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Visiones de María Valtorta sobre el día de Pentecostés

VISIONES DE MARÍA VALTORTA SOBRE EL DÍA DE PENTECOSTÉS

María Valtorta nos relata en su obra lo que sucedió en aquel hermoso día de Pentecostés para comprender el rol de Santa María en la historia de la salvación, ya que Ella es la más maravillosa corona de la Creación de Dios. La Santísima Trinidad canta de alegría al admirar la perfección en el amor de Su hija predilecta.

Pentecostes Virgen Maria y Apostoles krouillong comunion en la mano sacrilegio

La venida del Espíritu Santo. Fin del ciclo mesiánico.

No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo se constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos en la sala de la Cena).

La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la mesa y la parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de los pies. Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el lugar que Jesús ocupaba en la Cena.

No hay en la mesa mantelería ni vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.

Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de sol.

La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha, a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística…

Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana. Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos. María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan…

Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.

Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.

El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.

Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.

Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

El Espíritu Santo rutila sus llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.

El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… es el perfume del Paraíso…

Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla.

Juan, señalándola, dice:

-Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…

-Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos – dice Pedro con sobrenatural impulsividad.

-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí – dice Santiago de Alfeo.

-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes. Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.

Dice Jesús (a María Valtorta): -Aquí termina esta Obra que mi amor por vosotros ha dictado, y que vosotros habéis recibido por el amor que una criatura ha tenido hacia mí y hacia vosotros.

Ha terminado hoy, conmemoración de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en la caridad en esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos llevé a mi pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor de Santa Zita hacia todos los infelices. Zita daba pan a los menesterosos, recordando que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado aquellos que hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan ha dado mis palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la tibieza o en la duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel 12, 3-4) que brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga se esforzaran en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer a muchos y haciendo que muchos lo amen.

Y ha terminado hoy, día en que la Iglesia eleva a los altares a María Teresa Goretti, (María Teresa Goretti, más conocida como María Goretti, mártir de la pureza (1890-1902), beatificada el 27 de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su tallo quebrado cuando todavía era capullo su corola -¿por quién quebrado, sino por Satanás, envidioso ante ese candor más esplendoroso que su antiguo aspecto de ángel?-, quebrado por ser flor consagrada al Amador divino. Virgen y mártir, María, de este siglo de infamias en que se mancilla incluso el honor de la Mujer, escupiendo baba de reptiles negadora del poder de Dios de dar una morada inviolada a su Verbo, que, por obra del Espíritu Santo, se encarnaba para salvar a los que en Él creyeran. También María-Juan es mártir del Odio, que no quiere que mis maravillas sean celebradas con esta Obra, arma que tiene poder para arrebatarle muchas presas. Pero también María-Juan sabe, como sabía María Teresa, que el martirio -fueren cuales fueren su nombre y su aspecto- es llave para abrir sin dilación el Reino de los Cielos para aquellos que lo padecen como continuación de mi Pasión.

La Obra ha terminado. (Pero no han terminado las “visiones” ni los “dictados” fuera del ciclo mesiánico, declarado concluido con la venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán, completivos de la Obra, otros escritos pertinentes (de varios años, sobre todo del 1951). Como consecuencia, la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril de 1947 y que en los cuadernos autógrafos sigue inmediatamente al presente “dictado”, será recogida al término de la conclusión de la Obra) Y, con su fin, con la venida del Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi Sabiduría ha iluminado desde sus albores (la Concepción inmaculada de María) hasta su terminación (la venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es obra del Espíritu de Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo empezado con el misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y el haberlo concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de Cristo.

Las obras manifiestas de Dios, del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde entonces, continúa ese misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el Nombre de Jesús en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la Iglesia -o sea, la asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos- puede continuar su camino sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor en sus fieles. El Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los verdaderos teólogos, que viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí -la vida de Dios dentro de sí por la dirección del Espíritu de Dios que los guía-, los verdaderos “hijos de Dios” según el concepto de Pablo. (Romanos 8, 14-17)

Y al término de la Obra debo poner una vez más el lamento que he colocado al final de cada uno de los años evangélicos. Y en mi dolor de ver despreciado mi don os digo: “No recibiréis más, porque no habéis sabido acoger esto que os he dado”. Y digo también las palabras que os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino recto: “No me veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”.

Maria Valtorta krouillong comunion en la mano es sacrilegio

Para leer la obra completa de María Valtorta ingresar a los enlaces:

Introducción y Vida oculta de Jesús y María

Primer año de la vida pública de Jesús

Segundo año de la vida pública de Jesús

Tercer año de la vida pública de Jesús

Preparación a la Pasión de Jesús

Pasión y Muerte de Jesús

Glorificación de Jesús y María

57 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Anselmo

57 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ANSELMO

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE SEPTIEMBRE DE 2009

SAN ANSELMO

Queridos hermanos y hermanas:

En Roma, en la colina del Aventino, se encuentra la abadía benedictina de San Anselmo. Como sede de un Instituto de estudios superiores y del abad primado de los Benedictinos Confederados, es un lugar que aúna la oración, el estudio y el gobierno, precisamente las tres actividades que caracterizaron la vida del santo a quien está dedicada: Anselmo de Aosta, de cuya muerte se celebra este año el ix centenario. Las múltiples iniciativas, promovidas especialmente por la diócesis de Aosta con ocasión de este feliz aniversario, han puesto de manifiesto el interés que sigue suscitando este pensador medieval. También es conocido como Anselmo de Bec y Anselmo de Canterbury por las ciudades con las que tuvo relación.

¿Quién es este personaje al que tres localidades, lejanas entre sí y situadas en tres naciones distintas —Italia, Francia e Inglaterra—, se sienten particularmente vinculadas? Monje de intensa vida espiritual, excelente educador de jóvenes, teólogo con una extraordinaria capacidad especulativa, sabio hombre de gobierno e intransigente defensor de la libertas Ecclesiae, de la libertad de la Iglesia, san Anselmo es una de las personalidades eminentes de la Edad Media, que supo armonizar todas estas cualidades gracias a una profunda experiencia mística que guió siempre su pensamiento y su acción.

San Anselmo nació en 1033 (o a principios de 1034) en Aosta, primogénito de una familia noble. Su padre era un hombre rudo, dedicado a los placeres de la vida y dilapidador de sus bienes; su madre, en cambio, era mujer de elevadas costumbres y de profunda religiosidad (cf. Eadmero, Vita S. Anselmi: PL 159, col. 49). Fue ella quien cuidó de la primera formación humana y religiosa de su hijo, que encomendó después a los benedictinos de un priorato de Aosta. San Anselmo, que desde niño —como narra su biógrafo— imaginaba la morada de Dios entre las altas y nevadas cumbres de los Alpes, soñó una noche que era invitado a este palacio espléndido por Dios mismo, que se entretuvo largo tiempo y afablemente con él y al final le ofreció para comer “un pan blanquísimo” (ib., col. 51). Este sueño le dejó la convicción de ser llamado a cumplir una alta misión.

A la edad de quince años pidió ser admitido en la Orden benedictina, pero su padre se opuso con toda su autoridad y no cedió siquiera cuando su hijo, gravemente enfermo, sintiéndose cerca de la muerte, imploró el hábito religioso como supremo consuelo. Después de la curación y la muerte prematura de su madre, san Anselmo atravesó un período de disipación moral: descuidó los estudios y, arrastrado por las pasiones terrenas, se hizo sordo a la llamada de Dios. Se marchó de casa y comenzó a viajar por Francia en busca de nuevas experiencias. Después de tres años, al llegar a Normandía, se dirigió a la abadía benedictina de Bec, atraído por la fama de Lanfranco de Pavía, prior del monasterio. Para él fue un encuentro providencial y decisivo para el resto de su vida. Bajo la guía de Lanfranco, san Anselmo retomó con vigor sus estudios y en poco tiempo se convirtió no sólo en el alumno predilecto, sino también en el confidente del maestro. Su vocación monástica se volvió a despertar y, tras una atenta valoración, a la edad de 27 años entró en la Orden monástica y fue ordenado sacerdote. La vida ascética y el estudio le abrieron nuevos horizontes, haciéndole encontrar de nuevo, en un grado mucho más alto, la familiaridad con Dios que había tenido de niño.

Cuando en 1063 Lanfranco se convirtió en abad de Caen, san Anselmo, que sólo llevaba tres años de vida monástica, fue nombrado prior del monasterio de Bec y maestro de la escuela claustral, mostrando dotes de refinado educador. No le gustaban los métodos autoritarios; comparaba a los jóvenes con plantitas que se desarrollan mejor si no se las encierra en un invernadero, y les concedía una “sana” libertad. Era muy exigente consigo mismo y con los demás en la observancia monástica, pero en lugar de imponer la disciplina se esforzaba por hacer que la siguieran con la persuasión.

A la muerte del abad Erluino, fundador de la abadía de Bec, san Anselmo fue elegido por unanimidad para sucederle: era el mes de febrero de 1079. Entretanto numerosos monjes habían sido llamados a Canterbury para llevar a los hermanos del otro lado del Canal de la Mancha la renovación que se estaba llevando a cabo en el continente. Su obra fue bien aceptada, hasta el punto de que Lanfranco de Pavía, abad de Caen, se convirtió en el nuevo arzobispo de Canterbury y pidió a san Anselmo que pasara cierto tiempo con él para instruir a los monjes y ayudarle en la difícil situación en que se encontraba su comunidad eclesial tras la invasión de los normandos. La permanencia de san Anselmo se reveló muy fructuosa; ganó simpatía y estima, hasta tal punto que, a la muerte de Lanfranco, fue elegido para sucederle en la sede arzobispal de Canterbury. Recibió la solemne consagración episcopal en diciembre de 1093.

san anselmo de canterbury krouillong comunion en la mano

San Anselmo se comprometió inmediatamente en una enérgica lucha por la libertad de la Iglesia, manteniendo con valentía la independencia del poder espiritual respecto del temporal. Defendió a la Iglesia de las indebidas injerencias de las autoridades políticas, sobre todo de los reyes Guillermo el Rojo y Enrique I, encontrando ánimo y apoyo en el Romano Pontífice, al que san Anselmo mostró siempre una valiente y cordial adhesión. Esta fidelidad le costó, en 1103, incluso la amargura del destierro de su sede de Canterbury. Y sólo cuando, en 1106, el rey Enrique i renunció a la pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas, así como a la recaudación de impuestos y a la confiscación de los bienes de la Iglesia, san Anselmo pudo volver a Inglaterra, donde fue acogido festivamente por el clero y por el pueblo. Así se concluyó felizmente la larga lucha que libró con las armas de la perseverancia, la valentía y la bondad.

Este santo arzobispo, que tanta admiración suscitaba a su alrededor, dondequiera que se dirigiera, dedicó los últimos años de su vida sobre todo a la formación moral del clero y a la investigación intelectual sobre temas teológicos. Murió el 21 de abril de 1109, acompañado por las palabras del Evangelio proclamado en la santa misa de ese día: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino…” (Lc 22, 28-30). El sueño de aquel misterioso banquete, que había tenido desde pequeño precisamente al inicio de su camino espiritual, encontraba así su realización. Jesús, que lo había invitado a sentarse a su mesa, acogió a san Anselmo, a su muerte, en el reino eterno del Padre.

“Dios, te lo ruego, quiero conocerte, quiero amarte y poder gozar de ti. Y si en esta vida no soy capaz de ello plenamente, que al menos cada día progrese hasta que llegue a la plenitud” (Proslogion, cap. 14). Esta oración permite comprender el alma mística de este gran santo de la época medieval, fundador de la teología escolástica, al que la tradición cristiana ha dado el título de “doctor magnífico”, porque cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, pero plenamente consciente de que el camino de búsqueda de Dios nunca se termina, al menos en esta tierra. La claridad y el rigor lógico de su pensamiento tuvieron siempre como objetivo “elevar la mente a la contemplación de Dios” (ib.Proemium). Afirma claramente que quien quiere hacer teología no puede contar sólo con su inteligencia, sino que debe cultivar al mismo tiempo una profunda experiencia de fe. La actividad del teólogo, según san Anselmo, se desarrolla así en tres fases: la fe, don gratuito de Dios que hay que acoger con humildad; la experiencia, que consiste en encarnar la Palabra de Dios en la propia existencia cotidiana; y por último el verdadero conocimiento, que nunca es fruto de razonamientos asépticos, sino de una intuición contemplativa. Al respecto, para una sana investigación teológica y para quien quiera profundizar en las verdades de la fe, siguen siendo muy útiles también hoy sus célebres palabras: “No pretendo, Señor, penetrar en tu profundidad, porque no puedo ni siquiera de lejos confrontar con ella mi intelecto; pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco entender para creer, sino que creo para entender” (ib., 1).

Queridos hermanos y hermanas, que el amor a la verdad y la sed constante de Dios, que marcaron toda la vida de san Anselmo, sean un estímulo para todo cristiano a buscar sin desfallecer jamás una unión cada vez más íntima con Cristo, camino, verdad y vida. Además, que el celo lleno de valentía que caracterizó su acción pastoral, y que le procuró a veces incomprensiones, amarguras e incluso el destierro, impulse a los pastores, a las personas consagradas y a todos los fieles a amar a la Iglesia de Cristo, a orar, a trabajar y a sufrir por ella, sin abandonarla nunca ni traicionarla. Que nos obtenga esta gracia la Virgen Madre de Dios, hacia quien san Anselmo alimentó una tierna y filial devoción. “María, a ti te quiere amar mi corazón —escribe san Anselmo—; a ti mi lengua te desea alabar ardientemente”.

55 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Leonardi

55 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN LEONARDI

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE OCTUBRE DE 2009

SAN JUAN LEONARDI

Queridos hermanos y hermanas:

Pasado mañana, 9 de octubre, se cumplirán 400 años de la muerte de san Juan Leonardi, fundador de la Orden religiosa de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios, canonizado el 17 de abril de 1938 y elegido patrono de los farmacéuticos el 8 de agosto de 2006. Se le recuerda también por su gran celo misionero. Junto con monseñor Juan Bautista Vives y el jesuita Martín de Funes proyectó y contribuyó a la institución de una Congregación específica de la Santa Sede para las misiones, la dePropaganda Fide, y al futuro nacimiento del Colegio Urbano de Propaganda Fide, que en el curso de los siglos ha forjado a miles de sacerdotes, muchos de ellos mártires, para evangelizar a los pueblos. Se trata, por lo tanto, de una luminosa figura de sacerdote, que me agrada señalar como ejemplo a todos los presbíteros en este Año sacerdotal. Murió en 1609 por una gripe contraída mientras se prodigaba atendiendo a los afectados por la epidemia en el barrio romano de Campitelli.

Juan Leonardi nació en 1541 en Diecimo, en la provincia de Lucca. Era el menor de siete hermanos; su adolescencia se caracterizó por los ritmos de fe que se vivían en un núcleo familiar sano y laborioso, así como por la asidua asistencia a un establecimiento de aromas y medicamentos de su pueblo natal. A los 17 años su padre lo inscribió en un curso regular de especiería en Lucca, para que llegara a ser farmacéutico, más aún, un especiero, como se decía entonces. Durante cerca de una década el joven Juan Leonardi fue un alumno atento y diligente, pero, cuando según las normas previstas en la antigua República de Lucca, adquirió el reconocimiento oficial que le autorizaría a abrir su propia especiería, comenzó a pensar que tal vez había llegado el momento de llevar a cabo un proyecto que desde siempre albergaba en su corazón. Tras una madura reflexión decidió encaminarse al sacerdocio. Y así, dejando la tienda de especiería y habiendo adquirido una formación teológica adecuada, fue ordenado sacerdote y el día de la Epifanía de 1572 celebró su primera misa. Con todo, no abandonó la pasión por la farmacopea, pues percibía que la mediación profesional de farmacéutico le permitiría realizar plenamente su vocación de transmitir a los hombres, a través de una vida santa, “la medicina de Dios”, que es Jesucristo crucificado y resucitado, “medida de todas las cosas”.

Animado por la convicción de que todos los seres humanos tienen más necesidad de esa medicina que de cualquier otra cosa, san Juan Leonardi procuró hacer del encuentro personal con Jesucristo la razón fundamental de su existencia. “Es necesario recomenzar desde Cristo”, amaba repetir con mucha frecuencia. El primado de Cristo sobre todo se convirtió para él en el criterio concreto de juicio y de acción, y en el principio generador de su actividad sacerdotal, que ejerció mientras estaba en marcha un movimiento grande y extenso de renovación espiritual en la Iglesia, gracias al florecimiento de nuevos institutos religiosos y al testimonio luminoso de santos como Carlos Borromeo, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, José de Calasanz, Camilo de Lellis y Luis Gonzaga. Se dedicó con entusiasmo al apostolado entre los adolescentes mediante la Compañía de la doctrina cristiana, reuniendo a su alrededor a un grupo de jóvenes con los cuales, el 1 de septiembre de 1574, fundó la Congregación de los Sacerdotes reformados de María Santísima, que sucesivamente tomó el nombre de Orden de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios. Recomendaba a sus discípulos que tuvieran “ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Jesucristo crucificado” y, como buen farmacéutico acostumbrado a dosificar los preparados gracias a una referencia precisa, añadía: “Alzad un poco más vuestros corazones a Dios y medid según él las cosas”.

san juan leonardi krouillong sacrilega comunion en la mano

Movido por el celo apostólico, en mayo de 1605 envió al Papa Pablo V, recién elegido, un Memorial en el que sugería los criterios de una auténtica renovación en la Iglesia. Observando que es “necesario que quienes aspiran a la reforma de las costumbres de los hombres busquen especialmente, y en primer lugar, la gloria de Dios”, añadía que deben resplandecer “por la integridad de vida y la excelencia de costumbres; así, más que obligar, atraerán dulcemente a la reforma”. Afirmaba, además, que “quien quiere realizar una seria reforma religiosa y moral debe hacer ante todo, como un buen médico, un diagnóstico atento de los males que atormentan a la Iglesia para tener así la capacidad de prescribir para cada uno de ellos el remedio más apropiado”. E indicaba que “la renovación de la Iglesia debe llevarse a cabo por igual en los jefes y en los subordinados, en lo alto y en lo bajo. Debe comenzar por quien manda y extenderse a los súbditos”. Por ello, mientras pedía al Papa que promoviera una “reforma universal de la Iglesia”, se preocupaba de la formación cristiana del pueblo y especialmente de los niños, a quienes hay que educar “desde los primeros años… en la pureza de la fe cristiana y en las santas costumbres”.

Queridos hermanos y hermanas, la luminosa figura de este santo invita en primer lugar a los sacerdotes, y a todos los cristianos, a tender constantemente a la “medida elevada de la vida cristiana” que es la santidad, naturalmente cada uno según su estado. De hecho sólo de la fidelidad a Cristo puede surgir la auténtica renovación eclesial. En aquellos años, en el paso cultural y social entre los siglos XVI y XVII, empezaron a perfilarse las premisas de la futura cultura contemporánea, caracterizada por una escisión indebida entre fe y razón, que ha producido entre sus efectos negativos la marginación de Dios, con el espejismo de una posible y total autonomía del hombre que elige vivir “como si Dios no existiera”. Es la crisis del pensamiento moderno, que varias veces he puesto de relieve y que desemboca frecuentemente en formas de relativismo. San Juan Leonardi intuyó cuál era la verdadera medicina para estos males espirituales y la sintetizó en la expresión: “Cristo ante todo”, Cristo en el centro del corazón, en el centro de la historia y del cosmos. Y de Cristo -afirmaba con fuerza- la humanidad tiene extrema necesidad, porque él es nuestra “medida”. No hay ambiente que no pueda ser tocado por su fuerza; no hay mal que no encuentre remedio en él; no hay problema que no se resuelva en él. “¡O Cristo o nada!”. Esa es su receta para todo tipo de reforma espiritual y social.

Hay otro aspecto de la espiritualidad de san Juan Leonardi que quiero subrayar. En diversas circunstancias recalcó que el encuentro vivo con Cristo se realiza en su Iglesia, santa pero frágil, enraizada en la historia y en su evolución a veces oscura, donde trigo y cizaña crecen juntos (cf. Mt13, 30), pero que es siempre Sacramento de salvación. Con la lúcida conciencia de que la Iglesia es el campo de Dios (cf. Mt 13, 24), no se escandalizó de sus debilidades humanas. Para contrarrestar la cizaña, optó por ser buen trigo: decidió amar a Cristo en la Iglesia y contribuir a hacerla cada vez más signo transparente de él. Miró a la Iglesia y su fragilidad humana con gran realismo, pero también su ser “campo de Dios”, el instrumento de Dios para la salvación del hombre. No sólo eso. Por amor a Cristo trabajó con empeño para purificarla, para hacerla más bella y santa. Comprendió que toda reforma hay que hacerla dentro de la Iglesia y jamás contra la Iglesia. En esto san Juan Leonardi fue verdaderamente extraordinario y su ejemplo sigue siendo siempre actual. Toda reforma afecta ciertamente a las estructuras, pero en primer lugar debe incidir en el corazón de los creyentes. Sólo los santos, hombres y mujeres que se dejan guiar por el Espíritu divino, dispuestos a tomar decisiones radicales y valientes a la luz del Evangelio, renuevan la Iglesia y contribuyen, de manera determinante, a construir un mundo mejor.

Queridos hermanos y hermanas, la vida de san Juan Leonardi estuvo siempre iluminada por el esplendor del “Rostro Santo” de Jesús, custodiado y venerado en la iglesia catedral de Lucca, que se convirtió en el símbolo elocuente y en la síntesis indiscutible de la fe que le animaba. Conquistado por Cristo como el apóstol san Pablo, señaló a sus discípulos, y sigue señalándonos a todos, el ideal cristocéntrico según el cual “hay que desnudarse de cualquier interés propio y preocuparse sólo del servicio de Dios”, teniendo “ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Jesucristo crucificado”. Además de en el rostro de Cristo, fijó la mirada en el rostro materno de María. La Virgen, a la que eligió patrona de su Orden, fue para él maestra, hermana y madre, y experimentó su constante protección. Que el ejemplo y la intercesión de este “fascinante hombre de Dios” sean, exhorten y alienten, especialmente en este Año sacerdotal, a los sacerdotes y a todos los cristianos a vivir con pasión y entusiasmo su vocación.

54 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Pedro El Venerable

54 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PEDRO EL VENERABLE

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE OCTUBRE DE 2009

PEDRO EL VENERABLE

Queridos hermanos y hermanas:

La figura de Pedro el Venerable, que quiero presentar en la catequesis de hoy, nos lleva otra vez a la célebre abadía de Cluny, a su “decoro” (decor) y a su “esplendor” (nitor) —por utilizar términos recurrentes en los textos cluniacenses—, decoro y esplendor que se admiran sobre todo en la belleza de la liturgia, camino privilegiado para llegar a Dios. Sin embargo, más que estos aspectos, la personalidad de Pedro  recuerda la santidad de los grandes abades cluniacenses: en Cluny “no hubo un solo abad que no fuera santo”, afirmaba en 1080 el Papa Gregorio VII. Entre estos se sitúa Pedro el Venerable, que recoge en sí un poco todas las virtudes de sus predecesores, aunque ya con él Cluny, frente a las nuevas Órdenes como la del Císter, comienza a mostrar algún síntoma de crisis. Pedro es un ejemplo admirable de asceta riguroso consigo mismo y comprensivo con los demás.

