Archivo por meses: mayo 2009

Adof Hitler, la caída de un mito

Ante el estreno de El hundimiento (aquí en Perú la película se tituló La caída) se preguntaba el popular diario alemán Bild en portada: «¿Puede un monstruo ser mostrado como un ser humano?» ¿Era humano el que dictaminó el fin de una raza y envió a millones de europeos a la destrucción? La cuestión ha escandalizado a muchos, sobre todo ante la posibilidad de tener que responder.
No en vano la sociedad se higieniza a sí misma satanizando lo detestable como ajeno y defecto de producción. Hitler es el fantasma que preside el subconsciente de la historia de los alemanes, que sin embargo saben demasiado poco de él.

El desplome de un mito.- Ahora los alemanes han podido ver a su bestia -aprendida y odiada en las escuelas de la democracia- como un débil humano, dando por fin al absurdo un rostro real, como dijo la crítica. En este caso el del enorme actor Bruno Ganz, que dificilmente pueda ser ya otro que ese Hitler caído del mito. El director Oliver Hirschbiegel desciende al interior del búnker del mal para narrar el desplome de un mito al través de unos ojos, cuya inocencia, será necesariamente culpable: la joven secretaria personal de Hitler, mientras los soviéticos están ya en las calles circundantes y los alemanes no son capaces aún de contradecirle ni deponerlo.

Como adelantó Joachim Fest y ahora se ha visto en las pantallas, fuera de la histeria del escenario, el hijo del aduanero que quería pintar se revela vulgar, sin una sola de las características raciales que él mismo tomaba por superiores, bastardo de un tiempo turbulento, en el que además vio la desaparición de todo el orden en que creció y con él la de cuatro imperios tenidos por imperecederos.

La escuela intelectual y política alemana se ha prohibido siempre todo relativismo comparativo, el holocausto y el nazismo serían baremos irreductibles al cotejo. Stalin, Mao o Pol-Pot, los millones de muertos del socialismo y el nacionalismo quedan para otra página. Y es que el crimen más colosal fácilmente pierde terreno ante la humana gestión de la culpa. Mas entre la intocabilidad de hechos y argumentos y la popular escapada del «yo no fui, fue Hitler», que Hermann van Harten, llevó al teatro hace 25 años, la opinión pública asiste progresivamente a una ampliación del foco.

Desde su normalización a la caída del comunismo, Alemania lleva rompiendo algunos tabús sobre sí misma; una temporada abierta a la llegada al poder, hace 10 años, de los sesentayochistas y su nuevo patriotismo. Publicaciones como las de Günter Grass, Jörg Friedrich, H. A. Winkler o Götz Aly han probado a hurgar en el revés alemán del paño, por más que la reciente novela de Norman Mailer volviera a la vía de diabolizar al déspota.

Ni genio ni diablo: para historiadores como Kershaw o Fulbrook, la realmente escasa originalidad de Hitler -que copió casi todo- tal vez quede en su inigualable percepción del estado de las cosas y los medios a su disposición, así como el modo literalmente terrorífico de llevar a cabo sus ideas. Pero de la exaltación del líder heróico al mito racial, del antisemitismo al «pueblo» como comunidad, el ataque al intelecto, la subordinación del individuo, el cientifismo y la mejora de la raza, todo está ya en el pensamiento anti-racional que va del romanticismo al III Reich. Él y las gentes de su tiempo lo llevaron a cabo con una pulcritud moderna, ordenada, racional.

Miedo al extraño.- Puede que sólo en el caldo de cultivo emponzoñado de su tiempo y lugar pudo llegar a ser determinante un aspecto como la oratoria de un indocumentado rencoroso. Despojado del romanticismo que acompañaron proyectos como el suyo o el del «hombre nuevo» socialista, todas las ideas de Hitler pueden ser reducidas al miedo moderno al extraño y a una ansia de poder, que reconocía en el dominio el único modo de relación y, en la fuerza, el único argumento.
Ahora Europa asistirá a uno de los últimos juicios al nacional-socialismo: el anciano guardia de Sóbibor, John Demjanjuk, está visto para procedimiento en Múnich. Sucede en un contexto, abierto progresivamente a varios enfoques; y uno, que parecía pasado por alto, sería, que, si los alemanes son responsables del asesinato industrial de los judíos de Europa, no es secreto que contaron con una connivencia e, incluso, gran ayuda local.

