Archivo de la categoría: Santo Padre Benedicto XVI: 131 Catequesis (Años 2008, 2009 y 2010)

131 Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI, Papa Emérito, de las Audiencias Generales realizadas durante los años 2008, 2009 y 2010.

34 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San León Magno

34 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN LEON MAGNO

AUDIENCIA GENERAL DEL 05 DE MARZO DE 2008

SAN LEÓN MAGNO

Queridos hermanos y hermanas:

Continuando nuestro camino entre los Padres de la Iglesia, auténticos astros que brillan desde lejos, en el encuentro de hoy vamos a considerar la figura de un Papa que en 1754 fue proclamado por Benedicto XIV doctor de la Iglesia: se trata de san León Magno. Como indica el apelativo que pronto le atribuyó la tradición, fue verdaderamente uno de los más grandes Pontífices que han honrado la Sede de Roma, contribuyendo en gran medida a reforzar su autoridad y prestigio. Primer Obispo de Roma que llevó el nombre de León, adoptado después por otros doce Sumos Pontífices, es también el primer Papa cuya predicación, dirigida al pueblo que le rodeaba durante las celebraciones, ha llegado hasta nosotros. Viene espontáneamente a la mente su recuerdo en el contexto de las actuales audiencias generales del miércoles, citas que en los últimos decenios se han convertido para el Obispo de Roma en una forma habitual de encuentro con los fieles y con numerosos visitantes procedentes de todas las partes del mundo.

San León era originario de la Tuscia. Fue diácono de la Iglesia de Roma en torno al año 430, y con el tiempo alcanzó en ella una posición de gran importancia. Este papel destacado impulsó en el año 440 a Gala Placidia, que entonces gobernaba el Imperio de Occidente, a enviarlo a la Galia para resolver una situación difícil. Pero en el verano de aquel año, el Papa Sixto III, cuyo nombre está ligado a los magníficos mosaicos de la basílica de Santa María la Mayor, falleció; y como su sucesor fue elegido precisamente san León, que recibió la noticia mientras desempeñaba su misión de paz en la Galia.

Tras regresar a Roma, el nuevo Papa fue consagrado el 29 de septiembre del año 440. Así inició su pontificado, que duró más de 21 años y que ha sido sin duda uno de los más importantes en la historia de la Iglesia. Al morir, el 10 de noviembre del año 461, el Papa fue sepultado junto a la tumba de san Pedro. Sus reliquias se conservan todavía hoy en uno de los altares de la basílica vaticana.

san leon magno papa krouillong comunion en la mano

El Papa san León vivió en tiempos sumamente difíciles: las repetidas invasiones bárbaras, el progresivo debilitamiento de la autoridad imperial en Occidente y una larga crisis social habían obligado al Obispo de Roma —como sucedería con mayor evidencia aún un siglo y medio después, durante el pontificado de san Gregorio Magno— a asumir un papel destacado incluso en las vicisitudes civiles y políticas. Esto no impidió que aumentara la importancia y el prestigio de la Sede romana.

Es famoso un episodio de la vida de san León. Se remonta al año 452, cuando el Papa en Mantua, junto a una delegación romana, salió al encuentro de Atila, el jefe de los hunos, y lo convenció de que no continuara la guerra de invasión con la que ya había devastado las regiones del nordeste de Italia. De este modo salvó al resto de la península. Este importante acontecimiento pronto se hizo memorable y permanece como un signo emblemático de la acción de paz llevada a cabo por el Pontífice.

No fue tan positivo, por desgracia, tres años después, el resultado de otra iniciativa del Papa, que de todos modos manifestó una valentía que todavía hoy nos sorprende: en la primavera del año 455, san León no logró impedir que los vándalos de Genserico, tras llegar a las puertas de Roma, invadieran la ciudad indefensa, que fue saqueada durante dos semanas. Sin embargo, el gesto del Papa que, inerme y rodeado de su clero, salió al encuentro del invasor para pedirle que se detuviera, impidió al menos que Roma fuera incendiada y logró que no fueran saqueadas las basílicas de San Pedro, San Pablo y San Juan, en las que se refugió parte de la población aterrorizada.

Conocemos bien la acción del Papa san León gracias a sus hermosísimos sermones —se han conservado casi cien en un latín espléndido y claro— y gracias a sus cartas, unas ciento cincuenta. En estos textos, el Pontífice se muestra en toda su grandeza, dedicado al servicio de la verdad en la caridad, a través de un ejercicio asiduo de la palabra, que lo muestra a la vez como teólogo y pastor. San León Magno, constantemente solícito por sus fieles y por el pueblo de Roma, así como por la comunión entre las diferentes Iglesias y por sus necesidades, apoyó y promovió incansablemente el primado romano, presentándose como auténtico heredero del apóstol san Pedro: los numerosos obispos, en gran parte orientales, reunidos en el concilio de Calcedonia, fueron plenamente conscientes de esto.

Este concilio, que tuvo lugar en el año 451, con 350 obispos participantes, fue la asamblea más importante celebrada hasta entonces en la historia de la Iglesia. Calcedonia representa la meta segura de la cristología de los tres concilios ecuménicos anteriores: el de Nicea, del año 325; el de Constantinopla, del año 381; y el de Éfeso, del año 431. Ya en el siglo VI estos cuatro concilios, que resumen la fe de la Iglesia antigua, fueron comparados a los cuatro Evangelios: lo afirma san Gregorio Magno en una famosa carta (I, 24), en la que declara que «acoge y venera los cuatro concilios como los cuatro libros del santo Evangelio», porque sobre ellos —sigue explicando san Gregorio— «se eleva la estructura de la santa fe, como sobre una piedra cuadrada». El concilio de Calcedonia, al rechazar la herejía de Eutiques, que negaba la verdadera naturaleza humana del Hijo de Dios, afirmó la unión en su única Persona, sin confusión ni separación, de las dos naturalezas humana y divina.

Esta fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, fue afirmada por el Papa en un importante texto doctrinal dirigido al obispo de Constantinopla, el así llamado «Tomo a Flaviano», que al ser leído en Calcedonia, fue acogido por los obispos presentes con una aclamación elocuente, registrada en las actas del Concilio: «Pedro ha hablado por la boca de León», exclamaron al unísono los padres conciliares. Sobre todo a partir de esa intervención, y de otras realizadas durante la controversia cristológica de aquellos años, resulta evidente que el Papa sentía con particular urgencia la responsabilidad del Sucesor de Pedro, cuyo papel es único en la Iglesia, pues «a un solo apóstol se le confía lo que a todos los apóstoles se comunica», como afirma san León en uno de sus sermones con motivo de la fiesta de San Pedro y San Pablo (83, 2). Y el Pontífice supo ejercer esta responsabilidad tanto en Occidente como en Oriente, interviniendo en diferentes circunstancias con prudencia, firmeza y lucidez, a través de sus escritos y mediante sus legados. Así mostraba cómo el ejercicio del primado romano era necesario entonces, como lo es hoy, para servir eficazmente a la comunión, característica de la única Iglesia de Cristo.

Consciente del momento histórico en el que vivía y de la transición que estaba produciéndose de la Roma pagana a la cristiana —en un período de profunda crisis—, san León Magno supo estar cerca del pueblo y de los fieles con la acción pastoral y la predicación. Impulsó la caridad en una Roma afectada por las carestías, por la llegada de refugiados, por las injusticias y por la pobreza. Se enfrentó a las supersticiones paganas y a la acción de los grupos maniqueos. Vinculó la liturgia a la vida diaria de los cristianos: por ejemplo, uniendo la práctica del ayuno con la caridad y la limosna, sobre todo con motivo de las Cuatro témporas, que marcan en el transcurso del año el cambio de las estaciones.

En particular, san León Magno enseñó a sus fieles —y sus palabras siguen siendo válidas para nosotros— que la liturgia cristiana no es el recuerdo de acontecimientos pasados, sino la actualización de realidades invisibles que actúan en la vida de cada uno. Lo subraya en un sermón (64, 1-2) a propósito de la Pascua, que debe celebrarse en todo tiempo del año, «no como algo del pasado, sino más bien como un acontecimiento del presente». Todo esto se enmarca en un proyecto preciso, insiste el santo Pontífice: así como el Creador animó con el soplo de la vida racional al hombre modelado con el barro de la tierra, del mismo modo, tras el pecado original, envió a su Hijo al mundo para restituir al hombre la dignidad perdida y destruir el dominio del diablo mediante la nueva vida de la gracia.

Este es el misterio cristológico al que san León Magno, con su carta al concilio de Éfeso, dio una contribución eficaz y esencial, confirmando para todos los tiempos, a través de ese concilio, lo que dijo san Pedro en Cesarea de Filipo. Con Pedro y como Pedro confesó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Por este motivo, al ser a la vez Dios y hombre, «no es ajeno al género humano, pero es ajeno al pecado» (cf. Serm. 64). Con la fuerza de esta fe cristológica, fue un gran mensajero de paz y de amor. Así nos muestra el camino: en la fe aprendemos la caridad. Por tanto, con san León Magno, aprendamos a creer en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y a vivir esta fe cada día en la acción por la paz y en el amor al prójimo.

33 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Boecio y Casiodoro

33 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: BOECIO Y CASIODORO

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE MARZO DE 2008

BOECIO Y CASIODORO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de dos escritores eclesiásticos, Boecio y Casiodoro, que vivieron en unos de los años más tormentosos del Occidente cristiano y, en particular, de la península italiana. Odoacro, rey de los hérulos, una etnia germánica, se había rebelado, acabando con el imperio romano de Occidente (año 476), pero muy pronto sucumbió ante los ostrogodos de Teodorico, que durante algunos decenios controlaron la península italiana.

Boecio Roma krouillong sacrilega comunion en la mano

Boecio

Boecio nació en Roma, en torno al año 480, de la noble estirpe de los Anicios; siendo todavía joven, entró en la vida pública, logrando ya a los 25 años el cargo de senador. Fiel a la tradición de su familia, se comprometió en política, convencido de que era posible armonizar las líneas fundamentales de la sociedad romana con los valores de los nuevos pueblos. Y en este nuevo tiempo de encuentro de culturas consideró como misión suya reconciliar y unir esas dos culturas, la clásica y romana, con la naciente del pueblo ostrogodo. De este modo, fue muy activo en política, incluso bajo Teodorico, que en los primeros tiempos lo apreciaba mucho.

A pesar de esta actividad pública, Boecio no descuidó los estudios, dedicándose en particular a profundizar en los temas de orden filosófico-religioso. Pero escribió también manuales de aritmética, de geometría, de música y de astronomía: todo con la intención de transmitir a las nuevas generaciones, a los nuevos tiempos, la gran cultura grecorromana. En este ámbito, es decir, en el compromiso por promover el encuentro de las culturas, utilizó las categorías de la filosofía griega para proponer la fe cristiana, buscando una síntesis entre el patrimonio helenístico-romano y el mensaje evangélico. Precisamente por esto, Boecio ha sido considerado el último representante de la cultura romana antigua y el primero de los intelectuales medievales.

Ciertamente su obra más conocida es el De consolatione philosophiae, que compuso en la cárcel para dar sentido a su injusta detención. Había sido acusado de complot contra el rey Teodorico por haber defendido en un juicio a un amigo, el senador Albino. Pero se trataba de un pretexto: en realidad, Teodorico, arriano y bárbaro, sospechaba que Boecio sentía simpatía por el emperador bizantino Justiniano. De hecho, procesado y condenado a muerte, fue ejecutado el 23 de octubre del año 524, cuando sólo tenía 44 años.

Precisamente a causa de su dramática muerte, puede hablar por experiencia también al hombre contemporáneo y sobre todo a las numerosísimas personas que sufren su misma suerte a causa de la injusticia presente en gran parte de la “justicia humana”. Con esta obra, en la cárcel busca consuelo, busca luz, busca sabiduría. Y dice que, precisamente en esa situación, ha sabido distinguir entre los bienes aparentes, que en la cárcel desaparecen, y los bienes verdaderos, como la amistad auténtica, que en la cárcel no desaparecen.

El bien más elevado es Dios: Boecio aprendió —y nos lo enseña a nosotros— a no caer en el fatalismo, que apaga la esperanza. Nos enseña que no gobierna el hado, sino la Providencia, la cual tiene un rostro. Con la Providencia se puede hablar, porque la Providencia es Dios. De este modo, incluso en la cárcel, le queda la posibilidad de la oración, del diálogo con Aquel que nos salva. Al mismo tiempo, incluso en esta situación, conserva el sentido de la belleza de la cultura y recuerda la enseñanza de los grandes filósofos antiguos, griegos y romanos, como Platón, Aristóteles —a los que había comenzado a traducir del griego al latín—, Cicerón, Séneca y también poetas como Tibulo y Virgilio.

La filosofía, en el sentido de búsqueda de la verdadera sabiduría, es, según Boecio, la verdadera medicina del alma (Libro I). Por otra parte, el hombre sólo puede experimentar la auténtica felicidad en la propia interioridad (libro II). Por eso, Boecio logra encontrar un sentido al pensar en su tragedia personal a la luz de un texto sapiencial del Antiguo Testamento (Sb 7, 30-8, 1) que cita: “Contra la Sabiduría no prevalece la maldad. Se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo” (Libro III, 12: PL 63, col. 780).

Por tanto, la así llamada prosperidad de los malvados resulta mentirosa (libro IV), y se manifiesta la naturaleza providencial de la adversa fortuna. Las dificultades de la vida no sólo revelan hasta qué punto esta es efímera y breve, sino que resultan incluso útiles para descubrir y mantener las auténticas relaciones entre los hombres. De hecho, la adversa fortuna permite distinguir los amigos falsos de los verdaderos y da a entender que no hay nada más precioso para el hombre que una amistad verdadera. Aceptar de forma fatalista una condición de sufrimiento es totalmente peligroso, añade el creyente Boecio, pues “elimina en su raíz la posibilidad misma de la oración y de la esperanza teologal, en las que se basa la relación del hombre con Dios” (Libro V, 3: PL 63, col. 842).

La peroración final del De consolatione philosophiae puede considerarse como una síntesis de toda la enseñanza que Boecio se dirige a sí mismo y a todos los que puedan encontrarse en su misma situación. En la cárcel escribe: “Luchad, por tanto, contra los vicios, dedicaos a una vida de virtud orientada por la esperanza que eleva el corazón hasta alcanzar el cielo con las oraciones alimentadas por la humildad. Si os negáis a mentir, la imposición que habéis sufrido puede transformarse en la enorme ventaja de tener siempre ante los ojos al juez supremo que ve y que sabe cómo son realmente las cosas” (Libro V, 6: PL 63, col. 862).

Todo detenido, independientemente del motivo por el que haya acabado en la cárcel, intuye cuán dura es esta particular condición humana, sobre todo cuando se embrutece, como sucedió a Boecio, por la tortura. Pero es particularmente absurda la condición de aquel que, como Boecio —a quien la ciudad de Pavía reconoce y celebra en la liturgia como mártir en la fe—, es torturado hasta la muerte únicamente por sus convicciones ideales, políticas y religiosas. De hecho, Boecio, símbolo de un número inmenso de detenidos injustamente en todos los tiempos y en todas las latitudes, es una puerta objetiva para entrar en la contemplación del misterioso Crucificado del Gólgota.

Marco Aurelio Casiodoro krouilong sacrilega comunion en la mano

Casiodoro

Marco Aurelio Casiodoro fue contemporáneo de Boecio. Calabrés, nacido en Squillace hacia el año 485, murió ya anciano en Vivarium, alrededor del año 580. También él era de un elevado nivel social. Se dedicó a la vida política y al compromiso cultural como pocos en el Occidente romano de su tiempo. Quizá los únicos que se le podían igualar en este doble interés fueron el ya recordado Boecio, y el futuro Papa de Roma san Gregorio Magno (590-604).

Consciente de la necesidad de que no cayera en el olvido todo el patrimonio humano y humanístico, acumulado en los siglos de oro del Imperio romano, Casiodoro colaboró generosamente, en los más elevados niveles de responsabilidad política, con los pueblos nuevos que habían cruzado las fronteras del Imperio y se habían establecido en Italia. También él fue modelo de encuentro cultural, de diálogo y de reconciliación. Las vicisitudes históricas no le permitieron realizar sus sueños políticos y culturales, orientados a crear una síntesis entre la tradición romano-cristiana de Italia y la nueva cultura gótica. Sin embargo, esas mismas vicisitudes lo convencieron de que el movimiento monástico, que se estaba consolidando en las tierras cristianas, era providencial. Decidió apoyarlo, dedicándole todas sus riquezas materiales y sus fuerzas espirituales.

Tuvo la idea de encomendar precisamente a los monjes la tarea de recuperar, conservar y transmitir a las generaciones futuras el inmenso patrimonio cultural de los antiguos para que no se perdiera. Por eso fundó Vivarium, un cenobio en el que todo estaba organizado de manera que se considerara sumamente precioso e irrenunciable el trabajo intelectual de los monjes. Estableció también que los monjes que no tenían una formación intelectual no se dedicarán sólo al trabajo material, a la agricultura, sino también a transcribir manuscritos para contribuir a la transmisión de la gran cultura a las futuras generaciones. Y esto sin detrimento alguno del compromiso espiritual monástico y cristiano y de la actividad caritativa en favor de los pobres.

En su enseñanza, distribuida en varias obras, pero sobre todo en el tratado De anima y en las Institutiones divinarum litterarum, la oración (cf. PL 69, col. 1108), alimentada por la sagrada Escritura y particularmente por la meditación asidua de los Salmos (cf. PL 69, col. 1149), ocupa siempre un lugar central como alimento necesario para todos.

Este doctísimo calabrés, por ejemplo, introduce así su Expositio in Psalterium: “Rechazados y abandonados en Rávena los deseos de hacer carrera política, caracterizada por el sabor desagradable de las preocupaciones mundanas, habiendo gozado del Salterio, libro venido del cielo como auténtica miel para el alma, me dediqué ávidamente como un sediento a escrutarlo sin cesar y a dejarme impregnar totalmente por esa dulzura saludable, después de haberme saciado de las innumerables amarguras de la vida activa” (PL 70, col. 10).

La búsqueda de Dios, orientada a su contemplación —escribe Casiodoro—, sigue siendo la finalidad permanente de la vida monástica (cf. PL69, col. 1107). Sin embargo, añade que, con la ayuda de la gracia divina (cf. PL 69, col. 1131.1142), se puede disfrutar mejor de la Palabra revelada utilizando las conquistas científicas y los instrumentos culturales “profanos” que poseían ya los griegos y los romanos (cf. PL 69, col. 1140). Casiodoro se dedicó personalmente a los estudios filosóficos, teológicos y exegéticos sin una creatividad particular, pero prestando atención a las intuiciones que consideraba válidas en los demás. Leía con respeto y devoción sobre todo a san Jerónimo y san Agustín. De este último decía: “En san Agustín hay tanta riqueza que me parece imposible encontrar algo que no haya sido tratado ampliamente por él” (cf. PL 70, col. 10).

Citando a san Jerónimo, exhortaba a los monjes de Vivarium: “No sólo alcanzan la palma de la victoria los que luchan hasta derramar la sangre o los que viven en virginidad, sino también todos aquellos que, con la ayuda de Dios, vencen los vicios del cuerpo y conservan la recta fe. Pero para que podáis vencer más fácilmente, con la ayuda de Dios, los atractivos del mundo y sus seducciones, permaneciendo en él como peregrinos siempre en camino, tratad de buscar ante todo la saludable ayuda sugerida por el salmo 1, que recomienda meditar noche y día en la ley del Señor. Si toda vuestra atención está centrada en Cristo, el enemigo no encontrará ninguna entrada para asaltaros” (De Institutione Divinarum Scripturarum, 32: PL 69, col. 1147).

Es una advertencia que podemos considerar válida también para nosotros. En efecto, también nosotros vivimos en un tiempo de encuentro de culturas, de peligro de violencia que destruye las culturas, y en el que es necesario esforzarse por transmitir los grandes valores y enseñar a las nuevas generaciones el camino de la reconciliación y de la paz. Encontramos este camino orientándonos hacia el Dios que tiene rostro humano, el Dios que se nos reveló en Cristo.

30 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Benito de Nursia

30 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BENITO DE NURSIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 09 DE ABRIL DE 2008

SAN BENITO DE NURSIA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: «Este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su doctrina» (Dial. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea.

La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto —precisamente san Benito— la ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección.

En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el santo. También en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del hombre, de cada hombre.

Esta perspectiva del «biógrafo» se explica también a la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito como «astro luminoso», san Gregorio quería indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino de salida de la «noche oscura de la historia» (cf. Juan Pablo II, Discurso en la abadía de Montecassino18 de mayo de 1979, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de mayo de 1979, p. 11).

De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que llamamos «Europa».

La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiae. Sus padres, de clase acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: «soli Deo placere desiderans» (Dial. II, Prol. 1).

Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una «comunidad religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta Edad Media, constituye el «corazón» de un monasterio benedictino llamado «Sacro Speco» (Gruta sagrada).

San Benito de Nursia krouillong sacrilega comunion en la mano

El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación de la ira y de la venganza.

San Benito estaba convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.

En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte repentina no impulsó a san Benito a regresar (Dial. II, 8). En realidad, tomó esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica.

Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio —una altura que, dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos—, tiene un carácter simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en el mundo entero.

En todo el segundo libro de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.

Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como «escuela del servicio del Señor» (Prol. 45) y pide a sus monjes que «nada se anteponga a la Obra de Dios» (43, 3), es decir, al Oficio divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Prol. 9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos», afirma (Prol. 35).

Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea glorificado Dios» (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su Regla (7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.

A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio «hace las veces de Cristo» (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues —como escribe san Gregorio Magno— «el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente de lo que vivía» (Dial. II, 36). El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor (27, 8), a «servir más que a mandar» (64, 8), y a «enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras» (2, 12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar «el consejo de los hermanos» (3, 2), porque «muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» (3, 3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.

San Benito califica la Regla como «mínima, escrita sólo para el inicio» (73, 8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.

Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó «una regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad» (Discurso a la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura12 de enero de 1990, n. 1:L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 6). Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Reglade san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.

27 de 131- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Dionisio Areopagita

27 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN DIONISIO AREOPAGITA

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE MAYO DE 2008

SAN DIONISIO AREOPAGITA

En el curso de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quiero hablar hoy de una figura muy misteriosa: un teólogo del siglo VI, cuyo nombre se desconoce, y que escribió bajo el seudónimo de Dionisio Areopagita. Con este seudónimo aludía al pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, es decir, el episodio narrado por san Lucas en el capítulo XVII de los Hechos de los Apóstoles, donde se cuenta que Pablo predicó en Atenas, en el Areópago, dirigiéndose a una élite del gran mundo intelectual griego, pero al final la mayoría de los que le escuchaban no se mostró interesada, y se alejó burlándose de él; sin embargo, unos cuantos, pocos, como nos dice san Lucas, se acercaron a san Pablo abriéndose a la fe. El evangelista nos revela dos nombres: Dionisio, miembro del Areópago, y una mujer llamada Damaris.

Si el autor de estos libros escogió cinco siglos después el seudónimo de Dionisio Areopagita, quiere decir que tenía la intención de poner la sabiduría griega al servicio del Evangelio, promover el encuentro entre la cultura y la inteligencia griega y el anuncio de Cristo; quería hacer lo que pretendía aquel Dionisio, es decir, que el pensamiento griego se encontrara con el anuncio de san Pablo; siendo griego, quería hacerse discípulo de san Pablo y de este modo discípulo de Cristo.

¿Por qué ocultó su nombre, escogiendo este seudónimo? En parte, ya hemos respondido: quería expresar esa intención fundamental de su pensamiento. Pero hay dos hipótesis sobre este anonimato y sobre su seudónimo. Según la primera, se trataba de una falsificación voluntaria, a través de la cual, fechando sus obras en el primer siglo, en tiempos de san Pablo, quería dar a su producción literaria una autoridad casi apostólica.