Nacido alrededor del año 1094 en la región francesa de Alvernia, entró de niño en el monasterio de Sauxillanges, donde llegó a ser monje profeso y después prior. En 1122 fue elegido abad de Cluny y conservó este cargo hasta su muerte, que ocurrió en el día de Navidad de 1156, como él había deseado. “Amante de la paz —escribe su biógrafo Rodolfo— obtuvo la paz en la gloria de Dios el día de la paz” (Vita, i, 17:PL 189, 28).

Cuantos lo conocieron destacan su señorial mansedumbre, su sereno equilibrio, su dominio de sí, su rectitud, su lealtad, su lucidez y su especial aptitud para la meditación. “Mi propia naturaleza —escribía— me lleva a ser indulgente; a ello me incita mi costumbre de perdonar. Estoy acostumbrado a soportar y a perdonar” (Ep. 192, en: The Letters of Peter the Venerable,Harvard University Press, 1967, p. 446). Decía también:”Con aquellos que odian la paz quisiéramos, en lo posible, ser siempre pacíficos” (Ep. 100: l.c., p. 261). Y escribía de sí mismo:”No soy de aquellos que no están contentos con su suerte…, cuyo espíritu está siempre en  ansia  o en duda, y que se lamentan porque todos los demás descansan y ellos son los únicos que trabajan” (Ep.182: l.c., p. 425). De índole sensible y afectuosa, sabía conjugar el amor al Señor con la ternura hacia sus familiares, especialmente hacia su madre y hacia sus amigos. Cultivó la amistad, de modo especial hacia sus monjes, que habitualmente confiaban en él, seguros de ser acogidos y comprendidos. Según el testimonio de su biógrafo, “no despreciaba y no rechazaba a nadie” (Vita,i, 3: PL 189, 19); “se mostraba amable con todos; en su bondad innata estaba abierto a todos” (ib., i, 1: PL, 189, 17).

Podríamos decir que este santo abad constituye un ejemplo también para los monjes y los cristianos de nuestro tiempo, marcado por un ritmo de vida frenético, donde no son raros los episodios de intolerancia y de incomunicación, las divisiones y los conflictos. Su testimonio nos invita a saber unir el amor a Dios con el amor al prójimo, y a no cansarnos de reanudar relaciones de fraternidad y de reconciliación. Así actuaba Pedro el Venerable, que tuvo que dirigir el monasterio de Cluny en años no muy tranquilos por razones externas e internas a la abadía, consiguiendo ser al mismo tiempo severo y dotado de profunda humanidad. Solía decir: “De un hombre se podrá obtener más tolerándolo que irritándolo con quejas” (Ep. 172: l.c., p. 409). Por razón de su cargo tuvo que afrontar frecuentes viajes a Italia, Inglaterra, Alemania y España. El abandono forzoso de la quietud contemplativa le costaba. Confesaba: “Voy de un lugar a otro, me afano, me inquieto, me atormento, arrastrado de un lado a otro; tengo la mente dirigida a veces a mis asuntos y a veces a los de los demás, no sin gran agitación de mi alma” (Ep. 91: l.c.,p. 233). Aunque tuvo que actuar con astucia entre los poderes y señoríos del entorno de Cluny, gracias a su sentido de la medida, a su magnanimidad y a su realismo logró conservar una tranquilidad habitual. Una de las personalidades con las que entró en relación fue san Bernardo de Claraval, con el que mantuvo una relación de creciente amistad, a pesar de la diversidad de temperamentos y perspectivas. San Bernardo lo definía “hombre importante, ocupado en asuntos importantes” y lo tenía en gran estima (cf.  Ep. 147, ed. Scriptorium Claravallense, Milán 1986, vi/1, pp. 658-660), mientras que Pedro el Venerable definía a san Bernardo “faro de la Iglesia” (Ep. 164: l.c., p. 396), “columna fuerte y espléndida de la Orden monástica y de toda la Iglesia” (Ep. 175: l.c., p. 418).

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Con gran sentido eclesial, Pedro el Venerable afirmaba que los acontecimientos del pueblo cristiano deben sentirlos “en lo íntimo del corazón” quienes se cuentan entre “los miembros del Cuerpo de Cristo” (Ep. 164:l.c., p. 397). Y añadía:”No está alimentado por el espíritu de Cristo quien no siente las heridas del Cuerpo de Cristo”, dondequiera que se produzcan (ib.). También mostraba atención y solicitud por quienes estaban fuera de la Iglesia, en particular por los judíos y musulmanes: para favorecer el conocimiento de estos últimos hizo traducir el Corán. Al respecto, observa un historiador reciente:”En medio de la intransigencia de los hombres medievales —incluso de los más notables— admiramos aquí un ejemplo sublime de la delicadeza a la que conduce la caridad cristiana” (J. Leclercq, Pietro il Venerabile, Jaca Book, 1991, p. 189).

Otros aspectos de la vida cristiana que le interesaban eran el amor a la Eucaristía y la devoción a la Virgen María. Sobre el Santísimo Sacramento nos dejó páginas que constituyen “una de las obras maestras de la literatura eucarística de todos los tiempos” (ib., p. 267), y sobre la Madre de Dios escribió reflexiones iluminadoras, contemplándola siempre en estrecha relación con Jesús Redentor y con su obra de salvación. Baste citar estas inspiradas palabras suyas:”Salve, Virgen bendita, que has puesto en fuga la maldición. Salve, madre del Altísimo, esposa del Cordero mansísimo. Tú has vencido a la serpiente, le has aplastado la cabeza, cuando el Dios engendrado por ti la aniquiló… Estrella resplandeciente de oriente, que pones en fuga las sombras de occidente. Aurora que precede al sol, día que ignora la noche… Reza al Dios que nació de ti, para que perdone nuestro pecado y, después del perdón, nos conceda la gracia y la gloria” (Carmina: PL 189, 1018-1019).

 Pedro el Venerable sentía también predilección por la actividad literaria y tenía talento para ella. Anotaba sus reflexiones, persuadido de la importancia de usar la pluma casi como un arado para “esparcir en el papel la semilla del Verbo” (Ep. 20: l.c., p. 38). Aunque no fue un teólogo sistemático, fue un gran investigador del misterio de Dios. Su teología hunde sus raíces en la oración, especialmente en la litúrgica; y entre los misterios de Cristo prefería el de la Transfiguración, en el que ya se prefigura la Resurrección. Fue precisamente él quien introdujo en Cluny esta fiesta, componiendo un oficio especial, en el que se refleja la característica piedad teológica de Pedro y de la Orden cluniacense, dirigida totalmente a la contemplación del rostro glorioso (gloriosa facies) de Cristo, encontrando en él las razones de la ardiente alegría que caracterizaba su espíritu y que se irradiaba en la liturgia del monasterio.

Queridos hermanos y hermanos, este santo monje es ciertamente un gran ejemplo de santidad monástica, alimentada en las fuentes de la tradición benedictina. Para él el ideal del monje consiste en “adherirse tenazmente a Cristo” (Ep. 53: l.c., p. 161), en una vida claustral caracterizada por la “humildad monástica” (ib.) y por la laboriosidad (Ep. 77: l.c., p. 211), así como por un clima de contemplación silenciosa y de alabanza constante a Dios. La primera y más importante ocupación del monje, según Pedro de Cluny, es la celebración solemne del Oficio divino —”obra celestial y la más útil de todas” (Statuta, I, 1026)— acompañada con la lectura, la meditación, la oración personal y la penitencia observada con discreción (cf. Ep. 20: l.c., p. 40). De esta forma toda la vida queda penetrada de amor profundo a Dios y de amor a los demás, un amor que se manifiesta en la apertura sincera al prójimo, en el perdón y en la búsqueda de la paz. Para concluir, podríamos decir que aunque este estilo de vida, unido al trabajo cotidiano, constituye para san Benito el ideal del monje, también nos concierne a todos nosotros; puede ser, en gran medida, el estilo de vida del cristiano que quiere ser auténtico discípulo de Cristo, caracterizado precisamente por la adhesión tenaz a él, la humildad, la laboriosidad y la capacidad de perdón y de paz.

53 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Bernardo de Claraval

53 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BERNARDO DE CLARAVAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE OCTUBRE DE 2009

SAN BERNARDO DE CLARAVAL

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar sobre san Bernardo de Claraval, llamado el “último de los Padres” de la Iglesia, porque en el siglo XII, una vez más, renovó e hizo presente la gran teología de los Padres. No conocemos con detalles los años de su juventud, aunque sabemos que nació en el año 1090 en Fontaines, en Francia, en una familia numerosa y discretamente acomodada. De joven, se entregó al estudio de las llamadas artes liberales —especialmente de la gramática, la retórica y la dialéctica— en la escuela de los canónigos de la iglesia de Saint-Vorles, en Châtillon-sur-Seine, y maduró lentamente la decisión de entrar en la vida religiosa. Alrededor de los veinte años entró en el Císter, una fundación monástica nueva, más ágil respecto de los antiguos y venerables monasterios de entonces y, al mismo tiempo, más rigurosa en la práctica de los consejos evangélicos. Algunos años más tarde, en 1115, san Bernardo fue enviado por san Esteban Harding, tercer abad del Císter, a fundar el monasterio de Claraval (Clairvaux). Allí el joven abad, que tenía sólo 25 años, pudo afinar su propia concepción de la vida monástica, esforzándose por traducirla en la práctica. Mirando la disciplina de otros monasterios, san Bernardo reclamó con decisión la necesidad de una vida sobria y moderada, tanto en la mesa como en la indumentaria y en los edificios monásticos, recomendando la sustentación y la solicitud por los pobres. Entretanto la comunidad de Claraval crecía en número y multiplicaba sus fundaciones.

En esos mismos años, antes de 1130, san Bernardo inició una vasta correspondencia con muchas personas, tanto importantes como de modestas condiciones sociales. A las muchas Cartas de este período hay que añadir numerosos Sermones, así como Sentencias Tratados. También a esta época se remonta la gran amistad de Bernardo con Guillermo, abad de Saint-Thierry, y con Guillermo de Champeaux, personalidades muy importantes del siglo XII. Desde 1130 en adelante empezó a ocuparse de no pocos y graves asuntos de la Santa Sede y de la Iglesia. Por este motivo tuvo que salir cada vez más a menudo de su monasterio, en ocasiones incluso fuera de Francia. Fundó también algunos monasterios femeninos, y fue protagonista de un notable epistolario con Pedro el Venerable, abad de Cluny, del que hablé el miércoles pasado. Dirigió principalmente sus escritos polémicos contra Abelardo, un gran pensador que inició una nueva forma de hacer teología, introduciendo sobre todo el método dialéctico-filosófico en la construcción del pensamiento teológico.

Otro frente contra el que san Bernardo luchó fue la herejía de los cátaros, que despreciaban la materia y el cuerpo humano, despreciando, en consecuencia, al Creador. Él, en cambio, sintió el deber de defender a los judíos, condenando los rebrotes de antisemitismo cada vez más generalizados. Por este último aspecto de su acción apostólica, algunas decenas de años más tarde, Ephraim, rabino de Bonn, rindió a san Bernardo un vibrante homenaje. En ese mismo periodo el santo abad escribió sus obras más famosas, como los celebérrimos Sermones sobre el Cantar de los cantares. En los últimos años de su vida —su muerte sobrevino en 1153— san Bernardo tuvo que reducir los viajes, aunque sin interrumpirlos del todo. Aprovechó para revisar definitivamente el conjunto de las Cartas, de los Sermones y de los Tratados. Es digno de mención un libro bastante particular, que terminó precisamente en este período, en 1145, cuando un alumno suyo, Bernardo Pignatelli, fue elegido Papa con el nombre de Eugenio III. En esta circunstancia, san Bernardo, en calidad de padre espiritual, escribió a este hijo espiritual suyo el texto De Consideratione, que contiene enseñanzas para poder ser un buen Papa. En este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los Papas de todos los tiempos, san Bernardo no sólo indica cómo ser un buen Papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo, que desemboca, al final, en la contemplación del misterio de Dios trino y uno:  “Debería proseguir la búsqueda de este Dios, al que no se busca suficientemente —escribe el santo abad—, pero quizá se puede buscar mejor y encontrar más fácilmente con la oración que con la discusión. Pongamos, por tanto, aquí término al libro, pero no a la búsqueda” (XIV, 32:  PL 182, 808), a estar en camino hacia Dios.

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Ahora quiero detenerme sólo en dos aspectos centrales de la rica doctrina de san Bernardo:  se refieren a Jesucristo y a María santísima, su Madre. Su solicitud por la íntima y vital participación del cristiano en el amor de Dios en Jesucristo no trae orientaciones nuevas en el estatuto científico de la teología. Pero, de forma más decidida que nunca, el abad de Claraval relaciona al teólogo con el contemplativo y el místico. Sólo Jesús —insiste san Bernardo ante los complejos razonamientos dialécticos de su tiempo—, sólo Jesús es “miel en la boca, cántico en el oído, júbilo en el corazón” (mel in ore, in aure melos, in corde iubilum)”. Precisamente de aquí proviene el título, que le atribuye la tradición, de Doctor mellifluus: de hecho, su alabanza de Jesucristo “fluye como la miel”. En las intensas batallas entre nominalistas y realistas —dos corrientes filosóficas de la época— el abad de Claraval no se cansa de repetir que sólo hay un nombre que cuenta, el de Jesús Nazareno. “Árido es todo alimento del alma —confiesa— si no se lo rocía con este aceite; insípido, si no se lo sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo allí a Jesús“. Y concluye:  “Cuando discutes o hablas, nada tiene sabor para mí, si no siento resonar el nombre de Jesús” (Sermones in Cantica canticorum xv, 6:  PL 183, 847). Para san Bernardo, de hecho, el verdadero conocimiento de Dios consiste en la experiencia personal, profunda, de Jesucristo y de su amor. Y esto, queridos hermanos y hermanas, vale para todo cristiano:  la fe es ante todo encuentro personal íntimo con Jesús, es hacer experiencia de su cercanía, de su amistad, de su amor, y sólo así se aprende a conocerlo cada vez más, a amarlo y seguirlo cada vez más. ¡Que esto nos suceda a cada uno de nosotros!

En otro célebre Sermón en el domingo dentro de la octava de la Asunción, el santo abad describe en términos apasionados la íntima participación de María en el sacrificio redentor de su Hijo. “¡Oh santa Madre —exclama—, verdaderamente una espada ha traspasado tu alma!… Hasta tal punto la violencia del dolor ha traspasado tu alma, que con razón te podemos llamar más que mártir, porque en ti la participación en la pasión del Hijo superó con mucho en intensidad los sufrimientos físicos del martirio” (14:  PL 183, 437-438). San Bernardo no tiene dudas:  “per Mariam ad Iesum“, a través de María somos llevados a Jesús. Él atestigua con claridad la subordinación de María a Jesús, según los fundamentos de la mariología tradicional. Pero el cuerpo del Sermóndocumenta también el lugar privilegiado de la Virgen en la economía de la salvación, dada su particularísima participación como Madre (compassio) en el sacrificio del Hijo. Por eso, un siglo y medio después de la muerte de san Bernardo, Dante Alighieri, en el último canto de la Divina Comedia, pondrá en los labios del Doctor melifluo la sublime oración a María:  “Virgen Madre, hija de tu Hijo, / humilde y elevada más que cualquier criatura / término fijo de eterno consejo, …” (Paraíso 33, vv. 1 ss).

Estas reflexiones, características de un enamorado de Jesús y de María como san Bernardo, siguen inspirando hoy de forma saludable no sólo a los teólogos, sino a todos los creyentes. A veces se pretende resolver las cuestiones fundamentales sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo únicamente con las fuerzas de la razón. San Bernardo, en cambio, sólidamente fundado en la Biblia y en los Padres de la Iglesia, nos recuerda que sin una profunda fe en Dios, alimentada por la oración y por la contemplación, por una relación íntima con el Señor, nuestras reflexiones sobre los misterios divinos corren el riesgo de ser un vano ejercicio intelectual, y pierden su credibilidad. La teología remite a la “ciencia de los santos”, a su intuición de los misterios del Dios vivo, a su sabiduría, don del Espíritu Santo, que son punto de referencia del pensamiento teológico. Junto con san Bernardo de Claraval, también nosotros debemos reconocer que el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios “con la oración que con la discusión”. Al final, la figura más verdadera del teólogo y de todo evangelizador sigue siendo la del apóstol san Juan, que reclinó su cabeza sobre el corazón del Maestro.

Quiero concluir estas reflexiones sobre san Bernardo con las invocaciones a María que leemos en una bella homilía suya:  “En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres —dice— piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida. Si la sigues, no puedes desviarte; si la invocas, no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la meta…” (Hom. ii super “Missus est”, 17:  PL 183, 70-71).

52 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Teología Monástica – Teología Escolástica

52 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: TEOLOGÍA MONÁSTICA – TEOLOGÍA ESCOLÁSTICA

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE OCTUBRE DE 2009

TEOLOGÍA MONÁSTICA – TEOLOGÍA ESCOLÁSTICA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy me detengo en una interesante página de la historia, que atañe al florecimiento de la teología latina en el siglo XII, gracias a una serie providencial de coincidencias. En los países de Europa occidental reinaba por aquel entonces una paz relativa, que aseguraba a la sociedad el desarrollo económico y la consolidación de las estructuras políticas, y favorecía una intensa actividad cultural, entre otras causas gracias a los contactos con Oriente. En la Iglesia se advertían los beneficios de la vasta acción conocida como “reforma gregoriana”, promovida vigorosamente en el siglo anterior, que había aportado una mayor pureza evangélica a la vida de la comunidad eclesial, sobre todo en el clero, y había restituido a la Iglesia y al Papado una auténtica libertad de acción. Además, se iba difundiendo una amplia renovación espiritual, sostenida por un fuerte crecimiento de la vida consagrada:  nacían y se expandían nuevas Órdenes religiosas, mientras que las ya existentes vivían una prometedora recuperación.

La teología también volvió a florecer y adquirió una mayor conciencia de su naturaleza:  afinó el método, afrontó problemas nuevos, avanzó en la contemplación de los misterios de Dios, produjo obras fundamentales, inspiró iniciativas importantes en la cultura, desde el arte hasta la literatura, y preparó las obras maestras del siglo sucesivo, el siglo de santo Tomás de Aquino y de san Buenaventura de Bagnoregio. Los ambientes en los que tuvo lugar esta intensa actividad teológica fueron dos:  los monasterios y las escuelas de la ciudad, las scholae, algunas de las cuales muy pronto darían vida a las universidades, que constituyen uno de los típicos “inventos” de la Edad Media cristiana. Precisamente a partir de estos dos ambientes, los monasterios y lasscholae, se puede hablar de dos modelos diferentes de teología:  la “teología monástica” y la “teología escolástica”. Los representantes de la teología monástica eran monjes, por lo general abades, dotados de sabiduría y de fervor evangélico, que se dedicaban esencialmente a suscitar y a alimentar el deseo amoroso de Dios. Los representantes de la teología escolástica eran hombres cultos, apasionados por la investigación; magistri deseosos de mostrar la racionabilidad y la autenticidad de los misterios de Dios y del hombre, en los que ciertamente se cree por la fe, pero que también se comprenden con la razón. La distinta finalidad explica la diferencia de su método y de su manera de hacer teología.

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Escuela Monástica

En los monasterios del siglo XII el método teológico estaba vinculado principalmente a la explicación de la Sagrada Escritura, de la página sagrada, como decían los autores de ese periodo; se practicaba especialmente la teología bíblica. Todos los monjes escuchaban y leían devotamente las Sagradas Escrituras, y una de sus principales ocupaciones consistía en la lectio divina, es decir, en la lectura orante de la Biblia. Para ellos la simple lectura del texto sagrado no era suficiente para percibir su sentido profundo, su unidad interior y su mensaje trascendente. Por tanto, era necesario practicar una “lectura espiritual”, llevada a cabo en docilidad al Espíritu Santo. En la escuela de los Padres, la Biblia se interpretaba alegóricamente, para descubrir en cada página, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, lo que dice de Cristo y de su obra de salvación.

El Sínodo de los obispos del año pasado sobre la “Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia” recordó la importancia del enfoque espiritual de las Sagradas Escrituras. En este sentido, es útil tomar en consideración la herencia de la teología monástica, una ininterrumpida exégesis bíblica, como también las obras realizadas por sus representantes, valiosos comentarios ascéticos a los libros de la Biblia. A la preparación literaria la teología monástica unía la espiritual; es decir, era consciente de que no bastaba con una lectura puramente teórica y profana:  para entrar en el corazón de la Sagrada Escritura, hay que leerla identificándose con el espíritu con el que fue escrita y creada. La preparación literaria era necesaria para conocer el significado exacto de las palabras y facilitar la comprensión del texto, afinando la sensibilidad gramatical y filológica. El estudioso benedictino del siglo pasado Jean Leclercq tituló así el ensayo con el que presenta las características de la teología monástica:  L’amour des lettres et le désir de Dieu (El amor por las palabras y el deseo de Dios). Efectivamente, el deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra que debemos acoger, meditar y practicar, lleva a intentar profundizar los textos bíblicos en todas sus dimensiones.

Hay otra actitud en la que insisten quienes practican la teología monástica:  una íntima actitud orante, que debe preceder, acompañar y completar el estudio de la Sagrada Escritura. Puesto que, en resumidas cuentas, la teología monástica es escucha de la Palabra de Dios, no se puede dejar de purificar el corazón para acogerla y, sobre todo, no se puede dejar de encenderlo de fervor para encontrar al Señor. Por consiguiente, la teología se convierte en meditación, oración y canto de alabanza, e incita a una sincera conversión. No pocos representantes de la teología monástica alcanzaron, por este camino, las más altas metas de la experiencia mística, y constituyen una invitación también para nosotros a alimentar nuestra existencia con la Palabra de Dios, por ejemplo, mediante una escucha más atenta de las lecturas y del Evangelio, especialmente en la misa dominical. Es importante también reservar cada día cierto tiempo para la meditación de la Biblia, a fin de que la Palabra de Dios sea lámpara que ilumine nuestro camino cotidiano en la tierra.