Daniel J. Goldhagen publicaba hace 15 años su provocador «Los verdugos voluntarios de Hitler», mostrando la entregada participación de la gente de a pie en la cadena de montaje de la aniquilación y el expolio; el juicio a Demjanjuk, ahora, puede abrir tal vez el capítulo de «los verdugos extranjeros de Hitler».

Como desafió Zygmunt Bauman ya a todos desde los 70, en «La modernidad y el holocausto», en realidad viviría en el fondo de armario de todos, viéndolo como Arendt y Adorno una secuela maldita de todo lo que el orden ilustrado de la razón enseña como positivo. Por ello Bauman ha avisado que, la sociedad ni ha aprendido nada enajenándose del nazismo ni está libre de sus mecanismos originales.

Adaptado del ABC de España (25/05/09)

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA BESTIA

Por Javier Cortuo

«La historia contemporánea no conoce una catástrofe comparable al hundimiento de 1945. Nunca, hasta entonces, se extinguieron tantas vidas, fueron destruidas tantas ciudades y asoladas tantas regiones al derrumbarse un imperio». Así empieza Joachim Fest, legendario y controvertido periodista e historiador berlinés, conocido por su exitosísima biografía «Hitler» (1973), su escalofriante relato de la decadencia de, efectivamente, un imperio tan terrorífico como pernicioso para el siglo XX: el nazi. Lo tituló «El hundimiento: Hitler y el final del Tercer Reich», y no tardó en llamar la atención del mundillo del cine en particular y de la sociedad alemana en general, siempre ávida de conocer detalles de esos quince días que, para muchos, resucitaron las ruinas de la vieja Cartago. Sobre todo a raíz de que el tirano emitiera la «orden de Nerón» el 19 de marzo de 1945, una kamikaze operación militar con la guerra ya perdida que pretendía que el enemigo se encontrase con «un desierto civilizatorio» en su conquista final. Y eso, evidentemente, conllevaba arrasar con fábricas, edificios, puentes, sistemas de canalización y todo vestigio de vida humana. Mientras, Hitler y sus acólitos permanecían en un búnker a diez metros bajo tierra con la pantomima de dirigir unos ejércitos fantasmales y desfondados.

Así, la crónica de los últimos días de la bestia fue a parar al tejado de uno de los directores que contribuyeron a levantar los cimientos del cine alemán en el siglo XXI: Oliver Hirschbiegel, que, después de un entrenamiento ladrador y algo mordedor en los 90 con la teleserie «Rex», acababa de dirigir la espléndida «El experimento» (2001). Por supuesto, el encargo no cayó en saco roto y el joven cineasta dio en el clavo con una obra de ingeniería germana redonda y casi sin fisuras que arranca en abril del 45, con las calles berlinesas en llamas mientras que en la madriguera de acero del «führer» se esconden como conejos sus íntimos Traudl Junge (Alexandra Maria Lara), su secretaria personal, o Eva Braun (Juliane Köhler), dispuesta a brindar con el monstruo hasta el último trago.

Evidentemente, el gran acierto de la película, aparte de su rigor, su valentía y sus momentos de brillante inspiración como ese breve epílogo documental, recayó en la apuesta por Bruno Ganz para encarnar a un Hitler patético, herido y «humano» (precisamente por ahí vinieron ciertas críticas y polémicas, aunque la coetánea «Amén», de Costa-Gavras o la reciente «Good» demuestran que los nazis también lloran, aunque sean lágrimas de cocodrilo). Y el protagonista de «El amigo americano», que llevaba unos años de relativa calma tras intervenir en otro peliculón continental -«La eternidad y un día» (1998), de Angelopoulos-, dio todo un recital interpretativo cuyo único fallo fue competir con Eastwood, DiCaprio, Depp, Cheadle y Jamie Foxx en la carrera para el Oscar al mejor actor de 2005. ¿Que seguramente a usted le sobrarían un par de nombres para hacer hueco al suizo? Pues ya somos dos, pero Hollywood es Hollywood.

El mejor Hitler del cine.- Al menos, le queda el premio de consolación de haber sido, para gran parte de la crítica, el mejor Hitler de la historia del cine. Y estamos hablando de colegas del calibre de Chaplin en «El gran dictador», Alec Guinness en «Hitler: los últimos diez días», Anthony Hopkins en «El búnker» (en cierta manera, dos antecedentes temáticos de «El hundimiento»), Robert Carlyle en «Hitler. El reinado del mal» o, incluso, Peter Sellers en «Camas blandas, batallas duras» y Mel Brooks en «Soy o no soy».