Pero hay otra hipótesis mejor, pues la anterior me parece poco creíble: lo hizo así por humildad. No quería dar gloria a su nombre, no quería erigir un monumento a sí mismo con sus obras, sino realmente servir al Evangelio, crear una teología eclesial, no individual, basada en sí mismo. En realidad logró elaborar una teología que ciertamente podemos fechar en el siglo VI, pero no la podemos atribuir a una de las figuras de esa época; no es una teología “individualizada”; se trata de una teología que expresa un pensamiento y un lenguaje común.

En un tiempo de acérrimas polémicas tras el Concilio de Calcedonia, él, por el contrario, en su séptima Carta, dice: “No quisiera hacer polémica; hablo simplemente de la verdad, busco la verdad”. Y la luz de la verdad por sí misma hace que caigan los errores y que resplandezca lo que es bueno. Con este principio purificó el pensamiento griego y lo puso en relación con el Evangelio. Este principio, que afirma en su séptimaCarta, también es expresión de un auténtico espíritu de diálogo: no hay que buscar las cosas que separan, sino la verdad en la Verdad misma; esta, después, resplandece, y hace que caigan los errores.

Por tanto, a pesar de que la teología de este autor no es “personal”, sino realmente eclesial, podemos situarla en el siglo VI. ¿Por qué? El espíritu griego, que puso al servicio del Evangelio, lo encontró en los libros de Proclo, fallecido en el año 485 en Atenas: este autor pertenecía al platonismo tardío, una corriente de pensamiento que había transformado la filosofía de Platón en una especie de religión, cuya finalidad consistía fundamentalmente en crear una gran apología del politeísmo griego y volver, tras el éxito del cristianismo, a la antigua religión griega. Quería demostrar que, en realidad, las divinidades eran las fuerzas que actuaban en el cosmos. La consecuencia era que debía considerarse más verdadero el politeísmo que el monoteísmo, con un solo Dios creador.

Proclo presentaba un gran sistema cósmico de divinidades, de fuerzas misteriosas, según el cual, en este cosmos deificado, el hombre podía encontrar el acceso a la divinidad. Ahora bien, hacía una distinción entre las sendas de los sencillos —los cuales no eran capaces de elevarse a las cumbres de la verdad, sino que les bastaban ciertos ritos—, y los caminos de los sabios, que por el contrario debían purificarse para llegar a la luz pura.

Como se puede ver, este pensamiento es profundamente anticristiano. Es una reacción tardía contra la victoria del cristianismo. Un uso anticristiano de Platón, mientras ya se realizaba una lectura cristiana del gran filósofo. Es interesante constatar cómo este seudo-Dionisio se atrevió a servirse precisamente de este pensamiento para mostrar la verdad de Cristo; para transformar este universo politeísta en un cosmos creado por Dios, en la armonía del cosmos de Dios, donde todas las fuerzas alaban a Dios, y mostrar esta gran armonía, esta sinfonía del cosmos, que va desde los serafines, los ángeles y los arcángeles, hasta el hombre y todas las criaturas, que juntas reflejan la belleza de Dios y alaban a Dios.

San Dionisio Areopagita krouillong sacrilega comunion en la mano

Así transformó la imagen politeísta en un elogio del Creador y de su criatura. De este modo, podemos descubrir las características esenciales de su pensamiento: ante todo, es una alabanza cósmica. Toda la creación habla de Dios, es un elogio de Dios. Siendo la criatura una alabanza de Dios, la teología del seudo-Dionisio se convierte en una teología litúrgica: a Dios se le encuentra sobre todo alabándolo, no sólo reflexionando; y la liturgia no es algo construido por nosotros, algo inventado para hacer una experiencia religiosa durante cierto período de tiempo; consiste en cantar con el coro de las criaturas y entrar en la realidad cósmica misma. Así la liturgia, aparentemente sólo eclesiástica, se ensancha y amplía, nos une en el lenguaje de todas las criaturas. El seudo-Dionisio nos dice: no se puede hablar de Dios de manera abstracta; hablar de Dios es siempre —lo dice con una palabra griega—, «hymnein», cantar himnos para Dios con el gran canto de las criaturas, que se refleja y concreta en la alabanza litúrgica.

Sin embargo, aunque su teología sea cósmica, eclesial y litúrgica, también es profundamente personal. Creó la primera gran teología mística. Más aún, la palabra “mística” adquiere con él un nuevo significado. Hasta esa época para los cristianos esta palabra equivalía a la palabra “sacramental”, es decir, lo que pertenece al «mysterion», al sacramento. Con él, la palabra “mística” se hace más personal, más íntima: expresa el camino del alma hacia Dios.

Y, ¿cómo encontrar a Dios? Aquí observamos nuevamente un elemento importante en su diálogo entre la filosofía griega y el cristianismo, en particular, la fe bíblica. Aparentemente lo que dice Platón y lo que dice la gran filosofía sobre Dios es mucho más elevado, mucho más verdadero; la Biblia parece bastante “bárbara”, simple, pre-crítica, se diría hoy; pero él constata que precisamente esto es necesario para que de este modo podamos comprender que los conceptos más elevados sobre Dios no llegan nunca hasta su auténtica grandeza; son siempre impropios.

En realidad, estas imágenes nos hacen comprender que Dios está por encima de todos los conceptos; en la sencillez de las imágenes encontramos más verdad que en los grandes conceptos. El rostro de Dios es nuestra incapacidad para expresar realmente lo que él es. De este modo el seudo-Dionisio habla de una “teología negativa”. Es más fácil decir lo que no es Dios, que expresar lo que es realmente. Sólo a través de estas imágenes podemos adivinar su verdadero rostro y, por otra parte, este rostro de Dios es muy concreto: es Jesucristo. Y aunque Dionisio, siguiendo a Proclo, nos muestra la armonía de los coros celestiales, de manera que parece que todos dependen de todos, no deja de ser verdad que nuestro camino hacia Dios queda muy lejos de él; el seudo-Dionisio demuestra que, al final, el camino hacia Dios es Dios mismo, el cual se hace cercano a nosotros en Jesucristo.

Así, una teología grande y misteriosa se hace también muy concreta, tanto en la interpretación de la liturgia como en la reflexión sobre Jesucristo: con todo ello, este Dionisio Areopagita ejerció una gran influencia en toda la teología medieval, en toda la teología mística de Oriente y de Occidente. En cierto sentido, en el siglo XIII fue redescubierto sobre todo por san Buenaventura, el gran teólogo franciscano, que en esta teología mística encontró el instrumento conceptual para interpretar la herencia tan sencilla y profunda de san Francisco: el “Poverello”, al igual que Dionisio, nos dice en definitiva que el amor ve más que la razón. Donde está la luz del amor, las tinieblas de la razón se disipan; el amor ve, el amor es ojo y la experiencia nos da mucho más que la reflexión.

San Buenaventura vio en san Francisco lo que significa esta experiencia: es la experiencia de un camino muy humilde, muy realista, día tras día; es seguir a Cristo, aceptando su cruz. En esta pobreza y en esta humildad, en la humildad que se vive también en la eclesialidad, se hace una experiencia de Dios más elevada que la que se alcanza a través de la reflexión: en ella, realmente tocamos el corazón de Dios.

Hoy Dionisio Areopagita tiene una nueva actualidad: se presenta como un gran mediador en el diálogo moderno entre el cristianismo y las teologías místicas de Asia, cuya característica consiste en la convicción de que no se puede decir quién es Dios; de él sólo se puede hablar de forma negativa; de Dios sólo se puede hablar con el “no”, y sólo es posible llegar a él entrando en esta experiencia del “no”. Aquí se ve una cercanía entre el pensamiento del Areopagita y el de las religiones asiáticas; puede ser hoy un mediador, como lo fue entre el espíritu griego y el Evangelio.

De este modo se ve que el diálogo no acepta la superficialidad. Precisamente cuando uno entra en la profundidad del encuentro con Cristo, se abre también un amplio espacio para el diálogo. Cuando uno encuentra la luz de la verdad, se da cuenta de que es una luz para todos; desaparecen las polémicas y resulta posible entenderse unos a otros o al menos hablar unos con otros, acercarse. El camino del diálogo consiste precisamente en estar cerca de Dios en Cristo, en la profundidad del encuentro con él, en la experiencia de la verdad, que nos abre a la luz y nos ayuda a salir al encuentro de los demás: la luz de la verdad, la luz del amor.

En fin de cuentas, nos dice: tomad cada día el camino de la experiencia, de la experiencia humilde de la fe. Entonces, el corazón se hace grande y también puede ver e iluminar a la razón para que vea la belleza de Dios. Pidamos al Señor que nos ayude a poner también hoy al servicio del Evangelio la sabiduría de nuestro tiempo, redescubriendo la belleza de la fe, el encuentro con Dios.

26 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Romano El Meloda

26 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ROMANO EL MELODA

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE MAYO DE 2008

SAN ROMANO EL MELODA

En la serie de catequesis sobre los Padres de la Iglesia, quiero hablar hoy de una figura poco conocida: Romano el Meloda, que nació en torno al año 490 en Emesa (hoy Homs), en Siria. Teólogo, poeta y compositor, pertenece al gran grupo de teólogos que transformó la teología en poesía. Pensamos en su compatriota, san Efrén de Siria, que vivió doscientos años antes que él. Y pensamos también en teólogos de Occidente, como san Ambrosio, cuyos himnos todavía hoy forman parte de nuestra liturgia y siguen tocando el corazón; o en un teólogo, un pensador muy profundo, como santo Tomás, que nos ha dejado los himnos de la fiesta del Corpus Christi de mañana; pensamos en san Juan de la Cruz y en otros muchos. La fe es amor y por ello crea poesía y crea música. La fe es alegría y por ello crea belleza.

Romano el Meloda es uno de estos, un poeta y compositor teólogo. Aprendió los primeros elementos de la cultura griega y siríaca en su ciudad natal, se trasladó a Berito (Beirut), perfeccionando allí su formación clásica y sus conocimientos retóricos. Ordenado diácono permanente (en torno al año 515), fue predicador en esa ciudad durante tres años. Después se fue a Constantinopla, hacia fines del reino de Anastasio I (alrededor del año 518), y allí se estableció en el monasterio anexo a la iglesia de la Theotókos, Madre de Dios.

Allí tuvo lugar un episodio clave en su vida: el Sinaxario nos informa sobre la aparición de la Madre de Dios en sueños y sobre el don del carisma poético. En efecto, María le pidió que se tragara una hoja enrollada. Al despertar, a la mañana siguiente -era la fiesta de la Navidad-, Romano se puso a declamar desde el ambón: “Hoy la Virgen da a luz al Trascendente” (Himno sobre la Navidad I, Proemio). De este modo, se convirtió en predicador-cantor hasta su muerte (acontecida después del año 555).

Romano ha pasado a la historia como uno de los más representativos autores de himnos litúrgicos. Para los fieles, la homilía era entonces prácticamente la única oportunidad de enseñanza catequética. Así, Romano se presenta como un testigo eminente del sentimiento religioso de su época y también de un modo vivo y original de catequesis. A través de sus composiciones podemos darnos cuenta de la creatividad de esta forma de catequesis, de la creatividad del pensamiento teológico, de la estética y de la himnografía sagrada de aquella época.

San Romano el meloda krouillong sacrilega comunion en la mano

El lugar en el que Romano predicaba era un santuario de las afueras de Constantinopla: subía al ambón, colocado en el centro de la iglesia, y se dirigía a la comunidad recurriendo a una escenografía bastante compleja: montaba representaciones en las paredes o ponía iconos sobre el ambón y también utilizaba el recurso del diálogo. Pronunciaba homilías métricas cantadas, llamadas kontákia. Al parecer, el término kontákion,“pequeña vara”, hace referencia al pequeño palo redondo en torno al cual se envolvía el rollo de un manuscrito litúrgico o de otro tipo. Los kontákiaque se han conservado con el nombre de Romano son ochenta y nueve, pero la tradición le atribuye mil.

En Romano, cada kontákion se compone de estrofas, por lo general de dieciocho a veinticuatro, con el mismo número de sílabas, estructuradas según el modelo de la primera estrofa (irmo); también los acentos rítmicos de los versos de todas las estrofas siguen el modelo delirmo. Cada estrofa concluye con un estribillo (efimnio), por lo general idéntico, para crear la unidad poética. Además, las iniciales de cada estrofa indican el nombre del autor (acróstico), precedido frecuentemente por el adjetivo “humilde”. El himno se concluye con una oración que hace referencia a los hechos celebrados o evocados. Al terminar la lectura bíblica, Romano cantaba el Proemio, casi siempre en forma de oración o súplica. Así anunciaba el tema de la homilía y explicaba el estribillo que se debía repetir en coro al final de cada estrofa, declamada por él rítmicamente en voz alta.

Un ejemplo significativo es el kontákion con motivo del Viernes de Pasión: se trata de un diálogo entre María y su Hijo, que tiene lugar en el camino de la cruz. María dice: “¿A dónde vas, hijo? ¿Por qué recorres tan rápidamente el camino de tu vida? / Nunca habría pensado, hijo mío, que te vería en este estado, / y nunca habría podido imaginar que llegarían a este grado de locura los impíos, / poniéndote las manos encima contra toda justicia”. Jesús responde: “¿Por qué lloras, Madre mía? (…). ¿No debería padecer? ¿No debería morir? / Entonces, ¿cómo podría salvar a Adán?”. El Hijo de María consuela a su Madre, pero le recuerda su papel en la historia de la salvación: “Depón, por tanto, Madre; depón tu dolor: / no está bien que gimas, pues fuiste llamada “llena de gracia” (María al pie de la cruz, 1-2; 4-5).

Asimismo, en el himno sobre el sacrificio de Abraham, Sara se reserva la decisión sobre la vida de Isaac. Abraham dice: “Cuando Sara escuche, Señor mío, todas tus palabras, / al conocer tu voluntad, me dirá: / “Si quien nos lo ha dado lo vuelve a tomar, ¿por qué nos lo ha dado? / (…) Tú, oh anciano, déjame a mi hijo, / y cuando lo quiera quien te ha llamado, tendrá que decírmelo a mí” (El sacrificio de Abraham, 7).

Romano no usa el griego bizantino solemne de la corte, sino un griego sencillo, cercano al lenguaje del pueblo. Quiero citar un ejemplo del modo vivo y muy personal como habla del Señor Jesús: lo llama “fuente que no quema y luz contra las tinieblas”, y dice: “Yo me atrevo a tenerte en mis manos como una lámpara, / pues quien lleva un candil entre los hombres es iluminado sin quemarse. / Ilumíname, por tanto, tú que eres Luz inextinguible” (La Presentación o Fiesta del encuentro, 8). La fuerza de convicción de sus predicaciones se fundaba en la gran coherencia que existía entre sus palabras y su vida. En una oración dice: “Haz clara mi lengua, Salvador mío, abre mi boca / y, después de llenarla, traspasa mi corazón para que mi actuar / sea coherente con mis palabras” (Misión de los Apóstoles, 2).

Examinemos ahora algunos de sus temas principales. Un tema fundamental de su predicación es la unidad de la acción de Dios en la historia, la unidad entre la creación y la historia de la salvación, la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Otro tema importante es la pneumatología, es decir, la doctrina sobre el Espíritu Santo. En la fiesta de Pentecostés subraya la continuidad que existe entre Cristo, que ha ascendido al cielo, y los Apóstoles, es decir, la Iglesia, y exalta su acción misionera en el mundo: “Con la fuerza divina han conquistado a todos los hombres; / han tomado la cruz de Cristo como una pluma, / han utilizado las palabras como redes y con ellas han pescado al mundo, / han usado el Verbo como anzuelo agudo; / para ellos ha servido de cebo / la carne del Soberano del universo” (Pentecostés, 2; 18).

Naturalmente, otro tema central es la cristología. No entra en el problema de los conceptos difíciles de la teología, tan debatidos en aquel tiempo, y que rasgaron la unidad, no sólo entre los teólogos, sino también entre los cristianos en la Iglesia. Predica una cristología sencilla, pero fundamental: la cristología de los grandes Concilios. Pero sobre todo está cerca de la piedad popular —de hecho, los conceptos de los Concilios han surgido de la piedad popular y del conocimiento del corazón cristiano—; así, Romano subraya que Cristo es verdadero hombre y verdadero Dios, y al ser verdadero hombre-Dios es una sola persona, la síntesis entre creación y Creador: en sus palabras humanas escuchamos la voz del Verbo mismo de Dios. “Cristo era hombre —dice—, pero también Dios; / sin embargo, no estaba dividido en dos: es Uno, hijo de un Padre que es Uno solo” (La Pasión, 19).

Por lo que se refiere a la mariología, agradecido a la Virgen por el don del carisma poético, Romano la recuerda al final de casi todos los himnos y le dedica sus kontákia más hermosos: Natividad, Anunciación, Maternidad divina, Nueva Eva.

Por último, las enseñanzas morales están relacionadas con el juicio final (cf. Las diez vírgenes [II]). Nos lleva hacia ese momento de la verdad de nuestra vida, la comparecencia ante el Juez justo, y por ello exhorta a la conversión haciendo penitencia y ayuno. De modo positivo, el cristiano debe practicar la caridad, la limosna. En dos himnos, Las Bodas de Caná Las diez vírgenes, pone de relieve el primado de la caridad sobre la continencia. La caridad es la más grande de las virtudes: “Diez vírgenes poseían la virtud de la virginidad intacta, / pero para cinco de ellas el duro ejercicio no dio fruto. / Las otras brillaron con las lámparas del amor a la humanidad, / por eso las invitó el esposo” (Las diez vírgenes, 1).

Los cantos de Romano el Meloda están impregnados de humanidad palpitante, de ardor de fe y de profunda humildad. Este gran poeta y compositor nos recuerda todo el tesoro de la cultura cristiana, nacida de la fe, nacida del corazón que se ha encontrado con Cristo, con el Hijo de Dios. De este contacto del corazón con la Verdad, que es Amor, ha nacido la cultura, toda la gran cultura cristiana. Y si la fe sigue viva, esta herencia cultural no muere, sino que sigue viva y presente. Los iconos siguen hablando hoy al corazón de los creyentes; no son cosas del pasado. Las catedrales no son monumentos medievales, sino casas de vida, donde nos sentimos “en casa”: en ellas encontramos a Dios y nos encontramos los unos con los otros. Tampoco la gran música —el canto gregoriano, o Bach o Mozart— es algo del pasado, sino que vive en la vitalidad de la liturgia y de nuestra fe.

Si la fe es viva, la cultura cristiana no se convierte en algo “pasado”, sino que sigue viva y presente. Y si la fe es viva, también hoy podemos responder al imperativo que siempre se repite en los Salmos: “Cantad al Señor un cántico nuevo”.

Creatividad, innovación, cántico nuevo, cultura nueva y presencia de toda la herencia cultural en la vitalidad de la fe no se excluyen, sino que son una sola realidad: son presencia de la belleza de Dios y de la alegría de ser hijos suyos.

25 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Gregorio Magno (1)

25 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GREGORIO MAGNO (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE MAYO DEL 2008

SAN GREGORIO MAGNO (1)

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hablé de un Padre de la Iglesia poco conocido en Occidente, Romano el Meloda; hoy quiero presentar la figura de uno de los Padres más grandes de la historia de la Iglesia, uno de los cuatro doctores de Occidente, el Papa san Gregorio, que fue Obispo de Roma entre los años 590 y 604, y que mereció de parte de la tradición el título Magnus, Grande. San Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y un gran doctor de la Iglesia.

Nació en Roma, en torno al año 540, en una rica familia patricia de la gens Anicia, que no sólo se distinguía por la nobleza de su sangre, sino también por su adhesión a la fe cristiana y por los servicios prestados a la Sede apostólica. De esta familia habían salido dos Papas: Félix III (483-492), tatarabuelo de san Gregorio, y Agapito (535-536). La casa en la que san Gregorio creció se encontraba en el Clivus Scauri, rodeada de solemnes edificios que atestiguaban la grandeza de la antigua Roma y la fuerza espiritual del cristianismo. Los ejemplos de sus padres Gordiano y Silvia, ambos venerados como santos, y los de sus tías paternas Emiliana y Tarsilia, que vivían en su misma casa como vírgenes consagradas en un camino compartido de oración y ascesis, le inspiraron elevados sentimientos cristianos.

San Gregorio ingresó pronto en la carrera administrativa, que había seguido también su padre, y en el año 572 alcanzó la cima, convirtiéndose en prefecto de la ciudad. Este cargo, complicado por la tristeza de aquellos tiempos, le permitió dedicarse en un amplio radio a todo tipo de problemas administrativos, obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular le dejó un profundo sentido del orden y de la disciplina: cuando llegó a ser Papa, sugirió a los obispos que en la gestión de los asuntos eclesiásticos tomaran como modelo la diligencia y el respeto que los funcionarios civiles tenían por las leyes.

Sin embargo, esa vida no le debía satisfacer, dado que, no mucho tiempo después, decidió dejar todo cargo civil para retirarse en su casa y comenzar la vida de monje, transformando la casa de la familia en el monasterio de San Andrés en el Celio. Este período de vida monástica, vida de diálogo permanente con el Señor en la escucha de su palabra, le dejó una perenne nostalgia que se manifiesta continuamente en sus homilías: en medio del agobio de las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus escritos como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio. Así pudo adquirir el profundo conocimiento de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia del que se sirvió después en sus obras.

Pero el retiro claustral de san Gregorio no duró mucho. La valiosa experiencia que adquirió en la administración civil en un período lleno de graves problemas, las relaciones que mantuvo con los bizantinos mientras desempeñaba ese cargo, y la estima universal que se había ganado, indujeron al Papa Pelagio a nombrarlo diácono y a enviarlo a Constantinopla como su “apocrisario” —hoy se diría “nuncio apostólico”— para acabar con los últimos restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener el apoyo del emperador en el esfuerzo por contener la presión longobarda.

La permanencia en Constantinopla, donde junto con un grupo de monjes había reanudado la vida monástica, fue importantísima para san Gregorio, pues le permitió tener experiencia directa del mundo bizantino, así como conocer de cerca el problema de los longobardos, que después pondría a dura prueba su habilidad y su energía en el período del pontificado. Tras algunos años, fue llamado de nuevo a Roma por el Papa, quien lo nombró su secretario. Eran años difíciles: las continuas lluvias, el desbordamiento de los ríos y la carestía afligían a muchas zonas de Italia y en particular a Roma. Al final se desató la peste, que causó numerosas víctimas, entre ellas el Papa Pelagio II. El clero, el pueblo y el senado fueron unánimes en elegirlo precisamente a él, Gregorio, como su sucesor en la Sede de Pedro. Trató de resistirse, incluso intentando la fuga, pero todo fue inútil: al final tuvo que ceder. Era el año 590.

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Reconociendo que lo que había sucedido era voluntad de Dios, el nuevo Pontífice se puso inmediatamente al trabajo con empeño. Desde el principio puso de manifiesto una visión singularmente lúcida de la realidad que debía afrontar, una extraordinaria capacidad de trabajo para resolver los asuntos tanto eclesiales como civiles, un constante equilibrio en las decisiones, incluso valientes, que su misión le imponía. De su gobierno se conserva una amplia documentación gracias al Registro de sus cartas (aproximadamente 800), en las que se refleja cómo afrontaba diariamente los complejos interrogantes que llegaban a su despacho. Eran cuestiones que procedían de los obispos, de los abades, de los clérigos, y también de las autoridades civiles de todo orden y grado.

Entre los problemas que afligían en aquel tiempo a Italia y a Roma había uno de particular importancia tanto en el ámbito civil como en el eclesial: la cuestión longobarda. A ella dedicó el Papa todas las energías posibles en orden a una solución verdaderamente pacificadora. A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los longobardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con ojos de buen pastor, con la intención de anunciarles la palabra de salvación, entablando con ellos relaciones de fraternidad con vistas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos. Se preocupó de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos de España, los francos, los sajones, los inmigrantes en Bretaña y los longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Agustín de Canterbury, jefe de un grupo de monjes a los que san Gregorio encargó dirigirse a Bretaña para evangelizar Inglaterra.