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Escuela Escolástica

La teología escolástica, en cambio —como decía—, se practicaba en las scholae, que surgieron junto a las grandes catedrales de la época, para la preparación del clero, o alrededor de un maestro de teología y de sus discípulos, para formar profesionales de la cultura, en una época en la que el saber era cada vez más apreciado. En el método de los escolásticos era central laquaestio, es decir, el problema que se plantea al lector a la hora de afrontar las palabras de la Escritura y de la Tradición. Ante el problema que estos textos autorizados plantean, surgen preguntas y nace el debate entre el maestro y los alumnos. En ese debate aparecen, por una parte, los temas de la autoridad; y, por otra, los de la razón, y el debate se orienta a encontrar, al final, una síntesis entre autoridad y razón para alcanzar una comprensión más profunda de la Palabra de Dios. San Buenaventura dice al respecto que la teología es “per additionem” (cf.Commentaria in quatuor libros sententiarum, i, proem., q. 1, concl.), es decir, la teología añade la dimensión de la razón a la Palabra de Dios y de este modo crea una fe más profunda, más personal y, por tanto, también más concreta en la vida del hombre. En este sentido, se encontraban distintas soluciones y se formaban conclusiones que comenzaban a construir un sistema de teología. La organización de las quaestiones llevaba a la elaboración de síntesis cada vez más extensas, pues se componían las diversas quaestiones con las respuestas encontradas, creando así una síntesis, las denominadas summae, que eran en realidad amplios tratados teológico-dogmáticos nacidos de la confrontación entre la razón humana y la Palabra de Dios. La teología escolástica tenía como objetivo presentar la unidad y la armonía de la Revelación cristiana con un método, llamado precisamente “escolástico”, de la escuela, que confía en la razón humana:  la gramática y la filología están al servicio del saber teológico, pero con mayor motivo lo está la lógica, es decir, la disciplina que estudia el “funcionamiento” del razonamiento humano, de manera que resulte evidente la verdad de una proposición. Todavía hoy, leyendo las summae escolásticas sorprende el orden, la claridad, la concatenación lógica de los argumentos, y la profundidad de algunas intuiciones. Con lenguaje técnico se atribuye a cada palabra un significado preciso, y entre el creer y el comprender se establece un movimiento recíproco de clarificación.

Queridos hermanos y hermanas, retomando la invitación de la primera carta de san Pedro, la teología escolástica nos estimula a estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Sentir nuestras las preguntas y de ese modo ser capaces de dar también una respuesta. Nos recuerda que entre fe y razón existe una amistad natural, fundada en el orden mismo de la creación. El siervo de Dios Juan Pablo II, al comienzo de la encíclica Fides et ratio escribe:  “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. La fe está abierta al esfuerzo de comprensión por parte de la razón; la razón, a su vez, reconoce que la fe no la mortifica, sino que la lanza hacia horizontes más amplios y elevados. Aquí se introduce la perenne lección de la teología monástica. Fe y razón, en diálogo recíproco, vibran de alegría cuando ambas están animadas por la búsqueda de la unión íntima con Dios. Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento que adquiere la razón se ensancha. La verdad se busca con humildad, se acoge con estupor y gratitud:  en una palabra, el conocimiento sólo crece si ama la verdad. El amor se convierte en inteligencia y la teología en auténtica sabiduría del corazón, que orienta y sostiene la fe y la vida de los creyentes. Oremos, pues, para que el camino del conocimiento y de la profundización de los misterios de Dios siempre esté iluminado por el amor divino.

51 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Confrontación entre Dos Modelos Teológicos: Bernardo y Abelardo

51 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CONFRONTACIÓN ENTRE DOS MODELOS TEOLÓGICOS: BERNARDO Y ABELARDO

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE NOVIEMBRE DE 2009

CONFRONTACIÓN ENTRE DOS MODELOS TEOLÓGICOS

BERNARDO Y ABELARDO

Queridos hermanos y hermanas:

En la última catequesis presenté las características principales de la teología monástica y de la teología escolástica del siglo XII, que podríamos llamar, en cierto sentido, respectivamente, “teología del corazón” y “teología de la razón”. Entre los representantes de esas dos corrientes teológicas tuvo lugar un amplio debate, a veces vehemente, simbólicamente representado por la controversia entre san Bernardo de Claraval y Abelardo.

Para comprender esta confrontación entre los dos grandes maestros, conviene recordar que la teología es la búsqueda de una comprensión racional, en la medida de lo posible, de los misterios de la Revelación cristiana, creídos por fe: fides quaerens intellectum —la fe busca la inteligibilidad—, por usar una definición tradicional, concisa y eficaz. Ahora bien, mientras que san Bernardo, típico representante de la teología monástica, pone el acento en la primera parte de la definición, es decir, en la fides —la fe—, Abelardo, que es un escolástico, insiste en la segunda parte, es decir, en el intellectus, en la comprensión por medio de la razón. Para san Bernardo la fe misma está dotada de una íntima certeza, fundada en el testimonio de la Escritura y en la enseñanza de los Padres de la Iglesia. La fe, además, se refuerza con el testimonio de los santos y con la inspiración del Espíritu Santo en el alma de cada creyente. En los casos de duda y de ambigüedad, el ejercicio del magisterio eclesial protege e ilumina la fe. Así, a san Bernardo le cuesta ponerse de acuerdo con Abelardo, y más en general con aquellos que sometían las verdades de la fe al examen crítico de la razón; un examen que implicaba, en su opinión, un grave peligro: el intelectualismo, la relativización de la verdad, la puesta en tela de juicio de las verdades mismas de la fe.

En esa forma de proceder san Bernardo veía una audacia llevada hasta la falta de escrúpulos, fruto del orgullo de la inteligencia humana, que pretende “capturar” el misterio de Dios. En una de sus cartas, con tristeza, escribe así: “El ingenio humano se apodera de todo, sin dejar ya nada a la fe. Afronta lo que está por encima de él, escruta lo que le es superior, irrumpe en el mundo de Dios, altera los misterios de la fe, más que iluminarlos; lo que está cerrado y sellado no lo abre, sino que lo erradica; y lo que le parece fuera de su alcance lo considera como inexistente, y se niega a creer en ello” (Epistola CLXXXVIII, 1: PL 182, I, 353).

Para san Bernardo la teología sólo tiene un fin: favorecer la experiencia viva e íntima de Dios. La teología es, por tanto, una ayuda para amar cada vez más y mejor al Señor, como reza el título del tratado sobre el Deber de amar a Dios (De diligendo Deo). En este camino hay diversos grados, que san Bernardo describe detalladamente, hasta el culmen, cuando el alma del creyente se embriaga en las cumbres del amor. El alma humana puede alcanzar ya en la tierra esta unión mística con el Verbo divino, unión que el Doctor Mellifluus describe como “bodas espirituales”. El Verbo divino la visita, elimina las últimas resistencias, la ilumina, la inflama y la transforma. En esa unión mística, el alma goza de una gran serenidad y dulzura, y canta a su Esposo un himno de alegría. Como recordé en la catequesis dedicada a la vida y a la doctrina de san Bernardo (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 2009, p. 32), para él la teología no puede menos de alimentarse de la oración contemplativa, en otras palabras, de la unión afectiva del corazón y de la mente con Dios.

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Abelardo, que por lo demás fue precisamente quien introdujo el término “teología” en el sentido en que lo entendemos hoy, se sitúa en cambio en una perspectiva diversa. Este famoso maestro del siglo xii, nacido en Bretaña (Francia), estaba dotado de una inteligencia vivísima y su vocación era el estudio. Se ocupó primero de filosofía y después aplicó los resultados alcanzados en esa disciplina a la teología, de la que fue maestro en la ciudad más culta de la época, París, y sucesivamente en los monasterios en los que vivió. Era un orador brillante: verdaderas multitudes de estudiantes seguían sus lecciones. De espíritu religioso pero de personalidad inquieta, su vida fue rica en golpes de efecto: rebatió a sus maestros, tuvo un hijo con una mujer culta e inteligente, Eloísa. Entró a menudo en polémica con otros teólogos, incluso sufrió condenas eclesiásticas, aunque murió en plena comunión con la Iglesia, a cuya autoridad se sometió con espíritu de fe.

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Eloísa y Abelardo

Precisamente san Bernardo contribuyó a la condena de algunas doctrinas de Abelardo en el sínodo provincial de Sens del año 1140, y solicitó también la intervención del Papa Inocencio II. El abad de Claraval, como he recordado, rechazaba el método demasiado intelectualista de Abelardo, que a su parecer reducía la fe a una simple opinión separada de la verdad revelada. Los temores de Bernardo no eran infundados, sino que, por lo demás, los compartían otros grandes pensadores de su tiempo. Efectivamente, un uso excesivo de la filosofía hizo peligrosamente frágil la doctrina trinitaria de Abelardo y, así, su idea de Dios. En el campo moral su enseñanza no carecía de ambigüedad: insistía en considerar la intención del sujeto como única fuente para describir la bondad o la malicia de los actos morales, descuidando así el significado objetivo y el valor moral de las acciones: un subjetivismo peligroso. Como sabemos, este aspecto es muy actual en nuestra época, en la que la cultura a menudo está marcada por una tendencia creciente al relativismo ético: sólo el yo decide lo que es bueno para mí en este momento. Con todo, no hay que olvidar los grandes méritos de Abelardo, que tuvo muchos discípulos y contribuyó decididamente al desarrollo de la teología escolástica, destinada a expresarse de modo más maduro y fecundo en el siglo sucesivo. Tampoco se deben subestimar algunas de sus intuiciones, como por ejemplo cuando afirma que en las tradiciones religiosas no cristianas ya hay una preparación para la acogida de Cristo, Verbo divino.

¿Qué podemos aprender nosotros hoy de la confrontación, a menudo vehemente, entre san Bernardo y Abelardo, y en general entre la teología monástica y la escolástica? Ante todo creo que muestra la utilidad y la necesidad de un sano debate teológico en la Iglesia, sobre todo cuando las cuestiones debatidas no han sido definidas por el Magisterio, el cual, por lo demás, sigue siendo un punto de referencia ineludible. San Bernardo, pero también el propio Abelardo, reconocieron siempre sin vacilar su autoridad. Además, las condenas que sufrió este último nos recuerdan que en el campo teológico debe haber un equilibrio entre los que podríamos llamar los principios arquitectónicos que nos ha dado la Revelación y que por ello conservan siempre la importancia prioritaria, y los de interpretación sugeridos por la filosofía, es decir, por la razón, y que tienen una función importante, pero sólo instrumental. Cuando no existe este equilibrio entre la arquitectura y los instrumentos de interpretación, la reflexión teológica corre el riesgo de contaminarse con errores, y corresponde entonces al Magisterio el ejercicio del necesario servicio a la verdad que le es propio. Además, conviene subrayar que, entre las motivaciones que indujeron a san Bernardo a ponerse en contra de Abelardo y a solicitar la intervención del Magisterio, estaba también la preocupación de salvaguardar a los creyentes sencillos y humildes, a los que hay que defender cuando corren el peligro de ser confundidos o desviados por opiniones demasiado personales y por argumentaciones teológicas atrevidas, que podrían poner en peligro su fe.

Quiero recordar, por último, que la confrontación teológica entre san Bernardo y Abelardo concluyó con una plena reconciliación entre ambos gracias a la mediación de un amigo común, el abad de Cluny Pedro el Venerable, del que hablé en una de las catequesis anteriores (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de octubre de 2009, p. 32). Abelardo tuvo la humildad de reconocer sus errores y san Bernardo mostró gran benevolencia. En ambos prevaleció lo que debe estar verdaderamente en el corazón cuando nace una controversia teológica, es decir, salvaguardar la fe de la Iglesia y hacer que triunfe la verdad en la caridad. Que esta sea también hoy la actitud en las confrontaciones en la Iglesia, teniendo siempre como meta la búsqueda de la verdad.

50 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Reforma Cluniacense

50 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA REFORMA CLUNIACENSE

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DEL NOVIEMBRE DE 2009

LA REFORMA CLUNIACENSES

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana quiero hablaros de un movimiento monástico que revistió gran importancia en los siglos de la Edad Media, y al que ya me he referido en catequesis anteriores. Se trata de la Orden de Cluny, que, a comienzos del siglo XII, en el momento de su máxima expansión, contaba con cerca de mil doscientos monasterios: ¡una cifra verdaderamente impresionante! En Cluny, hace mil cien años, en 910, gracias a la donación de Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, se fundó un monasterio que se encomendó al abad Bernón. En aquel tiempo el monaquismo occidental, que había florecido algunos siglos antes con san Benito, sufría una fuerte decadencia por diversas causas: las condiciones políticas y sociales inestables, debidas a las continuas invasiones y devastaciones de pueblos no integrados en el tejido europeo, la pobreza generalizada y, sobre todo, la dependencia de las abadías de los señores locales, que controlaban todo lo que pertenecía a los territorios de su competencia. En ese contexto, Cluny representó el alma de una profunda renovación de la vida monástica, a fin de reconducirla a su inspiración originaria.

En Cluny se restableció la observancia de la Regla de san Benito con algunas adaptaciones ya introducidas por otros reformadores. Sobre todo se quiso garantizar el papel central que debe ocupar la liturgia en la vida cristiana. Los monjes cluniacenses se dedicaban con amor y gran esmero a la celebración de las Horas litúrgicas, al canto de los Salmos, a procesiones tan devotas como solemnes y, sobre todo, a la celebración de la santa misa. Impulsaron la música sagrada; quisieron que la arquitectura y el arte contribuyeran a la belleza y solemnidad de los ritos; enriquecieron el calendario litúrgico con celebraciones especiales como, por ejemplo, a principios de noviembre, la Conmemoración de los fieles difuntos, que también nosotros acabamos de celebrar; incrementaron el culto a la Virgen María. Los monjes de Cluny otorgaban tanta importancia a la liturgia porque estaban convencidos de que era participación en la liturgia del cielo. Y se sentían responsables de interceder ante el altar de Dios por los vivos y los difuntos, puesto que muchísimos fieles les pedían con insistencia que los recordaran en la oración.

Por otro lado, esta era precisamente la finalidad con la que Guillermo el Piadoso había querido que naciera la abadía de Cluny. En el antiguo documento que atestigua su fundación, se lee: “Establezco con este don que en Cluny se construya un monasterio de regulares en honor de los Apóstoles san Pedro y san Pablo; que en él se congreguen monjes que vivan según la Regla de san Benito (…); que allí sea frecuentado un venerable refugio de oración con votos y súplicas; que allí se busque y se aspire con todo deseo e íntimo ardor la vida celestial; y que asiduamente se dirijan allí al Señor oraciones, invocaciones y súplicas”.

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Abadía de Cluny en Francia

Para salvaguardar y alimentar este clima de oración, la regla cluniacense subrayó la importancia del silencio, a cuya disciplina los monjes se sometían de buena gana, convencidos de que la pureza de las virtudes, a la que aspiraban, requería un recogimiento íntimo y constante. No sorprende que muy pronto la fama de santidad envolviera al monasterio de Cluny, y que muchas otras comunidades monásticas decidieran seguir sus costumbres. Muchos príncipes y Papas pidieron a los abades de Cluny que difundieran su reforma, de manera que en poco tiempo se extendió una tupida red de monasterios vinculados a Cluny o por auténticos vínculos jurídicos o por una suerte de afiliación carismática. De este modo se iba delineando una Europa del espíritu en las diferentes regiones de Francia, en Italia, en España, en Alemania y en Hungría.

El éxito de Cluny se debió ante todo a la elevada espiritualidad que allí se cultivaba, pero asimismo a otras condiciones que favorecieron su desarrollo. A diferencia de lo que había sucedido hasta entonces, al monasterio de Cluny y a las comunidades que dependían de él se los eximió de la jurisdicción de los obispos locales y se los sometió directamente a la del Romano Pontífice. Esto conllevaba un vínculo especial con la sede de Pedro y, justamente gracias a la protección y el aliento de los Pontífices, los ideales de pureza y de fidelidad, que la reforma cluniacense quería buscar, pudieron difundirse rápidamente. Además, los abades eran elegidos sin ninguna injerencia de las autoridades civiles, a diferencia de lo que sucedía en otros lugares. Personas verdaderamente dignas se sucedieron en el gobierno de Cluny y de las numerosas comunidades monásticas dependientes: el abad Odón de Cluny, del que hablé en una catequesis hace dos meses, y otras grandes personalidades, como Emardo, Mayolo, Odilón y sobre todo Hugo el Grande, que desempeñaron su servicio durante largos periodos, asegurando estabilidad a la reforma emprendida y a su difusión. Además de Odón, se venera como santos a Mayolo, Odilón y Hugo.

La reforma cluniacense tuvo efectos positivos no sólo en la purificación y en un nuevo esplendor de la vida monástica, sino también en la vida de la Iglesia universal. La aspiración a la perfección evangélica representó un estímulo para luchar contra dos males graves que afectaban a la Iglesia de ese tiempo: la simonía, es decir, la adquisición de cargos pastorales comprándolos, y la inmoralidad del clero secular. Los abades de Cluny con su autoridad espiritual y los monjes cluniacenses que llegaron a obispos, algunos de ellos incluso a Papas, fueron protagonistas de tan imponente acción de renovación espiritual. Y no faltaron los frutos: el celibato de los sacerdotes volvió a ser estimado y vivido, y en la asunción de los cargos eclesiásticos se introdujeron procedimientos más transparentes.

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Asimismo, fueron significativos los beneficios que los monasterios inspirados en la reforma cluniacense aportaron a la sociedad. En una época en la que sólo las instituciones eclesiásticas prestaban ayuda a los indigentes, la caridad se practicó con empeño. En todas las casas el limosnero tenía la obligación de hospedar a los viandantes y los peregrinos necesitados, a los sacerdotes y los religiosos que estaban de viaje y, sobre todo, a los pobres que acudían para pedir comida y un techo durante algunos días. No menos importantes fueron otras dos instituciones, típicas de la civilización medieval, promovidas desde Cluny: las llamadas “treguas de Dios” y la “paz de Dios”. En una época fuertemente marcada por la violencia y por el espíritu de venganza, con las “treguas de Dios” se aseguraban largos periodos sin beligerancia, con ocasión de determinadas fiestas religiosas y de algunos días de la semana. Con “la paz de Dios” se pedía, bajo la pena de una censura canónica, que se respetara a las personas inermes y los lugares sagrados.

De este modo, en la conciencia de los pueblos de Europa se incrementaba el proceso de larga gestación que llevaría a reconocer, cada vez con más claridad, dos elementos fundamentales para la construcción de la sociedad, es decir, el valor de la persona humana y el bien primario de la paz. Además, como sucedía con las demás fundaciones monásticas, los monasterios cluniacenses disponían de amplias propiedades que hacían rendir diligentemente, contribuyendo así al desarrollo de la economía. Junto al trabajo manual, se llevaban a cabo también algunas actividades culturales típicas del monaquismo medieval como las escuelas para los niños, las bibliotecas y los scriptoria para la transcripción de libros.

De este modo, hace mil años, cuando estaba en pleno desarrollo el proceso de formación de la identidad europea, la experiencia cluniacense, difundida en amplias regiones del continente europeo, aportó su contribución importante y valiosa. Recordó la primacía de los bienes del espíritu; mantuvo viva la tensión hacia las cosas de Dios; inspiró y favoreció iniciativas e instituciones para la promoción de los valores humanos; educó en un espíritu de paz.

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que todos los que se interesan por un humanismo auténtico y por el futuro de Europa sepan redescubrir, apreciar y defender el rico patrimonio cultural y religioso de estos siglos.

49 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Catedral desde la Arquitectura Románica a la Gótica, el Transfondo Teológico

49 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA CATEDRAL DESDE LA ARQUITECTURA ROMÁNICA A LA GÓTICA, EL TRASFONDO TEOLOGICO

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE NOVIEMBRE DE 2009

LA CATEDRAL DESDE LA ARQUITECTURA ROMÁNICA A LA GÓTICA,
EL TRANSFONDO TEOLÓGICO

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis de las semanas anteriores presenté algunos aspectos de la teología medieval. Pero la fe cristiana, profundamente arraigada en los hombres y las mujeres de aquellos siglos, no dio origen solamente a obras maestras de la literatura teológica, del pensamiento y de la fe. Inspiró también una de las creaciones artísticas más elevadas de la civilización universal: las catedrales, verdadera gloria del Medievo cristiano. Durante casi tres siglos, a partir de comienzos del siglo XI, en Europa se asistió a un fervor artístico extraordinario. Un antiguo cronista describe así el entusiasmo y la laboriosidad de aquellos tiempos: “Sucedió que en todo el mundo, pero especialmente en Italia y en las Galias, se comenzaron a reconstruir las iglesias, aunque muchas de ellas, que todavía estaban en buenas condiciones, no necesitaban esa restauración. Era como una competición entre un pueblo y otro; parecía que el mundo, liberándose de los viejos andrajos, por todas partes quisiera revestirse del blanco vestido de nuevas iglesias. En definitiva, los fieles de entonces restauraron casi todas las iglesias catedrales, un gran número de iglesias monásticas e incluso oratorios de pueblo” (Rodolfo el Glabro, Historiarum 3, 4).

Varios factores contribuyeron a este renacimiento de la arquitectura religiosa. Ante todo, condiciones históricas más favorables, como una mayor seguridad política, acompañada por un aumento constante de la población y por el desarrollo progresivo de las ciudades, de los intercambios y de la riqueza. Además, los arquitectos encontraban soluciones técnicas cada vez más elaboradas para aumentar las dimensiones de los edificios, asegurando al mismo tiempo su solidez y majestuosidad. Pero fue principalmente gracias al entusiasmo y al celo espiritual del monaquismo en plena expansión como se construyeron iglesias abaciales, en las que se podía celebrar la liturgia con dignidad y solemnidad, y los fieles podían permanecer en oración, atraídos por la veneración de las reliquias de los santos, meta de incesantes peregrinaciones.

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Catedral de Zamora con Arquitectura Románica

Así nacieron las iglesias y las catedrales románicas, caracterizadas por el desarrollo longitudinal —a lo largo— de las naves para acoger a numerosos fieles; iglesias muy sólidas, con gruesos muros, bóvedas de piedra y líneas sencillas y esenciales. La introducción de las esculturas representa una novedad. Al ser las iglesias románicas el lugar de la oración monástica y del culto de los fieles, los escultores, más que preocuparse de la perfección técnica, cuidaron sobre todo la finalidad educativa. Puesto que era preciso suscitar en las almas impresiones fuertes, sentimientos que pudieran incitar a huir del vicio, del mal, y a practicar la virtud, el bien, el tema recurrente era la representación de Cristo como juez universal, rodeado por los personajes del Apocalipsis. Por lo general esta representación se encuentra en los portales de las iglesias románicas, para subrayar que Cristo es la Puerta que lleva al cielo. Los fieles, al cruzar el umbral del edificio sagrado, entran en un tiempo y en un espacio distintos de los de la vida cotidiana. En la intención de los artistas, más allá del portal de la iglesia, los creyentes en Cristo, soberano, justo y misericordioso, podían saborear anticipadamente la felicidad eterna en la celebración de la liturgia y en los actos de piedad que tenían lugar dentro del edificio sagrado.

