), pero sobre todo con san León Magno y sus célebres homilías sobre la Navidad esta realidad se convierte en objeto de profunda meditación. En efecto, el santo Pontífice, afirma: «Si nosotros recurrimos a la inenarrable condescendencia de la divina misericordia que indujo al Creador de los hombres a hacerse hombre, ella nos elevará a la naturaleza de Aquel que nosotros adoramos en nuestra naturaleza» (Sermón 8 sobre la Navidad: ccl 138, 139). El primer acto de este maravilloso intercambio tiene lugar en la humanidad misma de Cristo. El Verbo asumió nuestra humanidad y, en cambio, la naturaleza humana fue elevada a la dignidad divina. El segundo acto del intercambio consiste en nuestra participación real e íntima en la naturaleza divina del Verbo. Dice san Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga4, 4-5). La Navidad es, por lo tanto, la fiesta en la que Dios se hace tan cercano al hombre que comparte su mismo acto de nacer, para revelarle su dignidad más profunda: la de ser hijo de Dios. De este modo, el sueño de la humanidad que comenzó en el Paraíso —quisiéramos ser como Dios— se realiza de forma inesperada no por la grandeza del hombre, que no puede hacerse Dios, sino por la humildad de Dios, que baja y así entra en nosotros en su humildad y nos eleva a la verdadera grandeza de su ser. El concilio Vaticano II dijo al respecto: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22); de otro modo permanece un enigma: ¿Qué significa esta criatura llamada hombre? Solamente viendo que Dios está con nosotros podemos ver luz para nuestro ser, ser felices de ser hombres y vivir con confianza y alegría. ¿Dónde se hace presente de modo real este maravilloso intercambio, para que se haga presente en nuestra vida y la convierta en una existencia de auténticos hijos de Dios? Se hace muy concreto en la Eucaristía. Cuando participamos en la santa misa presentamos a Dios lo que es nuestro: el pan y el vino, fruto de la tierra, para que él los acepte y los transforme donándonos a sí mismo y haciéndose nuestro alimento, a fin de que recibiendo su Cuerpo y su Sangre participemos en su vida divina.

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Quiero detenerme, por último, en otro aspecto de la Navidad. Cuando el ángel del Señor se presenta a los pastores en la noche del nacimiento de Jesús, el evangelista san Lucas señala que «la gloria del Señor los envolvió de luz» (2, 9); y el Prólogo del Evangelio de san Juan habla del Verbo hecho carne como la luz verdadera que viene al mundo, la luz capaz de iluminar a cada hombre (cf. Jn 1, 9). La liturgia navideña está impregnada de luz. La venida de Cristo disipa las sombras del mundo, llena la Noche santa de un fulgor celestial y difunde sobre el rostro de los hombres el esplendor de Dios Padre. También hoy. Envueltos por la luz de Cristo, la liturgia navideña nos invita con insistencia a dejarnos iluminar la mente y el corazón por el Dios que mostró el fulgor de su Rostro. El primer Prefacio de Navidad proclama: «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo esplendor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible». En el misterio de la Encarnación, Dios, después de haber hablado e intervenido en la historia mediante mensajeros y con signos, «apareció», salió de su luz inaccesible para iluminar el mundo.

En la solemnidad de la Epifanía, el 6 de enero, que celebraremos dentro de pocos días, la Iglesia propone un pasaje del profeta Isaías muy significativo: «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (60, 1-3). Es una invitación dirigida a la Iglesia, la comunidad de Cristo, pero también a cada uno de nosotros, a tomar conciencia aún mayor de la misión y de la responsabilidad hacia el mundo para testimoniar y llevar la luz nueva del Evangelio. Al comienzo de la constitución Lumen gentium del concilio Vaticano II encontramos las siguientes palabras: «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este santo Concilio, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas» (n. 1). El Evangelio es la luz que no se ha de esconder, que se ha de poner sobre el candil. La Iglesia no es la luz, pero recibe la luz de Cristo, la acoge para ser iluminada por ella y para difundirla en todo su esplendor. Esto debe acontecer también en nuestra vida personal. Una vez más cito a san León Magno, que en la Noche Santa dijo: «Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios» (Sermón 1 sobre la Navidad, 3,2: ccl 138, 88).

Queridos hermanos y hermanas, la Navidad es detenerse a contemplar a aquel Niño, el Misterio de Dios que se hace hombre en la humildad y en la pobreza; pero es, sobre todo, acoger de nuevo en nosotros mismos a aquel Niño, que es Cristo Señor, para vivir de su misma vida, para hacer que sus sentimientos, sus pensamientos, sus acciones, sean nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones. Celebrar la Navidad es, por lo tanto, manifestar la alegría, la novedad, la luz que este Nacimiento ha traído a toda nuestra existencia, para ser también nosotros portadores de la alegría, de la auténtica novedad, de la luz de Dios a los demás. Una vez más deseo a todos un tiempo navideño bendecido por la presencia de Dios.

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