Para obtener una paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se comprometió a fondo —era un verdadero pacificador—, emprendiendo una estrecha negociación con el rey longobardo Agilulfo. Esa negociación llevó a un período de tregua que duró cerca de tres años (598-601), tras los cuales, en el año 603, fue posible estipular un armisticio más estable. Este resultado positivo se logró, ente otras causas, gracias a los contactos paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era una princesa bávara y, a diferencia de los jefes de los otros pueblos germanos, era católica, profundamente católica. Se conserva una serie de cartas del Papa san Gregorio a esta reina, en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella. Teodolinda consiguió, poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz.

El Papa se preocupó también de enviarle las reliquias para la basílica de San Juan Bautista que ella hizo construir en Monza, así como su felicitación y preciosos regalos para esa catedral con ocasión del nacimiento y del bautismo de su hijo Adaloaldo. La vicisitud de esta reina constituye un hermoso testimonio sobre la importancia de las mujeres en la historia de la Iglesia. En el fondo, los objetivos que san Gregorio perseguía constantemente eran tres: contener la expansión de los longobardos en Italia; proteger a la reina Teodolinda de la influencia de los cismáticos y reforzar la fe católica; y mediar entre los longobardos y los bizantinos con vistas a un acuerdo que garantizara la paz en la península y a la vez permitiera llevar a cabo una acción evangelizadora entre los longobardos. Por tanto, eran dos las finalidades que buscaba en esa compleja situación: promover acuerdos en el ámbito diplomático-político y difundir el anuncio de la verdadera fe entre las poblaciones.

Junto a la acción meramente espiritual y pastoral, el Papa san Gregorio fue protagonista activo también de una múltiple actividad social. Con las rentas del conspicuo patrimonio que la Sede romana poseía en Italia, especialmente en Sicilia, compró y distribuyó trigo, socorrió a quienes se encontraban en situación de necesidad, ayudó a sacerdotes, monjes y monjas que vivían en la indigencia, pagó rescates de ciudadanos que habían caído prisioneros de los longobardos, compró armisticios y treguas. Además desarrolló, tanto en Roma como en otras partes de Italia, una atenta labor de reforma administrativa, dando instrucciones precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles para su subsistencia y su obra evangelizadora en el mundo, se gestionaran con total rectitud y según las reglas de la justicia y de la misericordia. Exigía que los colonos fueran protegidos de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad de la Iglesia y, en caso de fraude, que se les indemnizara con prontitud, para que el rostro de la Esposa de Cristo no se contaminara con beneficios injustos.

San Gregorio llevó a cabo esta intensa actividad a pesar de sus problemas de salud, que lo obligaban con frecuencia a guardar cama durante largos días. Los ayunos que había practicado en los años de la vida monástica le habían ocasionado serios trastornos digestivos. Además, su voz era muy débil, de forma que a menudo tenía que encomendar al diácono la lectura de sus homilías, para que los fieles presentes en las basílicas romanas pudieran oírlo. En los días de fiesta hacía lo posible por celebrar Missarum sollemnia, esto es, la misa solemne, y entonces se encontraba personalmente con el pueblo de Dios, que lo apreciaba mucho porque veía en él la referencia autorizada en la que hallaba seguridad: no por casualidad se le atribuyó pronto el título de consul Dei.

A pesar de las dificilísimas condiciones en las que tuvo que actuar, gracias a su santidad de vida y a su rica humanidad consiguió conquistar la confianza de los fieles, logrando para su tiempo y para el futuro resultados verdaderamente grandiosos. Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy.

24 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Gregorio Magno (2)

24 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GREGORIO MAGNO (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 04 DE JUNIO DE 2008

SAN GREGORIO MAGNO (2)

Queridos hermanos y hermanas: 

En nuestro encuentro de los miércoles, vuelvo a comentar hoy la extraordinaria figura del Papa san Gregorio Magno para recoger más luces de su rica enseñanza. A pesar de los múltiples compromisos vinculados a su función de Obispo de Roma, nos dejó numerosas obras de las que la Iglesia, en los siglos sucesivos, se ha servido ampliamente. Además de su abundante epistolario —el Registro al que aludí en la anterior catequesis contiene más de 800 cartas—, nos dejó sobre todo escritos de carácter exegético, entre los que se distinguen el Comentario moral a Job —conocido con el título latino de Moralia in Iob—, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de carácter hagiográfico, los Diálogos, escrita por san Gregorio para la edificación de la reina longobarda Teodolinda. Su obra principal y más conocida es, sin duda, la Regla pastoral, que el Papa redactó al inicio de su pontificado con una finalidad claramente programática.

Haciendo un rápido repaso a estas obras debemos observar, ante todo, que en sus escritos san Gregorio jamás se muestra preocupado por elaborar una doctrina “suya”, una originalidad propia. Más bien trata de hacerse eco de la enseñanza tradicional de la Iglesia; sólo quiere ser la boca de Cristo y de su Iglesia en el camino que se debe recorrer para llegar a Dios. Al respecto son ejemplares sus comentarios exegéticos. Fue un apasionado lector de la Biblia, a la que no se acercó con pretensiones meramente especulativas:  el cristiano debe sacar de la sagrada Escritura —pensaba— no tanto conocimientos teóricos, cuanto más bien el alimento diario para su alma, para su vida de hombre en este mundo.

En las Homilías sobre Ezequiel, por ejemplo, insiste mucho en esta función del texto sagrado:  acercarse a la Escritura sólo para satisfacer un deseo de conocimiento significa ceder a la tentación del orgullo y exponerse así al peligro de caer en la herejía. La humildad intelectual es la regla primaria para quien trata de penetrar en las realidades sobrenaturales partiendo del Libro sagrado. La humildad, obviamente, no excluye el estudio serio; pero para lograr que este estudio resulte verdaderamente provechoso, permitiendo entrar realmente en la profundidad del texto, la humildad resulta indispensable. Sólo con esta actitud interior se escucha realmente y se percibe por fin la voz de Dios. Por otro lado, cuando se trata de la palabra de Dios, comprender no es nada si la comprensión no lleva a la acción. En estas homilías sobre Ezequiel se encuentra también la bella expresión según la cual “el predicador debe mojar su pluma en la sangre de su corazón; así podrá llegar también al oído del prójimo”. Al leer esas homilías se ve  que  san  Gregorio  escribió realmente con la sangre de su corazón y, por ello, nos habla aún hoy a nosotros.

San Gregorio desarrolla también este tema en el Comentario moral a Job. Siguiendo la tradición patrística, examina el texto sagrado en las tres dimensiones de su sentido:  la dimensión literal, la alegórica y la moral, que son dimensiones del único sentido de la sagrada Escritura. Sin embargo, san Gregorio atribuye una clara preponderancia al sentido moral. Desde esta perspectiva, propone su pensamiento a través de algunos binomios significativos —saber-hacer, hablar-vivir, conocer-actuar— en los que evoca los dos aspectos de la vida humana que deberían ser complementarios, pero que con frecuencia acaban por ser antitéticos. El ideal moral —comenta— consiste siempre en llevar a cabo una armoniosa integración entre palabra y acción, pensamiento y compromiso, oración y dedicación a los deberes del propio estado:  este es el camino para realizar la síntesis gracias a la cual lo divino desciende hasta el hombre y el hombre se eleva hasta la identificación con Dios. Así, el gran Papa traza para el auténtico creyente un proyecto de vida completo; por eso, en la Edad Media el Comentario moral a Job constituirá una especie de Summade la moral cristiana.

También son de notable importancia y belleza sus Homilías sobre los Evangelios. La primera de ellas la pronunció en la basílica de San Pedro durante el tiempo de Adviento del año 590; por tanto, pocos meses después de su elección al pontificado; la última la pronunció en la basílica de San Lorenzo el segundo domingo después de Pentecostés del año 593. El Papa predicaba al pueblo en las iglesias donde se celebraban la “estaciones” —ceremonias especiales de oración en los tiempos fuertes del año litúrgico— o las fiestas de los mártires titulares. El principio inspirador que une las diversas intervenciones se sintetiza en la palabra “praedicator“:  no sólo el ministro de Dios, sino también todo cristiano tiene la tarea de ser “predicador” de lo que ha experimentado en su interior, a ejemplo de Cristo, que se hizo hombre para llevar a todos el anuncio de la salvación. Este compromiso se sitúa en un horizonte escatológico:  la esperanza del cumplimiento en Cristo de todas las cosas es un pensamiento constante del gran Pontífice y acaba por convertirse en motivo inspirador de todo su pensamiento y de toda su actividad. De aquí brotan sus incesantes llamamientos a la vigilancia y a las buenas obras.

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Tal vez el texto más orgánico de san Gregorio Magno es la Regla pastoral, escrita en los primeros años de su pontificado. En ella san Gregorio se propone presentar la figura del obispo ideal, maestro y guía de su grey. Con ese fin ilustra la importancia del oficio de pastor de la Iglesia y los deberes que implica:  por tanto, quienes no hayan sido llamados a tal tarea no deben buscarla con superficialidad; en cambio, quienes lo hayan asumido sin la debida reflexión, necesariamente deben experimentar en su espíritu una turbación. Retomando un tema predilecto, afirma que el obispo es ante todo el “predicador” por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere además que conozca a los destinatarios y adapte sus intervenciones a la situación de cada uno:  san Gregorio ilustra las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han visto en esta obra también un tratado de psicología. Por eso se entiende que conocía realmente a su grey y hablaba de todo con la gente de su tiempo y de su ciudad.

Sin embargo, el gran Pontífice insiste en el deber de que el pastor reconozca cada día su propia miseria, de manera que el orgullo no haga vano a los ojos del Juez supremo el bien realizado. Por ello el capítulo final de la Regla está dedicado a la humildad:  “Cuando se siente complacencia al haber alcanzado muchas virtudes, conviene reflexionar en las propias insuficiencias y humillarse:  en lugar de considerar el bien realizado, hay que considerar el que no se ha llevado a cabo”. Todas estas valiosas indicaciones demuestran el altísimo concepto que san Gregorio tiene del cuidado de las almas, que define “ars artium“, el arte de las artes. La Regla tuvo tanto éxito que pronto se tradujo al griego y al anglosajón, algo más bien raro.

También es significativa otra obra, los Diálogos, en la que al amigo y diácono Pedro, convencido de que las costumbres estaban tan corrompidas que no permitían que surgieran santos como en los tiempos pasados, san Gregorio demuestra lo contrario:  la santidad siempre es posible, incluso en tiempos difíciles. Lo prueba narrando la vida de personas contemporáneas o fallecidas recientemente, a las que con razón se podría definir santas, aunque no estuvieran canonizadas. La narración va acompañada de reflexiones teológicas y místicas que hacen del libro un texto hagiográfico singular, capaz de fascinar a generaciones enteras de lectores. La materia está tomada de tradiciones vivas del pueblo y tiene como finalidad edificar y formar, atrayendo la atención de quien lee hacia una serie de cuestiones como el sentido del milagro, la interpretación de la Escritura, la inmortalidad del alma, la existencia del infierno, la representación del más allá, temas que requerían oportunas aclaraciones. El libro II está totalmente dedicado a la figura de san Benito de Nursia y es el único testimonio antiguo sobre la vida del santo monje, cuya belleza espiritual destaca en el texto con plena evidencia.

En el plan teológico que san Gregorio desarrolla a lo largo de sus obras, el pasado, el presente y el futuro se relativizan. Para él lo que más cuenta es todo el arco de la historia salvífica, que sigue realizándose entre los oscuros recovecos del tiempo. Desde esta perspectiva es significativo que introduzca el anuncio de la conversión de los anglos en medio del Comentario moral a Job:  a sus ojos ese acontecimiento constituía un adelanto del reino de Dios del que habla la Escritura; por tanto, con razón se podía mencionar en el comentario a un libro sacro. En su opinión, los guías de las comunidades cristianas deben esforzarse por releer los acontecimientos a la luz de la palabra de Dios:  en este sentido, el gran Pontífice siente el deber de orientar a pastores y fieles en el itinerario espiritual de una lectio divina iluminada y concreta, situada en el contexto de la propia vida.

Antes de concluir, es necesario hablar de las relaciones que el Papa san Gregorio cultivó con los patriarcas de Antioquía, de Alejandría e incluso de Constantinopla. Se preocupó siempre de reconocer y respetar sus derechos, evitando cualquier interferencia que limitara la legítima autonomía de aquellos. Aunque san Gregorio, en el contexto de su situación histórica, se opuso a que al Patriarca de Constantinopla se le diera el título “ecuménico”, no lo hizo por limitar o negar esta legítima autoridad, sino porque le preocupaba la unidad fraterna de la Iglesia universal. Lo hizo sobre todo por su profunda convicción de que la humildad debía ser la virtud fundamental de todo obispo, especialmente de un Patriarca.

En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser —es expresión suya— servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo “siervo de los siervos”. Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza.

23 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Columbano

23 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN COLUMBANO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE JUNIO DE 2008

SAN COLUMBANO

Hoy voy a hablar del santo abad Columbano, el irlandés más famoso de la alta Edad Media: con razón se le puede llamar un santo “europeo”, pues como monje, misionero y escritor trabajó en varios países de Europa occidental. Como los irlandeses de su época, era consciente de la unidad cultural de Europa. En una de sus cartas, escrita en torno al año 600 y dirigida al Papa san Gregorio Magno, se encuentra por primera vez la expresión “totius Europae“, “de toda Europa”, refiriéndose a la presencia de la Iglesia en el continente (cf. Epistula I, 1).

San Columbano nació en torno al año 543 en la provincia de Leinster, en el sudeste de Irlanda. Educado en su casa por óptimos maestros que lo orientaron en el estudio de las artes liberales, se encomendó después a la guía del abad Sinell de la comunidad de Cluain-Inis, en el norte de Irlanda, donde pudo profundizar en el estudio de las Sagradas Escrituras.

Cuando tenía cerca de veinte años entró en el monasterio de Bangor, en el nordeste de la isla, donde era abad Comgall, un monje muy conocido por su virtud y su rigor ascético. En plena sintonía con su abad, san Columbano practicó con celo la severa disciplina del monasterio, llevando una vida de oración, ascesis y estudio. Allí también fue ordenado sacerdote. La vida en Bangor y el ejemplo del abad influyeron en la concepción del monaquismo que san Columbano maduró con el tiempo y difundió después en el transcurso de su vida.

Cuando tenía unos cincuenta años, siguiendo el ideal ascético típicamente irlandés de la “peregrinatio pro Christo“, es decir, de hacerse peregrino por Cristo, san Columbano dejó la isla para emprender con doce compañeros una obra misionera en el continente europeo. Debemos tener en cuenta que la migración de pueblos del norte y del este había provocado un regreso al paganismo de regiones enteras que habían sido ya cristianizadas.

Alrededor del año 590 este pequeño grupo de misioneros desembarcó en la costa bretona. Acogidos con benevolencia por el rey de los francos de Austrasia (la actual Francia), sólo pidieron un trozo de tierra para cultivar. Les concedieron la antigua fortaleza romana de Annegray, en ruinas y abandonada, cubierta ya de vegetación. Acostumbrados a una vida de máxima renuncia, en pocos meses los monjes lograron construir, a partir de las ruinas, el primer eremitorio. De este modo, su reevangelización comenzó a desarrollarse ante todo a través del testimonio de su vida.

Con el nuevo cultivo de la tierra comenzaron también un nuevo cultivo de las almas. La fama de estos religiosos extranjeros que, viviendo de oración y en gran austeridad, construían casas y roturaban la tierra, se difundió rápidamente, atrayendo a peregrinos y penitentes. Sobre todo muchos jóvenes pedían ser acogidos en la comunidad monástica para vivir como ellos esta vida ejemplar que renovaba el cultivo de la tierra y de las almas. Pronto resultó necesario fundar un segundo monasterio. Fue construido a pocos kilómetros de distancia, sobre las ruinas de una antigua ciudad termal, Luxeuil. Ese monasterio se convertiría en centro de la irradiación monástica y misionera de la tradición irlandesa en el continente europeo. Se erigió un tercer monasterio en Fontaine, a una hora de camino hacia el norte.

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En Luxeuil san Columbano vivió durante casi veinte años. Allí el santo escribió para sus seguidores la Regula monachorum —durante cierto tiempo más difundida en Europa que la de san Benito—, delineando la imagen ideal del monje. Es la única antigua Regla monástica irlandesa que poseemos. Como complemento, redactó la Regula coenobialis, una especie de código penal para las infracciones de los monjes, con castigos bastante sorprendentes para la sensibilidad moderna, que sólo se pueden explicar con la mentalidad de aquel tiempo y ambiente.

Con otra obra famosa, titulada De poenitentiarum misura taxanda, que también escribió en Luxeuil, san Columbano introdujo en el continente la confesión y la penitencia privadas y reiteradas; esa penitencia se llamaba “tarifada” por la proporción establecida entre la gravedad del pecado y la reparación impuesta por el confesor. Estas novedades suscitaron sospechas entre los obispos de la región, sospechas que se convirtieron en hostilidad cuando san Columbano tuvo la valentía de reprochar abiertamente las costumbres de algunos de ellos.

Este contraste se manifestó con la disputa sobre la fecha de la Pascua: Irlanda seguía la tradición oriental, que no coincidía con la tradición romana. El monje irlandés fue convocado en el año 603 en Châlon-sur-Saôn para rendir cuentas ante un Sínodo de sus costumbres sobre la penitencia y la Pascua. En vez de presentarse ante el Sínodo, mandó una carta en la que restaba importancia a la cuestión, invitando a los padres sinodales a discutir no sólo sobre el problema de la fecha de la Pascua, según él un problema secundario, “sino también sobre todas las normas canónicas necesarias, que muchos no observan, lo cual es más grave” (cf. Epistula II, 1). Al mismo tiempo, escribió al Papa Bonifacio IV —unos años antes ya se había dirigido al Papa san Gregorio Magno (cf. Epistula I)— para defender la tradición irlandesa (cf. Epistula III).

Al ser intransigente en todas las cuestiones morales, san Columbano también entró en conflicto con la casa real, pues había reprendido duramente al rey Teodorico por sus relaciones adúlteras. De ello surgió una red de intrigas y maniobras a nivel personal, religioso y político que, en el año 610, desembocó en un decreto por el que se expulsó de Luxeuil a san Columbano y a todos los monjes de origen irlandés, que fueron condenados a un destierro definitivo. Fueron escoltados hasta llegar al mar y embarcados, a costa de la corte, rumbo a Irlanda. Pero el barco encalló a poca distancia de la playa y el capitán, al ver en ello un signo del cielo, renunció a la empresa y, por miedo a ser maldecido por Dios, devolvió a los monjes a tierra firme. Estos, en vez de regresar a Luxeuil, decidieron comenzar una nueva obra de evangelización. Se embarcaron en el Rhin y remontaron el río. Después de una primera etapa en Tuggen, junto al lago de Zurich, se dirigieron a la región de Bregenz, junto al lago de Costanza, para evangelizar a los alemanes.

Ahora bien, poco después, san Columbano, a causa de vicisitudes políticas poco favorables a su obra, decidió atravesar los Alpes con la mayor parte de sus discípulos. Sólo se quedó un monje, llamado Gallus. De su eremitorio se desarrollaría la famosa abadía de Sankt Gallen, en Suiza. Al llegar a Italia, san Columbano fue recibido cordialmente en la corte real longobarda, pero muy pronto tuvo que afrontar notables dificultades: la vida de la Iglesia se encontraba desgarrada por la herejía arriana, todavía dominante entre los longobardos, y por un cisma que había separado a la mayor parte de las Iglesias del norte de Italia de la comunión con el Obispo de Roma.
San Columbano se integró con autoridad en este contexto, escribiendo un libelo contra el arrianismo y una carta a Bonifacio IV para convencerlo a comprometerse decididamente en el restablecimiento de la unidad (cf. Epistula V). Cuando el rey de los longobardos, en el año 612 ó 613, le asignó un terreno en Bobbio, en el valle de Trebbia, san Columbano fundó un nuevo monasterio que luego se convertiría en un centro de cultura comparable al famoso de Montecassino. Allí terminó su vida: falleció el 23 de noviembre del año 615 y en esa fecha se le conmemora en el rito romano hasta nuestros días.

El mensaje de san Columbano se concentra en un firme llamamiento a la conversión y al desapego de los bienes terrenos con vistas a la herencia eterna. Con su vida ascética y su comportamiento sin componendas frente a la corrupción de los poderosos, evoca la figura severa de san Juan Bautista. Su austeridad, sin embargo, nunca es fin en sí misma; es sólo un medio para abrirse libremente al amor de Dios y corresponder con todo el ser a los dones recibidos de él, reconstruyendo de este modo en sí mismo la imagen de Dios y, a la vez, cultivando la tierra y renovando la sociedad humana.

En sus Instructiones dice: “Si el hombre utiliza rectamente las facultades que Dios ha concedido a su alma, entonces será semejante a Dios. Recordemos que debemos devolverle todos los dones que ha depositado en nosotros cuando nos encontrábamos en la condición originaria. La manera de hacerlo nos la ha enseñado con sus mandamientos. El primero de ellos es amar al Señor con todo el corazón, pues él nos amó primero, desde el inicio de los tiempos, antes aún de que viéramos la luz de este mundo” (cf. Instr. XI).

El santo irlandés encarnó realmente estas palabras en su vida. Hombre de gran cultura —escribió también poesías en latín y un libro de gramática—, gozó de muchos dones de gracia. Constructor incansable de monasterios, y también predicador penitencial intransigente, dedicó todas sus energías a alimentar las raíces cristianas de la Europa que estaba naciendo. Con su energía espiritual, con su fe y con su amor a Dios y al prójimo se convirtió realmente en uno de los padres de Europa: nos muestra también hoy dónde están las raíces de las cuales puede renacer nuestra Europa.

22 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Isidoro de Sevilla

22 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ISIDORO DE SEVILLA

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE JUNIO DE 2008

SAN ISIDORO DE SEVILLA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de san Isidoro de Sevilla. Era hermano menor de san Leandro, obispo de Sevilla, y gran amigo del Papa san Gregorio Magno. Este detalle es importante, pues permite tener presente un dato cultural y espiritual indispensable para comprender la personalidad de san Isidoro. En efecto, san Isidoro debe mucho a san Leandro, persona muy exigente, estudiosa y austera, que había creado en torno a su hermano menor un contexto familiar caracterizado por las exigencias ascéticas propias de un monje y por el ritmo de trabajo que requiere una seria entrega al estudio.

Además, san Leandro se había encargado de disponer lo necesario para afrontar la situación político-social del momento: en aquellas décadas los visigodos, bárbaros y arrianos, habían invadido la península ibérica y se habían adueñado de los territorios que pertenecían al Imperio romano. Era necesario conquistarlos para la romanidad y para el catolicismo. La casa de san Leandro y san Isidoro contaba con una biblioteca muy rica en obras clásicas, paganas y cristianas. Por eso, san Isidoro, que se sentía atraído tanto a unas como a otras, fue educado a practicar, bajo la responsabilidad de su hermano mayor, una disciplina férrea para dedicarse a su estudio, con discreción y discernimiento.

Así pues, en el obispado de Sevilla se vivía en un clima sereno y abierto. Lo podemos deducir por los intereses culturales y espirituales de san Isidoro, como se manifiestan en sus obras, que abarcan un conocimiento enciclopédico de la cultura clásica pagana y un conocimiento profundo de la cultura cristiana. De este modo se explica el eclecticismo que caracteriza la producción literaria de san Isidoro, el cual pasa con suma facilidad de Marcial a san Agustín, de Cicerón a san Gregorio Magno.