En los siglos XII y XIII, desde el norte de Francia se difundió otro tipo de arquitectura en la construcción de los edificios sagrados: la arquitectura gótica, con dos características nuevas respecto al románico, que eran el impulso vertical y la luminosidad. Las catedrales góticas mostraban una síntesis de fe y de arte expresada con armonía mediante el lenguaje universal y fascinante de la belleza, que todavía hoy suscita asombro. Gracias a la introducción de las bóvedas de arco ojival, que se apoyaban en robustos pilares, fue posible aumentar considerablemente la altura. El impulso hacia lo alto quería invitar a la oración y él mismo era una oración. De este modo, la catedral gótica quería traducir en sus líneas arquitectónicas el anhelo de las almas hacia Dios. Además, con las nuevas soluciones técnicas adoptadas, los muros perimétricos podían ser perforados y embellecidos con vidrieras polícromas. En otras palabras, las ventanas se convertían en grandes imágenes luminosas, muy adecuadas para instruir al pueblo en la fe. En ellas —escena tras escena— se narraba la vida de un santo, una parábola u otros acontecimientos bíblicos. Desde las vidrieras coloreadas se derramaba una cascada de luz sobre los fieles para narrarles la historia de la salvación e implicarlos en esa historia.

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Catedral con Arquitectura Gótica

Otra cualidad de las catedrales góticas es que en su construcción y su decoración, de modo diferente pero coral, participaba toda la comunidad cristiana y civil; participaban los humildes y los poderosos, los analfabetos y los doctos, porque en esa casa común se instruía en la fe a todos los creyentes. La escultura gótica hizo de las catedrales una “Biblia de piedra”, representando los episodios del Evangelio e ilustrando los contenidos del año litúrgico, desde la Navidad hasta la glorificación del Señor. En aquellos siglos, por otro lado, se difundía cada vez más la percepción de la humanidad del Señor, y los sufrimientos de su Pasión se representaban de modo realista: el Cristo sufriente (Christus patiens) se convirtió en una imagen amada por todos, que inspiraba compasión y arrepentimiento de los pecados.

No faltaban los personajes del Antiguo Testamento, cuya historia llegó a ser familiar para los fieles que frecuentaban las catedrales, como parte de la única y común historia de salvación. La escultura gótica del siglo XIII, con sus rostros llenos de belleza, de dulzura, de inteligencia, revela una piedad feliz y serena, que se complace en difundir una devoción sentida y filial hacia la Madre de Dios, vista a veces como una mujer joven, sonriente y materna, representada principalmente como la soberana del cielo y de la tierra, poderosa y misericordiosa. A los fieles que llenaban las catedrales góticas les gustaba encontrar en ellas expresiones artísticas que les recordaran a los santos, modelos de vida cristiana e intercesores ante Dios. Y no faltaron las manifestaciones “laicas” de la existencia: en muchas partes aparecían representaciones del trabajo en los campos, de las ciencias y de las artes. Todo estaba orientado y se ofrecía a Dios en el lugar donde se celebraba la liturgia. Podemos comprender mejor el sentido que se atribuía a una catedral gótica, considerando el texto de la inscripción grabada en el portal central de Saint-Denís, en París: “Visitante, que quieres alabar la belleza de estas puertas, no te dejes deslumbrar ni por el oro ni por la magnificencia, sino más bien por el fatigoso trabajo. Aquí brilla una obra famosa, pero quiera el cielo que esta obra famosa que brilla haga resplandecer los espíritus, a fin de que con las verdades luminosas se encaminen hacia la verdadera luz, donde Cristo es la verdadera puerta”.

Queridos hermanos y hermanas, ahora quiero subrayar dos elementos del arte románico y gótico útiles también para nosotros. El primero: las obras maestras en el campo del arte nacidas en Europa en los siglos pasados son incomprensibles si no se tiene en cuenta el alma religiosa que las inspiró. Marc Chagall, un artista que siempre testimonió el encuentro entre estética y fe, escribió que “durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido que era la Biblia”. Cuando la fe, especialmente celebrada en la liturgia, se encuentra con el arte, se crea una sintonía profunda, porque ambas pueden y quieren hablar de Dios, haciendo visible al Invisible. Quiero compartir esto en el encuentro con los artistas del 21 de noviembre, renovándoles la propuesta de amistad entre la espiritualidad cristiana y el arte, que ya promovieron mis venerados predecesores, en particular los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II.

El segundo elemento: la fuerza del estilo románico y el esplendor de las catedrales góticas nos recuerdan que la via pulchritudinis, el camino de la belleza, es una senda privilegiada y fascinante para acercarse al misterio de Dios. ¿Qué es la belleza, que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje, sino el reflejo del resplandor del Verbo eterno hecho carne? Afirma san Agustín: “Pregunta a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del mar, pregunta a la belleza del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con su fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor modera la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire; a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: “Contempla nuestra belleza”. Su belleza es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la Belleza inmutable?” (Sermo CCXLI, 2: p l38, 1134).

Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a redescubrir el camino de la belleza como uno de los itinerarios, quizá el más atractivo y fascinante, para llegar a encontrar y a amar a Dios.

48 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Hugo y Ricardo de San Victor

48 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HUGO Y RICARDO DE SAN VICTOR

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE NOVIEMBRE DE 2009

HUGO Y RICARDO DE SAN VICTOR

Queridos hermanos y hermanas:

En estas audiencias de los miércoles estoy presentando algunas figuras ejemplares de creyentes que se han esforzado por mostrar la concordia entre la razón y la fe y por testimoniar con su vida el anuncio del Evangelio. Hoy quiero hablaros de Hugo y Ricardo de San Víctor. Ambos se cuentan entre los filósofos y teólogos conocidos con el nombre de Victorinos, porque vivieron y enseñaron en la abadía de San Víctor, en París, fundada a principios del siglo XII por Guillermo de Champeaux. Este último fue un maestro famoso, que consiguió dar a su abadía una sólida identidad cultural. De hecho, en San Víctor se inauguró una escuela para la formación de los monjes, abierta también a estudiantes externos, donde se realizó una feliz síntesis entre las dos formas de hacer teología, de las que ya hablé en catequesis anteriores: es decir, la teología monástica, orientada más a la contemplación de los misterios de la fe en la Escritura, y la teología escolástica, que utilizaba la razón para tratar de escrutar esos misterios con métodos innovadores, de crear un sistema teológico.

De la vida de Hugo de San Víctor tenemos pocas noticias. Son inciertos la fecha y el lugar de su nacimiento: quizá en Sajonia o en Flandes. Se sabe que, llegado a París —la capital europea de la cultura de la época—, pasó el resto de sus años en la abadía de San Víctor, donde primero fue discípulo y después maestro. Ya antes de su muerte, acontecida en 1141, alcanzó gran notoriedad y estima, hasta el punto de ser llamado un “segundo San Agustín”. En efecto, como San Agustín, meditó mucho sobre la relación entre fe y razón, entre ciencias profanas y teología. Según Hugo de San Víctor, todas las ciencias, además de ser útiles para la comprensión de las Escrituras, tienen un valor en sí mismas y deben cultivarse para aumentar el saber del hombre, como también para corresponder a su anhelo de conocer la verdad. Esta sana curiosidad intelectual lo indujo a recomendar a los estudiantes que no apagaran nunca el deseo de aprender, y en su tratado de metodología del saber y de pedagogía, titulado significativamente Didascalicon (sobre la enseñanza), recomendaba: “Aprende gustoso de todos lo que no sabes. El más sabio de todos será quien haya querido aprender algo de todos. Quien recibe algo de todos, acaba por ser el más rico de todos” (Eruditiones Didascalicae, 3, 14: PL 176, 774).

La ciencia de la que se ocupan los filósofos y los teólogos llamados Victorinos es especialmente la teología, que requiere ante todo el estudio amoroso de la Sagrada Escritura. Para conocer a Dios no se puede menos de partir de lo que Dios mismo ha querido revelar de sí a través de las Escrituras. En este sentido, Hugo de San Víctor es un representante típico de la teología monástica, totalmente fundada en la exégesis bíblica. Para interpretar la Escritura propone la tradicional articulación patrístico-medieval, es decir, ante todo el sentido histórico-literal; después, el alegórico y anagógico; y, por último, el moral. Se trata de cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, que redescubrimos también hoy, por las cuales se ve que en el texto y en la narración ofrecida se esconde una indicación más profunda: el hilo de la fe, que nos conduce hacia lo alto y nos guía en esta tierra, enseñándonos cómo vivir. Con todo, aun respetando estas cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, de modo original respecto a sus contemporáneos, insiste —y esto es una novedad— en la importancia del sentido histórico-literal.

En otras palabras, antes de descubrir el valor simbólico, las dimensiones más profundas del texto bíblico, es necesario conocer y profundizar el significado de la historia narrada en la Escritura: de lo contrario —advierte con una comparación eficaz— se corre el riesgo de ser como los estudiosos de gramática que ignoran el alfabeto. A quien conoce el sentido de la historia descrita en la Biblia, las vicisitudes humanas se presentan marcadas por la divina Providencia, según un designio bien ordenado. Así, para Hugo de San Víctor, la historia no es el resultado de un destino ciego o de una casualidad absurda, como podría parecer. Al contrario, en la historia humana actúa el Espíritu Santo, que suscita un maravilloso diálogo de los hombres con Dios, su amigo. Esta visión teológica de la historia pone de relieve la intervención sorprendente y salvífica de Dios, que realmente entra y actúa en la historia, casi se convierte en parte de nuestra historia, pero siempre salvaguardando y respetando la libertad y la responsabilidad del hombre.

Para nuestro autor, el estudio de la Sagrada Escritura y de su significado histórico-literal hace posible la teología verdadera, es decir, la explicación sistemática de las verdades, conocer su estructura, la explicación de los dogmas de la fe, que presenta en sólida síntesis en el tratado De Sacramentis christianae fidei (Los sacramentos de la fe cristiana), donde se encuentra, entre otras cosas, una definición de “sacramento” que, perfeccionada después por otros teólogos, contiene rasgos aún hoy muy interesantes. “El sacramento —escribe— es un elemento corpóreo o material propuesto de forma externa y sensible, que representa con su parecido una gracia invisible y espiritual, la significa, porque con este fin ha sido instituido, y la contiene,porque es capaz de santificar” (9, 2: PL 176, 317). Por una parte, la visibilidad en el símbolo, la “corporeidad” del don de Dios, en el que, sin embargo, por otra parte, se esconde la gracia divina que proviene de una historia: Jesucristo mismo creó los símbolos fundamentales. Tres son, por tanto, los elementos que concurren a definir un sacramento, según Hugo de San Víctor: la institución por parte de Cristo, la comunicación de la gracia, y la analogía entre el elemento visible, material, y el elemento invisible, que son los dones divinos. Se trata de una visión muy cercana a la sensibilidad contemporánea, porque los sacramentos se presentan con un lenguaje lleno de símbolos e imágenes capaces de hablar inmediatamente al corazón de los hombres. Es importante también hoy que los animadores litúrgicos, y de modo especial los sacerdotes, valoren con sabiduría pastoral los signos propios de los ritos sacramentales —la visibilidad y tangibilidad de la Gracia— cuidando con esmero su catequesis, para que todos los fieles vivan cada celebración de los sacramentos con devoción, intensidad y alegría espiritual.

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Un discípulo digno de Hugo de San Víctor es Ricardo, procedente de Escocia. Fue prior de la abadía de San Víctor de 1162 a 1173, año de su muerte. También Ricardo, naturalmente, asigna un papel fundamental al estudio de la Biblia pero, a diferencia de su maestro, privilegia el sentido alegórico, el significado simbólico de la Escritura con el que, por ejemplo, interpreta la figura veterotestamentaria de Benjamín, hijo de Jacob, como símbolo de la contemplación y cumbre de la vida espiritual. Ricardo trata este tema en dos textos, Benjamín menor Benjamín mayor, en los que propone a los fieles un camino espiritual que invita ante todo a practicar las diversas virtudes, aprendiendo a disciplinar y a ordenar con la razón los sentimientos y los movimientos interiores afectivos y emotivos. Sólo cuando el hombre ha alcanzado equilibrio y madurez humana en este campo, está preparado para acceder a la contemplación, que Ricardo define como “una mirada profunda y pura del alma dirigida a las maravillas de la sabiduría, asociada a un sentido estático de asombro y de admiración”(Benjamin Maior 1, 4: PL 196, 67).

La contemplación es, por tanto, el punto de llegada, el resultado de un arduo camino, que implica el diálogo entre la fe y la razón, es decir —una vez más— un discurso teológico. La teología parte de las verdades que son objeto de la fe, pero trata de profundizar su conocimiento con el uso de la razón, apropiándose del don de la fe. Esta aplicación del razonamiento a la comprensión de la fe se practica de modo convincente en la obra maestra de Ricardo, uno de los grandes libros de la historia, el De Trinitate (La Trinidad). En los seis libros que lo componen reflexiona con agudeza sobre el Misterio de Dios uno y trino. Según nuestro autor, dado que Dios es amor, la única sustancia divina conlleva comunicación, oblación y amor entre dos Personas, el Padre y el Hijo, que se encuentran entre sí con un intercambio eterno de amor. Pero la perfección de la felicidad y de la bondad no admite exclusivismos y cerrazones; al contrario, requiere la presencia eterna de una tercera Persona, el Espíritu Santo. El amor trinitario es participativo, concorde, y conlleva sobreabundancia de delicia, goce de alegría incesante. Es decir, Ricardo supone que Dios es amor, analiza la esencia del amor, qué es lo que implica la realidad llamada amor, llegando así a la Trinidad de las Personas, que es realmente la expresión lógica del hecho de que Dios es amor.

Ricardo, sin embargo, es consciente de que el amor, aunque nos revela la esencia de Dios, aunque nos hace “comprender” el Misterio de la Trinidad, es sólo una analogía para hablar de un Misterio que supera la mente humana, y —al ser poeta y místico— recurre también a otras imágenes. Por ejemplo, compara la divinidad a un río, a una ola amorosa que brota del Padre, fluye y vuelve a fluir en el Hijo, para ser después felizmente derramada en el Espíritu Santo.

Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor elevan nuestra alma a la contemplación de las realidades divinas. Al mismo tiempo, la inmensa alegría que nos proporcionan el pensamiento, la admiración y la alabanza de la Santísima Trinidad, funda y sostiene el esfuerzo concreto por inspirarnos en ese modelo perfecto de comunión en el amor para construir nuestras relaciones humanas de cada día. La Trinidad es verdaderamente comunión perfecta. ¡Cómo cambiaría el mundo si en las familias, en las parroquias y en todas las demás comunidades las relaciones se vivieran siguiendo siempre el ejemplo de las tres Personas divinas, cada una de las cuales no sólo vive con la otra, sino también para la otra y en la otra! Lo recordé hace algunos meses en el Ángelus: “Sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de junio de 2009, p. 11). El amor es lo que realiza este incesante milagro: como en la vida de la Santísima Trinidad, la pluralidad se recompone en unidad, donde todo es complacencia y alegría. Con san Agustín, al que los Victorinos apreciaban tanto, podemos exclamar también nosotros: “Vides Trinitatem, si caritatem vides”, “Contemplas la Trinidad, si ves la caridad” (De Trinitate viii, 8, 12)

47 de 131- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Guillermo de San Thierry

47 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: GUILLERMO DE SAN THIERRY

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE DICIEMBRE DE 2009

GUILLERMO DE SAN THIERRY

Queridos hermanos y hermanas:

En una catequesis anterior presenté la figura de San Bernardo de Claraval, el “doctor de la dulzura”, gran protagonista del siglo XII. Su biógrafo —amigo y admirador— fue Guillermo de Saint-Thierry, sobre el que quiero reflexionar esta mañana.

Guillermo nació en Lieja entre los años 1075 y 1080. De familia noble, dotado de una inteligencia viva y de un innato amor al estudio, se formó en escuelas famosas de la época, como las de su ciudad natal y de Reims, en Francia. También entró en contacto personal con Abelardo, el maestro que aplicaba la filosofía a la teología de manera tan original que creaba desconcierto y oposición. El propio Guillermo manifestó sus dudas, solicitando a su amigo Bernardo que tomara posición respecto a Abelardo. Respondiendo a esa misteriosa e irresistible llamada de Dios que es la vocación a la vida consagrada, Guillermo entró en el monasterio benedictino de Saint-Nicaise de Reims en 1113, y algunos años después llegó a ser abad del monasterio de Saint-Thierry, en la diócesis de Reims.

En aquel tiempo estaba muy difundida la exigencia de purificar y renovar la vida monástica, para que fuera auténticamente evangélica. Guillermo actuó en este sentido dentro de su propio monasterio, y en la Orden benedictina en general. Sin embargo, encontró no pocas resistencias ante sus intentos de reforma; así, a pesar de que se lo desaconsejó su amigo Bernardo, en 1135 dejó la abadía benedictina, renunció al hábito negro y se puso el blanco, para unirse a los cistercienses de Signy. Desde ese momento hasta su muerte, acaecida en 1148, se dedicó a la contemplación orante de los misterios de Dios, desde siempre objeto de sus deseos más profundos, y a la composición de escritos de literatura espiritual, importantes en la historia de la teología monástica.

Una de sus primeras obras se titula De natura et dignitate amoris (La naturaleza y la dignidad del amor). En ella se expresa una de las ideas fundamentales de Guillermo, que vale también para nosotros. La energía principal que mueve al alma humana —dice— es el amor. La naturaleza humana, en su esencia más profunda, consiste en amar. En definitiva, a cada ser humano se le encomienda una sola tarea:  aprender a querer, a amar de modo sincero, auténtico y gratuito. Pero sólo en la escuela de Dios se realiza esta tarea y el hombre puede alcanzar el fin para el que ha sido creado. Escribe Guillermo:  “El arte de las artes es el arte del amor… El amor es suscitado por el Creador de la naturaleza. El amor es una fuerza del alma, que la conduce como por un peso natural al lugar y al fin que le es propio” (La naturaleza y la dignidad del amor, 1:  PL 184, 379). Aprender a amar requiere un camino largo y arduo, que Guillermo articula en cuatro etapas, según las edades del hombre:  la infancia, la juventud, la madurez y la vejez. En este itinerario la persona debe imponerse una ascesis eficaz, un fuerte dominio de sí mismo para eliminar todo afecto desordenado, toda concesión al egoísmo, y unificar su vida en Dios, fuente, meta y fuerza del amor, hasta alcanzar la cumbre de la vida espiritual, que Guillermo define como “sabiduría”. Al final de este itinerario ascético se experimenta una gran serenidad y dulzura. Todas las facultades del hombre —inteligencia, voluntad y afectos— descansan en Dios, conocido y amado en Cristo.

También en otras obras Guillermo habla de esta vocación radical al amor a Dios, que constituye el secreto de una vida realizada y feliz, que él describe como un deseo incesante y creciente, inspirado por Dios mismo en el corazón del hombre. En una meditación dice que el objeto de este amor es el Amor con “A” mayúscula, es decir, Dios. Es él quien se derrama en el corazón de quien ama y lo capacita para recibirle. Se da hasta que el corazón queda saciado de tal modo que nunca disminuye el deseo de esta saciedad. Este impulso de amor es la plenitud del hombre” (De contemplando Deo 6, passim:  SC 61 bis, pp. 79-83). Llama la atención el hecho de que Guillermo, al hablar del amor a Dios, atribuya notable importancia a la dimensión afectiva. En el fondo, queridos amigos, nuestro corazón está hecho de carne, y cuando amamos a Dios, que es el Amor mismo, ¿cómo no expresar en esta relación con el Señor también nuestros sentimientos más humanos, como la ternura, la sensibilidad y la delicadeza? ¡El Señor mismo, al hacerse hombre, quiso amarnos con un corazón de carne!

guillermo de san thierry krouillong sacrilega comunion en la mano

Según Guillermo, además, el amor tiene otra propiedad importante:  ilumina la inteligencia y permite conocer mejor y de manera más profunda a Dios y, en Dios, a las personas y los acontecimientos. El conocimiento que procede de los sentidos y de la inteligencia reduce, pero no elimina, la distancia entre el sujeto y el objeto, entre el yo y el tú. El amor, en cambio, suscita atracción y comunión, hasta el punto de que se produce una transformación y una asimilación entre el sujeto que ama y el objeto amado. Esta reciprocidad de afecto y de simpatía permite un conocimiento mucho más profundo que el que se obtiene sólo con la razón. Así se explica una célebre expresión de Guillermo:  “Amor ipse intellectus est“, “El amor es en sí mismo principio de conocimiento”. Queridos amigos, podemos preguntarnos:  ¿no es precisamente esto lo que sucede en nuestra vida? ¿No es verdad que realmente sólo conocemos a quien lo que amamos? Sin cierta simpatía no se conoce a nadie ni nada. Y esto vale ante todo en el conocimiento de Dios y de sus misterios, que superan la capacidad de comprensión de nuestra inteligencia:  ¡A Dios se lo conoce si se lo ama!

Una síntesis del pensamiento de Guillermo de Saint-Thierry se encuentra en una larga carta dirigida a los cartujos de Mont-Dieu, a los que había visitado y quería alentar y consolar. El docto benedictino Jean Mabillon, ya en 1960 dio a esta carta un título significativo:  Epistola aurea (Carta de oro). En efecto, las enseñanzas sobre la vida espiritual contenidas en ella son preciosas para todos los que desean crecer en la comunión con Dios, en la santidad. En este tratado Guillermo propone un itinerario en tres etapas. Es necesario —dice él— pasar del hombre “animal” al “racional” para llegar al “espiritual”. ¿Qué quiere decir nuestro autor con estas tres expresiones? Al principio una persona acepta con un acto de obediencia y de confianza la visión de la vida inspirada por la fe. Después con un proceso de interiorización, en el que la razón y la voluntad desempeñan un papel muy importante, la fe en Cristo es acogida con profunda convicción y se experimenta una armoniosa correspondencia entre lo que se cree y se espera y las aspiraciones más secretas del alma, nuestra razón y nuestros afectos. Así se llega a la perfección de la vida espiritual, cuando las realidades de la fe son fuente de íntima alegría y de comunión real con Dios, que sacia. Se vive sólo en el amor y para el amor. Guillermo funda este itinerario en una sólida visión del hombre, inspirada en los antiguos Padres griegos —sobre todo en Orígenes—, los cuales, con un lenguaje audaz, habían enseñado que la vocación del hombre es llegar a ser como Dios, que lo creó a su imagen y semejanza. La imagen de Dios presente en el hombre lo impulsa hacia la semejanza, es decir hacia una identidad cada vez más plena entre su propia voluntad y la divina. A esta perfección, que Guillermo llama “unidad de espíritu”, no se llega con el esfuerzo personal, aunque sea sincero y generoso, porque hace falta otra cosa. Esta perfección se alcanza por la acción del Espíritu Santo, que habita en el alma, y purifica, absorbe y transforma en caridad todo impulso y todo deseo de amor presente en el hombre. “Hay otra semejanza con Dios”, leemos en la Epistola aurea, “que ya no se llama semejanza, sino unidad de espíritu, cuando el hombre llega a ser uno con Dios, un espíritu, no sólo por la unidad de un idéntico querer, sino por no ser capaz de querer otra cosa. De esa manera, el hombre merece llegar a ser no Dios, sino lo que Dios es:  el hombre se convierte por gracia en lo que Dios es por naturaleza” (Epistola aurea 262-263:  SC 223, pp. 353-355).

