Bicentenario, lectura final

Los libros editados este año sobre el Bicentenario de las Independencias han abierto el debate en torno al pasado y presente de una polémica celebración. Aquí, un artículo de Manuel Lucena tomado del ABC de España.


Nueva decoración en la Plaza Bolívar de Caracas

De la misma manera que el magnífico Pío Baroja definió novela como aquel libro en cuya portada decía «novela», podríamos mantener que un libro de Historia pertenece por definición al género historiográfico. No hay lugar para la confusión. La Historia no es literatura aunque, si está bien escrita, se expresa literariamente («se lee como una buena novela»). No es lo mismo que «memoria», un relato sesgado que algunos filósofos extraviados reclaman para sí.

No existe la «memoria histórica», porque el historiador, si actúa como tal, no puede narrar sólo un fragmento de pasado, el que le conviene, o aquel con el que está de acuerdo, o el que le facilita una buena subvención. Debe agotar los horizontes de la explicación y de la información de los que dispone, o dedicarse a otra cosa, o llamarse de otra manera. La Historia es una ciencia y un arte que convierte las casualidades en causalidades en la medida de lo posible, porque la arbitrariedad de las conductas humanas, el escenario infinito de posibilidades, representan el único determinismo que puede reconocer un historiador. Este se expresa mediante la poética y la narrativa de no ficción; no inventa, sino que imagina, e infiere a partir de las evidencias de las que dispone. El carácter científico se refleja en una metodología de examen crítico de las fuentes y evidencias.

No hay que confundir nunca la Historia con las ficciones que incluyen datos más o menos irrelevantes saqueados de otros tiempos y carentes de contexto (mucho de lo que ahora llaman novela histórica, ni lo es, ni se le parece), o con fábulas que se proyectan hacia el pasado. Entre estas figuran las mitologías políticas, generadoras de sentimientos identitarios más o menos forzosos.

Los casos español e iberoamericano constituyen un interesante campo de reflexión sobre el papel de la Historia y el historiador, en la medida en que «prisiones historiográficas», lugares comunes y deficiencias de punto de vista ofrecen una visión deformada de lo acontecido desde la independencia hasta la actualidad. No son ajenos a ello ni la potencia de la narración criollista-victimista de la emancipación y su inserción en la tradicional leyenda negra, ni el problema de definición de lo que es Historia y no lo es.

«Fracasología» y «pornomiseria».- La ficción actúa en los países de cultura en español como un delirio de sustitución. La fracasología hispánica (estamos condenados para siempre al desastre) y sus anexos, que son la pornomiseria (pudiendo mostrar sólo lo malo, para qué hacerlo con lo bueno) y el victimismo (la culpa siempre es de otro) tienen mucho que ver en ello. Así, el presente es por principio inmanejable y el pasado se encuentra en una permanente alteración, que abre paso a «segundas, terceras, quintas transiciones» y a la conculcación permanente de la democracia y el Estado de derecho. ¿Qué futuro aguarda a unas sociedades saturadas de pasado? Por todo esto, el repaso a los argumentos de la historiografía más reciente nos facilita escapar de estas ficciones del fracaso y encontrar nuevos puntos de vista.

Sin duda, el proyecto más importante, puesto en marcha con una ambición encomiable por la Fundación Mapfre y Taurus, es el de «América Latina en la Historia contemporánea», un grado de aproximación entusiasta hacia lo que será una Historia atlántica de las Américas, capaz de trascender el corsé de las respectivas historias nacionales y de ofrecer al gran público una nueva narración, global y en este sentido verdadera –correspondiente a nuestro tiempo–. Los relatos de nación deben renovarse, cruzarse, interactuar, hacia dentro para incluir múltiples puntos de vista, disciplinas y orígenes, y hacia afuera para reproducir la escala contemporánea de los acontecimientos, precipitados por los sucesos de 1808 en el centro –no en la periferia– del Imperio español.

Este planteamiento es patente en los tres primeros volúmenes (Crisis imperial e independencia , 1808-1830) del casi centenar que compondrán la colección, dedicados a España, Chile y Argentina. La factura es excelente, la letra legible, el papel adecuado; los completa un apéndice de imágenes. El primero hace evidente que la Historia de España sin la de América no se entiende, ni antes ni después de 1810, y que por mucho debate sobre liberalismo, catolicismo y nación española que se realice, la dimensión ultramarina es determinante: el capítulo de José María Portillo es encomiable a este respecto.

Algo más tradicional en su factura resulta el volumen de Chile, donde la nueva Historia política ha producido un gran impacto, si bien la corrección de las contribuciones no admite duda. El mito de la lejanía chilena merecería una revisión. El dedicado a Argentina es menos deudor de una historiografía desde la distancia, más consciente de la centralidad de las revoluciones atlánticas del mundo hispánico. La magnífica dirección de Jorge Gelman apostó por excelentes historiadores jóvenes argentinos y el resultado es obvio: los textos están tan bien escritos que no los arregla ni un novelista.

Brillantes reinterpretaciones.- Tampoco necesitan un repaso literario los dos libros publicados en México por Tomás Pérez Vejo y Mauricio Tenorio. El primero propone una brillante reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas, que desmonta el camelo de que representaron choques «de criollos contra peninsulares». El segundo opera en la misma dirección, pero se le va un tanto la rosca literaria, con expresiones como «Atlántida morena» o «mestizaje a contrapelo». La ironía del capítulo dedicado al «baño de pureza» multicultural de Barcelona, o el uso de conceptos como la «pos-caridad», suscitan una reflexión tan provechosa como caótica.

Por el contrario, para orden historiográfico, el que acreditan la clásica síntesis de John Lynch, la mejor Historia sociopolítica de las emancipaciones hasta la edición del volumen de François-Xavier Guerra Modernidad e independencias en 1992, o el espléndido libro de Manuel Hernández González en edición revisada, un retrato de la emigración, vida cotidiana, esperanzas y tristezas de los isleños en «su» Capitanía americana. Para nuevas y meritorias investigaciones, finalmente, hay que destacar la impecable (y bilingüe) edición de cartas y documentos del liberal Blanco White a cargo de Martin Murphy, con un epígrafe dedicado a «españoles, hispanoamericanos o ingleses». Fíjense lo que decía el 11 de marzo de 1812: «Estoy cada día más convencido de que los locos planes de independencia absoluta están lejos de ser apreciados por la masa del pueblo; más aún, concibo que Caracas, donde un puñado de hombres los han puesto en práctica, debe de estar harta ya de republicanismo» (p. 225). Para que luego nos vengan con que fue el primer heterodoxo español. En esta misma línea se encuentra la premiada monografía de Alejandro Cardozo Uzcátegui, que narra los años formativos de Bolívar antes de sus supuestas iluminaciones mesiánicas, como un rico joven español americano que en Bilbao y Madrid buscaba su destino. En la Historia, jamás en la ficción.

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