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El joven Isidoro, que en el año 599 se convirtió en sucesor de su hermano Leandro en la cátedra episcopal de Sevilla, tuvo que afrontar una lucha interior muy dura. Tal vez precisamente por esa lucha constante consigo mismo da la impresión de un exceso de voluntarismo, que se percibe leyendo las obras de este gran autor, considerado el último de los Padres cristianos de la antigüedad. Pocos años después de su muerte, que tuvo lugar en el año 636, el concilio de Toledo, del año 653, lo definió: «Ilustre maestro de nuestra época y gloria de la Iglesia católica ».

San Isidoro fue, sin duda, un hombre de contraposiciones dialécticas acentuadas. En su vida personal, experimentó también un conflicto interior permanente, muy parecido al que ya habían vivido san Gregorio Magno y san Agustín, entre el deseo de soledad, para dedicarse únicamente a la meditación de la palabra de Dios, y las exigencias de la caridad hacia los hermanos de cuya salvación se sentía responsable como obispo. Por ejemplo, a propósito de los responsables de la Iglesia escribe: «El responsable de una Iglesia (vir ecclesiasticus), por una parte, debe dejarse crucificar al mundo con la mortificación de la carne; y, por otra, debe aceptar la decisión del orden eclesiástico, cuando procede de la voluntad de Dios, de dedicarse al gobierno con humildad, aunque no quisiera hacerlo» (Sententiarum liber III, 33, 1: PL 83, col. 705 B).

Un párrafo después, añade: «Los hombres de Dios (sancti viri) no desean dedicarse a las cosas seculares y gimen cuando, por un misterioso designio divino, se les encargan ciertas responsabilidades. (…) Hacen todo lo posible para evitarlas, pero aceptan lo que no quisieran y hacen lo que habrían querido evitar. Entran en lo más secreto del corazón y allí tratan de comprender lo que les pide la misteriosa voluntad de Dios. Y cuando se dan cuenta de que tienen que someterse a los designios de Dios, inclinan el cuello del corazón bajo el yugo de la decisión divina» (Sententiarum liber III, 33, 3: PL 83, col. 705-706).

Para comprender mejor a san Isidoro es necesario recordar, ante todo, la complejidad de las situaciones políticas de su tiempo, a las que me referí antes: durante los años de su niñez experimentó la amargura del destierro. A pesar de ello, estaba lleno de entusiasmo apostólico: sentía un gran deseo de contribuir a la formación de un pueblo que encontraba por fin su unidad, tanto en el ámbito político como religioso, con la conversión providencial de Hermenegildo, el heredero al trono visigodo, del arrianismo a la fe católica.

Sin embargo, no se ha de subestimar la enorme dificultad que supone afrontar de modo adecuado problemas tan graves como los de las relaciones con los herejes y con los judíos. Se trata de una serie de problemas que también hoy son muy concretos, sobre todo si se piensa en lo que sucede en algunas regiones donde parecen replantearse situaciones muy parecidas a las de la península ibérica del siglo VI. La riqueza de los conocimientos culturales de que disponía san Isidoro le permitía confrontar continuamente la novedad cristiana con la herencia clásica grecorromana. Sin embargo, más que el don precioso de la síntesis, parecía tener el de la collatio, es decir, la recopilación, que se manifestaba en una extraordinaria erudición personal, no siempre tan ordenada como se hubiera podido desear.

En todo caso, es admirable su preocupación por no descuidar nada de lo que la experiencia humana había producido en la historia de su patria y del mundo entero. San Isidoro no hubiera querido perder nada de lo que el hombre había adquirido en las épocas antiguas, ya fueran paganas, judías o cristianas. Por tanto, no debe sorprender que, al perseguir este objetivo, no lograra transmitir adecuadamente, como hubiera querido, los conocimientos que poseía, a través de las aguas purificadoras de la fe cristiana. Sin embargo, de hecho, según las intenciones de san Isidoro, las propuestas que presenta siempre están en sintonía con la fe católica, sostenida por él con firmeza. En la discusión de los diversos problemas teológicos percibe su complejidad y propone a menudo, con agudeza, soluciones que recogen y expresan la verdad cristiana completa. Esto ha permitido a los creyentes, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, servirse con gratitud de sus definiciones.

Un ejemplo significativo en este campo es la enseñanza de san Isidoro sobre las relaciones entre vida activa y vida contemplativa. Escribe: «Quienes tratan de lograr el descanso de la contemplación deben entrenarse antes en el estadio de la vida activa; así, liberados de los residuos del pecado, serán capaces de presentar el corazón puro que permite ver a Dios» (Differentiarum Lib. II, 34, 133: PL 83, col 91 A).

Su realismo de auténtico pastor lo convenció del peligro que corren los fieles de limitarse a ser hombres de una sola dimensión. Por eso, añade: “El camino intermedio, compuesto por ambas formas de vida, resulta normalmente el más útil para resolver esas tensiones, que con frecuencia se agudizan si se elige un solo tipo de vida; en cambio, se suavizan mejor alternando las dos formas” (o.c., 134: ib., col 91 B).

San Isidoro busca en el ejemplo de Cristo la confirmación definitiva de una correcta orientación de vida y dice: «El Salvador, Jesús, nos dio ejemplo de vida activa cuando, durante el día, se dedicaba a hacer signos y milagros en la ciudad, pero mostró la vida contemplativa cuando se retiraba a la montaña y pasaba la noche dedicado a la oración» (o.c. 134: ib.). A la luz de este ejemplo del divino Maestro, san Isidoro concluye con esta enseñanza moral: «Por eso, el siervo de Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación sin renunciar a la vida activa. No sería correcto obrar de otra manera, pues del mismo modo que se debe amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la acción. Por tanto, es imposible vivir sin la presencia de ambas formas de vida, y tampoco es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra» (o.c., 135: ib., col 91 C).

Creo que esta es la síntesis de una vida que busca la contemplación de Dios, el diálogo con Dios en la oración y en la lectura de la Sagrada Escritura, así como la acción al servicio de la comunidad humana y del prójimo. Esta síntesis es la lección que el gran obispo de Sevilla nos deja a los cristianos de hoy, llamados a dar testimonio de Cristo al inicio de un nuevo milenio.

21 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Máximo El Confesor

21 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN MÁXIMO EL CONFESOR
AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE JUNIO DE 2008

SAN MÁXIMO CONFESOR

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero presentar la figura de uno de los grandes Padres de la Iglesia de Oriente del período tardío. Se trata de un monje, san Máximo, al que la tradición cristiana le otorgó el título de Confesor por la intrépida valentía con que supo testimoniar —”confesar”—, incluso con el sufrimiento, la integridad de su fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Salvador del mundo.

San Máximo nació en Palestina, la tierra del Señor, en torno al año 580. Desde su adolescencia se orientó a la vida monástica y al estudio de las Escrituras, en parte a través de las obras de Orígenes, el gran maestro que ya en el siglo III había “consolidado” la tradición exegética alejandrina.

De Jerusalén se trasladó a Constantinopla y de allí, a causa de las invasiones bárbaras, se refugió en África, donde se distinguió por su gran valentía en la defensa de la ortodoxia. San Máximo no aceptaba ninguna disminución de la humanidad de Cristo. Había surgido la teoría según la cual Cristo sólo tenía una voluntad, la divina. Para defender la unicidad de su persona, negaban que tuviera una auténtica voluntad humana. Y, a primera vista, podía parecer algo bueno que Cristo tuviera una sola voluntad. Pero san Máximo comprendió inmediatamente que esto destruía el misterio de la salvación, pues una humanidad sin voluntad, un hombre sin voluntad no es verdadero hombre, es un hombre amputado.

Por tanto, según esa teoría, el hombre Jesucristo no habría sido verdadero hombre, no habría vivido el drama del ser humano, que consiste precisamente en la dificultad para conformar nuestra voluntad con la verdad del ser. Así, san Máximo afirma con gran decisión: la sagrada Escritura no nos muestra a un hombre amputado, sin voluntad, sino a un verdadero hombre, a un hombre completo: Dios, en Jesucristo, asumió realmente la totalidad del ser humano —obviamente, excepto el pecado—; por tanto, también una voluntad humana.

Dicho de esta forma resulta claro: Cristo, o es hombre o no lo es. Si es hombre, también tiene voluntad. Pero entonces surge el problema: ¿no se cae así en una especie de dualismo? ¿No se acaba afirmando dos personalidades completas: razón, voluntad y sentimiento? ¿Cómo superar el dualismo, conservar la integridad del ser humano y, sin embargo, defender la unidad de la persona de Cristo, que no era esquizofrénico? San Máximo demuestra que el hombre no encuentra su unidad, su integración, su totalidad en sí mismo, sino superándose a sí mismo, saliendo de sí mismo. De este modo, también en Cristo, saliendo de sí mismo, el hombre se encuentra a sí mismo en Dios, en el Hijo de Dios.

No se debe amputar al hombre para explicar la Encarnación; basta comprender el dinamismo del ser humano, que sólo se realiza saliendo de sí mismo. Sólo en Dios nos encontramos a nosotros mismos; sólo en él encontramos nuestra totalidad e integridad. Así se ve que el hombre que se encierra en sí mismo no está completo; por el contrario, el hombre que se abre, que sale de sí mismo, es un hombre completo y precisamente en el Hijo de Dios se encuentra a sí mismo, encuentra su verdadera humanidad.

Para san Máximo esta concepción no es una especulación filosófica; la ve realizada en la vida concreta de Jesús, sobre todo en el drama de Getsemaní. En este drama de la agonía de Jesús, en la angustia de la muerte, de la oposición entre la voluntad humana de no morir y la voluntad divina, que se ofrece a la muerte, en este drama de Getsemaní se realiza todo el drama humano, el drama de nuestra redención. San Máximo nos dice, y sabemos que es verdad: Adán —y Adán somos nosotros— creía que el “no” era el culmen de la libertad. Sólo sería realmente libre quien puede decir “no”; para realizar realmente su libertad, el hombre debe decir “no” a Dios; sólo así cree que es él mismo, que ha llegado al culmen de la libertad. La naturaleza humana de Cristo también llevaba en sí esta tendencia, pero la superó, pues Jesús comprendió que el “no” no es el grado máximo de la libertad humana.

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El grado máximo de la libertad es el “sí”, la conformidad con la voluntad de Dios. El hombre sólo llega a ser realmente él mismo en el “sí”; el hombre sólo llega a estar inmensamente abierto, sólo llega a ser “divino” en la gran apertura del “sí”, en la unificación de su voluntad con la voluntad divina. Adán deseaba ser como Dios, es decir, ser completamente libre. Pero el hombre que se encierra en sí mismo no es divino, no es completamente libre; lo es si sale de sí; en el “sí” llega a ser libre. Este es el drama de Getsemaní: no se haga mi voluntad, sino la tuya. Cambiando la voluntad humana por la voluntad divina nace el verdadero hombre; así somos redimidos. Este era, en síntesis, el punto principal del pensamiento de san Máximo y vemos que en él está en juego todo el ser humano; está en juego toda nuestra vida.

San Máximo ya tenía problemas en África por defender esta concepción del hombre y de Dios; y fue llamado a Roma. En el año 649 participó en el concilio de Letrán, convocado por el Papa Martín I, para defender las dos voluntades de Cristo contra el edicto del emperador, que por el bien de la paz prohibía discutir esta cuestión. El Papa Martín I tuvo que pagar un precio muy alto por su valentía: aunque estaba enfermo, fue arrestado y llevado a Constantinopla. Procesado y condenado a muerte, se le conmutó la pena por el destierro definitivo en Crimea, donde falleció el 16 de septiembre del año 655, tras dos largos años de humillaciones y tormentos.

Poco tiempo después, en el año 662, le tocó el turno a san Máximo, el cual, también oponiéndose al emperador, seguía repitiendo: “Es imposible afirmar que Cristo tenía una sola voluntad” (cf. PG 91, cc. 268-269). Así, junto con dos de sus discípulos, ambos llamados Anastasio, san Máximo fue sometido a un proceso agotador, a pesar de que ya tenía más de ochenta años de edad. El tribunal del emperador le condenó, con la acusación de herejía, a la cruel mutilación de la lengua y de la mano derecha, los dos órganos mediante los cuales, a través de la palabra y los escritos, san Máximo había combatido la doctrina errónea de la voluntad única de Cristo. Por último, el santo monje, así mutilado, fue desterrado a la Cólquida, en el mar Negro, donde murió, agotado por los sufrimientos padecidos, a los 82 años, el 13 de agosto del año 662.

Al hablar de la vida de san Máximo, hemos mencionado su obra literaria en defensa de la ortodoxia. En particular, nos referimos a la Disputa con Pirro, que había sido patriarca de Constantinopla; en ella logró persuadir a su adversario de sus errores. En efecto, con gran honradez, Pirro concluyó así la Disputa: “Pido perdón para mí y para quienes me han precedido: por ignorancia llegamos a estos absurdos pensamientos y argumentaciones; y pido que se encuentre la manera de cancelar estas absurdidades, salvando el recuerdo de quienes se han equivocado” (PG 91, c. 352).

Además, nos han llegado varias decenas de obras importantes, entre las que destaca la Mystagogia, uno de los escritos más significativos de san Máximo, que recoge su pensamiento teológico con una síntesis bien estructurada.

El pensamiento de san Máximo nunca es sólo teológico, especulativo, encerrado en sí mismo, pues siempre desemboca en la realidad concreta del mundo y de la salvación. En este contexto, en el que tuvo que sufrir, no podía evadirse con afirmaciones filosóficas sólo teóricas; debía buscar el sentido de la vida, preguntándose: ¿quién soy?, ¿qué es el mundo? Al hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios le ha encomendado la misión de unificar el cosmos. Y como Cristo unificó en sí mismo al ser humano, el Creador ha unificado el cosmos en el hombre. Nos ha mostrado cómo unificar el cosmos en la comunión de Cristo, llegando así realmente a un mundo redimido.

A esta profunda visión salvífica se refiere uno de los teólogos más destacados del siglo XX, Hans Urs von Balthasar, quien, “relanzando” la figura de san Máximo, define su pensamiento con la incisiva expresión “liturgia cósmica” (Kosmische Liturgie). En el centro de esta solemne “liturgia” siempre está Jesucristo, único Salvador del mundo. La eficacia de su acción salvífica, que unificó definitivamente el cosmos, está garantizada por el hecho de que él, aun siendo Dios en todo, también es íntegramente hombre, incluyendo la “energía” y la voluntad del hombre.

La vida y el pensamiento de san Máximo quedan fuertemente iluminados por su inmensa valentía para testimoniar la realidad íntegra de Cristo, sin disminuciones ni componendas. Así queda claro quién es realmente el hombre y cómo debemos vivir para responder a nuestra vocación. Debemos vivir unidos a Dios, para estar así unidos a nosotros mismos y al cosmos, dando al cosmos mismo y a la humanidad su justa forma. El “sí” universal de Cristo también nos muestra claramente dónde situar adecuadamente todos los demás valores. Pensemos en valores que justamente se defienden hoy, como la tolerancia, la libertad y el diálogo. Pero una tolerancia que no sepa distinguir el bien del mal sería caótica y auto-destructiva. Del mismo modo, una libertad que no respete la libertad de los demás y no halle la medida común de nuestras libertades respectivas, sería anárquica y destruiría la autoridad. El diálogo que ya no sabe sobre qué dialogar resulta una palabrería vacía.

Todos estos valores son grandes y fundamentales, pero sólo pueden ser verdaderos si tienen un punto de referencia que los une y les confiere la verdadera autenticidad. Este punto de referencia es la síntesis entre Dios y el cosmos, es la figura de Cristo en la que aprendemos la verdad sobre nosotros mismos, así como el lugar donde se han de situar todos los demás valores, por haber descubierto su auténtico significado. Jesucristo es el punto de referencia que ilumina todos los demás valores. Este es el punto de llegada del testimonio de este gran Confesor. Así, al final, Cristo nos indica que el cosmos debe llegar a ser liturgia, gloria de Dios, y que la adoración es el inicio de la verdadera transformación, de la verdadera renovación del mundo.

Por eso, quiero concluir con un pasaje fundamental de las obras de san Máximo: “Adoramos a un solo Hijo, en unión con el Padre y el Espíritu Santo, como antes de los siglos, ahora y en todos los siglos, y por los siglos de los siglos. ¡Amén!” (PG 91, c. 269).

81 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Clímaco

81 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN CLÍMACO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE FEBRERO DE 2009

SAN JUAN CLÍMACO

La “Escala del paraíso” de san Juan Clímaco

Queridos hermanos y hermanas:

Después de veinte catequesis dedicadas al apóstol san Pablo, quiero retomar hoy la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y Occidente en la Edad Media. Y propongo la figura de san Juan, llamado Clímaco, transliteración latina del término griego klímakos, que significa de la escala (klímax). Se trata del título de su obra principal, en la que describe la ascensión de la vida humana hacia Dios. Nació hacia el año 575; así pues, su vida se desarrolló en los años en que Bizancio, capital del Imperio romano de Oriente, sufrió la mayor crisis de su historia. De repente cambió el marco geográfico del Imperio y el torrente de las invasiones bárbaras hizo que se desplomaran todas sus estructuras. Sólo quedó la estructura de la Iglesia, que en esos tiempos difíciles continuó su acción misionera, humana y sociocultural, especialmente a través de la red de los monasterios, en los que actuaban grandes personalidades religiosas, como san Juan Clímaco.

Entre las montañas del Sinaí, donde Moisés se encontró con Dios y Elías oyó su voz, san Juan vivió y narró sus experiencias espirituales. Se han conservado noticias sobre él en una breve Vida (PG 88, 596-608), escrita por el monje Daniel de Raithu: a los dieciséis años, Juan, monje en el monte Sinaí, se hizo discípulo del abad Martirio, un “anciano”, es decir, un “sabio”. Cuando tenía alrededor de veinte años, eligió vivir como eremita en una gruta al pie de un monte, en la localidad de Tola, a ocho kilómetros del actual monasterio de Santa Catalina. La soledad no le impidió encontrarse con personas deseosas de recibir dirección espiritual, ni visitar algunos monasterios cerca de Alejandría. De hecho, su retiro eremítico, lejos de ser una huida del mundo y de la realidad humana, lo impulsó a un amor ardiente a los demás (Vida 5) y a Dios (Vida 7).

Después de cuarenta años de vida eremítica vivida en el amor a Dios y al prójimo, durante los cuales lloró, oró, luchó contra los demonios, fue nombrado abad (egúmeno) del gran monasterio del monte Sinaí. Así volvió a la vida cenobítica, en el monasterio. Pero algunos años antes de su muerte, sintiendo la nostalgia de la vida eremítica, pasó a su hermano, monje en el mismo monasterio, el gobierno de la comunidad. Murió después del año 650. La vida de san Juan se desarrolla entre dos montes, el Sinaí y el Tabor, y verdaderamente se puede decir que de él irradió la luz que vio Moisés en el Sinaí y que contemplaron los tres apóstoles en el Tabor.

Como he dicho, se hizo famoso por su obra la Escala (klímax), llamada en Occidente Escala del Paraíso (PG 88, 632-1164). Compuesta por las insistentes peticiones del abad del cercano monasterio de Raithu, en el Sinaí, la Escala es un tratado completo de vida espiritual, en el que san Juan describe el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la perfección del amor. Es un camino que —según este libro— se desarrolla a través de treinta peldaños, cada uno de los cuales está unido al siguiente. El camino se puede sintetizar en tres fases sucesivas: la primera consiste en la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia evangélica. Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino el nexo con lo que Jesús dijo, o sea, volver a la verdadera infancia en sentido espiritual, llegar a ser como niños.

San Juan comenta: “Un buen fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia, ayuno y castidad. Todos los recién nacidos en Cristo (cf. 1 Co 3, 1) deben comenzar por estas cosas, tomando ejemplo de los recién nacidos físicamente” (1, 20; 636). Apartarse voluntariamente de las personas y los lugares queridos permite al alma entrar en comunión más profunda con Dios. Esta renuncia desemboca en la obediencia, un camino que lleva a la humildad a través de las humillaciones —que no faltarán nunca— por parte de los hermanos. San Juan comenta: “Dichoso aquel que ha mortificado su propia voluntad hasta el final y que ha confiado el cuidado de su persona a su maestro en el Señor, pues será colocado a la derecha del Crucificado” (4, 37; 704).

La segunda fase del camino es el combate espiritual contra las pasiones. Cada peldaño de la escala está unido a una pasión principal, que se define y diagnostica, indicando además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente. El conjunto de estos peldaños constituye sin duda el más importante tratado de estrategia espiritual que poseemos. Sin embargo, la lucha contra las pasiones tiene un carácter positivo —no se ve como algo negativo— gracias a la imagen del “fuego” del Espíritu Santo: “Todos aquellos que emprenden esta hermosa lucha (cf. 1 Tm 6, 12), dura y ardua, (…), deben saber que han venido a arrojarse a un fuego, si verdaderamente desean que el fuego inmaterial habite en ellos” (1, 18; 636). El fuego del Espíritu Santo, que es el fuego del amor y de la verdad. Sólo la fuerza del Espíritu Santo garantiza la victoria. Pero, según san Juan Clímaco, es importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo llegan a ser por el mal uso que hace de ellas la libertad del hombre. Si se las purifica, las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con energías unificadas por la ascética y la gracia y, “si han recibido del Creador un orden y un principio (…), el límite de la virtud no tiene fin” (26/2, 37; 1068).

La última fase del camino es la perfección cristiana, que se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de la vida espiritual; los pueden alcanzar los “hesicastas”, los solitarios, los que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero esos estadios también son accesibles a los cenobitas más fervorosos. San Juan, siguiendo a los padres del desierto, de los tres primeros —sencillez, humildad y discernimiento— considera más importante el último, es decir, la capacidad de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, pues todo depende de las motivaciones profundas, que es necesario explorar. Aquí se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita, en el cristiano, la sensibilidad espiritual y el “sentido del corazón”, dones de Dios: “Como guía y regla de todo, después de Dios, debemos seguir nuestra conciencia” (26/1, 5; 1013). De esta forma se llega a la paz del alma, la hesychia, gracias a la cual el alma puede asomarse al abismo de los misterios divinos.

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El estado de quietud, de paz interior, prepara al “hesicasta” a la oración, que en san Juan es doble: la “oración corporal” y la “oración del corazón”. La primera es propia de quien necesita la ayuda de posturas del cuerpo: tender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. (15, 26; 900); la segunda es espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad espiritual, don de Dios a quien se dedica a la oración corporal. En san Juan toma el nombre de “oración de Jesús” (Iesoû euché), y está constituida únicamente por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración: “El recuerdo de Jesús se debe fundir con tu respiración; entonces descubrirás la utilidad de lahesychia“, de la paz interior (27/2, 26; 1112). Al final, la oración se hace algo muy sencillo: la palabra “Jesús” se funde sencillamente con nuestra respiración.

El último peldaño de la escala (30), lleno de la “sobria embriaguez del Espíritu” se dedica a la suprema “trinidad de las virtudes”: la fe, la esperanza y sobre todo la caridad. San Juan también habla de la caridad como eros (amor humano), figura de la unión matrimonial del alma con Dios. Y elige una vez más la imagen del fuego para expresar el ardor, la luz, la purificación del amor a Dios. La fuerza del amor humano puede volver a ser orientada hacia Dios, como sobre un olivo silvestre puede injertarse un olivo bueno (cf. Rm 11, 24) (15, 66; 893).

San Juan está convencido de que una experiencia intensa de este eros hace avanzar al alma más que la dura lucha contra las pasiones, porque es grande su poder. Por tanto, en nuestro camino prevalece lo positivo. Pero la caridad se ve también en relación estrecha con la esperanza: “La fuerza de la caridad es la esperanza: gracias a ella esperamos la recompensa de la caridad. (…) La esperanza es la puerta de la caridad. (…) La ausencia de la esperanza anula la caridad: a ella están vinculadas nuestras fatigas; por ella nos sostenemos en nuestros problemas; y gracias a ella nos envuelve la misericordia de Dios” (30, 16; 1157). La conclusión de la Escala contiene la síntesis de la obra con palabras que el autor pone en boca de Dios mismo: “Que esta escala te enseñe la disposición espiritual de las virtudes. Yo estoy en la cima de esta escala, como dijo aquel gran iniciado mío (san Pablo): “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13, 13)” (30, 18; 1160).