Queridos hermanos y hermanas, este autor, que podríamos definir como el “cantor del amor, de la caridad”, nos enseña a realizar en nuestra vida la opción de fondo, que da sentido y valor a todas las demás opciones:  amar a Dios y, por amor a él, amar a nuestro prójimo; sólo así podremos encontrar la verdadera alegría, anticipación de la felicidad eterna. Sigamos, por tanto, el ejemplo de los santos para aprender a amar de manera auténtica y total, para entrar en este itinerario de nuestro ser. Con una joven santa, doctora de la Iglesia, Teresa del Niño Jesús, digamos también nosotros al Señor que queremos vivir de amor.

Concluyo propiamente con una oración de esta santa:  “Yo te amo, y tú lo sabes, Jesús mío. Tu Espíritu de amor me abrasa con su fuego. Amándote yo a ti atraigo al Padre; mi débil corazón se entrega a él sin reserva. ¡Oh augusta Trinidad, eres la prisionera, la santa prisionera de mi amor. (…) Vivir de amor es darse sin medida, sin reclamar salario aquí en la tierra… Cuando se ama no se hacen cálculos. Yo lo he dado todo al Corazón divino, que rebosa ternura. Nada me queda ya… Corro ligera. Ya mi única riqueza es vivir de amor”.

46 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Ruperto de Deutz

46 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: RUPERTO DE DEUTZ

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE DICIEMBRE DE 2009

RUPERTO DE DEUTZ

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a conocer a otro monje benedictino del siglo xii. Su nombre es Ruperto de Deutz, una ciudad cerca de Colonia, sede de un famoso monasterio. Ruperto mismo habla de su vida en una de sus obras más importantes, titulada La gloria y el honor del Hijo del hombre, que es un comentario parcial al Evangelio de san Mateo. Todavía niño, fue acogido como “oblato” en el monasterio benedictino de San Lorenzo en Lieja, según la costumbre de la época de confiar a uno de los hijos a la educación de los monjes, para hacer un don a Dios. A Ruperto siempre le gustó la vida monástica. Aprendió muy pronto el latín, para estudiar la Biblia y para disfrutar de las celebraciones litúrgicas. Se distinguió por una integérrima rectitud moral y por un fuerte apego a la Sede de san Pedro.

Sus tiempos estaban marcados por controversias entre el Papado y el Imperio, a causa de la denominada “lucha de las investiduras”, con la que —como he apuntado en otras catequesis— el Papado quería impedir que el nombramiento de los obispos y el ejercicio de su jurisdicción dependieran de las autoridades civiles, que se guiaban sobre todo por motivaciones políticas y económicas, ciertamente no pastorales. El obispo de Lieja, Otberto, se resistía a aceptar las directrices del Papa y mandó al exilio a Berengario, abad del monasterio de San Lorenzo, precisamente por su fidelidad al Pontífice. En ese monasterio vivía Ruperto, que no dudó en seguir a su abad al exilio y sólo cuando el obispo Otberto volvió a entrar en comunión con el Papa regresó a Lieja y aceptó hacerse sacerdote. Hasta ese momento había evitado recibir la ordenación de un obispo que disentía del Papa. Ruperto nos enseña que cuando surgen controversias en la Iglesia, la referencia al ministerio petrino garantiza fidelidad a la sana doctrina y da serenidad y libertad interior. Después de la disputa con Otberto, tuvo que abandonar su monasterio otras dos veces. En 1116 sus adversarios incluso lo querían procesar. Si bien fue absuelto de toda acusación, Ruperto prefirió marcharse por un tiempo a Siegburg, pero, puesto que las polémicas todavía no habían cesado cuando regresó al monasterio de Lieja, decidió establecerse definitivamente en Alemania. Nombrado abad de Deutz en 1120, permaneció allí hasta 1129, año de su muerte. Sólo se alejó para una peregrinación a Roma, en 1124.

Escritor fecundo, Ruperto ha dejado numerosas obras, de gran interés todavía hoy, también porque participó activamente en varios e importantes debates teológicos del tiempo. Por ejemplo, intervino con determinación en la controversia eucarística, que en 1077 había llevado a la condena de Berengario de Tours. Este había dado una interpretación restrictiva de la presencia de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, definiéndola sólo simbólica. En el lenguaje de la Iglesia todavía no había entrado el término “transubstanciación”, pero Ruperto, usando a veces expresiones audaces, sostuvo con determinación el realismo eucarístico y, sobre todo en una obra titulada De divinis officiis (Los oficios divinos), afirmó con decisión la continuidad entre el Cuerpo del Verbo encarnado de Cristo y el presente en las especies eucarísticas del pan y del vino.

Queridos hermanos y hermanas, me parece que llegados a este punto debemos pensar también en nuestro tiempo; también hoy existe el peligro de redimensionar el realismo eucarístico, es decir, considerar la Eucaristía casi sólo como un rito de comunión, de socialización, olvidando con demasiada facilidad que en la Eucaristía está presente realmente Cristo resucitado —con su cuerpo resucitado—, que se pone en nuestras manos para sacarnos de nosotros mismos, incorporarnos en su cuerpo inmortal y guiarnos así hacia la vida nueva. Este gran misterio que el Señor está presente en toda su realidad en las especies eucarísticas es un misterio que es preciso adorar y amar siempre de nuevo. Quiero citar las palabras del Catecismo de la Iglesia católica que contienen el fruto de la meditación de la fe y de la reflexión teológica de dos mil años: “Jesucristo está presente en la Eucaristía de un modo único e incomparable. Está presente de un modo verdadero, real y substancial: con su Cuerpo y su Sangre, con su alma y su divinidad. Por consiguiente, de modo sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino, está presente Cristo entero, Dios y hombre” (cf. Catecismo de la Iglesia católican. 1374). También Ruperto contribuyó, con sus reflexiones, a esta precisa formulación.

Otra controversia, en la que el abad de Deutz se vio envuelto, concierne al problema de la conciliación de la bondad y de la omnipotencia de Dios con la existencia del mal. Si Dios es omnipotente y bueno, ¿cómo se explica la realidad del mal? Ruperto reaccionó a la posición asumida por los maestros de la escuela teológica de Laon, que con una serie de razonamientos filosóficos distinguían en la voluntad de Dios el “aprobar” y el “permitir”, concluyendo que Dios permite el mal sin aprobarlo y, por consiguiente, sin quererlo. Ruperto, en cambio, renuncia al uso de la filosofía, que considera inadecuada ante un problema tan grande, y simplemente es fiel a la narración bíblica. Parte de la bondad de Dios, de la verdad según la cual Dios es sumamente bueno y no puede menos de querer el bien. De este modo, identifica el origen del mal en el hombre y en el uso equivocado de la libertad humana. Cuando Ruperto afronta este tema, escribe páginas llenas de fervor religioso para alabar la misericordia infinita del Padre, la paciencia y la benevolencia de Dios para con el hombre pecador.

ruperto de deutz krouillong sacrilegio comunion en la mano

Como otros teólogos de la Edad Media, también Ruperto se preguntaba: ¿Por qué el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, se hizo hombre? Algunos, muchos, respondían explicando la encarnación del Verbo con la urgencia de reparar el pecado del hombre. Ruperto, en cambio, con una visión cristocéntrica de la historia de la salvación, amplía la perspectiva, y en una de sus obras tituladaLa glorificación de la Trinidad sostiene la tesis de que la Encarnación, acontecimiento central de toda la historia, estaba prevista desde la eternidad, incluso independientemente del pecado del hombre, para que toda la creación pudiera alabar a Dios Padre y amarlo como una única familia reunida en torno a Cristo, el Hijo de Dios. En la mujer embarazada del Apocalipsis ve toda la historia de la humanidad, que está orientada hacia Cristo, al igual que la concepción está orientada al parto, una perspectiva que desarrollarán otros pensadores y que también valorizará la teología contemporánea, la cual afirma que toda la historia del mundo y de la humanidad es la concepción orientada al parto de Cristo. Cristo siempre está en el centro de las explicaciones exegéticas que Ruperto da en sus comentarios a los libros de la Biblia, a los que se dedicó con gran diligencia y pasión. Así, encuentra una unidad admirable en todos los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación hasta la consumación final de los tiempos: “Toda la Escritura —afirma— es un solo libro, que tiende hacia el mismo fin (el Verbo divino); que viene de un solo Dios y que ha sido escrito por un solo Espíritu” (De glorificatione Trinitatis et processione Sancti Spiritus I, V: PL 169, 18).

En la interpretación de la Biblia, Ruperto no se limita a repetir las enseñanzas de los Padres, sino que muestra una originalidad suya. Por ejemplo, es el primer escritor que identificó la esposa del Cantar de los cantares con María santísima. Así su comentario a este libro de la Escritura resulta ser una especie de summa mariológica, en la que se presentan los privilegios y las excelentes virtudes de María. En uno de los pasajes más inspirados de su comentario Ruperto escribe: “O predilectísima entre las predilectas, Virgen de las vírgenes, ¿qué alaba en ti a tu Hijo amado, que exalta todo el coro de los ángeles? Se alaban la sencillez, la pureza, la inocencia, la doctrina, el pudor, la humildad, la integridad de la mente y de la carne, es decir, la virginidad incorrupta” (In Canticum Canticorum 4, 1-6: ccl 26, pp. 69-70). La interpretación mariana de Ruperto del Cantar de los Cantares es un ejemplo feliz de la sintonía entre liturgia y teología. De hecho, varios pasajes de este libro bíblico ya se usaban en las celebraciones litúrgicas de las fiestas marianas.

Ruperto, además, procura insertar su doctrina mariológica en la eclesiológica. En otras palabras, ve en María santísima la parte más santa de toda la Iglesia. De ahí que mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, en el discurso de clausura de la tercera sesión del concilio Vaticano II, al proclamar solemnemente a María Madre de la Iglesia, citó precisamente una frase tomada de las obras de Ruperto, que define a María portio maximaportio optima: la parte más excelsa, la mejor parte de la Iglesia (cf. In Apocalypsem 1.7: PL 169, 1043).

Queridos amigos, con este rápido esbozo nos damos cuenta de que Ruperto fue un teólogo fervoroso, dotado de gran profundidad. Como todos los representantes de la teología monástica, supo combinar el estudio racional de los misterios de la fe con la oración y con la contemplación, considerada la cumbre de todo conocimiento de Dios. Él mismo habla alguna vez de sus experiencias místicas, como cuando revela la inefable alegría de haber percibido la presencia del Señor: “En ese breve momento —afirma— experimenté la verdad de lo que dice él mismo:Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (De gloria et honore Filii hominis. Super Matthaeum 12: PL 168, 1601). También nosotros, cada uno a su manera, podemos encontrar al Señor Jesús, que incesantemente acompaña nuestro camino, se hace presente en el Pan eucarístico y en su Palabra para nuestra salvación.

45 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Juan de Salisbury

45 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JUAN DE SALISBURY

AUDIENCIA GENERAL DEL 16 DE DICIEMBRE DE 2009

JUAN DE SALISBURY

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a conocer la figura de Juan de Salisbury, que pertenecía a una de las escuelas filosóficas y teológicas más importantes del medioevo, la de la catedral de Chartres, en Francia. Como los teólogos de los que he hablado en las semanas pasadas, también él nos ayuda a comprender cómo la fe, en armonía con las justas aspiraciones de la razón, impulsa el pensamiento hacia la verdad revelada, en la que se encuentra el verdadero bien del hombre.

Juan nació en Inglaterra, en Salisbury, entre los años 1100 y 1120. Leyendo sus obras, y sobre todo su rico epistolario, podemos conocer los acontecimientos más importantes de su vida. Durante doce años, de 1136 a 1148, se dedicó a los estudios, frecuentando las escuelas más cualificadas de la época, en las que escuchó las lecciones de maestros famosos. Se dirigió a París y después a Chartres, el ambiente que marcó más su formación y del que asimiló la gran apertura cultural, el interés por los problemas especulativos y el aprecio por la literatura. Como sucedía a menudo en aquel tiempo, los estudiantes más brillantes eran requeridos por prelados y soberanos para ser sus estrechos colaboradores. Esto sucedió también a Juan de Salisbury, que fue presentado por un gran amigo suyo, san Bernardo de Claraval, a Teobaldo, arzobispo de Canterbury —sede primada de Inglaterra—, el cual lo acogió de buen grado en su clero.

Durante once años, de 1150 a 1161, Juan fue secretario y capellán del anciano arzobispo. Con celo infatigable, mientras seguía dedicándose al estudio, llevó a cabo una intensa actividad diplomática, trasladándose en diez ocasiones a Italia, con el objetivo específico de cuidar las relaciones del Reino y de la Iglesia de Inglaterra con el Romano Pontífice. Por lo demás, en esos años el Papa era Adriano iv, un inglés que mantuvo con Juan de Salisbury una íntima amistad. En los años sucesivos a la muerte de Adriano IV, acaecida en 1159, en Inglaterra se creó una situación de grave tensión entre la Iglesia y el Reino. El rey Enrique II pretendía afirmar su autoridad sobre la vida interna de la Iglesia, limitando su libertad. Esta toma de posición suscitó las reacciones de Juan de Salisbury, y sobre todo la valiente resistencia del sucesor de Teobaldo en la cátedra episcopal de Canterbury, santo Tomás Becket, que por este motivo fue desterrado a Francia. Juan de Salisbury lo acompañó y permaneció a su servicio, trabajando siempre por la reconciliación. En 1170, cuando tanto Juan como santo Tomás Becket habían regresado ya a Inglaterra, este último fue atacado y asesinado dentro de su catedral. Murió mártir y el pueblo lo veneró de inmediato como tal. Juan siguió sirviendo fielmente también al sucesor de santo Tomás, hasta que fue elegido obispo de Chartres, donde permaneció desde 1176 hasta 1180, año de su muerte.

De las obras de Juan de Salisbury quiero señalar dos, que se consideran sus obras maestras, designadas elegantemente con los títulos griegos de Metaloghicón (En defensa de la lógica) y el Polycráticus (El hombre de Gobierno). En la primera obra él —con la fina ironía que caracteriza a muchos hombres cultos— rechaza la postura de aquellos que tenían una concepción restrictiva de la cultura, considerada como elocuencia vacía, palabras inútiles. Juan, en cambio, elogia la cultura, la auténtica filosofía, es decir, el encuentro entre pensamiento fuerte y comunicación, palabra eficaz. Escribe:  “De hecho, del mismo modo que no sólo es temeraria, sino también ciega la elocuencia que no está iluminada por la razón, así la sabiduría que no utiliza la palabra no sólo es débil, sino también en cierto sentido manca, pues aunque quizás una sabiduría sin palabra puede beneficiar de cara a la propia conciencia, beneficia raramente y poco a la sociedad” (Metaloghicón 1, 1:  PL 199, 327). Una enseñanza muy actual. Hoy, la que Juan definía “elocuencia”, es decir, la posibilidad de comunicar con instrumentos cada vez más elaborados y difundidos, se ha multiplicado enormemente. Con todo, tanto más urgente sigue siendo la necesidad de comunicar mensajes dotados de “sabiduría”, es decir, inspirados en la verdad, en la bondad, en la belleza. Esta es una gran responsabilidad, que interpela de modo especial a las personas que trabajan en el ámbito multiforme y complejo de la cultura, de la comunicación, de los medios de comunicación social. Y este es un espacio en el que se puede anunciar el Evangelio con vigor misionero.

Jean de Salisbury krouillong sacrilega comunion en la mano

En el Metaloghicón Juan afronta los problemas de la lógica, en su tiempo objeto de gran interés, y se plantea una pregunta fundamental: ¿Qué puede conocer la razón humana? ¿Hasta qué punto puede corresponder a la aspiración que hay en todo hombre, es decir, a la búsqueda de la verdad? Juan de Salisbury adopta una posición moderada, basada en las enseñanzas de algunos tratados de Aristóteles y de Cicerón. Según él, ordinariamente la razón humana alcanza conocimientos que no son indiscutibles, sino probables y opinables. El conocimiento humano —esta es su conclusión— es imperfecto, porque está sujeto a la finitud, al límite del hombre. Sin embargo, el conocimiento crece y se perfecciona gracias a la experiencia y a la elaboración de razonamientos correctos y coherentes, capaces de establecer relaciones entre los conceptos y la realidad, gracias a la discusión, a la confrontación y al saber que se enriquece de generación en generación. Sólo en Dios hay una ciencia perfecta, que se comunica al hombre, al menos parcialmente, por medio de la Revelación acogida en la fe, por lo que la ciencia de la fe, la teología, despliega las potencialidades de la razón y hace avanzar con humildad en el conocimiento de los misterios de Dios.

El creyente y el teólogo, que profundizan en el tesoro de la fe, se abren también a un saber práctico, que guía las acciones cotidianas a las leyes morales y al ejercicio de las virtudes. Escribe Juan de Salisbury:  “La clemencia de Dios nos ha concedido su ley, que establece qué cosas nos es útil conocer e indica cuánto nos es lícito saber de Dios y cuánto es justo investigar… De hecho, en esta ley se explicita y se hace manifiesta la voluntad de Dios, a fin de que cada uno de nosotros sepa lo que para él es necesario hacer” (Metaloghicón 4, 41:  PL 199, 944-945). Según Juan de Salisbury, existe también una verdad objetiva e inmutable, cuyo origen es Dios, accesible a la razón humana y que atañe a la actuación práctica y social. Se trata de un derecho natural, en el que las leyes humanas y las autoridades políticas y religiosas deben inspirarse, para que puedan promover el bien común. Esta ley natural se caracteriza por una propiedad que Juan llama “equidad”, es decir, la atribución a cada persona de sus derechos. De ella descienden preceptos que son legítimos para todos los pueblos, y que en ningún caso pueden ser abrogados. Esta es la tesis central del Polycráticus, el tratado de filosofía y de teología política, en el que Juan de Salisbury reflexiona sobre las condiciones que hacen justa y permitida la acción de los gobernantes.

Mientras otros argumentos afrontados en esta obra están vinculados a las circunstancias históricas en las que fue compuesta, el tema de la relación entre ley natural y ordenamiento jurídico-positivo, mediado por la equidad, hoy sigue siendo de gran importancia. En nuestro tiempo, sobre todo en algunos países, asistimos a una separación preocupante entre la razón, que tiene la tarea de descubrir los valores éticos unidos a la dignidad de la persona humana, y la libertad, que tiene la responsabilidad de acogerlos y promoverlos. Quizás Juan de Salisbury nos recordaría hoy que sólo son conformes a la equidad las leyes que tutelan la sacralidad de la vida humana y rechazan la licitud del aborto, de la eutanasia y de las experimentaciones genéticas irresponsables; las leyes que respetan la dignidad del matrimonio entre un hombre y una mujer, que se inspiran en una correcta laicidad del Estado —laicidad que conlleva siempre la salvaguarda de la libertad religiosa— y que persiguen la subsidiariedad y la solidaridad a nivel nacional e internacional. De lo contrario, acabaría por instaurarse lo que Juan de Salisbury define “tiranía del príncipe” o, como diríamos nosotros, “la dictadura del relativismo”:  un relativismo que, como recordé hace algunos años, “no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos” (Homilía en la misa “pro eligendo Romano Pontifice”:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 3).

En mi encíclica más reciente, Caritas in veritatedirigiéndome a los hombres de buena voluntad que trabajan para que la acción social y política nunca se aleje de la verdad objetiva sobre el hombre y sobre su dignidad, escribí:  “La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su fuente última no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la verdad ni el amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los pueblos no se funda en una simple deliberación humana, sino que está inscrita en un plan que nos precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente” (n. 52). Este plan que nos precede —esta verdad del ser— debemos buscarlo y acogerlo, para que nazca la justicia, pero sólo podemos encontrarlo y acogerlo con un corazón, una voluntad, una razón purificados en la luz de Dios.

43 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Pedro Lombardo

43 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PEDRO LOMBARDO

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE DICIEMBRE DE 2009

PEDRO LOMBARDO

Queridos hermanos y hermanas:

En esta última audiencia del año quiero hablaros de Pedro Lombardo, un teólogo que vivió en el siglo XII y gozó de gran fama, porque una de sus obras, titulada Sentencias, fue adoptada como manual de teología durante muchos siglos.

¿Quién era, por tanto, Pedro Lombardo? Aunque las noticias sobre su vida son escasas, podemos reconstruir las líneas esenciales de su biografía. Nació entre los siglos XI y XII cerca de Novara, en el norte de Italia, en un territorio que en otro tiempo pertenecía a los Longobardos; precisamente por eso le pusieron el sobrenombre de “Lombardo”. Pertenecía a una familia de escasos recursos, como podemos deducir de la carta de presentación que san Bernardo de Claraval escribió a Gilduino, superior de la abadía de san Víctor en París, para pedirle que hospedara gratis a Pedro, el cual quería ir a esa ciudad para estudiar allí. De hecho, incluso en la Edad Media, no sólo los nobles o los ricos podían estudiar y llegar a ocupar cargos importantes en la vida eclesial y social, sino también personas de origen humilde, como por ejemplo Gregorio VII, el Papa que se enfrentó al emperador Enrique IV, o Mauricio de Sully, el arzobispo de París que mandó construir Notre-Dame y que era hijo de un campesino pobre.

Pedro Lombardo inició sus estudios en Bolonia, luego se trasladó a Reims y, por último, a París. Desde 1140 enseñó en la prestigiosa escuela de Notre-Dame. Estimado y apreciado como teólogo, ocho años después el Papa Eugenio III le encargó que examinara las doctrinas de Gilberto Porretano, que suscitaban muchos debates, porque no parecían del todo ortodoxas. Ordenado sacerdote, fue nombrado obispo de París en 1159, un año antes de su muerte, que aconteció en 1160.

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Como todos los maestros de teología de su tiempo, también Pedro escribió discursos y textos en los que comentaba la Sagrada Escritura. Su obra maestra, sin embargo, son los cuatro libros de las Sentencias. Se trata de un texto que nació con vistas a la enseñanza. Según el método teológico utilizado en esos tiempos, era preciso ante todo conocer, estudiar y comentar el pensamiento de los Padres de la Iglesia y de otros escritores a los que se consideraba autorizados. Por eso, Pedro recogió una documentación muy amplia, constituida principalmente por las enseñanzas de los grandes Padres latinos, sobre todo de san Agustín, y abierta a la contribución de teólogos contemporáneos suyos. Utilizó también, entre otras, una obra enciclopédica de teología griega que desde hacía poco tiempo se conocía en Occidente:  La fe ortodoxa, compuesta por san Juan Damasceno. El gran mérito de Pedro Lombardo consiste en haber ordenado todo el material, que había recogido y seleccionado con esmero, en un cuadro sistemático y armonioso. De hecho, una de las características de la teología es organizar de modo unitario y ordenado el patrimonio de la fe. Por eso, él distribuyó las sentencias, es decir, las fuentes patrísticas sobre los distintos temas, en cuatro libros. En el primero se trata de Dios y del misterio trinitario; en el segundo, de la obra de la creación, del pecado y de la gracia; en el tercero, del misterio de la Encarnación y de la obra de la Redención, con una amplia exposición sobre las virtudes. El cuarto libro está dedicado a los sacramentos y a las realidades últimas, las de la vida eterna, llamadas Novísimos. La visión de conjunto que se obtiene incluye casi todas las verdades de la fe católica. Esta mirada sintética y la presentación clara, ordenada, esquemática y siempre coherente, explican el éxito extraordinario de las Sentencias de Pedro Lombardo, que permitían a los alumnos un aprendizaje fiable y a los maestros, que las usaban en sus clases, profundizar ampliamente. Un teólogo franciscano, Alejandro de Hales, que vivió una generación después de la de Pedro, introdujo en las Sentencias una subdivisión que hizo más fácil su consulta y su estudio. Incluso los más grandes teólogos del siglo XIII, san Alberto Magno, san Buenaventura de Bagnoregio y santo Tomás de Aquino, iniciaron su actividad académica comentando los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo, enriqueciéndolas con sus reflexiones. El texto de Lombardo fue el libro que se usó en todas las escuelas de teología hasta el siglo XVI.