En este punto, se impone una última pregunta: la Escala, obra escrita por un monje eremita que vivió hace mil cuatrocientos años, ¿puede decirnos algo a los hombres de hoy? El itinerario existencial de un hombre que vivió siempre en el monte Sinaí en un tiempo tan lejano, ¿puede ser de actualidad para nosotros? En un primer momento, parecería que la respuesta debiera ser “no”, porque san Juan Clímaco está muy lejos de nosotros. Pero, si observamos un poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica sólo es un gran símbolo de la vida bautismal, de la vida del cristiano. Muestra, por decirlo así, con letra grande lo que nosotros escribimos cada día con letra pequeña. Se trata de un símbolo profético que revela lo que es la vida del bautizado, en comunión con Cristo, con su muerte y su resurrección.

Para mí es particularmente importante el hecho de que el vértice de la “escala”, los últimos peldaños, sean al mismo tiempo las virtudes fundamentales, iniciales, las más sencillas: la fe, la esperanza y la caridad. Esas virtudes no sólo son accesibles a los héroes morales, sino que son don de Dios para todos los bautizados: en ellas crece también nuestra vida. El inicio es también el final, el punto de partida es también el punto de llegada: todo el camino va hacia una realización cada vez más radical de la fe, la esperanza y la caridad. En estas virtudes está presente la ascensión. Fundamentalmente es la fe, porque esta virtud implica que yo renuncie a mi arrogancia, a mi pensamiento, a la pretensión de juzgar sólo por mí mismo, sin confiar en los demás.

Este camino hacia la humildad, hacia la infancia espiritual, es necesario: hace falta superar la actitud de arrogancia que lleva a decir: en mi tiempo, en el siglo XXI, yo sé mucho más de lo que sabían los que vivían entonces. Al contrario, es preciso confiar solamente en la Sagrada Escritura, en la Palabra del Señor, asomarse con humildad al horizonte de la fe, para entrar así en la enorme vastedad del mundo universal, del mundo de Dios. De esta forma crece nuestra alma, y crece la sensibilidad del corazón hacia Dios.

Con razón dice san Juan Clímaco que sólo la esperanza nos capacita para vivir la caridad; la esperanza, por la que trascendemos las cosas de cada día; no esperamos el éxito en nuestros días terrenos, sino que esperamos al final la revelación de Dios mismo. Sólo en esta extensión de nuestra alma, en esta autotrascendencia, nuestra vida se engrandece y podemos soportar los cansancios y las desilusiones de cada día; sólo así podemos ser buenos con los demás sin esperar recompensa. Sólo con Dios, la gran esperanza a la que tiendo, puedo dar cada día los pequeños pasos de mi vida, aprendiendo así la caridad. En la caridad se esconde el misterio de la oración, del conocimiento personal de Jesús: una oración sencilla, que tiende sólo a tocar el corazón del Maestro divino. Así se abre el propio corazón, se aprende de él su misma bondad, su amor.

Por tanto, usemos esta “escala” de la fe, de la esperanza y de la caridad; así llegaremos a la verdadera vida.

80 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Beda el Venerable

80 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BEDA EL VENERABLE

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE FEBRERO DE 2009

SAN BEDA EL VENERABLE

Queridos hermanos y hermanas:

El santo del que hablaremos hoy se llama Beda y nació en el nordeste de Inglaterra, exactamente en Northumbria, entre los años 672 y 673. Él mismo cuenta que sus parientes, a la edad de siete años, lo encomendaron al abad del cercano monasterio benedictino para que fuera educado: “En este monasterio —recuerda— desde entonces viví siempre, dedicándome intensamente al estudio de la Sagrada Escritura y, mientras observaba la disciplina de la Regla y la tarea diaria de cantar en la capilla, para mí siempre fue dulce aprender, enseñar o escribir” (Historia ecclesiastica gentis Anglorum, v, 24).

De hecho, san Beda llegó a ser uno de los eruditos más insignes de la alta Edad Media, pues pudo acceder a los muchos manuscritos preciosos que le traían sus abades al volver de sus frecuentes viajes al continente y a Roma. La enseñanza y la fama de sus escritos le granjearon muchas amistades con las principales personalidades de su tiempo, que lo animaban a proseguir en su trabajo, del que tantos se beneficiaban. A pesar de enfermar, no dejó de trabajar, conservando siempre una alegría interior que se expresaba en la oración y en el canto. Concluyó su obra más importante, la Historia ecclesiastica gentis Anglorum con esta invocación: “Te ruego, oh buen Jesús, que benévolamente me has permitido acceder a las dulces palabras de tu sabiduría, concédeme, benigno, llegar un día hasta ti, fuente de toda sabiduría, y estar siempre ante tu rostro”. La muerte le llegó el 26 de mayo del año 735: era el día de la Ascensión.

Las Sagradas Escrituras son la fuente constante de la reflexión teológica de san Beda. A partir de un cuidadoso estudio crítico del texto (nos ha llegado una copia del monumental Codex Amiatinus de la Vulgata, en el que trabajó san Beda), comenta la Biblia, leyéndola en clave cristológica, es decir, reúne dos cosas: por una parte, escucha lo que dice exactamente el texto —quiere realmente escuchar, comprender el texto mismo—; y, por otra, está convencido de que la clave para entender la Sagrada Escritura como única Palabra de Dios es Cristo y, con Cristo, a su luz, se entiende el Antiguo y el Nuevo Testamento como “una” Sagrada Escritura. Las circunstancias del Antiguo y del Nuevo Testamento están unidas, son camino hacia Cristo, aunque estén expresadas con signos e instituciones diversas (lo que él llama concordia sacramentorum).

Por ejemplo, la tienda de la alianza que Moisés levantó en el desierto y el primer y segundo templo de Jerusalén son imágenes de la Iglesia, nuevo templo edificado sobre Cristo y los Apóstoles con piedras vivas, unidas por la caridad del Espíritu. Y del mismo modo que a la construcción del antiguo templo contribuyeron también los pueblos paganos, poniendo a disposición materiales preciosos y la experiencia técnica de sus maestros de obras, así a la edificación de la Iglesia contribuyen apóstoles y maestros procedentes no sólo de las antiguas estirpes judía, griega y latina, sino también de los nuevos pueblos, entre los cuales san Beda se complace en nombrar a los celtas irlandeses y los anglosajones. San Beda ve crecer la universalidad de la Iglesia, que no se limita a una cultura determinada, sino que se compone de todas las culturas del mundo, que deben abrirse a Cristo y encontrar en él su punto de llegada.

Otro tema recurrente en san Beda es la historia de la Iglesia. Tras haberse interesado por la época descrita en los Hechos de los Apóstoles,repasa la historia de los Padres y de los concilios, convencido de que la obra del Espíritu Santo continúa en la historia. En las Chronica Maiora, san Beda traza una cronología que se convertirá en la base del Calendario universal “ab incarnatione Domini“. Por entonces se calculaba el tiempo desde la fundación de la ciudad de Roma. San Beda, viendo que el verdadero punto de referencia, el centro de la historia es el nacimiento de Cristo, nos dio este calendario que interpreta la historia partiendo de la encarnación del Señor. Registra los primeros seis concilios ecuménicos y su desarrollo, presentando fielmente la doctrina cristológica, mariológica y soteriológica, y denunciando las herejías monofisita, monotelita, iconoclasta y neo-pelagiana. Por último, escribió con rigor documental y pericia literaria la ya mencionada Historia eclesiástica de los pueblos ingleses, por la que se le ha reconocido como “el padre de la historiografía inglesa”.

Las características de la Iglesia que san Beda puso de manifiesto son: a) la catolicidad como fidelidad a la tradición y al mismo tiempo apertura al desarrollo histórico, y como búsqueda de la unidad en la multiplicidad, en la diversidad de la historia y de las culturas, según las directrices que el Papa san Gregorio Magno había dado al apóstol de Inglaterra san Agustín de Canterbury; b) la apostolicidad y la romanidad: a este respecto, considera de primordial importancia convencer a todas las Iglesias irlandesas celtas y de los pictos a celebrar unitariamente la Pascua según el calendario romano. El Cómputo que él elaboró científicamente para establecer la fecha exacta de la celebración pascual, y por tanto de todo el ciclo del año litúrgico, se ha convertido en el texto de referencia para toda la Iglesia católica.

San Beda fue también un insigne maestro de teología litúrgica. En las homilías sobre los evangelios dominicales y festivos desarrolló una verdadera mistagogia, educando a los fieles a celebrar gozosamente los misterios de la fe y a reproducirlos coherentemente en la vida, en espera de su plena manifestación al regreso de Cristo, cuando, con nuestros cuerpos glorificados, seremos admitidos en la procesión de las ofrendas en la liturgia eterna de Dios en el cielo. Siguiendo el “realismo” de las catequesis de san Cirilo, san Ambrosio y san Agustín, san Beda enseña que los sacramentos de la iniciación cristiana convierten a cada fiel “no sólo en cristiano sino en Cristo”, pues cada vez que un alma fiel acoge y custodia con amor la Palabra de Dios, imitando a María, concibe y engendra nuevamente a Cristo. Y cada vez que un grupo de neófitos recibe los sacramentos pascuales, la Iglesia se “auto-engendra”, o con una expresión aún más audaz, la Iglesia se convierte en “madre de Dios”, participando en la generación de sus hijos, por obra del Espíritu Santo.

Gracias a esta forma suya de hacer teología, mezclando Biblia, liturgia e historia, san Beda tiene un mensaje actual para los distintos “estados de vida”: a) a los estudiosos (doctores ac doctrices) les recuerda dos tareas esenciales: escrutar las maravillas de la Palabra de Dios para presentarlas de forma atractiva a los fieles; y exponer las verdades dogmáticas evitando las complicaciones heréticas y ciñéndose a la “sencillez católica”, con la actitud de los pequeños y humildes, a quienes Dios se complace en revelar los misterios del Reino; b) los pastores, por su parte, deben dar prioridad a la predicación, no sólo mediante el lenguaje verbal o hagiográfico, sino también valorando los iconos, las procesiones y las peregrinaciones. A estos san Beda les recomienda el uso de la lengua popular, como hace él mismo, explicando en northumbro el “Padre nuestro” y el “Credo”, y prosiguiendo hasta el último día de su vida el comentario en lengua popular al Evangelio de san Juan; c) a las personas consagradas, que se dedican al Oficio divino, viviendo la alegría de la comunión fraterna y progresando en la vida espiritual mediante la ascesis y la contemplación, san Beda les recomienda cuidar el apostolado —nadie tiene el Evangelio sólo para sí mismo, sino que debe sentirlo como un don también para los demás-, sea colaborando con los obispos en las actividades pastorales de diverso tipo en favor de las jóvenes comunidades cristianas, sea estando disponibles para la misión evangelizadora entre los paganos, fuera del propio país, como “peregrini pro amore Dei“.

San Beda, situándose en esta perspectiva, en el comentario al Cantar de los Cantares, presenta a la Sinagoga y a la Iglesia como colaboradoras en la difusión de la Palabra de Dios. Cristo Esposo quiere una Iglesia solícita, “bronceada por las fatigas de la evangelización” —aludiendo claramente a las palabras del Cantar de los Cantares (1, 5), donde la esposa dice: “Nigra sum sed formosa” (“Soy negra, pero hermosa”)—, dedicada a labrar otros campos o viñas y establecer entre las nuevas poblaciones “no una tienda sino una morada estable”, es decir, a insertar el Evangelio en el tejido social y en las instituciones culturales.

Desde esta perspectiva, el santo doctor exhorta a los fieles laicos a participar asiduamente en la instrucción religiosa, imitando a aquellas “insaciables multitudes evangélicas, que no dejaban a los apóstoles tiempo ni siquiera para tomar un bocado”. Les enseña a orar continuamente, “reproduciendo en la vida lo que celebran en la liturgia”, ofreciendo todos sus actos como sacrificio espiritual en unión con Cristo. A los padres de familia les explica que también ellos, en su pequeño ámbito doméstico, pueden ejercer “el oficio sacerdotal de pastores y guías”, formando cristianamente a sus hijos, y afirma que conoce a muchos fieles —hombres y mujeres, casados o célibes— “capaces de una conducta irreprensible que, si se les acompaña oportunamente, podrían acercarse diariamente a la comunión eucarística” (Epist. ad Ecgberctum, ed. Plummer, p. 419).

La fama de santidad y sabiduría de que san Beda gozó ya en vida le llevó a recibir el título de “venerable”. Así lo llamó también el Papa Sergio i, cuando, en el año 701, escribió a su abad pidiendo que lo hiciera venir temporalmente a Roma para consultarle cuestiones de interés universal. Después de su muerte, sus escritos se difundieron ampliamente en su patria y en el continente europeo. El gran misionero de Alemania, el obispo san Bonifacio († 754), pidió en muchas ocasiones al arzobispo de York y al abad de Wearmouth que hicieran transcribir algunas de sus obras y se las mandaran para que también él y sus compañeros pudieran gozar de la luz espiritual que emanaban.

Un siglo más tarde, Notkero Galbulo, abad de San Gallo († 912), reconociendo la extraordinaria influencia de san Beda, lo comparó con un nuevo sol que Dios había hecho surgir no desde Oriente, sino desde Occidente, para iluminar al mundo. Dejando aparte el énfasis retórico, es un hecho que, con sus obras, san Beda contribuyó eficazmente a la construcción de una Europa cristiana, en la que los diversos pueblos y culturas se amalgamaron entre sí, confiriéndole una fisonomía unitaria, inspirada en la fe cristiana.

Oremos para que también hoy haya personalidades de la categoría de san Beda, para mantener unido a todo el continente; oremos para que todos nosotros estemos dispuestos a redescubrir nuestras raíces comunes, para ser constructores de una Europa profundamente humana y auténticamente cristiana.

79 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Bonifacio

79 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BONIFACIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE MARZO DE 2009

SAN BONIFACIO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a reflexionar sobre un gran misionero del siglo VIII, que difundió el cristianismo en Europa central, precisamente también en mi patria: san Bonifacio, que ha pasado a la historia como “el apóstol de los germanos”. Poseemos muchas noticias sobre su vida gracias a la diligencia de sus biógrafos: nació en una familia anglosajona en Wessex alrededor del año 675 y fue bautizado con el nombre de Winfrido. Entró muy joven en un monasterio, atraído por el ideal monástico. Poseyendo notables capacidades intelectuales, parecía encaminado a una tranquila y brillante carrera de estudioso: fue profesor de gramática latina, escribió algunos tratados y compuso también varias poesías en latín.

Ordenado sacerdote cuando tenía cerca de treinta años, se sintió llamado al apostolado entre los paganos del continente. Gran Bretaña, su tierra, evangelizada apenas cien años antes por los benedictinos encabezados por san Agustín, mostraba una fe tan sólida y una caridad tan ardiente que enviaba misioneros a Europa central para anunciar allí el Evangelio. En el año 716, Winfrido, con algunos compañeros, se dirigió a Frisia (la actual Holanda), pero se encontró con la oposición del jefe local y el intento de evangelización fracasó. Volvió a su patria, pero no se desalentó: dos años después vino a Roma para hablar con el Papa Gregorio II y recibir directrices. El Papa, según el relato de un biógrafo, lo acogió “con el rostro sonriente y con la mirada llena de dulzura”, y en los días siguientes mantuvo con él “coloquios importantes” (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, pp. 13-14) y, al final, tras haberle impuesto el nuevo nombre de Bonifacio, con cartas oficiales le encomendó la misión de predicar el Evangelio entre los pueblos de Alemania.

Confortado y sostenido por el apoyo del Papa, san Bonifacio se dedicó a la predicación del Evangelio en aquellas regiones, luchando contra los cultos paganos y reforzando las bases de la moralidad humana y cristiana. Con gran sentido del deber escribió en una de sus cartas: “Estamos firmes en la lucha en el día del Señor, porque han llegado días de aflicción y miseria… No somos perros mudos, ni observadores taciturnos, ni mercenarios que huyen ante los lobos. En cambio, somos pastores diligentes que velan por el rebaño de Cristo, que anuncian a las personas importantes y a las comunes, a los ricos y a los pobres, la voluntad de Dios… a tiempo y a destiempo” (Epistulae, 3, 352. 354: mgh).

Con su actividad incansable, con sus dotes organizadoras y con su carácter dúctil y amable, a pesar de su firmeza, san Bonifacio obtuvo grandes resultados. El Papa entonces “declaró que quería imponerle la dignidad episcopal, para que así pudiera corregir con mayor determinación y devolver al camino de la verdad a los equivocados, se sintiera apoyado por la mayor autoridad de la dignidad apostólica y fuera tanto más aceptado por todos en el oficio de la predicación cuanto más parecía que por este motivo había sido ordenado por el prelado apostólico” (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, lib. I, p. 127).

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Fue el mismo Sumo Pontífice quien consagró “obispo regional” —es decir, para toda Alemania— a san Bonifacio, el cual retomó sus fatigas apostólicas en los territorios que se le confiaron y extendió su acción también a la Iglesia de la Galia: con gran prudencia restauró la disciplina eclesiástica, convocó varios sínodos para garantizar la autoridad de los sagrados cánones y reforzó la necesaria comunión con el Romano Pontífice: esta era una de sus principales preocupaciones. También los sucesores del Papa Gregorio II lo tuvieron en gran aprecio: Gregorio III lo nombró arzobispo de todas las tribus germánicas, le envió el palio y le dio facultad para organizar la jerarquía eclesiástica en aquellas regiones (cf. Epist.28: S. Bonifatii Epistulae, ed. Tangl, Berolini 1916); el Papa Zacarías lo confirmó en su cargo y alabó su labor (cf. Epist. 51, 57, 58, 60, 68, 77, 80, 86, 87, 89: op. cit.); el Papa Esteban III, recién elegido, recibió de él una carta en la que le expresaba su adhesión filial (cf. Epist.108: op. cit.).

El gran obispo, además de esta labor de evangelización y organización de la Iglesia mediante la fundación de diócesis y la celebración de sínodos, favoreció la fundación de varios monasterios, masculinos y femeninos, a fin de que fueran un faro para irradiar la fe y la cultura humana y cristiana en el territorio. De los cenobios benedictinos de su patria había llamado a monjes y monjas, que le prestaron una ayuda eficacísima y valiosa en la tarea de anunciar el Evangelio y de difundir las ciencias humanas y las artes entre las poblaciones.

En efecto, con razón consideraba que el trabajo por el Evangelio debía ser también trabajo en favor de una verdadera cultura humana. Sobre todo el monasterio de Fulda —fundado hacia el año 743— fue el corazón y el centro de irradiación de la espiritualidad y de la cultura religiosa: allí los monjes, en la oración, en el trabajo y en la penitencia, se esforzaban por tender a la santidad, se formaban en el estudio de las disciplinas sagradas y profanas, y se preparaban para el anuncio del Evangelio, para ser misioneros. Así pues, por mérito de san Bonifacio, de sus monjes y de sus monjas —también las mujeres desempeñaron un papel muy importante en esta obra de evangelización— floreció asimismo la cultura humana que es inseparable de la fe y que revela su belleza.

San Bonifacio mismo nos ha dejado obras intelectuales significativas. Ante todo, su abundante epistolario, donde las cartas pastorales se alternan con las cartas oficiales y las de carácter privado, que revelan hechos sociales y sobre todo su rico temperamento humano y su profunda fe. También compuso un tratado de Ars grammatica, en el que explicaba las declinaciones, los verbos y la sintaxis del latín, pero que para él era también un instrumento para difundir la fe y la cultura. Además, le atribuyen una Ars metrica, es decir, una introducción a cómo hacer poesía, varias composiciones poéticas y, por último, una colección de 15 sermones.

Aunque ya era de edad avanzada —tenía alrededor de 80 años— se preparó para una nueva misión evangelizadora: con cerca de cincuenta monjes volvió a Frisia, donde había comenzado su obra. Casi como presagio de su muerte inminente, aludiendo al viaje de la vida, escribió al obispo Lullo, su discípulo y sucesor en la sede de Maguncia: “Deseo llevar a término el propósito de este viaje; de ningún modo puedo renunciar al deseo de partir. Está cerca el día de mi fin y se aproxima el tiempo de mi muerte; abandonando los despojos mortales, subiré al premio eterno. Pero tú, hijo queridísimo, exhorta sin cesar al pueblo a salir del laberinto del error, lleva a término la edificación de la basílica de Fulda, ya comenzada, y en ella sepulta mi cuerpo envejecido por largos años de vida” (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed. cit., p. 46).

El 5 de junio del año 754, al comenzar la celebración de la misa en Dokkum (actualmente, en el norte de Holanda), fue asaltado por una banda de paganos. Avanzando con frente serena, «prohibió a los suyos que combatieran diciendo: “Cesad, hijos, de combatir, abandonad la guerra, porque el testimonio de la Escritura nos advierte que no devolvamos mal por mal, sino bien por mal. Este es el día deseado hace tiempo; ha llegado el tiempo de nuestro fin. ¡Ánimo en el Señor!”» (ib., pp. 49-50). Fueron sus últimas palabras antes de caer bajo los golpes de sus agresores. Los restos mortales del obispo mártir fueron llevados al monasterio de Fulda, donde recibieron digna sepultura. Ya uno de sus primeros biógrafos dio este juicio sobre él: “El santo obispo Bonifacio puede llamarse padre de todos los habitantes de Alemania, porque fue el primero en engendrarlos para Cristo con la palabra de su santa predicación, los confirmó con el ejemplo y, por último, dio la vida por ellos, y no puede haber caridad mayor que esta” (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. cit., lib. I, p. 158).

A distancia de siglos, ¿qué mensaje podemos recoger de la enseñanza y de la prodigiosa actividad de este gran misionero y mártir? Una primera evidencia se impone a quien se acerca a san Bonifacio: la centralidad de la Palabra de Dios, vivida e interpretada en la fe de la Iglesia, Palabra que él vivió, predicó, testimonió hasta el don supremo de sí mismo en el martirio. Era tan ardiente su celo por la Palabra de Dios que sentía la urgencia y el deber de llevarla a los demás, incluso con riesgo personal suyo. En ella apoyaba la fe a cuya difusión se había comprometido solemnemente en el momento de su consagración episcopal: “Profeso íntegramente la pureza de la santa fe católica y con la ayuda de Dios quiero permanecer en la unidad de esta fe, en la que sin duda alguna está toda la salvación de los cristianos” (Epist. 12, en S. Bonifatii Epistolae, ed. cit., p. 29).

La segunda evidencia, muy importante, que emerge de la vida de san Bonifacio es su fiel comunión con la Sede apostólica, que era un punto firme y central de su trabajo misionero; siempre conservó esta comunión como norma de su misión y la dejó casi como su testamento. En una carta al Papa Zacarías afirma: “Yo no dejo nunca de invitar y de someter a la obediencia de la Sede apostólica a aquellos que quieren permanecer en la fe católica y en la unidad de la Iglesia romana, y a todos aquellos que en esta misión Dios me da como oyentes y discípulos” (Epist. 50: en ib. p. 81). Fruto de este empeño fue el firme espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que san Bonifacio transmitió a las Iglesias en su territorio de misión, uniendo a Inglaterra, Alemania y Francia con Roma, y contribuyendo así de modo decisivo a poner las raíces cristianas de Europa que habrían de producir frutos fecundos en los siglos sucesivos.

San Bonifacio merece nuestra atención también por una tercera característica: promovió el encuentro entre la cultura romano-cristiana y la cultura germánica. En efecto, sabía que humanizar y evangelizar la cultura era parte integrante de su misión de obispo. Transmitiendo el antiguo patrimonio de valores cristianos, implantó en las poblaciones germánicas un nuevo estilo de vida más humano, gracias al cual se respetaban mejor los derechos inalienables de la persona. Como auténtico hijo de san Benito, supo unir oración y trabajo (manual e intelectual), pluma y arado.

El valiente testimonio de san Bonifacio es una invitación para todos a acoger en nuestra vida la Palabra de Dios como punto de referencia esencial, a amar apasionadamente a la Iglesia, a sentirnos corresponsables de su futuro, a buscar la unidad en torno al Sucesor de Pedro. Al mismo tiempo, nos recuerda que el cristianismo, favoreciendo la difusión de la cultura, promueve el progreso del hombre. A nosotros nos corresponde ahora estar a la altura de un patrimonio tan prestigioso y hacerlo fructificar para bien de las futuras generaciones.

Me impresiona siempre su celo ardiente por el Evangelio: a los cuarenta años abandonó una vida monástica tranquila y fructífera, una vida de monje y profesor, para anunciar el Evangelio a los sencillos, a los bárbaros; a los ochenta años, una vez más, fue a una zona donde preveía su martirio. Comparando su fe ardiente, su celo por el Evangelio, con nuestra fe a menudo tan tibia y burocrática, vemos qué debemos hacer y cómo renovar nuestra fe, para dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa del Evangelio.

75 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Ambrosio Auperto

75 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AMBROSIO AUPERTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE ABRIL DE 2009

AMBROSIO AUPERTO

Queridos hermanos y hermanas: 

La Iglesia vive en las personas, y quien quiere conocer a la Iglesia, comprender su misterio, debe considerar a las personas que han vivido y viven su mensaje, su misterio. Por ello, desde hace mucho tiempo, en las catequesis de los miércoles hablo de personas de las que podemos aprender lo que es la Iglesia. Comenzamos con los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, y poco a poco hemos llegado hasta el siglo VIII, el período de Carlomagno. Hoy voy a hablar de Ambrosio Auperto, un autor más bien desconocido; en efecto, sus obras fueron atribuidas, en gran parte, a otros personajes más conocidos, desde san Ambrosio de Milán hasta san Ildefonso, para no hablar de las que los monjes de Montecassino creyeron que debían atribuir a la pluma de un abad suyo del mismo nombre, que vivió casi un siglo más tarde. Prescindiendo de alguna breve alusión autobiográfica insertada en su gran comentario al Apocalipsis, tenemos pocas noticias ciertas sobre su vida. Sin embargo, la atenta lectura de las obras cuya paternidad la crítica ha ido reconociendo poco a poco, permite descubrir en su enseñanza un tesoro teológico y espiritual valioso también para nuestro tiempo.

Ambrosio Auperto, nacido en Provenza de una familia distinguida, según su tardío biógrafo Juan fue a la corte del rey franco Pipino el Breve donde, además del cargo de oficial, desarrolló de alguna forma también el de preceptor del futuro emperador Carlomagno. Probablemente en el séquito del Papa Esteban ii, que entre los años 753-754 acudió a la corte franca, Auperto llegó a Italia y visitó la famosa abadía benedictina de San Vicente, en las fuentes del Volturno, en el ducado de Benevento. Esa abadía, fundada a inicios de aquel siglo por los tres hermanos beneventanos Paldón, Tatón y Tasón, era conocida como oasis de cultura clásica y cristiana. Poco después de su visita, Ambrosio Auperto decidió abrazar la vida religiosa y entró en aquel monasterio, donde pudo formarse de modo adecuado, sobre todo en el campo de la teología y la espiritualidad, según la tradición de los Padres.

Hacia el año 761 fue ordenado sacerdote y el 4 de octubre del año 777 fue elegido abad con el apoyo de los monjes francos, mientras que le eran contrarios los longobardos, favorables al longobardo Potón. La tensión, de trasfondo nacionalista, no se calmó en los meses sucesivos, con la consecuencia de que al año siguiente, el 778, Auperto pensó en dimitir y marcharse con algunos monjes francos a Spoleto, donde podía contar con la protección de Carlomagno. A pesar de ello, las disensiones en el monasterio de San Vicente no cesaron, y algunos años después, cuando a la muerte del abad que sucedió a Auperto fue elegido precisamente Potón (año 782), el conflicto volvió a encenderse y se llegó a la denuncia del nuevo abad ante Carlomagno. Este remitió a los contendientes al tribunal del Pontífice, el cual los convocó a Roma. Llamó también como testigo a Auperto que, sin embargo, durante el viaje murió repentinamente, quizá asesinado, el 30 de enero del año 784.

Ambrosio Auperto fue monje y abad en una época marcada por fuertes tensiones políticas, que repercutían también en la vida interna de los monasterios. De ello se hace eco frecuentemente y con preocupación en sus escritos. Por ejemplo, denuncia la contradicción entre la espléndida apariencia externa de los monasterios y la tibieza de los monjes:  seguramente esta crítica se dirigía también a su propia abadía. Para ella escribió la Vida de los tres fundadores, con la clara intención de ofrecer a la nueva generación de monjes un punto de referencia con el cual confrontarse.

Una finalidad semejante tenía también el pequeño tratado ascético Conflictus vitiorum et virtutum (“Conflicto entre los vicios y las virtudes”), que obtuvo gran éxito en la Edad Media y se publicó en 1473 en Utrecht bajo el nombre de san Gregorio Magno y un año después en Estrasburgo bajo el nombre de san Agustín. En él Ambrosio Auperto pretendía enseñar a los monjes de modo concreto cómo afrontar el combate espiritual día a día. De modo significativo, no aplica la afirmación de 2 Tm 3,12:  “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones”, a la persecución externa, sino al asalto que el cristiano debe sufrir en su interior por parte de las fuerzas del mal. Se presentan en una especie de disputa 24 parejas de combatientes:  cada vicio trata de embaucar al alma con razonamientos sutiles, mientras que la virtud respectiva rebate esas insinuaciones utilizando sobre todo palabras de la Escritura.

En este tratado sobre el conflicto entre vicios y virtudes, Auperto contrapone a la cupiditas (la codicia) el contemptus mundi (el desprecio del mundo), que se convierte en una figura importante en la espiritualidad de los monjes. Este desprecio del mundo no es un desprecio de la creación, de la belleza y de la bondad de la creación y del Creador, sino un desprecio de la falsa visión del mundo que nos presenta e insinúa precisamente la codicia. Esta nos insinúa que el “tener” sería el sumo valor de nuestro ser, de nuestro vivir en el mundo, para parecer importantes. Así falsifica la creación del mundo y destruye el mundo.

Auperto observa también que el afán de ganancias de los ricos y los poderosos de la sociedad de su tiempo existe también en el interior de las almas de los monjes; por ello, escribió un tratado titulado De cupiditate, en el que, con el apóstol san Pablo, denuncia desde el inicio la codicia como la raíz de todos los males. Escribe:  “Desde el suelo de la tierra diversas espinas agudas brotan de varias raíces; en el corazón del hombre, en cambio, los piquetes de todos los vicios proceden de una única raíz, la codicia” (De cupiditate 1:  CCCM 27 b, p. 963). Este relieve revela toda su actualidad a la luz de la presente crisis económica mundial. Vemos que precisamente de esta raíz de la codicia ha nacido esta crisis. Ambrosio imagina la objeción que los ricos y los poderosos podrían aducir diciendo:  nosotros no somos monjes; para nosotros no valen ciertas exigencias ascéticas. Y responde:  “Es verdad lo que decís, pero también para vosotros vale el camino angosto y estrecho, según la manera de vuestro estado de vida y en la medida de vuestras fuerzas, porque el Señor sólo propuso dos puertas y dos caminos (es decir, la puerta estrecha y la ancha, el camino angosto y el cómodo); no indicó una tercera puerta o un tercer camino” (l.c., p. 978).

Ve claramente que los estilos de vida son muy distintos. Pero también para el hombre de este mundo, también para el rico vale el deber de combatir contra la codicia, contra el afán de poseer, de aparecer, contra el falso concepto de libertad como facultad de disponer de todo según el propio arbitrio. También el rico debe encontrar el auténtico camino de la verdad, del amor y, así, de la vida recta. Por eso, Auperto, como prudente pastor de almas, al final de su predicación penitencial, sabe decir una palabra de consuelo:  “No he hablado contra los codiciosos, sino contra la codicia, no contra la naturaleza, sino contra el vicio” (l.c., p. 981).

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La obra más importante de Ambrosio Auperto es seguramente su comentario en diez libros al Apocalipsis, que constituye, después de siglos, el primer comentario amplio en el mundo latino al último libro de la Sagrada Escritura. Esta obra fue fruto de un trabajo de muchos años, llevado a cabo en dos etapas entre los años 758 y 767, por tanto antes de su elección como abad. En el prólogo indica con precisión sus fuentes, lo cual no era normal en absoluto en la Edad Media. A través de su fuente quizás más significativa, el comentario del obispo Primasio Adrumetano, redactado hacia la mitad del siglo VI, Auperto entra en contacto con la interpretación del Apocalipsis que había dejado el africano Ticonio, el cual vivió una generación antes de san Agustín. No era católico:  pertenecía a la Iglesia cismática donatista; sin embargo, era un gran teólogo. En este comentario vio reflejado, sobre todo en el Apocalipsis, el misterio de la Iglesia.

Ticonio había llegado a la convicción de que la Iglesia era un cuerpo compuesto de dos partes:  una, dice él, pertenece a Cristo; pero la otra parte de la Iglesia pertenece al diablo. San Agustín leyó este comentario y lo aprovechó, pero subrayó fuertemente que la Iglesia está en las manos de Cristo, sigue siendo su Cuerpo, formando con él un solo sujeto, partícipe de la mediación de la gracia. Por eso, subraya que la Iglesia nunca puede separarse de Jesucristo.

En su lectura del Apocalipsis, semejante a la de Ticonio, Auperto no se interesa tanto de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, cuanto de las consecuencias que se derivan para la Iglesia del presente de su primera venida, la encarnación en el seno de la Virgen María. Y nos dice unas palabras muy importantes:  en realidad Cristo “debe nacer, morir y resucitar cada día en nosotros, que somos su Cuerpo” (In Apoc. III: CCCM 27, p. 205). En el contexto de la dimensión mística propia de todo cristiano, él contempla a María como modelo de la Iglesia, modelo para todos nosotros, porque también en nosotros y entre nosotros debe nacer Cristo. Siguiendo a los Padres que veían en la “mujer vestida de sol” deAp 12,1 la imagen de la Iglesia, Auperto argumenta:  “La bienaventurada y piadosa Virgen…. diariamente da a luz nuevos pueblos, con los cuales se forma el Cuerpo general del Mediador. Por tanto, no debe sorprender que ella, en cuyo bendito seno la Iglesia misma mereció ser unida a su Cabeza, represente la imagen de la Iglesia”.

En este sentido Auperto considera que la Virgen María desempeña un papel decisivo en la obra de la Redención (cf. también sus homilías In purificatione s. Mariae In adsumptione s. Mariae). Su gran veneración y su profundo amor a la Madre de Dios le inspiran a veces formulaciones que de alguna forma anticipan las de san Bernardo y de la mística franciscana, pero sin desviarse hacia formas discutibles de sentimentalismo, porque él no separa nunca a María del misterio de la Iglesia. Por eso, con razón, Ambrosio Auperto es considerado el primer gran mariólogo de Occidente.

Él cree que la piedad -que, según él, debe liberar al alma del apego a los placeres terrenos y transitorios- debe ir unida al profundo estudio de las ciencias sagradas, sobre todo la meditación de las Sagradas Escrituras, que define “cielo profundo, abismo insondable” (In Apoc. IX). En la hermosa oración con la que concluye su comentario al Apocalipsis, subrayando la prioridad que en toda búsqueda teológica de la verdad corresponde al amor, se dirige a Dios con estas palabras:  “Cuando te escrutamos intelectualmente, no te descubrimos como eres verdaderamente; en cambio, cuando te amamos, te alcanzamos”.

Hoy podemos constatar que Ambrosio Auperto vivió en un tiempo de fuerte manipulación política de la Iglesia, en la que el nacionalismo y el tribalismo habían desfigurado el rostro de la Iglesia. Pero él, en medio de todas esas dificultades, que experimentamos también nosotros, supo descubrir el verdadero rostro de la Iglesia en María, en los santos. De este modo, supo entender lo que significa ser católico, ser cristiano, vivir de la Palabra de Dios, entrar en este abismo y así vivir el misterio de la Madre de Dios:  dar vida de nuevo a la Palabra de Dios, ofrecer a la Palabra de Dios la propia carne en el tiempo presente. Y con todo su conocimiento teológico, con toda la profundidad de su ciencia, Auperto supo comprender que con la simple investigación teológica no se puede conocer a Dios tal como es en realidad. Sólo el amor lo alcanza. Escuchemos este mensaje y oremos al Señor para que nos ayude a vivir el misterio de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo.

74 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Germán de Constantinopla

74 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE ABRIL DE 2009

SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA

Queridos hermanos y hermanas: 

El patriarca san Germán de Constantinopla, del que quiero hablar hoy, no pertenece a las figuras más representativas del mundo cristiano oriental de lengua griega y, sin embargo, su nombre aparece con cierta solemnidad en la lista de los grandes defensores de las imágenes sagradas, redactada en el segundo concilio de Nicea, séptimo ecuménico (787). La Iglesia griega celebra su fiesta en la liturgia del 12 de mayo. San Germán desempeñó un papel significativo en la compleja historia de la lucha por las imágenes, durante la llamada crisis iconoclasta: supo resistir muy bien a las presiones de un emperador iconoclasta, es decir, adversario de las imágenes, como fue León III.

Durante el patriarcado de san Germán (715-730), la capital del imperio bizantino, Constantinopla, sufrió un peligrosísimo asedio por parte de los sarracenos. En aquella ocasión (717-718) se organizó una solemne procesión en la ciudad con la ostensión de la imagen de la Madre de Dios, la Theotokos, y de la reliquia de la santa cruz, para invocar de lo alto la defensa de la ciudad. De hecho, Constantinopla fue librada del asedio. Los adversarios decidieron desistir para siempre de la idea de establecer su capital en la ciudad símbolo del Imperio cristiano y el agradecimiento por la ayuda divina fue muy grande en el pueblo.

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El patriarca san Germán, tras aquel acontecimiento, se convenció de que la intervención de Dios debía considerarse una aprobación evidente de la piedad mostrada por el pueblo hacia las santas imágenes. En cambio, fue de parecer completamente distinto el emperador León III, que precisamente ese año (717) fue entronizado como emperador indiscutido en la capital, en la que reinó hasta el año 741. Después de la liberación de Constantinopla y de una nueva serie de victorias, el emperador cristiano comenzó a manifestar cada vez más abiertamente la convicción de que la consolidación del Imperio debía comenzar precisamente por una reforma de las manifestaciones de la fe, con particular referencia al riesgo de idolatría al que, a su parecer, el pueblo estaba expuesto a causa del culto excesivo a las imágenes.

De nada valió que el patriarca san Germán recordara la tradición de la Iglesia y la eficacia efectiva de algunas imágenes, que eran reconocidas unánimemente como “milagrosas”. El emperador se mantuvo siempre inamovible en la aplicación de su proyecto restaurador, que preveía la eliminación de las imágenes. Y cuando el 7 de enero del año 730, en una reunión pública, tomó abiertamente postura contra el culto a las imágenes, san Germán no quiso en absoluto plegarse a la voluntad del emperador en cuestiones que él consideraba decisivas para la fe ortodoxa, a la cual según él pertenecía precisamente el culto, el amor a las imágenes. Como consecuencia de eso, san Germán se vio forzado a dimitir como patriarca, auto-condenándose al exilio en un monasterio donde murió olvidado por todos. Su nombre volvió a aparecer precisamente en el segundo concilio de Nicea (787), cuando los padres ortodoxos decidieron a favor de las imágenes, reconociendo los méritos de san Germán.

El patriarca san Germán cuidaba con esmero las celebraciones litúrgicas y, durante cierto tiempo, fue considerado también el instaurador de la fiesta del Akátistos. Como es sabido, el Akátistos es un antiguo y famoso himno compuesto en ámbito bizantino y dedicado a la Theotokos, la Madre de Dios. A pesar de que desde el punto de vista teológico no se puede calificar a san Germán como un gran pensador, algunas de sus obras tuvieron cierta resonancia sobre todo por ciertas intuiciones suyas sobre la mariología.

De él se han conservado varias homilías de tema mariano, y algunas de ellas han marcado profundamente la piedad de enteras generaciones de fieles, tanto en Oriente como en Occidente. Sus espléndidas Homilías sobre la Presentación de María en el templo son testimonios aún vivos de la tradición no escrita de las Iglesias cristianas. Generaciones de monjas, de monjes y de miembros de numerosísimos institutos de vida consagrada siguen encontrando aún hoy en esos textos tesoros preciosísimos de espiritualidad.

Siguen suscitando admiración algunos textos mariológicos de san Germán que forman parte de las homilías pronunciadas In SS. Deiparae dormitionem, festividad correspondiente a nuestra fiesta de la Asunción. Entre estos textos el Papa Pío XII utilizó uno que engarzó como una perla en la constitución apostólica Munificentissimus Deus (1950), con la que declaró dogma de fe la Asunción de María. El Papa Pío XII citó este texto en esa constitución, presentándolo como uno de los argumentos en favor de la fe permanente de la Iglesia en la Asunción corporal de María al cielo.

San Germán escribe: “¿Podía suceder, santísima Madre de Dios, que el cielo y la tierra se sintieran honrados por tu presencia, y tú, con tu partida, dejaras a los hombres privados de tu protección? No. Es imposible pensar eso. De hecho, como cuando estabas en el mundo no te sentías extraña a las realidades del cielo, así tampoco después de haber emigrado de este mundo te has sentido alejada de la posibilidad de comunicar en espíritu con los hombres. (…) No has abandonado a aquellos a los que has garantizado la salvación, pues (…) tu espíritu vive eternamente, y tu carne no sufrió la corrupción del sepulcro. Tú, oh Madre, estás cerca de todos y a todos proteges y, aunque nuestros ojos no puedan verte, con todo sabemos, oh santísima, que tú vives en medio de todos nosotros y que te haces presente de las formas más diversas… Tú (María), como está escrito, apareces en belleza, y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo casa de Dios, de forma que, también por esto, es preciso que sea inmune de resolverse en polvo. Es inmutable, pues lo que en él era humano fue asumido hasta convertirse en incorruptible; y debe permanecer vivo y gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida. De hecho era imposible que quedara encerrada en el sepulcro de los muertos aquella que se había convertido en vaso de Dios y templo vivo de la santísima divinidad del Unigénito. Por otra parte, nosotros creemos con certeza que tú sigues caminando con nosotros” (PG 98, col. 344 B 346 B, passim).

Se ha dicho que para los bizantinos el decoro de la forma retórica en la predicación, y más aún en los himnos o composiciones poéticas que llaman troparios, es tan importante en la celebración litúrgica como la belleza del edificio sagrado en el que esta tiene lugar. Según esa tradición, el patriarca san Germán es uno de los que han contribuido en mayor medida a tener viva esta convicción, es decir, que la belleza de la palabra, del lenguaje, debe coincidir con la belleza del edificio y de la música.

Para concluir, quiero citar las palabras inspiradas con las que san Germán califica a la Iglesia al inicio de esta pequeña obra de arte: “La Iglesia es templo de Dios, espacio sagrado, casa de oración, convocación de pueblo, cuerpo de Cristo. (…) Es el cielo en la tierra, donde Dios trascendente habita como en su casa y pasea por ella, pero es también imagen realizada (antitypos) de la crucifixión, de la tumba y de la resurrección. (…) La Iglesia es la casa de Dios en la que se celebra el sacrificio místico vivificante y, al mismo tiempo, la parte más íntima del santuario y gruta santa. Dentro de ella se encuentran el sepulcro y la mesa, alimentos para el alma y garantías de vida. En ella se encuentran, por último, las verdaderas perlas preciosas que son los dogmas divinos de la enseñanza impartida directamente por el Señor a sus discípulos” (PG 98, col. 384B385A).

Al final queda la pregunta: ¿qué nos dice hoy este santo, bastante distante de nosotros cronológica y también culturalmente? Creo que fundamentalmente tres cosas. La primera: en cierto modo Dios es visible en el mundo, en la Iglesia, y debemos aprender a percibirlo. Dios ha creado al hombre a su imagen, pero esta imagen ha sido cubierta de la gran suciedad del pecado, a consecuencia de la cual casi ya no se veía a Dios en ella. Así el Hijo de Dios se hizo verdadero hombre, imagen perfecta de Dios; así en Cristo podemos contemplar también el rostro de Dios y aprender a ser verdaderos hombres, verdaderas imágenes de Dios. Cristo nos invita a imitarlo, a ser semejantes a él, para que en cada hombre se refleje de nuevo el rostro de Dios, la imagen de Dios.

A decir verdad, en el Decálogo Dios había prohibido hacer imágenes de él, pero esto fue por las tentaciones de idolatría a las que el creyente podía estar expuesto en un contexto de paganismo. Sin embargo, desde que Dios se hizo visible en Cristo mediante la encarnación, es legítimo reproducir el rostro de Cristo. Las imágenes santas nos enseñan a ver a Dios en la figuración del rostro de Cristo. Por consiguiente, después de la encarnación del Hijo de Dios resulta posible ver a Dios en las imágenes de Cristo y también en el rostro de los santos, en el rostro de todos los hombres en los que resplandece la santidad de Dios.

La segunda es la belleza y la dignidad de la liturgia. Celebrar la liturgia conscientes de la presencia de Dios, con la dignidad y la belleza que permite ver en cierto modo su esplendor, es tarea de todo cristiano formado en su fe.

La tercera es amar a la Iglesia. Precisamente a propósito de la Iglesia, los hombres tendemos a ver sobre todo sus pecados, lo negativo; pero, con la ayuda de la fe, que nos hace capaces de ver de forma auténtica, podemos también redescubrir en ella, hoy y siempre, la belleza divina. Dios se hace presente en la Iglesia; se nos ofrece en la sagrada Eucaristía y permanece presente para la adoración. En la Iglesia Dios habla con nosotros, en la Iglesia “Dios pasea con nosotros”, como dice san Germán. En la Iglesia recibimos el perdón de Dios y aprendemos a perdonar.

Pidamos a Dios que nos enseñe a ver en la Iglesia su presencia, su belleza, a ver su presencia en el mundo, y que nos ayude a reflejar también nosotros su luz.

73 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Damasceno

73 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN DAMASCENO

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE MAYO DE 2009

SAN JUAN DAMASCENO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de san Juan Damasceno, un personaje destacado en la historia de la teología bizantina, un gran doctor en la historia de la Iglesia universal. Es, sobre todo, un testigo ocular del paso de la cultura griega y siriaca, compartida por la parte oriental del Imperio bizantino, a la cultura del islam, que se abrió espacio con sus conquistas militares en el territorio reconocido habitualmente como Oriente Medio o Próximo. Juan, nacido en una familia cristiana rica, aún joven asumió el cargo —quizá ocupado también por su padre— de responsable económico del califato. Sin embargo, muy pronto, insatisfecho de la vida de la corte, escogió la vocación monástica, entrando en el monasterio de San Sabas, situado cerca de Jerusalén. Era alrededor del año 700. Sin alejarse nunca del monasterio, se dedicó con todas sus fuerzas a la ascesis y a la actividad literaria, aunque no desdeñó la actividad pastoral, de la que dan testimonio sobre todo sus numerosas Homilías. Su memoria litúrgica se celebra el 4 de diciembre. El Papa León XIII lo proclamó doctor de la Iglesia universal en 1890.