Deseo destacar que la presentación orgánica de la fe es una exigencia irrenunciable. De hecho, las distintas verdades de la fe se iluminan recíprocamente y, en una visión total y unitaria, se aprecia la armonía del plan de salvación de Dios y la centralidad del misterio de Cristo. Invito a todos los teólogos y a los sacerdotes a tener siempre presente, a ejemplo de Pedro Lombardo, la visión completa de la doctrina cristiana, evitando los peligros actuales de fragmentación y devaluación de las diferentes verdades. El Catecismo de la Iglesia católica, así como el Compendio de dicho Catecismo, nos ofrecen precisamente este cuadro completo de la Revelación cristiana, que es necesario acoger con fe y gratitud. Por eso, quiero animar también a los fieles y a las comunidades cristianas a aprovechar estos instrumentos para conocer y profundizar en el contenido de nuestra fe. Así se nos presentará como una maravillosa sinfonía, que nos habla de Dios y de su amor, y que estimula nuestra firme adhesión y nuestra respuesta activa.

Para tener una idea del interés que sigue suscitando la lectura de las Sentencias de Pedro Lombardo, propongo dos ejemplos. Inspirándose en el comentario de san Agustín al libro del Génesis, Pedro se pregunta el motivo por el cual la creación de la mujer se realizó a partir de la costilla de Adán y no de su cabeza o de sus pies. Y explica:  “Dios no estaba formando una dominadora ni una esclava del hombre, sino una compañera suya” (Sentencias 3, 18, 3). Luego, también apoyándose en la enseñanza patrística, añade:  “En esta acción está representado el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, como la mujer fue formada de la costilla de Adán mientras este dormía, así la Iglesia nació de los sacramentos que comenzaron a fluir del costado de Cristo que dormía en la cruz, es decir, de la sangre y el agua, con que fuimos redimidos del castigo y purificados de la culpa” (Sentencias 3, 18, 4). Son reflexiones profundas, que siguen siendo válidas hoy que la teología y la espiritualidad del matrimonio cristiano han profundizado mucho en la analogía con la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia.

En otro pasaje de su obra principal, Pedro Lombardo, tratando de los méritos de Cristo, se pregunta:  “¿Por qué razón, entonces, [Cristo] quiso sufrir y morir, si sus virtudes eran ya suficientes para obtenerle todos los méritos?”. Su respuesta es incisiva y eficaz:  “Por ti, no por sí mismo”. Luego prosigue con otra pregunta y otra respuesta, que parecen reproducir los debates que se mantenían durante las lecciones de los maestros de teología de la Edad Media:  “Y ¿en qué sentido sufrió y murió por mí? Para que su pasión y muerte fueran para ti ejemplo y causa. Ejemplo de virtud y de humildad, causa de gloria y de libertad; ejemplo dado por Dios obediente hasta la muerte, causa de tu liberación y de tu felicidad” (Sentencias 3, 18, 5).

Entre las contribuciones más importantes de Pedro Lombardo a la historia de la teología, quisiera recordar su tratado sobre los sacramentos, de los que dio una definición que podría considerarse definitiva:  “Se llama sacramento en sentido propio lo que es signo de la gracia de Dios y forma visible de la gracia invisible, de tal modo que lleva su imagen y es su causa” (4, 1, 4). Con esta definición, Pedro Lombardo capta la esencia de los sacramentos:  son causa de la gracia, tienen la capacidad de comunicar realmente la vida divina. Los teólogos sucesivos no abandonarán ya esta visión y utilizarán también la distinción entre elemento material y elemento formal, introducida por el “Maestro de las Sentencias”, como se solía llamar a Pedro Lombardo. El elemento material es la realidad sensible y visible; el formal son las palabras pronunciadas por el ministro. Ambos son esenciales para una celebración completa y válida de los sacramentos:  la materia, la realidad con la cual el Señor nos toca visiblemente, y la palabra que da el significado espiritual. En el Bautismo, por ejemplo, el elemento material es el agua que se derrama sobre la cabeza del niño, y el elemento formal son las palabras:  “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Lombardo, además, aclaró que sólo los sacramentos transmiten objetivamente la gracia divina y que son siete:  Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden y Matrimonio (cf. Sentencias 4, 2, 1).

Queridos hermanos y hermanas, es importante reconocer cuán preciosa e indispensable es para todo cristiano la vida sacramental, en la que el Señor, en la comunidad de la Iglesia, a través de esta materia nos toca y nos transforma. Como reza el Catecismo de la Iglesia católica, los sacramentos son “fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo” (n. 1116). En este Año sacerdotal, que estamos celebrando, exhorto a los sacerdotes, sobre todo a los ministros que ejercen la cura de almas, a que ellos mismos sean los primeros en tener una intensa vida sacramental, para que luego ayuden a los fieles. La celebración de los sacramentos debe caracterizarse por la dignidad y el decoro, y favorecer el recogimiento personal y la participación comunitaria, el sentido de la presencia de Dios y el celo misionero. Los sacramentos son el gran tesoro de la Iglesia y a cada uno de nosotros corresponde la tarea de celebrarlos con fruto espiritual. En ellos toca nuestra vida un acontecimiento siempre sorprendente:  Cristo, a través de signos visibles, sale a nuestro encuentro, nos purifica, nos transforma y nos hace partícipes de su amistad divina.

Queridos amigos, hemos llegado al final de este año y a las puertas del año nuevo. Os deseo que la amistad de nuestro Señor Jesucristo os acompañe cada día del año que está a punto de comenzar. Que esta amistad de Cristo sea nuestra luz y guía, ayudándonos a ser hombres de paz, de su paz. ¡Feliz año a todos!

131 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Órdenes Mendicantes

131 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORDENES MENDICANTES

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE ENERO DE 2010

ÓRDENES MENDICANTES

Queridos hermanos y hermanas:

Al inicio del nuevo año miremos la historia del cristianismo, para ver cómo se desarrolla una historia y cómo puede renovarse. En ella podemos ver que los santos, guiados por la luz de Dios, son los auténticos reformadores de la vida de la Iglesia y de la sociedad. Maestros con la palabra y testigos con el ejemplo, saben promover una renovación eclesial estable y profunda, porque ellos mismos están profundamente renovados, están en contacto con la verdadera novedad:  la presencia de Dios en el mundo. Esta consoladora realidad, o sea, que en cada generación nacen santos y traen la creatividad de la renovación, acompaña constantemente la historia de la Iglesia en medio de las tristezas y los aspectos negativos de su camino. De hecho, vemos cómo siglo a siglo nacen también las fuerzas de la reforma y de la renovación, porque la novedad de Dios es inexorable y da siempre nueva fuerza para seguir adelante. Así sucedió también en el siglo XIII con el nacimiento y el extraordinario desarrollo de las Órdenes Mendicantes:  un modelo de gran renovación en una nueva época histórica. Se las llamó así por su característica de “mendigar”, es decir, de recurrir humildemente al apoyo económico de la gente para vivir el voto de pobreza y cumplir su misión evangelizadora. De las Órdenes Mendicantes que surgieron en ese periodo las más conocidas e importantes son los Frailes Menores y los Frailes Predicadores, conocidos como Franciscanos y Dominicos. Se les llama así por el nombre de sus fundadores, san Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, respectivamente. Estos dos grandes santos tuvieron la capacidad de leer con inteligencia “los signos de los tiempos”, intuyendo los desafíos que debía afrontar la Iglesia de su época.

Un primer desafío era la expansión de varios grupos y movimientos de fieles que, a pesar de estar impulsados por un legítimo deseo de auténtica vida cristiana, se situaban a menudo fuera de la comunión eclesial. Estaban en profunda oposición a la Iglesia rica y hermosa que se había desarrollado precisamente con el florecimiento del monaquismo. En recientes catequesis hablé de la comunidad monástica de Cluny, que había atraído a numerosos jóvenes y, por tanto, fuerzas vitales, como también bienes y riquezas. Así se había desarrollado, lógicamente, en un primer momento, una Iglesia rica en propiedades y también inmóvil. Contra esta Iglesia se contrapuso la idea de que Cristo vino a la tierra pobre y que la verdadera Iglesia debería ser precisamente la Iglesia de los pobres; así el deseo de una verdadera autenticidad cristiana se opuso a la realidad de la Iglesia empírica. Se trata de los movimientos llamados “pauperísticos” de la Edad Media, los cuales criticaban ásperamente el modo de vivir de los sacerdotes y de los monjes de aquel tiempo, acusados de haber traicionado el Evangelio y de no practicar la pobreza como los primeros cristianos, y estos movimientos contrapusieron al ministerio de los obispos una auténtica “jerarquía paralela”. Además, para justificar sus propias opciones, difundieron doctrinas incompatibles con la fe católica. Por ejemplo, el movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, como la devaluación y el desprecio del mundo material -la oposición contra la riqueza se convierte rápidamente en oposición contra la realidad material en cuanto tal-, la negación de la voluntad libre y después el dualismo, la existencia de un segundo principio del mal equiparado a Dios. Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia y en Italia, no sólo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un desorden real en la Iglesia, causado por el comportamiento poco ejemplar de varios representantes del clero.

Los Franciscanos y los Dominicos, en la estela de sus fundadores, mostraron en cambio que era posible vivir la pobreza evangélica, la verdad del Evangelio como tal, sin separarse de la Iglesia; mostraron que la Iglesia sigue siendo el lugar verdadero, auténtico, del Evangelio y de la Escritura. Más aún, santo Domingo y san Francisco sacaron la fuerza de su testimonio precisamente de su íntima comunión con la Iglesia y con el Papado. Con una elección totalmente original en la historia de la vida consagrada, los miembros de estas Órdenes no sólo renunciaban a la posesión de bienes personales, como hacían los monjes desde la antigüedad, sino que ni siquiera querían que se pusieran a nombre de la comunidad terrenos y bienes inmuebles. Así pretendían dar testimonio de una vida extremadamente sobria, para ser solidarios con los pobres y confiar únicamente en la Providencia, vivir cada día de la Providencia, de la confianza de ponerse en las manos de Dios. Este estilo personal y comunitario de las Órdenes Mendicantes, unido a la total adhesión a las enseñanzas de la Iglesia y a su autoridad, fue muy apreciado por los Pontífices de la época, como Inocencio III y Honorio III, que apoyaron plenamente estas nuevas experiencias eclesiales, reconociendo en ellas la voz del Espíritu. Y no faltaron los frutos:  los grupos “pauperísticos” que se habían separado de la Iglesia volvieron a la comunión eclesial o lentamente se redujeron hasta desaparecer. También hoy, a pesar de vivir en una sociedad en la que a menudo prevalece el “tener” sobre el “ser”, la gente es muy sensible a los ejemplos de pobreza y solidaridad que dan los creyentes con opciones valientes. En nuestros días tampoco faltan iniciativas similares:  los movimientos, que parten realmente de la novedad del Evangelio y lo viven con radicalidad en la actualidad, poniéndose en las manos de Dios, para servir al prójimo. El mundo, como recordaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandiescucha de buen grado a los maestros, cuando son también testigos. Esta es una lección que no hay que olvidar nunca en la obra de difusión del Evangelio:  ser los primeros en vivir aquello que se anuncia, ser espejo de la caridad divina.

san francisco y santo domingo ordenes mendicantes krouillong sacrilega comunion en la mano

Franciscanos y Dominicos fueron testigos, pero también maestros. De hecho, otra exigencia generalizada en su época era la de la instrucción religiosa. No pocos fieles laicos, que vivían en las ciudades en vías de gran expansión, deseaban practicar una vida cristiana espiritualmente intensa. Por tanto, trataban de profundizar en el conocimiento de la fe y de ser guiados en el arduo pero entusiasmante camino de la santidad. Las Órdenes Mendicantes supieron felizmente salir al encuentro también de esta necesidad:  el anuncio del Evangelio en la sencillez y en su profundidad y grandeza era un objetivo, quizás el objetivo principal, de este movimiento. En efecto, se dedicaron con gran celo a la predicación. Eran muy numerosos los fieles —a menudo auténticas multitudes— que se reunían en las iglesias y en lugares al aire libre para escuchar a los predicadores, como san Antonio, por ejemplo. Se trataban temas cercanos a la vida de la gente, sobre todo la práctica de las virtudes teologales y morales, con ejemplos concretos, fácilmente comprensibles. Además, se enseñaban formas para alimentar la vida de oración y la piedad. Por ejemplo, los Franciscanos difundieron mucho la devoción a la humanidad de Cristo, con el compromiso de imitar al Señor. No sorprende entonces que fueran numerosos los fieles, mujeres y hombres, que elegían ser acompañados en el camino cristiano por frailes Franciscanos y Dominicos, directores espirituales y confesores buscados y apreciados. Nacieron así asociaciones de fieles laicos que se inspiraban en la espiritualidad de san Francisco y santo Domingo, adaptada a su estado de vida. Se trata de la Orden Tercera, tanto franciscana como dominicana. En otras palabras, la propuesta de una “santidad laical” conquistó a muchas personas. Como recordó el concilio ecuménico Vaticano II, la llamada a la santidad no está reservada a algunos, sino que es universal (cf. Lumen gentium40). En todos los estados de vida, según las exigencias de cada uno de ellos, es posible vivir el Evangelio. También hoy cada cristiano debe tender a la “medida alta de la vida cristiana”, sea cual sea el estado de vida al que pertenezca.

Así la importancia de las Órdenes Mendicantes creció tanto en la Edad Media que instituciones laicales como las organizaciones de trabajo, las antiguas corporaciones y las propias autoridades civiles, recurrían a menudo a la consulta espiritual de los miembros de estas Órdenes para la redacción de sus reglamentos y, a veces, para solucionar sus conflictos internos y externos. Los Franciscanos y los Dominicos se convirtieron en los animadores espirituales de la ciudad medieval. Con gran intuición, pusieron en marcha una estrategia pastoral adaptada a las transformaciones de la sociedad. Dado que muchas personas se trasladaban del campo a las ciudades, ya no colocaron sus conventos en zonas rurales, sino en las urbanas. Además, para llevar a cabo su actividad en beneficio de las almas, era necesario trasladarse según las exigencias pastorales. Con otra decisión totalmente innovadora, las Órdenes Mendicantes abandonaron el principio de estabilidad, clásico del monaquismo antiguo, para elegir otra forma. Frailes Menores y Predicadores viajaban de un lugar a otro, con fervor misionero. En consecuencia, se dieron una organización distinta respecto a la de la mayor parte de las Órdenes monásticas. En lugar de la tradicional autonomía de la que gozaba cada monasterio, dieron mayor importancia a la Orden en cuanto tal y al superior general, como también a la estructura de las provincias. Así los mendicantes estaban más disponibles para las exigencias de la Iglesia universal. Esta flexibilidad hizo posible el envío de los frailes más adecuados para el desarrollo de misiones específicas, y las Órdenes Mendicantes llegaron al norte de África, a Oriente Medio y al norte de Europa. Con esta flexibilidad se renovó el dinamismo misionero.

Otro gran desafío eran las transformaciones culturales que estaban teniendo lugar en ese periodo. Nuevas cuestiones avivaban el debate en las universidades, que nacieron a finales del siglo xii. Frailes Menores y Predicadores no dudaron en asumir también esta tarea y, como estudiantes y profesores, entraron en las universidades más famosas de su tiempo, erigieron centros de estudio, produjeron textos de gran valor, dieron vida a auténticas escuelas de pensamiento, fueron protagonistas de la teología escolástica en su mejor período e influyeron significativamente en el desarrollo del pensamiento. Los más grandes pensadores, santo Tomás de Aquino y san Buenaventura, eran mendicantes, trabajando precisamente con este dinamismo de la nueva evangelización, que renovó también la valentía del pensamiento, del diálogo entre razón y fe. También hoy hay una “caridad de la verdad y en la verdad”, una “caridad intelectual” que ejercer, para iluminar las inteligencias y conjugar la fe con la cultura. El empeño puesto por los Franciscanos y los Dominicos en las universidades medievales es una invitación, queridos fieles, a hacerse presentes en los lugares de elaboración del saber, para proponer, con respeto y convicción, la luz del Evangelio sobre las cuestiones fundamentales que afectan al hombre, su dignidad, su destino eterno. Pensando en el papel de los Franciscanos y de los Dominicos en la Edad Media, en la renovación espiritual que suscitaron, en el soplo de vida nueva que infundieron en el mundo, un monje dijo:  “En aquel tiempo el mundo envejecía. Pero en la Iglesia surgieron dos Órdenes, que renovaron su juventud, como la de un águila” (Burchard d’Ursperg, Chronicon).

Queridos hermanos y hermanas, precisamente al inicio de este año invoquemos al Espíritu Santo, eterna juventud de la Iglesia:  que él haga que cada uno sienta la urgencia de dar un testimonio coherente y valiente del Evangelio, para que nunca falten santos, que hagan resplandecer a la Iglesia como esposa siempre pura y bella, sin mancha y sin arruga, capaz de atraer irresistiblemente el mundo hacia Cristo, hacia su salvación.

129 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Francisco de Asís

129 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN FRANCISCO DE ASÍS

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE ENERO DEL 2010

SAN FRANCISCO DE ASÍS

Queridos hermanos y hermanas:

En una catequesis reciente ilustré ya el papel providencial que tuvieron la Orden de los Frailes Menores y la Orden de los Frailes Predicadores, fundadas respectivamente por san Francisco de Asís y por santo Domingo de Guzmán, en la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy quiero presentaros la figura de san Francisco, un auténtico “gigante” de la santidad, que sigue fascinando a numerosísimas personas de todas las edades y religiones.

“Nacióle un sol al mundo”. Con estas palabras, el sumo poeta italiano Dante Alighieri alude en la Divina Comedia (Paraíso, Canto XI) al nacimiento de Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de 1182, en Asís. Francisco pertenecía a una familia rica —su padre era comerciante de telas— y vivió una adolescencia y una juventud despreocupadas, cultivando los ideales caballerescos de su tiempo. A los veinte años tomó parte en una campaña militar y lo hicieron prisionero. Enfermó y fue liberado. A su regreso a Asís, comenzó en él un lento proceso de conversión espiritual que lo llevó a abandonar gradualmente el estilo de vida mundano que había practicado hasta entonces. Se remontan a este período los célebres episodios del encuentro con el leproso, al cual Francisco, bajando de su caballo, dio el beso de la paz, y del mensaje del Crucifijo en la iglesita de San Damián. Cristo en la cruz tomó vida en tres ocasiones y le dijo: “Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas”. Este simple acontecimiento de escuchar la Palabra del Señor en la iglesia de san Damián esconde un simbolismo profundo. En su sentido inmediato san Francisco es llamado a reparar esta iglesita, pero el estado ruinoso de este edificio es símbolo de la situación dramática e inquietante de la Iglesia en aquel tiempo, con una fe superficial que no conforma y no transforma la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior de la Iglesia que conlleva también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de movimientos heréticos. Sin embargo, en el centro de esta Iglesia en ruinas está el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la iglesita de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar la Iglesia de Cristo, con su radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor a Cristo. Este acontecimiento, que probablemente tuvo lugar en 1205, recuerda otro acontecimiento parecido que sucedió en 1207: el sueño del Papa Inocencio III, quien en sueños ve que la basílica de San Juan de Letrán, la iglesia madre de todas las iglesias, se está derrumbando y un religioso pequeño e insignificante sostiene con sus hombros la iglesia para que no se derrumbe. Es interesante observar, por una parte, que no es el Papa quien ayuda para que la iglesia no se derrumbe, sino un pequeño e insignificante religioso, que el Papa reconoce en Francisco cuando este lo visita. Inocencio III era un Papa poderoso, de gran cultura teológica y gran poder político; sin embargo, no es él quien renueva la Iglesia, sino el pequeño e insignificante religioso: es san Francisco, llamado por Dios. Pero, por otra parte, es importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin el Papa o en contra de él, sino sólo en comunión con él. Las dos realidades van juntas: el Sucesor de Pedro, los obispos, la Iglesia fundada en la sucesión de los Apóstoles y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en ese momento para renovar la Iglesia. En la unidad crece la verdadera renovación.

Volvamos a la vida de san Francisco. Puesto que su padre Bernardone le reprochaba su excesiva generosidad con los pobres, Francisco, ante el obispo de Asís, con un gesto simbólico se despojó de sus vestidos, indicando así que renunciaba a la herencia paterna: como en el momento de la creación, Francisco no tiene nada más que la vida que Dios le ha dado, a cuyas manos se entrega. Desde entonces vivió como un eremita, hasta que, en 1208, tuvo lugar otro acontecimiento fundamental en el itinerario de su conversión. Escuchando un pasaje del Evangelio de san Mateo —el discurso de Jesús a los Apóstoles enviados a la misión—, Francisco se sintió llamado a vivir en la pobreza y a dedicarse a la predicación. Otros compañeros se asociaron a él y en 1209 fue a Roma, para someter al Papa Inocencio III el proyecto de una nueva forma de vida cristiana. Recibió una acogida paterna de aquel gran Pontífice, que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino del movimiento suscitado por Francisco. El “Poverello” de Asís había comprendido que todo carisma que da el Espíritu Santo hay que ponerlo al servicio del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia; por lo tanto, actuó siempre en plena comunión con la autoridad eclesiástica. En la vida de los santos no existe contraste entre carisma profético y carisma de gobierno y, si se crea alguna tensión, saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo.

san francisco de asis krouillong sacrilega comunion en la mano

En realidad, en el siglo XIX y también en el siglo pasado algunos historiadores intentaron crear detrás del Francisco de la tradición, lo que llamaban un Francisco histórico, de la misma manera que detrás del Jesús de los Evangelios se intenta crear lo que llaman el Jesús histórico. Ese Francisco histórico no habría sido un hombre de Iglesia, sino un hombre unido inmediatamente sólo a Cristo, un hombre que quería crear una renovación del pueblo de Dios, sin formas canónicas y sin jerarquía. La verdad es que san Francisco tuvo realmente una relación muy inmediata con Jesús y con la Palabra de Dios, que quería seguir sine glossa, tal como es, en toda su radicalidad y verdad. También es verdad que inicialmente no tenía la intención de crear una Orden con las formas canónicas necesarias, sino que, simplemente, con la Palabra de Dios y la presencia del Señor, quería renovar el pueblo de Dios, convocarlo de nuevo a escuchar la Palabra y a obedecer a Cristo. Además, sabía que Cristo nunca es “mío”, sino que siempre es “nuestro”; que a Cristo no puedo tenerlo “yo” y reconstruir “yo” contra la Iglesia, su voluntad y sus enseñanzas; sino que sólo en la comunión de la Iglesia construida sobre la sucesión de los Apóstoles se renueva también la obediencia a la Palabra de Dios.

También es verdad que no tenía intención de crear una nueva Orden, sino solamente renovar el pueblo de Dios para el Señor que viene. Pero entendió con sufrimiento y con dolor que todo debe tener su orden, que también el derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación y así en realidad se insertó totalmente, con el corazón, en la comunión de la Iglesia, con el Papa y con los obispos. Sabía asimismo que el centro de la Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo y su Sangre se hacen presentes. A través del Sacerdocio, la Eucaristía es la Iglesia. Donde sacerdocio y Cristo y comunión de la Iglesia van juntos, sólo aquí habita también la Palabra de Dios. El verdadero Francisco histórico es el Francisco de la Iglesia y precisamente de este modo habla también a los no creyentes, a los creyentes de otras confesiones y religiones.

Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se establecieron en “la Porziuncola”, o iglesia de Santa María de los Ángeles, lugar sagrado por excelencia de la espiritualidad franciscana. También Clara, una joven de Asís, de familia noble, se unió a la escuela de Francisco. Así nació la Segunda Orden franciscana, la de las clarisas, otra experiencia destinada a dar insignes frutos de santidad en la Iglesia.

También el sucesor de Inocencio III, el Papa Honorio III, con su bula Cum dilecti de 1218 sostuvo el desarrollo singular de los primeros Frailes Menores, que iban abriendo sus misiones en distintos países de Europa, incluso en Marruecos. En 1219 Francisco obtuvo permiso para ir a Egipto a hablar con el sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el Evangelio de Jesús. Deseo subrayar este episodio de la vida de san Francisco, que tiene una gran actualidad. En una época en la cual existía un enfrentamiento entre el cristianismo y el islam, Francisco, armado voluntariamente sólo de su fe y de su mansedumbre personal, recorrió con eficacia el camino del diálogo. Las crónicas nos narran que el sultán musulmán le brindó una acogida benévola y un recibimiento cordial. Es un modelo en el que también hoy deberían inspirarse las relaciones entre cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto recíproco y en la comprensión mutua (cf. Nostra aetate, 3). Parece ser que después, en 1220, Francisco visitó la Tierra Santa, plantando así una semilla que daría mucho fruto: en efecto, sus hijos espirituales hicieron de los Lugares donde vivió Jesús un ámbito privilegiado de su misión. Hoy pienso con gratitud en los grandes méritos de la Custodia franciscana de Tierra Santa.

A su regreso a Italia, Francisco encomendó el gobierno de la Orden a su vicario, fray Pietro Cattani, mientras que el Papa encomendó la Orden, que recogía cada vez más adhesiones, a la protección del cardenal Ugolino, el futuro Sumo Pontífice Gregorio IX. Por su parte, el Fundador, completamente dedicado a la predicación, que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una Regla, que fue aprobada más tarde por el Papa.

En 1224, en el eremitorio de la Verna, Francisco ve el Crucifijo en la forma de un serafín y en el encuentro con el serafín crucificado recibe los estigmas; así llega a ser uno con Cristo crucificado: un don, por lo tanto, que expresa su íntima identificación con el Señor.

La muerte de Francisco —su transitus— aconteció la tarde del 3 de octubre de 1226, en “la Porziuncola”. Después de bendecir a sus hijos espirituales, murió, recostado sobre la tierra desnuda. Dos años más tarde el Papa Gregorio IX lo inscribió en el catálogo de los santos. Poco tiempo después, en Asís se construyó una gran basílica en su honor, que todavía hoy es meta de numerosísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y gozar de la visión de los frescos de Giotto, el pintor que ilustró de modo magnífico la vida de Francisco.

Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente un icono vivo de Cristo. También fue denominado “el hermano de Jesús”. De hecho, este era su ideal: ser como Jesús; contemplar el Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola también a sus hijos espirituales. La primera Bienaventuranza en el Sermón de la montaña —Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3)— encontró una luminosa realización en la vida y en las palabras de san Francisco. Queridos amigos, los santos son realmente los mejores intérpretes de la Biblia; encarnando en su vida la Palabra de Dios, la hacen más atractiva que nunca, de manera que verdaderamente habla con nosotros. El testimonio de Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con entrega y libertad totales, sigue siendo también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la confianza en Dios, uniendo asimismo un estilo de vida sobrio y un desprendimiento de los bienes materiales.

En Francisco el amor a Cristo se expresó de modo especial en la adoración del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas se leen expresiones conmovedoras, como esta: “¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote! ¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad, oh humilde sublimidad: que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!” (Francisco de Asís, Escritos, Editrici Francescane, Padua 2002, p. 401).

En este Año sacerdotal me complace recordar también una recomendación que Francisco dirigió a los sacerdotes: “Siempre que quieran celebrar la misa ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo” (ib., 399). Francisco siempre mostraba una gran deferencia hacia los sacerdotes, y recomendaba que se les respetara siempre, incluso en el caso de que personalmente fueran poco dignos. Como motivación de este profundo respeto señalaba el hecho de que han recibido el don de consagrar la Eucaristía. Queridos hermanos en el sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad de la Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el Misterio que celebramos.

Del amor a Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las criaturas de Dios. Este es otro rasgo característico de la espiritualidad de Francisco: el sentido de la fraternidad universal y el amor a la creación, que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy actual. Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate, sólo es sostenible un desarrollo que respete la creación y que no perjudique el medio ambiente (cf. nn. 48-52), y en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año subrayé que también la construcción de una paz sólida está vinculada al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en la creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador. Él entiende la naturaleza como un lenguaje en el que Dios habla con nosotros, en el que la realidad se vuelve transparente y podemos hablar de Dios y con Dios.

Querido amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su sencillez, su humildad, su fe, su amor a Cristo, su bondad con todo hombre y toda mujer lo hicieron alegre en cualquier situación. En efecto, entre la santidad y la alegría existe una relación íntima e indisoluble. Un escritor francés dijo que en el mundo sólo existe una tristeza: la de no ser santos, es decir, no estar cerca de Dios. Mirando el testimonio de san Francisco, comprendemos que el secreto de la verdadera felicidad es precisamente: llegar a ser santos, cercanos a Dios.

Que la Virgen, a la que Francisco amó tiernamente, nos obtenga este don. Nos encomendamos a ella con las mismas palabras del “Poverello” de Asís: “Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros… ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro” (Francisco de Asís, Escritos, 163).

128 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santo Domingo de Guzmán

128 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTO DOMINGO DE GUZMÁN

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE FEBRERO DE 2010

SANTO DOMINGO DE GUZMÁN

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada presenté la luminosa figura de san Francisco de Asís. Hoy quiero hablaros de otro santo que, en la misma época, dio una contribución fundamental a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Se trata de santo Domingo, el fundador de la Orden de Predicadores, conocidos también como Frailes Dominicos.

Su sucesor al frente de la Orden, el beato Jordán de Sajonia, ofrece un retrato completo de santo Domingo en el texto de una famosa oración:  “Inflamado del celo de Dios y de ardor sobrenatural, por tu caridad sin límites y el fervor del espíritu vehemente te consagraste totalmente, con el voto de pobreza perpetua, a la observancia apostólica y a la predicación evangélica”. Se subraya precisamente este rasgo fundamental del testimonio de Domingo:  hablaba siempre con Dios y de Dios. En la vida de los santos van siempre juntos el amor al Señor y al prójimo, la búsqueda de la gloria de Dios y de la salvación de las almas.

Domingo nació en España, en Caleruega, en torno al año 1170. Pertenecía a una noble familia de Castilla la Vieja y, con el apoyo de un tío sacerdote, se formó en una célebre escuela de Palencia. Se distinguió en seguida por el interés en el estudio de la Sagrada Escritura y por el amor a los pobres, hasta el punto de vender los libros, que en su tiempo constituían un bien de gran valor, para socorrer, con lo obtenido, a las víctimas de una carestía.

Ordenado sacerdote, fue elegido canónigo del cabildo de la catedral en su diócesis de origen, Osma. Aunque este nombramiento podía representar para él cierto motivo de prestigio en la Iglesia y en la sociedad, no lo interpretó como un privilegio personal, ni como el inicio de una brillante carrera eclesiástica, sino como un servicio que debía prestar con entrega y humildad. ¿Acaso no existe la tentación de hacer carrera y tener poder, una tentación de la que no están inmunes ni siquiera aquellos que tienen un papel de animación y de gobierno en la Iglesia? Lo recordé hace algunos meses, durante la consagración de cincos obispos:  “No buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. (…) Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad” (Homilía en la misa de ordenación episcopal de cinco prelados, 12 de septiembre de 2009:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de septiembre de 2009, p. 7).

El obispo de Osma, que se llamaba Diego, un pastor auténtico y celoso, notó muy pronto las cualidades espirituales de Domingo, y quiso contar con su colaboración. Juntos se dirigieron al norte de Europa, para realizar misiones diplomáticas que les había encomendado el rey de Castilla. Durante el viaje, Domingo se dio cuenta de dos enormes desafíos que debía afrontar la Iglesia de su tiempo:  la existencia de pueblos aún sin evangelizar, en los confines septentrionales del continente europeo, y la laceración religiosa que debilitaba la vida cristiana en el sur de Francia, donde la acción de algunos grupos herejes creaba desorden y alejamiento de la verdad de la fe. Así, la acción misionera hacia quienes no conocen la luz del Evangelio, y la obra de nueva evangelización de las comunidades cristianas se convirtieron en las metas apostólicas que Domingo se propuso conseguir. Fue el Papa, al que el obispo Diego y Domingo se dirigieron para pedir consejo, quien pidió a este último que se dedicara a la predicación a los albigenses, un grupo hereje que sostenía una concepción dualista de la realidad, es decir, con dos principios creadores igualmente poderosos, el Bien y el Mal. Este grupo, en consecuencia, despreciaba la materia como procedente del principio del mal, rechazando también el matrimonio, hasta negar la encarnación de Cristo, los sacramentos en los que el Señor nos “toca” a través de la materia, y la resurrección de los cuerpos. Los albigenses estimaban la vida pobre y austera —en este sentido eran incluso ejemplares— y criticaban la riqueza del clero de aquel tiempo. Domingo aceptó con entusiasmo esta misión, que llevó a cabo precisamente con el ejemplo de su vida pobre y austera, con la predicación del Evangelio y con debates públicos. A esta misión de predicar la Buena Nueva dedicó el resto de su vida. Sus hijos realizarían también los demás sueños de santo Domingo:  la misión ad gentes, es decir, a aquellos que aún no conocían a Jesús, y la misión a quienes vivían en las ciudades, sobre todo las universitarias, donde las nuevas tendencias intelectuales eran un desafío para la fe de los cultos.

Este gran santo nos recuerda que en el corazón de la Iglesia debe arder siempre un fuego misionero, que impulsa incesantemente a llevar el primer anuncio del Evangelio y, donde sea necesario, a una nueva evangelización:  de hecho, Cristo es el bien más precioso que los hombres y las mujeres de todo tiempo y de todo lugar tienen derecho a conocer y amar. Y es consolador ver cómo también en la Iglesia de hoy son tantos —pastores y fieles laicos, miembros de antiguas Órdenes religiosas y de nuevos movimientos eclesiales— los que con alegría entregan su vida por este ideal supremo:  anunciar y dar testimonio del Evangelio.

Santo Domingo de Guzman krouillong comunion en la mano es sacrilegio

A Domingo de Guzmán se asociaron después otros hombres, atraídos por la misma aspiración. De esta forma, progresivamente, desde la primera fundación en Tolosa, tuvo su origen la Orden de Predicadores. En efecto, Domingo, en plena obediencia a las directrices de los Papas de su tiempo, Inocencio III y Honorio III, adoptó la antigua Regla de san Agustín, adaptándola a las exigencias de la vida apostólica, que lo llevaban a él y a sus compañeros a predicar trasladándose de un lugar a otro, pero volviendo después a sus propios conventos, lugares de estudio, oración y vida comunitaria. De modo especial, Domingo quiso dar relevancia a dos valores que consideraba indispensables para el éxito de la misión evangelizadora:  la vida comunitaria en la pobreza y el estudio.

Ante todo, Domingo y los Frailes Predicadores se presentaban como mendicantes, es decir, sin grandes propiedades de terrenos que administrar. Este elemento los hacía más disponibles al estudio y a la predicación itinerante y constituía un testimonio concreto para la gente. El gobierno interno de los conventos y de las provincias dominicas se estructuró sobre el sistema de capítulos, que elegían a sus propios superiores, confirmados después por los superiores mayores; una organización, por tanto, que estimulaba la vida fraterna y la responsabilidad de todos los miembros de la comunidad, exigiendo fuertes convicciones personales. La elección de este sistema nació precisamente del hecho de que los dominicos, como predicadores de la verdad de Dios, debían ser coherentes con lo que anunciaban. La verdad estudiada y compartida en la caridad con los hermanos es el fundamento más profundo de la alegría. El beato Jordán de Sajonia dice de santo Domingo:  “Acogía a cada hombre en el gran seno de la caridad y, como amaba a todos, todos lo amaban. Se había hecho una ley personal de alegrarse con las personas felices y de llorar con aquellos que lloraban” (Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum autore Iordano de Saxonia, ed. H.C. Scheeben, [Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici, Romae, 1935]).

En segundo lugar, Domingo, con un gesto valiente, quiso que sus seguidores adquirieran una sólida formación teológica, y no dudó en enviarlos a las universidades de la época, aunque no pocos eclesiásticos miraban con desconfianza a esas instituciones culturales. Las Constituciones de la Orden de Predicadores dan mucha importancia al estudio como preparación al apostolado. Domingo quiso que sus frailes se dedicasen a él sin reservas, con diligencia y piedad; un estudio fundado en el alma de cada saber teológico, es decir, en la Sagrada Escritura, y respetuoso de las preguntas planteadas por la razón. El desarrollo de la cultura exige que quienes desempeñan el ministerio de la Palabra, en los distintos niveles, estén bien preparados. Exhorto, por tanto, a todos, pastores y laicos, a cultivar esta “dimensión cultural” de la fe, para que la belleza de la verdad cristiana pueda ser comprendida mejor y la fe pueda ser verdaderamente alimentada, fortalecida y también defendida. En este Año sacerdotal, invito a los seminaristas y a los sacerdotes a estimar el valor espiritual del estudio. La calidad del ministerio sacerdotal depende también de la generosidad con que se aplica al estudio de las verdades reveladas.

Domingo, que quiso fundar una Orden religiosa de predicadores-teólogos, nos recuerda que la teología tiene una dimensión espiritual y pastoral, que enriquece el alma y la vida. Los sacerdotes, los consagrados y también todos los fieles pueden encontrar una profunda “alegría interior” al contemplar la belleza de la verdad que viene de Dios, verdad siempre actual y siempre viva. El lema de los Frailes Predicadores —contemplata aliis tradere— nos ayuda a descubrir, además, un anhelo pastoral en el estudio contemplativo de esa verdad, por la exigencia de comunicar a los demás el fruto de la propia contemplación.

Cuando Domingo murió, en 1221, en Bolonia, la ciudad que lo declaró su patrono, su obra ya había tenido gran éxito. La Orden de Predicadores, con el apoyo de la Santa Sede, se había difundido en muchos países de Europa en beneficio de toda la Iglesia. Domingo fue canonizado en 1234, y él mismo, con su santidad, nos indica dos medios indispensables para que la acción apostólica sea eficaz. Ante todo, la devoción mariana, que cultivó con ternura y que dejó como herencia preciosa a sus hijos espirituales, los cuales en la historia de la Iglesia han tenido el gran mérito de difundir la oración del santo rosario, tan arraigada en el pueblo cristiano y tan rica en valores evangélicos, una verdadera escuela de fe y de piedad. En segundo lugar, Domingo, que se hizo cargo de algunos monasterios femeninos en Francia y en Roma, creyó hasta el fondo en el valor de la oración de intercesión por el éxito del trabajo apostólico. Sólo en el cielo comprenderemos hasta qué punto la oración de las monjas de clausura acompaña eficazmente la acción apostólica. A cada una de ellas dirijo mi pensamiento agradecido y afectuoso.

127 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Antonio de Padua

127 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ANTONIO DE PADUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE FEBRERO DE 2010

SAN ANTONIO DE PADUA

Queridos hermanos y hermanas:

Hace dos semanas presenté la figura de san Francisco de Asís. Esta mañana quiero hablar de otro santo perteneciente a la primera generación de los Frailes Menores: san Antonio de Padua o, como también se le suele llamar, de Lisboa, refiriéndose a su ciudad natal. Se trata de uno de los santos más populares de toda la Iglesia católica, venerado no sólo en Padua, donde se erigió una basílica espléndida que recoge sus restos mortales, sino en todo el mundo. Los fieles estiman las imágenes y las estatuas que lo representan con el lirio, símbolo de su pureza, o con el Niño Jesús en brazos, recordando una milagrosa aparición mencionada por algunas fuentes literarias. San Antonio contribuyó de modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus extraordinarias dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y, principalmente, de fervor místico.

Nació en Lisboa, en una familia noble, alrededor de 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró en los Canónigos que seguían la Regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio de San Vicente en Lisboa y, sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, célebre centro cultural de Portugal. Se dedicó con interés y solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo la ciencia teológica que utilizó en la actividad de enseñanza y de predicación. En Coimbra tuvo lugar el episodio que imprimió un viraje decisivo a su vida: allí, en 1220 se expusieron las reliquias de los primeros cinco misioneros franciscanos, que habían ido a Marruecos, donde habían sufrido el martirio. Su testimonio hizo nacer en el joven Fernando el deseo de imitarlos y de avanzar por el camino de la perfección cristiana: pidió dejar los Canónigos agustinos y hacerse Fraile Menor. Su petición fue acogida y, tomando el nombre de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la Providencia divina dispuso las cosas de otro modo. A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a regresar a Italia y, en 1221, participó en el famoso “Capítulo de las esteras” en Asís, donde se encontró también con san Francisco. Luego vivió durante algún tiempo totalmente retirado en un convento de Forlí, en el norte de Italia, donde el Señor lo llamó a otra misión. Por circunstancias completamente casuales, fue invitado a predicar con ocasión de una ordenación sacerdotal, y demostró que estaba dotado de tanta ciencia y elocuencia, que los superiores lo destinaron a la predicación. Comenzó así, en Italia y en Francia, una actividad apostólica tan intensa y eficaz que indujo a volver a la Iglesia a no pocas personas que se habían alejado de ella. Asimismo, fue uno de los primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en Bolonia, con la bendición de san Francisco, el cual, reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta que comenzaba con estas palabras: “Me agrada que enseñes teología a los frailes”. Antonio sentó las bases de la teología franciscana que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores, alcanzaría su culmen con san Buenaventura de Bagnoregio y el beato Duns Scoto.

Elegido superior provincial de los Frailes Menores del norte de Italia, continuó el ministerio de la predicación, alternándolo con las funciones de gobierno. Cuando concluyó su cargo de provincial, se retiró cerca de Padua, donde ya había estado otras veces. Apenas un año después, el 13 de junio de 1231, murió a las puertas de la ciudad. Padua, que en vida lo había acogido con afecto y veneración, le tributó para siempre honor y devoción. El propio Papa Gregorio IX, que después de haberlo escuchado predicar lo había definido “Arca del Testamento”, lo canonizó apenas un año después de su muerte, en 1232, también a consecuencia de los milagros acontecidos por su intercesión.

En el último periodo de su vida, san Antonio puso por escrito dos ciclos de “Sermones”, titulados respectivamente “Sermones dominicales” y “Sermones sobre los santos”, destinados a los predicadores y a los profesores de los estudios teológicos de la Orden franciscana. En ellos comenta los textos de la Escritura presentados por la liturgia, utilizando la interpretación patrístico-medieval de los cuatro sentidos: el literal o histórico, el alegórico o cristológico, el tropológico o moral y el anagógico, que orienta hacia la vida eterna. Hoy se redescubre que estos sentidos son dimensiones del único sentido de la Sagrada Escritura y que la Sagrada Escritura se ha de interpretar buscando las cuatro dimensiones de su palabra. Estos sermones de san Antonio son textos teológico-homiléticos, que evocan la predicación viva, en la que san Antonio propone un verdadero itinerario de vida cristiana. La riqueza de enseñanzas espirituales contenida en los “Sermones” es tan grande, que el venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a san Antonio Doctor de la Iglesia, atribuyéndole el título de “Doctor evangélico”, porque en dichos escritos se pone de manifiesto la lozanía y la belleza del Evangelio; todavía hoy podemos leerlos con gran provecho espiritual.

san antonio de padua krouillong comunion en la mano

En estos sermones, san Antonio habla de la oración como de una relación de amor, que impulsa al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve al alma en oración. San Antonio nos recuerda que la oración necesita un clima de silencio que no consiste en aislarse del ruido exterior, sino que es una experiencia interior, que busca liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma, creando el silencio en el alma misma. Según las enseñanzas de este insigne Doctor franciscano, la oración se articula en cuatro actitudes indispensables que, en el latín de san Antonio, se definen: obsecratiooratiopostulatiogratiarum actio. Podríamos traducirlas así: abrir confiadamente el propio corazón a Dios; este es el primer paso del orar, no simplemente captar una palabra, sino también abrir el corazón a la presencia de Dios; luego, conversar afectuosamente con él, viéndolo presente conmigo; y después, algo muy natural, presentarle nuestras necesidades; por último, alabarlo y darle gracias.

En esta enseñanza de san Antonio sobre la oración observamos uno de los rasgos específicos de la teología franciscana, de la que fue el iniciador, a saber, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que también es la fuente de la que brota un conocimiento espiritual que sobrepasa todo conocimiento. De hecho, amando conocemos.

Escribe también san Antonio: “La caridad es el alma de la fe, hace que esté viva; sin el amor, la fe muere” (Sermones Dominicales et Festivi II, Messaggero, Padua 1979, p. 37).

Sólo un alma que reza puede avanzar en la vida espiritual: este es el objeto privilegiado de la predicación de san Antonio. Conoce bien los defectos de la naturaleza humana, nuestra tendencia a caer en el pecado; por eso exhorta continuamente a luchar contra la inclinación a la avidez, al orgullo, a la impureza y, en cambio, a practicar las virtudes de la pobreza, la generosidad, la humildad, la obediencia, la castidad y la pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto del renacimiento de las ciudades y del florecimiento del comercio, crecía el número de personas insensibles a las necesidades de los pobres. Por ese motivo, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. “Oh ricos —así los exhorta— haced amigos… a los pobres, acogedlos en vuestras casas: luego serán ellos, los pobres, quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna” (ib., p. 29).