En Oriente se recuerdan de él sobre todo los tres Discursos contra quienes calumnian las imágenes santas, que fueron condenados, después de su muerte, por el concilio iconoclasta de Hieria (754). Sin embargo, estos discursos fueron también el motivo principal de su rehabilitación y canonización por parte de los Padres ortodoxos convocados al segundo concilio de Nicea (787), séptimo ecuménico. En estos textos se pueden encontrar los primeros intentos teológicos importantes de legitimación de la veneración de las imágenes sagradas, uniéndolas al misterio de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María.

san juan damasceno krouillong comunion en la mano

San Juan Damasceno fue, además, uno de los primeros en distinguir, en el culto público y privado de los cristianos, entre la adoración (latreia) y la veneración (proskynesis): la primera sólo puede dirigirse a Dios, sumamente espiritual; la segunda, en cambio, puede utilizar una imagen para dirigirse a aquel que es representado en esa imagen. Obviamente, el santo no puede en ningún caso ser identificado con la materia de la que está compuesta la imagen. Esta distinción se reveló en seguida muy importante para responder de modo cristiano a aquellos que pretendían como universal y perenne la observancia de la severa prohibición del Antiguo Testamento de utilizar las imágenes en el culto. Esta era la gran discusión también en el mundo islámico, que acepta esta tradición judía de la exclusión total de imágenes en el culto. En cambio los cristianos, en este contexto, han discutido sobre el problema y han encontrado la justificación para la veneración de las imágenes.

San Juan Damasceno escribe: “En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios. Yo no venero la materia, sino al creador de la materia, que se hizo materia por mí y se dignó habitar en la materia y realizar mi salvación a través de la materia. Por ello, nunca cesaré de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. Pero de ningún modo la venero como si fuera Dios. ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido la existencia a partir del no ser? (…) Yo venero y respeto también todo el resto de la materia que me ha procurado la salvación, en cuanto que está llena de energías y de gracias santas. ¿No es materia el madero de la cruz tres veces bendita? (…) ¿Y no son materia la tinta y el libro santísimo de los Evangelios? ¿No es materia el altar salvífico que nos proporciona el pan de vida? (…) Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor? O se debe suprimir el carácter sagrado de todo esto, o se debe conceder a la tradición de la Iglesia la veneración de las imágenes de Dios y la de los amigos de Dios que son santificados por el nombre que llevan, y que por esta razón habita en ellos la gracia del Espíritu Santo. Por tanto, no se ofenda a la materia, la cual no es despreciable, porque nada de lo que Dios ha hecho es despreciable” (Contra imaginum calumniatores, I, 16, ed. Kotter, pp. 89-90).

Vemos que, a causa de la encarnación, la materia aparece como divinizada, es considerada morada de Dios. Se trata de una nueva visión del mundo y de las realidades materiales. Dios se ha hecho carne y la carne se ha convertido realmente en morada de Dios, cuya gloria resplandece en el rostro humano de Cristo. Por consiguiente, las invitaciones del Doctor oriental siguen siendo de gran actualidad, teniendo en cuenta la grandísima dignidad que la materia recibió en la Encarnación, pues por la fe pudo convertirse en signo y sacramento eficaz del encuentro del hombre con Dios.

Así pues, san Juan Damasceno es testigo privilegiado del culto de las imágenes, que ha sido uno de los aspectos característicos de la teología y de la espiritualidad oriental hasta hoy. Sin embargo, es una forma de culto que pertenece simplemente a la fe cristiana, a la fe en el Dios que se hizo carne y se hizo visible. La doctrina de san Juan Damasceno se inserta así en la tradición de la Iglesia universal, cuya doctrina sacramental prevé que elementos materiales tomados de la naturaleza puedan ser instrumentos de la gracia en virtud de la invocación (epíclesis) del Espíritu Santo, acompañada por la confesión de la fe verdadera.

En unión con estas ideas de fondo san Juan Damasceno pone también la veneración de las reliquias de los santos, basándose en la convicción de que los santos cristianos, al haber sido hechos partícipes de la resurrección de Cristo, no pueden ser considerados simplemente “muertos”. Enumerando, por ejemplo, aquellos cuyas reliquias o imágenes son dignas de veneración, san Juan precisa en su tercer discurso en defensa de las imágenes: “Ante todo (veneramos) a aquellos en quienes ha habitado Dios, el único santo, que mora en los santos (cf. Is 57, 15), como la santa Madre de Dios y todos los santos. Estos son los que, en la medida de lo posible, se han hecho semejantes a Dios con su voluntad y por la inhabitación y la ayuda de Dios, son llamados realmente dioses (cf. Sal 82, 6), no por naturaleza, sino por contingencia, como el hierro al rojo vivo es llamado fuego, no por naturaleza sino por contingencia y por participación del fuego. De hecho dice: “Seréis santos, porque yo soy santo” (Lv19, 2)” (III, 33, col. 1352A).

Por eso, después de una serie de referencias de este tipo, san Juan Damasceno, podía deducir serenamente: “Dios, que es bueno y superior a toda bondad, no se contentó con la contemplación de sí mismo, sino que quiso que hubiera seres beneficiados por él que pudieran llegar a ser partícipes de su bondad; por ello, creó de la nada todas las cosas, visibles e invisibles, incluido el hombre, realidad visible e invisible. Y lo creó pensándolo y realizándolo como un ser capaz de pensamiento (ennoema ergon) enriquecido por la palabra (logo[i] sympleroumenon) y orientado hacia el espíritu (pneumati teleioumenon)” (II, 2: PG 94, col. 865A). Y para aclarar aún más su pensamiento, añade: “Es necesario asombrarse (thaumazein) de todas las obras de la providencia (tes pronoias erga), alabarlas todas y aceptarlas todas, superando la tentación de señalar en ellas aspectos que a muchos parecen injustos o inicuos (adika); admitiendo, en cambio, que el proyecto de Dios (pronoia) va más allá de la capacidad de conocer y comprender (agnoston kai akatalepton) del hombre, mientras que, por el contrario, sólo él conoce nuestros pensamientos, nuestras acciones e incluso nuestro futuro” (II, 29: PG 94, col. 964C). Por lo demás, ya Platón decía que toda filosofía comienza con el asombro: también nuestra fe comienza con el asombro ante la creación, ante la belleza de Dios que se hace visible.

El optimismo de la contemplación natural (physikè theoria), de ver en la creación visible lo bueno, lo bello y lo verdadero, este optimismo cristiano no es un optimismo ingenuo: tiene en cuenta la herida infligida a la naturaleza humana por una libertad de elección querida por Dios y utilizada mal por el hombre, con todas las consecuencias de disonancia generalizada que han derivado de ella. De ahí la exigencia, percibida claramente por el teólogo de Damasco, de que la naturaleza en la que se refleja la bondad y la belleza de Dios, heridas por nuestra culpa, “fuese reforzada y renovada” por la venida del Hijo de Dios en la carne, después de que de muchas formas y en diversas ocasiones Dios mismo hubiera intentado demostrar que había creado al hombre no sólo para que tuviera el “ser”, sino también el “bienestar” (cf. La fede ortodossa, II, 1: PG 94, col. 981).

Con asombro apasionado san Juan explica: “Era necesario que la naturaleza fuese reforzada y renovada, y que se indicara y enseñara concretamente el camino de la virtud (didachthenai aretes hodòn), que aleja de la corrupción y lleva a la vida eterna. (…) Así apareció en el horizonte de la historia el gran mar del amor de Dios por el hombre (philanthropias pelagos)”. Es una hermosa afirmación. Vemos, por una parte, la belleza de la creación; y, por otra, la destrucción causada por la culpa humana. Pero vemos en el Hijo de Dios, que desciende para renovar la naturaleza, el mar del amor de Dios por el hombre. San Juan Damasceno prosigue: “Él mismo, el Creador y Señor, luchó por su criatura trasmitiéndole con el ejemplo su enseñanza. (…) Así, el Hijo de Dios, aun subsistiendo en la forma de Dios, descendió de los cielos y bajó (…) hasta sus siervos (…), realizando la cosa más nueva de todas, la única cosa verdaderamente nueva bajo el sol, a través de la cual se manifestó de hecho el poder infinito de Dios” (III, 1: PG 94, col. 981C984B).

Podemos imaginar el consuelo y la alegría que difundían en el corazón de los fieles estas palabras llenas de imágenes tan fascinantes. También nosotros las escuchamos hoy, compartiendo los mismos sentimientos de los cristianos de entonces: Dios quiere morar en nosotros, quiere renovar la naturaleza también a través de nuestra conversión, quiere hacernos partícipes de su divinidad. Que el Señor nos ayude a hacer que estas palabras sean sustancia de nuestra vida.

71 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Teodoro El Estudita

71 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN TEODORO EL ESTUDITA

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE MAYO DE 2009

SAN TEODORO ESTUDITA

Queridos hermanos y hermanas: 

El santo del que voy a hablar hoy, san Teodoro el Estudita, nos hace remontarnos al centro del período medieval bizantino, un período más bien turbulento desde el punto de vista religioso y político. San Teodoro nació en el año 759 en una familia noble y piadosa: su madre, Teoctista, y uno de sus tíos, Platón, abad del monasterio de Sakkudion, en Bitinia, son venerados como santos. Fue precisamente su tío quien lo orientó hacia la vida monástica, que abrazó a la edad de 22 años. Fue ordenado sacerdote por el patriarca Tarasio, pero después rompió la comunión con él por la debilidad que mostró en el caso del matrimonio adúltero del emperador Constantino VI. La consecuencia fue el destierro de san Teodoro a Tesalónica, en el año 796. La reconciliación con la autoridad imperial se produjo en el año sucesivo bajo la emperatriz Irene, cuya benevolencia impulsó a san Teodoro y su tío Platón a trasladarse al monasterio urbano de Studios, junto con la mayor parte de la comunidad de los monjes de Sakkudion, para evitar las incursiones de los sarracenos. Así comenzó la importante “reforma estudita”.

La vida personal de san Teodoro, sin embargo, siguió siendo muy agitada. Con su acostumbrada energía, se convirtió en jefe de la resistencia contra la iconoclasia de León V el Armenio, que se opuso nuevamente a la existencia de imágenes e iconos en la Iglesia. La procesión de iconos organizada por los monjes de Studios desencadenó la reacción de la policía. Entre los años 815 y 821, san Teodoro fue flagelado, encarcelado y desterrado a varios lugares de Asia Menor. Al final pudo regresar a Constantinopla, pero no a su monasterio. Entonces se estableció con sus monjes en la otra parte del Bósforo. Al parecer, murió en Prinkipo el 11 de noviembre del año 826, día en el que lo recuerda el calendario bizantino.

En la historia de la Iglesia san Teodoro se distinguió por ser uno de los grandes reformadores de la vida monástica y también como defensor de las imágenes sagradas durante la segunda fase de la iconoclasia, junto al patriarca de Constantinopla, san Nicéforo. San Teodoro había comprendido que la cuestión de la veneración de los iconos afectaba a la verdad misma de la Encarnación. En sus tres libros Antirretikoi(Refutaciones), san Teodoro compara las relaciones eternas en el seno de la Trinidad, en donde la existencia de cada Persona divina no destruye la unidad, con las relaciones entre las dos naturalezas en Cristo, que no comprometen en él la única Persona del Logos. Y argumenta: abolir la veneración del icono de Cristo significaría cancelar su misma obra redentora, pues, al asumir la naturaleza humana, la Palabra eterna invisible se hizo visible en la carne humana y así santificó todo el cosmos visible. Los iconos, santificados por la bendición litúrgica y por las oraciones de los fieles, nos unen con la Persona de Cristo, con sus santos y, a través de ellos, con el Padre celestial, y testimonian la entrada de la realidad divina en nuestro cosmos visible y material.

San Teodoro Estudita krouillong sacrilega comunion en la mano

San Teodoro y sus monjes, testigos de valentía en el tiempo de las persecuciones iconoclastas, están inseparablemente unidos a la reforma de la vida cenobítica en el mundo bizantino. Su importancia se impone incluso por una circunstancia exterior: el número. Mientras los monasterios de la época tenían al máximo treinta o cuarenta monjes, por la Vida de Teodoro sabemos que los monjes estuditas eran más de mil. San Teodoro mismo nos informa que en su monasterio había unos trescientos monjes; por tanto, se ve el entusiasmo de la fe que nació en el contexto de este hombre realmente informado y formado por la fe misma.

Ahora bien, más que el número, influyó sobre todo el nuevo espíritu que imprimió el fundador a la vida cenobítica. En sus escritos insiste en la urgencia de un regreso consciente a la enseñanza de los Padres, especialmente de san Basilio, primer legislador de la vida monástica, y de san Doroteo de Gaza, famoso padre espiritual del desierto palestino. La contribución característica de san Teodoro consiste en su insistencia en la necesidad del orden y de la sumisión por parte de los monjes. Durante las persecuciones, estos se habían dispersado, acostumbrándose a vivir cada uno según su propio criterio. Cuando se pudo restablecer la vida común, resultó necesario esforzarse a fondo para hacer que el monasterio volviera a constituir una auténtica comunidad orgánica, una verdadera familia o, como dice él, un verdadero “Cuerpo de Cristo”. En esa comunidad se realiza concretamente la realidad de la Iglesia en su conjunto.

Otra convicción de fondo de san Teodoro era que, con respecto a los seglares, los monjes asumen el compromiso de observar los deberes cristianos con mayor rigor e intensidad. Por eso pronuncian una profesión especial, que pertenece a los hagiasmata (consagraciones), y es casi un “nuevo bautismo”, del que es símbolo la toma de hábito. A diferencia de los seglares, es característico de los monjes el compromiso de pobreza, castidad y obediencia.

Dirigiéndose a los monjes, san Teodoro habla de manera concreta, en ocasiones casi pintoresca, de la pobreza, pero en el seguimiento de Cristo la pobreza es desde los inicios un elemento esencial del monaquismo e indica también un camino para todos nosotros. La renuncia a la propiedad privada, estar desprendido de las cosas materiales, así como la sobriedad y la sencillez, sólo valen de forma radical para los monjes, pero el espíritu de esta renuncia es igual para todos.

No debemos depender de la propiedad material; debemos aprender la renuncia, la sencillez, la austeridad y la sobriedad. Sólo así puede crecer una sociedad solidaria y se puede superar el gran problema de la pobreza de este mundo. Por tanto, en este sentido, el signo radical de los monjes pobres también indica fundamentalmente un camino para todos nosotros. Cuando explica las tentaciones contra la castidad, san Teodoro no oculta sus propias experiencias y demuestra el camino de lucha interior para lograr el dominio de sí mismos y así el respeto del propio cuerpo y del cuerpo del otro como templo de Dios.

Pero las principales renuncias para él son las que exige la obediencia, pues cada uno de los monjes tiene su manera de vivir, y la integración en la gran comunidad de trescientos monjes implica realmente una nueva forma de vida, que él califica como el “martirio de la sumisión”. También en esto los monjes dan un ejemplo de cuán necesaria es la obediencia para nosotros mismos, pues tras el pecado original el hombre tiende a hacer su propia voluntad: el primer principio es la vida del mundo, y todo los demás queda sometido a la propia voluntad. Pero de este modo, si cada quien sólo se sigue a sí mismo, el tejido social no puede funcionar.

Sólo aprendiendo a integrarse en la libertad común, compartiendo y sometiéndose a ella, aprendiendo la legalidad, es decir, la sumisión y la obediencia a las reglas del bien común y de la vida común, puede sanar un sociedad, así como el yo mismo de la soberbia que quiere ocupar el centro del mundo. De este modo san Teodoro ayuda con aguda introspección a sus monjes, y en definitiva también a nosotros, a comprender la verdadera vida, a resistir a la tentación de poner la propia voluntad como regla suprema de vida y a conservar la verdadera identidad personal -que es siempre una identidad junto con los demás-, así como la paz del corazón.

Para san Teodoro el Estudita, junto a la obediencia y la humildad, una virtud importante es la philergia, es decir, el amor al trabajo, en el que ve un criterio para comprobar la calidad de la devoción personal: quien es fervoroso en los compromisos materiales, quien trabaja con asiduidad -argumenta-, lo es también en los espirituales. Por eso, no admite que bajo el pretexto de la oración y de la contemplación, el monje se dispense del trabajo, incluido el trabajo manual, que en realidad, según él y según toda la tradición monástica, es un medio para encontrar a Dios. San Teodoro no tiene miedo de hablar del trabajo como del “sacrificio del monje”, de su “liturgia”, incluso de una especie de misa por la que la vida monástica se convierte en vida angélica. Y precisamente así el mundo del trabajo se debe humanizar y el hombre, a través del trabajo, se hace más hombre, más cercano a Dios. Merece la pena destacar una consecuencia de esta singular concepción: precisamente por ser fruto de una forma de “liturgia”, el dinero que se obtiene del trabajo común no debe servir para la comodidad de los monjes, sino que debe destinarse a ayudar a los pobres. Así todos podemos ver la necesidad de que el fruto del trabajo es un bien para todos.

Obviamente, el trabajo de los “estuditas” no era sólo manual: tuvieron gran importancia en el desarrollo religioso-cultural de la civilización bizantina como calígrafos, pintores, poetas, educadores de los jóvenes, maestros de escuelas y bibliotecarios.

Aunque llevó a cabo una vastísima actividad exterior, san Teodoro no se dejaba distraer de lo que consideraba íntimamente vinculado a su función de superior: ser el padre espiritual de sus monjes. Conocía el influjo decisivo que habían tenido en su vida tanto su buena madre como su santo tío, Platón, al que da el significativo título de “padre”. Por ello, impartía a los monjes dirección espiritual. Cada día, refiere el biógrafo, tras la oración de la tarde, se ponía ante el iconostasio para escuchar a todos. También aconsejaba espiritualmente a muchas personas que no eran del monasterio. Su Testamento espiritual y sus Cartas subrayan su carácter abierto y afectuoso, y muestran cómo de su paternidad surgieron verdaderas amistades espirituales en el ámbito monástico y fuera de él.

La Regla, conocida con el nombre de Hypotyposis, codificada poco después de la muerte de san Teodoro, fue adoptada, con alguna modificación, en el Monte Athos, cuando en el año 962 san Atanasio Athonita fundó allí la Gran Lavra, y en la Rus’ de Kiev, cuando al inicio del segundo milenio san Teodosio la introdujo en la Lavra de las Grutas. La Regla, comprendida en su significado genuino, es sumamente actual. Existen hoy numerosas corrientes que amenazan la unidad de la fe común y llevan hacia una especie de peligroso individualismo espiritual y de soberbia espiritual. Es necesario esforzarse por defender y hacer que crezca la perfecta unidad del Cuerpo de Cristo, en la que pueden estar en armonía la paz del orden y las relaciones personales sinceras en el Espíritu.

Quizá conviene, al final, retomar algunos de los elementos principales de la doctrina espiritual de san Teodoro. Amor al Señor encarnado y a su visibilidad en la liturgia y en los iconos. Fidelidad al bautismo y esfuerzo por vivir en la comunión del Cuerpo de Cristo, entendida también como comunión de los cristianos entre sí. Espíritu de pobreza, de sobriedad, de renuncia; castidad, dominio de sí, humildad y obediencia contra la primacía de la propia voluntad, que destruye el tejido social y la paz de las almas. Amor al trabajo material y espiritual. Amistad espiritual nacida en la purificación de la propia conciencia, de la propia alma, de la propia vida. Tratemos deseguir estas enseñanzas, que realmente nos muestran el camino de la verdadera vida.

70 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Monje Rabano Mauro

70 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MONJE RABANO MAURO

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE JUNIO DE 2009

SAN RABANO MAURO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de un personaje del Occidente latino verdaderamente extraordinario: el monje Rabano Mauro. Junto a hombres como san Isidoro de Sevilla, san Beda el Venerable y san Ambrosio Auperto, de los que ya he hablado en catequesis precedentes, durante los siglos de la alta Edad Media supo mantener el contacto con la gran cultura de los antiguos sabios y de los Padres cristianos.

Rabano Mauro, recordado con frecuencia como “praeceptor Germaniae“, tuvo una fecundidad extraordinaria. Con su capacidad de trabajo totalmente excepcional fue quizá el que más contribuyó a mantener viva la cultura teológica, exegética y espiritual a la que recurrirían los siglos sucesivos. A él hacen referencia grandes personajes pertenecientes al mundo de los monjes, como san Pedro Damián, san Pedro el Venerable y san Bernardo de Claraval, así como un número cada vez mayor de “clerici” del clero secular, que en los siglos XII y XIII promovieron uno de los florecimientos más hermosos y fecundos del pensamiento humano.

Rabano nació en Maguncia, alrededor del año 780; al entrar, muy joven, en el monasterio se le añadió el nombre de Mauro, precisamente en referencia al joven Mauro que, según el Libro segundo de los diálogos de san Gregorio Magno, siendo niño, lo habían entregado sus padres, nobles romanos, al abad Benito de Nursia. El ingreso precoz de Rabano como “puer oblatus” en el mundo monástico benedictino, y los frutos que obtuvo para su crecimiento humano, cultural y espiritual, abrieron posibilidades interesantísimas no sólo para la vida de los monjes y de la Iglesia, sino también para toda la sociedad de su tiempo, tradicionalmente llamada “carolingia”.

Hablando de ellos, o quizá de sí mismo, Rabano Mauro escribe: “Hay algunos que han tenido la suerte de haber sido introducidos en el conocimiento de las Escrituras desde su más tierna infancia (“a cunabulis suis”) y se han alimentado tan bien de la comida que les ha ofrecido la santa Iglesia que pueden ser promovidos, con la educación adecuada, a las más altas órdenes sagradas” (PL 107, col 419 BC).

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La extraordinaria cultura por la que se distinguía Rabano Mauro llamó muy pronto la atención de los grandes de su tiempo. Se convirtió en consejero de príncipes. Se esforzó por garantizar la unidad del Imperio y, en un nivel cultural más amplio, a quien le preguntaba nunca negó una respuesta ponderada, que se inspiraba preferentemente en la Biblia y en los textos de los santos Padres. A pesar de que fue elegido primero abad del famoso monasterio de Fulda y después arzobispo de su ciudad natal, Maguncia, prosiguió sus estudios, demostrando con el ejemplo de su vida que se puede estar al mismo tiempo a disposición de los demás, sin privarse por ello de un tiempo oportuno de reflexión, estudio y meditación.

Así, Rabano Mauro fue exegeta, filósofo, poeta, pastor y hombre de Dios. Las diócesis de Fulda, Maguncia, Limburgo y Breslavia lo veneran como santo o beato. Sus obras ocupan seis volúmenes de la Patrología Latina de Migne. Probablemente fue él quien compuso uno de los himnos más bellos y conocidos de la Iglesia latina, el “Veni Creator Spiritus“, síntesis extraordinaria de pneumatología cristiana. El primer compromiso teológico de Rabano se expresó, de hecho, en forma de poesía y tuvo como tema el misterio de la santa cruz, en una obra titulada “De laudibus sanctae crucis“, concebida para presentar no sólo contenidos conceptuales, sino también estímulos más exquisitamente artísticos, utilizando tanto la forma poética como la forma pictórica dentro del mismo códice manuscrito.

Por ejemplo, proponiendo iconográficamente entre las líneas de su escrito la imagen de Cristo crucificado, escribe: “Esta es la imagen del Salvador que, con la posición de sus miembros, hace sagrada para nosotros la salubérrima, dulcísima y amadísima forma de la cruz, para que creyendo en su nombre y obedeciendo sus mandamientos podamos obtener la vida eterna gracias a su Pasión. Por eso, cada vez que elevamos la mirada a la cruz, recordamos a Aquel que sufrió por nosotros para arrancarnos del poder de las tinieblas, aceptando la muerte para hacernos herederos de la vida eterna” (Lib. 1, Fig. 1:PL 107 col 151 C).

Este método de combinar todas las artes, la inteligencia, el corazón y los sentidos, que procedía de Oriente, sería desarrollado ampliamente en Occidente, consiguiendo metas inalcanzables en los códices miniados de la Biblia y en otras obras de fe y de arte, que florecieron en Europa hasta la invención de la imprenta e incluso después. En todo caso, demuestra que Rabano Mauro tenía una conciencia extraordinaria de la necesidad de involucrar en la experiencia de fe no sólo la mente y el corazón, sino también los sentidos a través de los otros aspectos del gusto estético y de la sensibilidad humana que llevan al hombre a disfrutar de la verdad con todo su ser, “espíritu, alma y cuerpo”.