¿Acaso esta enseñanza, queridos amigos, no es muy importante también hoy, cuando la crisis financiera y los graves desequilibrios económicos empobrecen a no pocas personas, y crean condiciones de miseria? En mi encíclica Caritas in veritate recuerdo: “La economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona” (n. 45).

San Antonio, siguiendo la escuela de san Francisco, pone siempre a Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la acción y de la predicación. Este es otro rasgo típico de la teología franciscana: el cristocentrismo. Contempla de buen grado, e invita a contemplar, los misterios de la humanidad del Señor, el hombre Jesús, de modo particular el misterio de la Natividad, Dios que se ha hecho Niño, que se ha puesto en nuestras manos: un misterio que suscita sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.

Por una parte, la Natividad, un punto central del amor de Cristo por la humanidad, pero también la visión del Crucificado le inspira pensamientos de reconocimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana, para que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar en el Crucificado y en su imagen un significado que enriquezca la vida. Escribe san Antonio: “Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú mires en la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina habría podido curar, a no ser la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor… En ningún otro lugar el hombre puede comprender mejor lo que vale que mirándose en el espejo de la cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214).

Meditando estas palabras podemos comprender mejor la importancia de la imagen del Crucifijo para nuestra cultura, para nuestro humanismo nacido de la fe cristiana. Precisamente contemplando el Crucifijo vemos, como dice san Antonio, cuán grande es la dignidad humana y el valor del hombre. En ningún otro punto se puede comprender cuánto vale el hombre, precisamente porque Dios nos hace tan importantes, nos ve así tan importantes, que para él somos dignos de su sufrimiento; así toda la dignidad humana aparece en el espejo del Crucifijo y contemplarlo es siempre fuente del reconocimiento de la dignidad humana.

Queridos amigos, que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles, interceda por toda la Iglesia, y de modo especial por quienes se dedican a la predicación; pidamos al Señor que nos ayude a aprender un poco de este arte de san Antonio. Que los predicadores, inspirándose en su ejemplo, traten de unir una sólida y sana doctrina, una piedad sincera y fervorosa, y la eficacia en la comunicación. En este Año sacerdotal pidamos para que los sacerdotes y los diáconos desempeñen con solicitud este ministerio de anuncio y actualización de la Palabra de Dios a los fieles, sobre todo mediante las homilías litúrgicas. Que estas sean una presentación eficaz de la eterna belleza de Cristo, precisamente como san Antonio recomendaba: “Si predicas a Jesús, él ablanda los corazones duros; si lo invocas, endulzas las tentaciones amargas; si piensas en él, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la mente” (Sermones Dominicales et Festivi III, p. 59).

125 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Buenaventura

125 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BUENAVENTURA

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE MARZO DE 2010

SAN BUENAVENTURA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de san Buenaventura de Bagnoregio. Os confieso que, al proponeros este tema, siento cierta nostalgia, porque pienso en los trabajos de investigación que, como joven estudioso, realicé precisamente sobre este autor, especialmente importante para mí. Su conocimiento incidió notablemente en mi formación. Con gran gozo, hace algunos meses hice una peregrinación a su lugar natal, Bagnoregio, una pequeña ciudad italiana del Lacio, que custodia su memoria con veneración.

Nació probablemente en 1217 y murió en 1274; vivió en el siglo XIII, una época en la que la fe cristiana, que había penetrado profundamente en la cultura y en la sociedad de Europa, inspiró obras imperecederas en el campo de la literatura, de las artes visuales, de la filosofía y de la teología. Entre las grandes figuras cristianas que contribuyeron a la composición de esta armonía entre fe y cultura destaca Buenaventura, hombre de acción y de contemplación, de profunda piedad y de prudencia en el gobierno.

Se llamaba Giovanni da Fidanza. Un episodio que sucedió cuando todavía era un muchacho marcó profundamente su vida, como él mismo relata. Se veía afectado por una grave enfermedad y ni siquiera su padre, que era médico, esperaba ya salvarlo de la muerte. Entonces, su madre recurrió a la intercesión de san Francisco de Asís, canonizado hacía poco. Y Giovanni se curó.

La figura del “Poverello” de Asís llegó a ser todavía más familiar para él algunos años más tarde, cuando se encontraba en París, donde estudiaba. Había obtenido el diploma de maestro de Artes, que podríamos comparar con el de un prestigioso instituto de nuestros tiempos. En ese momento, al igual que muchos jóvenes del pasado y también de hoy, Giovanni se planteó una pregunta crucial:  “¿Qué debo hacer con mi vida?”. Fascinado por el testimonio de fervor y radicalidad evangélica de los Frailes Menores, que habían llegado a París en 1219, Giovanni llamó a las puertas del convento franciscano de esa ciudad, y pidió ser acogido en la gran familia de los discípulos de Francisco. Muchos años después, explicó las razones de su elección:  en san Francisco y en el movimiento que él inició reconocía la acción de Cristo. En una carta dirigida a otro fraile escribía lo siguiente:  “Confieso ante Dios que la razón que me llevó a amar más la vida del beato Francisco es que esta se parece a los comienzos y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó con simples pescadores, y después se enriqueció de doctores muy ilustres y sabios; la religión del beato Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres, sino por Cristo” (Epistula de tribus quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opere di San Bonaventura. Introduzione generale, Roma 1990, p. 29).

Por lo tanto, alrededor del año 1243 Giovanni vistió el sayal franciscano y asumió el nombre de Buenaventura. En seguida fue destinado a los estudios, y se matriculó en la Facultad de teología de la Universidad de París, donde siguió un conjunto de cursos muy arduos. Obtuvo varios títulos requeridos por la carrera académica, los de “bachiller bíblico” y de “bachiller sentenciario”. Así Buenaventura estudió a fondo la Sagrada Escritura; las Sentencias de Pedro Lombardo, el manual de teología de aquel tiempo; y los autores de teología más importantes y, en contacto con los maestros y los estudiantes que afluían a París desde toda Europa, maduró su propia reflexión personal y una sensibilidad espiritual de gran valor que, a lo largo de los años sucesivos, supo infundir en sus obras y en sus sermones, convirtiéndose así en uno de los teólogos más importantes de la historia de la Iglesia. Es significativo recordar el título de la tesis que defendió para ser habilitado a la enseñanza de la teología, la licentia ubique docendi, como se decía entonces. Su disertación llevaba por título:  Cuestiones sobre el conocimiento de Cristo. Este tema muestra el papel central que Cristo tuvo siempre en la vida y en las enseñanzas de Buenaventura. Sin duda podemos decir que todo su pensamiento fue profundamente cristocéntrico.

san buenaventura krouillong comunion en la mano

En aquellos años en París, la ciudad de adopción de Buenaventura, estalla una violenta polémica contra los Frailes Menores de san Francisco de Asís y los Frailes Predicadores de santo Domingo de Guzmán. Se contestaba su derecho a enseñar en la universidad, e incluso se ponía en duda la autenticidad de su vida consagrada. Ciertamente, los cambios introducidos por lasÓrdenes Mendicantes en el modo de entender la vida religiosa, de los que he hablado en mis catequesis anteriores, eran tan innovadores que no todos llegaban a comprenderlos. Se añadían también, como alguna vez sucede incluso entre personas sinceramente religiosas, motivos de debilidad humana, como la envidia y los celos. Buenaventura, aunque rodeado por la oposición de los demás maestros universitarios, había comenzado a enseñar en la cátedra de teología de los Franciscanos y, para responder a quien criticaba a las Órdenes Mendicantes, compuso un escrito titulado La perfección evangélica; en el que demuestra como las Órdenes Mendicantes, especialmente los Frailes Menores, practicando los votos de pobreza, de castidad y de obediencia, seguían los consejos del Evangelio. Más allá de estas circunstancias históricas, la enseñanza de Buenaventura en esta obra y en su vida sigue siendo actual:  la Iglesia es más luminosa y bella gracias a la fidelidad a la vocación de estos hijos suyos y de aquellas hijas suyas que no sólo ponen en práctica los preceptos evangélicos, sino que por gracia de Dios, están llamados a guardar los consejos y así testimonian, con su estilo de vida pobre, casto y obediente, que el Evangelio es fuente de gozo y de perfección.

El conflicto se apaciguó, por lo menos durante algún tiempo, y, por intervención personal  del Papa Alejandro iv, en 1257, Buenaventura fue oficialmente reconocido como doctor y maestro de la universidad parisina. Sin embargo, tuvo que renunciar a este prestigioso cargo, porque en ese mismo año el capítulo general de la Orden lo eligió ministro general.

Desempeñó ese cargo durante diecisiete años con sabiduría y entrega, visitando las provincias, escribiendo a los hermanos, interviniendo alguna vez con una cierta severidad para eliminar abusos. Cuando Buenaventura inició este servicio, la Orden de los Frailes Menores se había desarrollado de modo prodigioso:  los frailes esparcidos por todo Occidente eran más de 30.000, con presencias misioneras en el norte de África, en Oriente Medio, e incluso en Pekín. Era necesario consolidar esta expansión y, sobre todo, conferirle unidad de acción y de espíritu, guardando plena fidelidad al carisma de Francisco. De hecho, entre los seguidores del santo de Asís había distintos modos de interpretar el mensaje, existía realmente el riesgo de una fractura interna. Para evitar este peligro, en 1260, el capítulo general de la Orden en Narbona aceptó y ratificó un texto propuesto por Buenaventura, en el que se recogían y se unificaban las normas que regulaban la vida diaria de los Frailes Menores. Buenaventura intuía, sin embargo, que las disposiciones legislativas, si bien se inspiraban en la sabiduría y la moderación, no eran suficientes para asegurar la comunión del espíritu y de los corazones. Era necesario que se compartieran los mismos ideales y las mismas motivaciones. Por esta razón, Buenaventura quiso presentar el auténtico carisma de Francisco, su vida y su enseñanza. Por eso recogió con gran celo documentos relativos al “Poverello” y escuchó con atención los recuerdos de quienes habían conocido directamente a Francisco. Nació así una biografía del santo de Asís bien fundada históricamente, titulada Legenda Maior, redactada también de forma más sucinta, y llamada por eso Legenda minor. La palabra latina, a diferencia de la italiana, no indica un fruto de la fantasía, sino, al contrario, “Legenda” significa un texto autorizado, “para leer” oficialmente. En efecto, el capítulo general de los Frailes Menores de 1263, reunido en Pisa, reconoció en la biografía de san Buenaventura el retrato más fiel del fundador y se convirtió en la biografía oficial del santo.

Cuál es la imagen de san Francisco que brota del corazón y de la pluma de su hijo devoto y sucesor, san Buenaventura? El punto esencial:  Francisco es un alter Christus, un hombre que buscó apasionadamente a Cristo. En el amor que impulsa a la imitación, se conformó totalmente a él. Buenaventura señalaba este ideal vivo a todos los seguidores de Francisco. Este ideal, válido para todo cristiano, ayer, hoy y siempre, fue indicado como programa también para la Iglesia del tercer milenio por mi Predecesor, el venerable Juan Pablo II. Ese programa, escribía en su carta Novo Millennio ineunte, se centra “en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste” (n. 29).

En 1273 la vida de san Buenaventura conoció otro cambio. El Papa Gregorio X lo quiso consagrar obispo y nombrar cardenal. Le pidió también que preparara un importantísimo acontecimiento eclesial:  el II concilio ecuménico de Lyon, que tenía como objetivo restablecer la comunión entre la Iglesia latina y la griega. Se dedicó a esta tarea con diligencia, pero no logró ver la conclusión de esa asamblea ecuménica, porque murió durante su celebración. Un notario pontificio anónimo compuso un elogio de Buenaventura, que nos da un retrato conclusivo de este gran santo y excelente teólogo:  “Hombre bueno, afable, piadoso y misericordioso, lleno de virtudes, amado por Dios y por los hombres… De hecho, Dios le había concedido una gracia tan grande, que todos los que lo veían quedaban invadidos por un amor que el corazón no podía ocultar” (cf. J.G. Bougerol, Bonaventura, en A. Vauchez (a cura), Storia dei santi e della santità cristiana. Vol. vi. L’epoca del rinnovamento evangelico, Milano 1991, p. 91).

Recojamos la herencia de este santo doctor de la Iglesia, que nos recuerda el sentido de nuestra vida con las siguientes palabras:  “En la tierra… podemos contemplar la inmensidad divina mediante el razonamiento y la admiración; en la patria celestial, en cambio, mediante la visión, cuando seremos hechos semejantes a Dios, y mediante el éxtasis… entraremos en el gozo de Dios” (La conoscenza di Cristo, q. 6, conclusione, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 187).

122 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Alberto Magno

122 de 131 – CATEQUESIS SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ALBERTO MAGNO

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE MARZO DE 2010

SAN ALBERTO MAGNO

Queridos hermanos y hermanas:

Uno de los maestros más grandes de la teología medieval es san Alberto Magno. El título de “grande” (magnus), con el que pasó a la historia, indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que unió a la santidad de vida. Ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle títulos excelentes; un discípulo suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió “asombro y milagro de nuestra época”.

Nació en Alemania a principios del siglo XIII, y todavía muy joven se dirigió a Italia, a Padua, sede de una de las universidades más famosas del Medioevo. Se dedicó al estudio de las llamadas “artes liberales”: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir, de la cultura general, manifestando el típico interés por las ciencias naturales que muy pronto se convertiría en el campo predilecto de su especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los Dominicos, a los cuales después se unió con la profesión de los votos religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que Alberto maduró esta decisión gradualmente. La intensa relación con Dios, el ejemplo de santidad de los frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en el gobierno de la Orden de los Predicadores, fueron los factores decisivos que lo ayudaron a superar toda duda, venciendo también resistencias familiares. Con frecuencia, en los años de la juventud, Dios nos habla y nos indica el proyecto de nuestra vida. Como para Alberto, también para todos nosotros la oración personal alimentada por la Palabra del Señor, la participación frecuente en los sacramentos y la dirección espiritual de hombres iluminados son medios para descubrir y seguir la voz de Dios. Recibió el hábito religioso de manos del beato Jordán de Sajonia.

Después de la ordenación sacerdotal, sus superiores lo destinaron a la enseñanza en varios centros de estudios teológicos anexos a los conventos de los padres dominicos. Sus brillantes cualidades intelectuales le permitieron perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la época, la de París. Desde entonces san Alberto emprendió la extraordinaria actividad de escritor que prosiguió durante toda su vida.

Se le asignaron tareas prestigiosas. En 1248 recibió el encargo de abrir un estudio teológico en Colonia, una de las capitales más importantes de Alemania, donde vivió en varios períodos de su vida, y que se convirtió en su ciudad de adopción. De París llevó consigo a Colonia a un alumno excepcional, Tomás de Aquino. Bastaría sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para sentir una profunda admiración por san Alberto. Entre estos dos grandes teólogos, se instauró una relación de recíproca estima y amistad, actitudes humanas que ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido provincial de la “Provincia Teutoniae” —teutónica— de los padres dominicos, que comprendía comunidades esparcidas en un vasto territorio del centro y del norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció ese ministerio, visitando a las comunidades y exhortando constantemente a los hermanos a vivir la fidelidad a las enseñanzas y los ejemplos de santo Domingo.

san alberto magno krouillong comunion en la mano

Sus dotes no escaparon a la atención del Papa de aquella época, Alejandro IV, que quiso que Alberto estuviera durante un tiempo a su lado en Anagni —adonde los Papas iban con frecuencia—, en Roma y en Viterbo, para servirse de su asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de Ratisbona, una diócesis grande y famosa, pero que atravesaba un momento difícil. De 1260 a 1262 Alberto desempeñó este ministerio con infatigable dedicación, y logró traer paz y concordia a la ciudad, reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades caritativas.

En los años 1263 y 1264 Alberto predicó en Alemania y en Bohemia, por voluntad del Papa Urbano IV y regresó después a Colonia, donde retomó su misión de docente, estudioso y escritor. Al ser un hombre de oración, de ciencia y de caridad, gozaba de gran autoridad en sus intervenciones, en varias vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad de la época: fue sobre todo un hombre de reconciliación y de paz en Colonia, donde el arzobispo había entrado en dura contraposición con las instituciones ciudadanas; se prodigó durante los trabajos del II concilio de Lyon, en 1274, convocado por el Papa Gregorio X para favorecer la unión entre la Iglesia latina y la griega, después de la separación del gran cisma de Oriente de 1054; aclaró el pensamiento de santo Tomás de Aquino, que había sido objeto de objeciones e incluso de condenas completamente injustificadas.

Murió en la celda de su convento de la Santa Cruz en Colonia en 1280, y muy pronto fue venerado por sus hermanos dominicos. La Iglesia lo propuso al culto de los fieles con la beatificación, en 1622, y con la canonización, en 1931, cuando el Papa Pío XI lo proclamó Doctor de la Iglesia. Se trataba de un reconocimiento indudablemente apropiado a este gran hombre de Dios e insigne estudioso no sólo de las verdades de la fe, sino de muchísimos otros sectores del saber; en efecto, echando una ojeada a los títulos de sus numerosísimas obras, nos damos cuenta de que su cultura es prodigiosa y de que sus intereses enciclopédicos lo llevaron a ocuparse no sólo de filosofía y de teología, como otros contemporáneos, sino también de cualquier otra disciplina conocida entonces: física, química, astronomía, mineralogía, botánica, zoología… Por este motivo el Papa Pío XII lo nombró patrono de los cultores de las ciencias naturales y también se le llama Doctor universalis precisamente por la vastedad de sus intereses y de su saber.

Ciertamente, los métodos científicos adoptados por san Alberto Magno no son los que se consolidaron en los siglos posteriores. Su método consistía simplemente en la observación, en la descripción y en la clasificación de los fenómenos estudiados, pero de este modo abrió la puerta a trabajos futuros.

Sigue teniendo mucho que enseñarnos. San Alberto muestra sobre todo que entre fe y ciencia no existe oposición, pese a algunos episodios de incomprensión que han tenido lugar en la historia. Un hombre de fe y de oración, como era san Alberto Magno, puede cultivar serenamente el estudio de las ciencias naturales y avanzar en el conocimiento del micro y del macrocosmos, descubriendo las leyes propias de la materia, porque todo esto concurre a alimentar la sed de Dios y el amor a él. La Biblia nos habla de la creación como del primer lenguaje a través del cual Dios —que es suma inteligencia, que es Logos— nos revela algo de sí mismo. El libro de la Sabiduría, por ejemplo, afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de grandeza y belleza, son como las obras de un artista, a través de las cuales, por analogía, podemos conocer al Autor de la creación (cf. Sb 13, 5). Con una similitud clásica en la Edad Media y en el Renacimiento, el mundo natural puede compararse con un libro escrito por Dios, que nosotros leemos según los distintos enfoques de las ciencias (cf. Discurso a los participantes en la asamblea plenaria de la Academia pontificia de las ciencias, 31 de octubre de 2008). ¡Cuántos científicos, siguiendo los pasos de san Alberto Magno, han llevado adelante sus investigaciones movidos por asombro y gratitud frente al mundo que, a sus ojos de estudiosos y creyentes, se presentaba y se presenta como la obra buena de un Creador sabio y amoroso! El estudio científico se transforma en un himno de alabanza. Lo había comprendido muy bien un gran astrofísico de nuestros tiempos, cuya causa de beatificación se ha incoado, Enrico Medi, el cual escribió: “Oh, vosotras, misteriosas galaxias…, yo os veo, os calculo, os entiendo, os estudio y os descubro, penetro en vosotras y os recojo. Tomo vuestra luz y con ella hago ciencia; tomo el movimiento y hago de él sabiduría; tomo el destello de los colores y hago de él poesía; os tomo a vosotras, estrellas, en mis manos, y temblando en la unidad de mi ser os elevo por encima de vosotras mismas, y en oración os presento al Creador, que vosotras sólo podéis adorar a través de mí” (Le opere. Inno alla creazione).

San Alberto Magno nos recuerda que entre ciencia y fe existe amistad, y que los hombres de ciencia pueden recorrer, mediante su vocación al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante camino de santidad.

Su extraordinaria apertura de mente se revela también en una operación cultural que emprendió con éxito, a saber, en la acogida y en la valorización del pensamiento de Aristóteles. De hecho, en tiempos de san Alberto se estaba difundiendo el conocimiento de numerosas obras de este gran filósofo griego del siglo iv antes de Cristo, sobre todo en el ámbito de la ética y de la metafísica. Estas demostraban la fuerza de la razón, explicaban con lucidez y claridad el sentido y la estructura de la realidad, su inteligibilidad, el valor y la finalidad de las acciones humanas. San Alberto Magno abrió la puerta para acoger toda la filosofía de Aristóteles en la filosofía y la teología medieval, una incorporación que Santo Tomás elaboró después de modo definitivo. Esta incorporación de una filosofía —digamos— pagana pre-cristiana fue una auténtica revolución cultural para aquel tiempo. Sin embargo, muchos pensadores cristianos temían la filosofía de Aristóteles, la filosofía no cristiana, sobre todo porque, presentada por sus comentaristas árabes, se había interpretado de una manera que parecía —por lo menos en algunos puntos— completamente inconciliable con la fe cristiana. De modo que se planteaba un dilema: ¿fe y razón se contraponen o no se contraponen?

Aquí está uno de los grandes méritos de san Alberto: con rigor científico estudió las obras de Aristóteles, convencido de que todo lo que es realmente racional es compatible con la fe revelada en las Sagradas Escrituras. En otras palabras, san Alberto Magno contribuyó así a la formación de una filosofía autónoma, diferente de la teología, a la cual la une sólo la unidad de la verdad. Así nació en el siglo XIII una distinción clara entre los dos saberes, filosofía y teología, que, dialogando entre sí, cooperan armoniosamente al descubrimiento de la auténtica vocación del hombre, sediento de verdad y de felicidad: es sobre todo la teología, definida por san Alberto “ciencia afectiva”, la que indica al hombre su llamada a la alegría eterna, una alegría que brota de la adhesión plena a la verdad.

San Alberto Magno fue capaz de comunicar estos conceptos de modo sencillo y comprensible. Auténtico hijo de santo Domingo, predicaba de buen grado al pueblo de Dios, que era conquistado por su palabra y por el ejemplo de su vida.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que nunca falten en la santa Iglesia teólogos doctos, piadosos y sabios como san Alberto Magno, y que nos ayude a cada uno de nosotros a hacer nuestra la “fórmula de la santidad” que él siguió en su vida: “Querer todo lo que yo quiero para la gloria de Dios, como Dios quiere para su gloria todo lo que él quiere”, es decir, conformarse siempre a la voluntad de Dios para querer y hacerlo todo sólo y siempre para su gloria.