Esto es importante: la fe no es sólo pensamiento, sino que implica a todo el ser. Dado que Dios se hizo hombre en carne y hueso, y entró en el mundo sensible, nosotros tenemos que tratar de encontrar a Dios con todas las dimensiones de nuestro ser. Así, la realidad de Dios, a través de la fe, penetra en nuestro ser y lo transforma. Por eso, Rabano Mauro concentró su atención sobre todo en la liturgia, como síntesis de todas las dimensiones de nuestra percepción de la realidad. Esta intuición de Rabano Mauro lo hace extraordinariamente actual.

Son famosos también sus “Carmina“, propuestos para ser utilizados sobre todo en las celebraciones litúrgicas. De hecho, es lógico el interés de Rabano por la liturgia, teniendo en cuenta que era ante todo un monje. Sin embargo, no se dedicó al arte de la poesía como fin en sí misma, sino que utilizó el arte y cualquier otro tipo de conocimiento para profundizar en la Palabra de Dios. Por ello, con gran empeño y rigor trató de introducir a sus contemporáneos, sobre todo a los ministros (obispos, presbíteros y diáconos), en la comprensión del significado profundamente teológico y espiritual de todos los elementos de la celebración litúrgica.

Así, trató de comprender y presentar a los demás los significados teológicos escondidos en los ritos, recurriendo a la Biblia y a la tradición de los Padres. Por honradez y para dar mayor peso a sus explicaciones, no dudaba en citar las fuentes patrísticas a las que debía su saber. Se servía de ellas con libertad y discernimiento atento, continuando el desarrollo del pensamiento patrístico. Por ejemplo, al final de su “Epistola prima” dirigida a un corepíscopo de la diócesis de Maguncia, después de responder a las peticiones de aclaración sobre el comportamiento que se debe tener en el ejercicio de la responsabilidad pastoral, prosigue:”Te hemos escrito todo esto tal como lo hemos deducido de las Sagradas Escrituras y de los cánones de los Padres. Ahora bien, tú, santísimo hombre, toma tus decisiones como mejor te parezca, caso por caso, tratando de moderar tu evaluación de tal manera que se garantice en todo la discreción, pues esta es la madre de todas las virtudes” (Epistulae, I: PL 112, col. 1510 C). Así se ve la continuidad de la fe cristiana, que tiene sus inicios en la Palabra de Dios, la cual siempre está viva, se desarrolla y se expresa de nuevas maneras, siempre en coherencia con toda la construcción, con todo el edificio de la fe.

Dado que la Palabra de Dios es parte integrante de la celebración litúrgica, Rabano Mauro se dedicó a ella con el máximo empeño durante toda su vida. Redactó explicaciones exegéticas apropiadas casi para todos los libros bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, con una finalidad claramente pastoral, que justificaba con palabras como estas:”He escrito esto (…) sintetizando explicaciones y propuestas de otros muchos para prestar un servicio al pobre lector que no puede tener a su disposición muchos libros, pero también para ayudar a quienes en muchos temas no logran profundizar en la comprensión de los significados descubiertos por los Padres” (Commentariorum in Matthaeum praefatio: PL 107, col. 727 D). De hecho, al comentar los textos bíblicos recurría ampliamente a los Padres antiguos, con predilección especial por san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín y san Gregorio Magno.

Su notable sensibilidad pastoral lo llevó después a afrontar uno de los problemas que más preocupaban a los fieles y a los ministros sagrados de su tiempo: el de la Penitencia. Compiló “Penitenciarios” —así los llamaba— en los que, según la sensibilidad de la época, se enumeraban los pecados y las penas correspondientes, utilizando en la medida de lo posible motivaciones tomadas de la Biblia, de las decisiones de los concilios, y de las Decretales de los Papas. De esos textos se sirvieron también los “carolingios” en su intento de reforma de la Iglesia y de la sociedad. Esta misma finalidad pastoral tenían obras como “De disciplina ecclesiastica” y “De institutione clericorum” en los que, recurriendo sobre todo a san Agustín, Rabano explicaba a personas sencillas y al clero de su diócesis los elementos fundamentales de la fe cristiana: eran una especie de pequeños catecismos.

Concluyo la presentación de este gran “hombre de Iglesia” citando algunas palabras suyas en las que se refleja su convicción de fondo: “Quien descuida la contemplación (“qui vacare Deo negligit“), se priva de la visión de la luz de Dios; quien se deja llevar de modo indiscreto por las preocupaciones y permite que sus pensamientos se vean arrollados por el tumulto de las cosas del mundo, se condena a la imposibilidad absoluta de penetrar en los secretos del Dios invisible” (Lib. I: PL 112, col. 1263 A).

Creo que Rabano Mauro nos dirige hoy estas palabras: en el trabajo, con sus ritmos frenéticos, y en los tiempos de vacaciones, debemos reservar momentos para Dios. Abrirle nuestra vida dirigiéndole un pensamiento, una reflexión, una breve oración; y, sobre todo, no debemos olvidar el domingo como el día del Señor, el día de la liturgia, para percibir en la belleza de nuestras iglesias, de la música sacra y de la Palabra de Dios, la belleza misma de Dios, dejándolo entrar en nuestro ser. Sólo así nuestra vida se hace grande, se hace vida de verdad.

69 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Juan Escoto Eriúgena

69 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JUAN ESCOTO ERIÚGENA

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE JUNIO DE 2009

JUAN ESCOTO ERIÚGENA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de un pensador notable del Occidente cristiano: Juan Escoto Eriúgena, cuyos orígenes sin embargo son oscuros. Ciertamente, procedía de Irlanda, donde nació a inicios del siglo IX, pero no sabemos cuándo salió de su isla, atravesando el canal de la Mancha, para entrar a formar parte plenamente del mundo cultural que estaba renaciendo en torno a los carolingios y, de modo particular, en torno a Carlos el Calvo, en la Francia del siglo IX. Del mismo modo que no se conoce la fecha exacta de su nacimiento, también ignoramos el año de su muerte que, según los estudiosos, debería haber acaecido alrededor del año 870.

Juan Escoto Eriúgena tenía una cultura patrística, tanto griega como latina, de primera mano: conocía directamente los escritos de los Padres latinos y griegos. Conocía bien, entre otras, las obras de san Agustín, san Ambrosio, san Gregorio Magno, grandes Padres del Occidente cristiano, pero también conocía a fondo el pensamiento de Orígenes, san Gregorio de Nisa, san Juan Crisóstomo y los demás Padres cristianos de Oriente no menos grandes. Era un hombre excepcional, que dominaba en ese tiempo la lengua griega. Prestó atención muy especial a san Máximo el Confesor y, sobre todo, a Dionisio el Areopagita. Bajo este seudónimo se oculta un escritor eclesiástico del siglo V, de Siria, pero Juan Escoto Eriúgena, como todos en la Edad Media, estaba convencido de que este autor se identificaba con un discípulo directo de san Pablo, del que se habla en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 17, 34).

Escoto Eriúgena, convencido de esta apostolicidad de los escritos de Dionisio, lo definió “autor divino” por excelencia. Por eso, los escritos de Dionisio fueron una fuente eminente de su pensamiento. Juan Escoto tradujo al latín sus obras. Los grandes teólogos medievales, como san Buenaventura, conocieron las obras de Dionisio a través de esta traducción. Se dedicó durante toda su vida a profundizar y desarrollar su pensamiento, bebiendo en esos escritos, hasta el punto de que aún hoy alguna vez resulta difícil distinguir dónde se halla el pensamiento de Escoto Eriúgena y dónde en cambio no hace más que volver a presentar el pensamiento del Pseudo Dionisio.

En verdad, el trabajo teológico de Juan Escoto no tuvo mucha suerte. No sólo el final de la era carolingia hizo que se olvidaran sus obras, sino que, además, una censura por parte de la autoridad eclesiástica ensombreció su figura. En realidad, Juan Escoto representa un platonismo radical, que a veces parece acercarse a una visión panteísta, aunque su intención personal subjetiva fue siempre ortodoxa.

De Juan Escoto Eriúgena se conservan varias obras, entre las cuales merece la pena recordar, en particular, el tratado “Sobre la división de la naturaleza” y las “Exposiciones sobre la jerarquía celeste de san Dionisio“. En ellas desarrolla reflexiones teológicas y espirituales estimulantes, que podrían sugerir interesantes puntos de profundización incluso para los teólogos contemporáneos. Me refiero, por ejemplo, a lo que escribe sobre el deber de realizar un discernimiento adecuado sobre lo que se presenta como auctoritas vera, o sobre el compromiso de seguir buscando la verdad hasta que se alcance una experiencia de ella en la adoración silenciosa de Dios.

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Nuestro autor dice: “Salus nostra ex fide inchoat“, “Nuestra salvación comienza con la fe”. Es decir, no podemos hablar de Dios partiendo de nuestras propias ocurrencias, sino de lo que dice Dios de sí mismo en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, dado que Dios sólo dice la verdad, Escoto Eriúgena está convencido de que la autoridad y la razón nunca pueden oponerse; está convencido de que la verdadera religión y la verdadera filosofía coinciden.

Desde esta perspectiva escribe: “Cualquier tipo de autoridad que no sea confirmada por una verdadera razón debería considerarse débil… Porque no existe verdadera autoridad si no es la que coincide con la verdad descubierta en virtud de la razón, aunque se tratara de una autoridad recomendada y transmitida para utilidad de las futuras generaciones por los Santos Padres” (I, PL 122, col. 513 bc). Por consiguiente, advierte: “Ninguna autoridad te debe atemorizar o distraer de lo que te hace comprender la persuasión obtenida gracias a una recta contemplación racional. En efecto, la autoridad auténtica no contradice nunca la recta razón, ni esta puede contradecir una verdadera autoridad. Ambas proceden sin duda alguna de la misma fuente, que es la sabiduría divina” (I,PL 122, col. 511 b). Aquí vemos una valiente afirmación del valor de la razón, fundada en la certeza de que la verdadera autoridad es razonable, porque Dios es la razón creadora.

Según Escoto Eriúgena, también a la Escritura es necesario acercarse utilizando el mismo criterio de discernimiento, pues la Escritura —sostiene el teólogo irlandés, presentando una reflexión ya presente en san Juan Crisóstomo—, aunque procede de Dios, no sería necesaria si el hombre no hubiera pecado. Por tanto, se debería deducir que Dios nos dio la Escritura con una finalidad pedagógica y por condescendencia, para que el hombre pudiera recordar todo lo que había sido grabado en su corazón desde el momento de su creación “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26) y que la caída original le había hecho olvidar.

Juan Escoto escribe en las Expositiones: “No es que el hombre haya sido creado para la Escritura, de la cual no hubiera tenido necesidad si no hubiera pecado, sino que, más bien, es la Escritura, tejida de doctrina y de símbolos, la que ha sido dada para el hombre. Gracias a ella nuestra naturaleza racional puede ser introducida en los secretos de la auténtica y pura contemplación de Dios” (II, PL 122, col. 146 c). La palabra de la Sagrada Escritura purifica nuestra razón un poco ciega y nos ayuda a volver al recuerdo de lo que nosotros, como imagen de Dios, llevamos en nuestro corazón, lamentablemente herido por el pecado.

De aquí derivan algunas consecuencias hermenéuticas, sobre el modo de interpretar la Escritura, que pueden indicar también hoy el camino real para una lectura correcta de la Sagrada Escritura. Se trata de descubrir el sentido oculto en el texto sagrado y esto supone un ejercicio interior particular, gracias al cual la razón se abre al camino seguro que lleva a la verdad. Ese ejercicio consiste en cultivar una disponibilidad constante a la conversión. Para llegar a comprender en profundidad el texto es necesario progresar simultáneamente en la conversión del corazón y en el análisis conceptual de la página bíblica, sea de carácter cósmico, histórico o doctrinal. Porque sólo se puede llegar a una comprensión exacta gracias a la constante purificación tanto del ojo del corazón como del ojo de la mente.

Este camino arduo, exigente y entusiasmante, hecho de continuas conquistas y relativizaciones del saber humano, lleva a la criatura inteligente hasta el umbral del Misterio divino, donde todas las nociones muestran su debilidad e incapacidad, y por eso, con la sencilla fuerza libre y dulce de la verdad, obligan a ir continuamente más allá de todo lo conseguido. Así, el reconocimiento adorante y silencioso del Misterio, que desemboca en la comunión unificadora, se revela como el único camino de una relación con la verdad que sea a la vez la más íntima posible y la más escrupulosamente respetuosa de la alteridad.

Juan Escoto, utilizando también aquí un vocabulario arraigado en la tradición cristiana de lengua griega, llamó a esta experiencia, a la que tendemos, “theosis” o divinización, con afirmaciones tan atrevidas que en algunos suscitaron sospechas de panteísmo heterodoxo. Por lo demás, se experimenta una fuerte emoción al leer textos como el siguiente, donde, recurriendo a la antigua metáfora de la fusión del hierro, escribe: “Por tanto, del mismo modo que todo el hierro candente se licúa hasta el punto de que parece haber sólo fuego, pero siguen siendo distintas las sustancias de uno y otro, así se debe aceptar que, después del fin de este mundo, toda la naturaleza, tanto la corpórea como la incorpórea, sólo manifiesta a Dios, aunque permanezca íntegra de tal modo que a Dios se le pueda com-prender aunque siga siendo in-comprensible y la criatura misma sea transformada, con maravilla inefable, en Dios” (V, PL 122, col. 451 b).

En realidad, todo el pensamiento teológico de Juan Escoto es la demostración más evidente del intento de expresar lo comprensible del Dios incomprensible, fundándose únicamente en el misterio del Verbo encarnado en Jesús de Nazaret. Las numerosas metáforas que utiliza para indicar esta realidad inefable demuestran que es consciente de que los términos con que hablamos de estas cosas son absolutamente inadecuados. Sin embargo, queda el encanto y el clima de auténtica experiencia mística que de vez en cuando se puede palpar en sus textos. Baste citar, como confirmación, una página del De divisione naturae que toca a fondo incluso el corazón de nosotros, los creyentes del siglo XXI: “No se debe desear otra cosa —escribe— sino la alegría de la verdad, que es Cristo, ni evitar otra cosa sino el estar alejados de él, pues esto se debería considerar como causa única de tristeza total y eterna. Si me quitas a Cristo, no me quedará ningún bien, y nada me asustará como estar lejos de él. El mayor tormento de una criatura racional es estar privado de él o lejos de él” (V, PL 122, col. 989 a). Son palabras que podemos hacer nuestras, transformándolas en oración a Aquel que constituye también el anhelo de nuestro corazón.

68 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cirilo y San Metodio

68 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CIRILO Y SAN METODIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE JUNIO DE 2009

CIRILO Y METODIO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de san Cirilo y san Metodio, hermanos en la sangre y en la fe, llamados apóstoles de los eslavos. San Cirilo nació en Tesalónica; era el más joven de los siete hijos de León, magistrado imperial en los años 826-827. De niño aprendió la lengua eslava. A los catorce años fue enviado a Constantinopla para educarse y fue compañero del joven emperador Miguel III. En aquellos años fue introducido en las diferentes materias universitarias, entre ellas la dialéctica, teniendo como maestro a Focio. Después de rechazar un matrimonio brillante, decidió recibir las órdenes sagradas y se convirtió en “bibliotecario” en el patriarcado. Más tarde, deseando retirarse a la soledad, se escondió en un monasterio, pero pronto fue descubierto y le encomendaron la enseñanza de las ciencias sagradas y profanas, tarea que desempeñó tan bien que se ganó el apelativo de “filósofo”.

Mientras tanto, su hermano Miguel (nacido en torno al año 815), tras una carrera administrativa en Macedonia, hacia el año 850 abandonó el mundo para retirarse a la vida monástica en el monte Olimpo, en Bitinia, donde recibió el nombre de Metodio (el nombre monástico debía comenzar por la misma letra del de bautismo) y se convirtió en egúmeno (abad) del monasterio de Polychron.

También san Cirilo, atraído por el ejemplo de su hermano, decidió dejar la enseñanza para dedicarse a meditar y rezar en el monte Olimpo. Ahora bien, algunos años más tarde (en torno al 861), el gobierno imperial le encargó una misión entre los cázaros del mar de Azov, que pidieron que se les enviara un literato que supiera discutir con los judíos y los sarracenos. San Cirilo, acompañado por su hermano san Metodio, vivió largo tiempo en Crimea, donde aprendió el hebreo. Allí buscó también el cuerpo del Papa Clemente I, que había sido desterrado a ese lugar. Encontró su tumba y, cuando emprendió el regreso, juntamente con su hermano, llevó las preciosas reliquias. Al llegar a Constantinopla, los dos hermanos fueron enviados a Moravia por el emperador Miguel III, a quien el príncipe de Moravia, Ratislao, había hecho una petición precisa: “Nuestro pueblo —le había dicho—, desde que renunció al paganismo, observa la ley cristiana; pero no tenemos un maestro capaz de explicarnos la verdadera fe en nuestro idioma”. La misión tuvo muy pronto un éxito insólito. Al traducir la liturgia a la lengua eslava, los dos hermanos se ganaron una gran simpatía entre el pueblo.

Esto, sin embargo, suscitó la hostilidad contra ellos por parte del clero franco, que había llegado precedentemente a Moravia y consideraba el territorio como perteneciente a su propia jurisdicción eclesial. Para justificarse, en el año 867 los dos hermanos viajaron a Roma. Durante el viaje se detuvieron en Venecia, donde tuvo lugar una acalorada discusión con los que defendían la así llamada “herejía trilingüe”: estos consideraban que había sólo tres idiomas en los que se podía alabar lícitamente a Dios: hebreo, griego y latín.

Obviamente los dos hermanos se opusieron a esto con fuerza. En Roma, san Cirilo y san Metodio fueron recibidos por el Papa Adriano II, que les salió al encuentro en procesión para acoger dignamente las reliquias de san Clemente. El Papa también había comprendido la gran importancia de su excepcional misión. De hecho, desde la mitad del primer milenio los eslavos se habían asentado en gran número en los territorios situados entre las dos partes del Imperio romano, la oriental y la occidental, que experimentaban tensiones entre sí. El Papa intuyó que los pueblos eslavos podían desempeñar el papel de puente, contribuyendo así a conservar la unión entre los cristianos de ambas partes del Imperio. Por eso, no dudó en aprobar la misión de los dos hermanos en la Gran Moravia, acogiendo y aprobando el uso de la lengua eslava en la liturgia. Los libros eslavos fueron colocados en el altar de Santa María de Phatmé (Santa María la Mayor) y se celebró la liturgia en lengua eslava en las basílicas de San Pedro, San Andrés y San Pablo.

Por desgracia, en Roma san Cirilo enfermó gravemente. Al sentir que se acercaba su muerte, quiso consagrarse totalmente a Dios como monje en uno de los monasterios griegos de la ciudad (probablemente en Santa Práxedes) y tomó el nombre monástico de Cirilo (su nombre de bautismo era Constantino). Luego pidió con insistencia a su hermano Metodio, que mientras tanto había sido consagrado obispo, que no abandonara la misión en Moravia y regresara a aquellas poblaciones. Y dirigió a Dios esta invocación: “Señor, Dios mío…, escucha mi oración y conserva fiel a ti el rebaño que me habías encomendado… Líbralos de la herejía de las tres lenguas, reúnelos a todos en la unidad, y haz que el pueblo que has elegido viva concorde en la auténtica fe y en la recta confesión”. Fallecióel14defebrero del año 869.

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Fiel al compromiso asumido con su hermano, al año siguiente, 870, san Metodio regresó a Moravia y a Panonia (hoy Hungría), donde afrontó nuevamente la violenta animadversión de los misioneros francos, que lo encarcelaron. No se desalentó y cuando, en el año 873, fue liberado se dedicó activamente a la organización de la Iglesia, cuidando la formación de un grupo de discípulos. Gracias a estos discípulos se superó la crisis que se había desencadenado tras la muerte de san Metodio, que tuvo lugar el 6 de abril del año 885: algunos de estos discípulos, perseguidos y encarcelados, fueron vendidos como esclavos y llevados a Venecia, donde fueron rescatados por un funcionario de Constantinopla, quien les permitió regresar a los países de los eslavos balcánicos. Acogidos en Bulgaria, pudieron continuar la misión comenzada por san Metodio, difundiendo el Evangelio en la “tierra de la Rus'”. Así, Dios, en su misteriosa providencia, se servía de la persecución para salvar la obra de los santos hermanos. De ella queda también la documentación literaria. Basta pensar en obras como el Evangeliario (perícopas litúrgicas del Nuevo Testamento), el Salterio, varios textos litúrgicos en lengua eslava, en los que trabajaron los dos hermanos. Tras la muerte de san Cirilo, se debe a san Metodio y a sus discípulos, entre otras cosas, la traducción de toda la Sagrada Escritura, el Nomocanon y el Libro de los Padres.

Resumiendo brevemente el perfil espiritual de los dos hermanos, hay que constatar ante todo la pasión con la que san Cirilo se acercó a los escritos de san Gregorio Nacianceno, aprendiendo de él el valor del idioma en la transmisión de la Revelación. San Gregorio había expresado el deseo de que Cristo hablara a través de él: “Soy servidor del Verbo, por eso me pongo al servicio de la Palabra”. Queriendo imitar a san Gregorio en este servicio, san Cirilo pidió a Cristo que hablara en eslavo por medio de él. Introduce su obra de traducción con la invocación solemne: “Escuchad, eslavos todos, escuchad la Palabra que procede de Dios, la Palabra que alimenta las almas, la Palabra que lleva al conocimiento de Dios”.

En realidad, ya algunos años antes de que el príncipe de Moravia pidiera al emperador Miguel iii el envío de misioneros a su tierra, parece que san Cirilo y su hermano san Metodio, rodeados por un grupo de discípulos, estaban trabajando en el proyecto de recoger los dogmas cristianos en libros escritos en lengua eslava. Entonces se constató con claridad la necesidad de contar con nuevos signos gráficos, que fueran más adecuados a la lengua hablada: nació así el alfabeto glagolítico que, modificado posteriormente, fue designado con el nombre de “cirílico” en honor a su inspirador. Fue un hecho decisivo para el desarrollo de la civilización eslava en general. San Cirilo y san Metodio estaban convencidos de que los diferentes pueblos no podían considerar que habían recibido plenamente la Revelación hasta que no la hubieran escuchado en su propio idioma y leído en los caracteres propios de su alfabeto.

A san Metodio corresponde el mérito de haber permitido que la obra emprendida por su hermano no quedara bruscamente interrumpida. Mientras san Cirilo, el “filósofo”, tendía a la contemplación, él se inclinaba más bien a la vida activa. Gracias a ello pudo poner los cimientos de la sucesiva afirmación de lo que podríamos llamar la “idea cirilo-metodiana”, que acompañó en los diferentes períodos históricos a los pueblos eslavos, favoreciendo su desarrollo cultural, nacional y religioso. Lo reconoció ya el Papa Pío XI con la carta apostólica Quod sanctum Cyrillum, en la que definía a los dos hermanos: “hijos de Oriente, bizantinos de patria, griegos de origen, romanos por su misión, eslavos por los frutos apostólicos” (AAS 19 [1927] 93-96). Después, el papel histórico que desempeñaron fue proclamado oficialmente por el Papa Juan Pablo II, que, con la carta apostólica Egregiae virtutis virilos declaró copatronos de Europa junto con san Benito (AAS 73 [1981] 258-262).

En efecto, san Cirilo y san Metodio constituyen un ejemplo clásico de lo que hoy se indica con el término “inculturación”: cada pueblo debe hacer que penetre en su propia cultura el mensaje revelado y expresar la verdad salvífica con su lenguaje propio. Esto supone un trabajo de “traducción” muy arduo, pues exige encontrar términos adecuados para volver a proponer, sin traicionarla, la riqueza de la Palabra revelada. En este sentido, los dos santos hermanos han dejado un testimonio muy significativo, que la Iglesia sigue mirando también hoy para inspirarse y orientarse.