Tampoco tuvo suerte la cinta en la candidatura de Mejor Película de Habla no Inglesa que, para alegría patria, recayó en Alejandro Amenábar y su «Mar adentro», y eso que la también potente «Los chicos del coro» competía con bandera francesa. Sin embargo, nadie puede quitarle méritos al filme de Hirschbiegel (quien, a su vez, decidió hundirse unas brazas en las procelosas aguas de los remakes del imperio americano con su insulsa «Invasión», la de Nicole Kidman poniendo cara de ostra marciana) al regar la eterna semilla del cine revisionista nazi, propiciando una nueva generación de obras tan interesantes y variopintas como «El último tren a Auschwitz», «Yo serví al rey de Inglaterra», «El libro negro», «U-900», «La ola» o, incluso, «Valkiria». Eso, y mostrar al mundo la gangrena del totalitarismo en estado puro disfrazada de anciano fantoche con bigotito ralo y galones oxidados.

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37 años después: cómo The New York Times dejó escapar el ‘caso Watergate’

Agosto de 1972. El periodista del New York Times Robert Smith informa a su redactor jefe, Robert Phelps, que tenía información relacionada con el robo de documentos del partido demócrata de Estados Unidos en el edificio Watergate, surgida tras un almuerzo con un responsable del FBI. Pero el timing no era el mejor. Smith se disponía a abandonar el periodismo para ingresar en la facultad de Derecho de la Universidad de Harvard, y Phelps iba a emprender un viaje de un mes a Alaska. La información se guardó en un cajón y se perdió.

De esta forma, el diario The New York Times dejó escapar una de las exclusivas más célebres de todos los tiempos, y que aprovechó muy bien su competidor, The Washington Post: “el caso Watergate”, que le costaría la presidencia a Richard Nixon en 1974.

Los protagonistas de esa historia, ahora ex periodistas del Times, han contado en el diario cómo tuvieron primero la exclusiva y la dejaron escapar. Smith, indica el diario, guardó durante más de tres décadas el episodio para sí mismo, hasta que supo que Phelps había decidido publicarlo en sus memorias, le llamó para comparar datos y se decidió a hacer la revelación sobre el caso que dio la celebridad a Carl Bernstein y Bob Woodward, entonces reporteros del Post. Phelps recoge el episodio en su libro de memorias, editado hace un mes y titulado God and the Editor: My search for meaning at The New York Times (Dios y el Editor: Mi búsqueda del sentido en The New York Times).

Ahora, el diario neoyorquino ha preguntado a Phelps, de 89 años, qué pasó con esas pistas y dónde están las notas que se tomaron de la filtración que a Smith le había llegado durante un almuerzo con el director en funciones de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) Louis Patrick Gray, fallecido en 2005. Pero nadie lo sabe, según indicó Phelps, quien asume que la responsabiidad fue suya, y de esa manera “perdió la oportunidad de contar la mejor historia de toda una generación”, admite el mismo diario. Con esa información, el Times indica que todo ello significa que los más altos responsables del FBI estaban filtrando información a la prensa sobre ese escándalo de espionaje político que se conoció después de que, en junio de 1972, se detuviera a unos hombres por entrar a robar a las oficinas de la Convención Nacional Demócrata, ubicadas en el famoso edificio Watergate de Washington.

En 2005 se supo que “Garganta Profunda”, la misteriosa fuente que relató a Woodward y Bernstein los pormenores del caso, era Mark Felt, entonces director adjunto del FBI. Smith ha señalado ahora que Gray -a quien le unía una buena relación según su hijo, Edward Gray,- le contó los detalles de cómo estaban involucados en esa operación el fiscal general John Mitchell y Donald Segretti. “Nunca desarrollamos en historias publicables lo que Smith nos contó. Por qué no lo hicimos, es un misterio para mí… Me falla la memoria sobre lo que hicimos con la cinta”, escribe en su libro Phelps, que años después dejó el New York Times por el Boston Globe.

Smith, que trabajó en el Departamento de Justicia durante años y ejerció como abogado, indicó al New York Times que se “sintió libre” para contar lo sucedido cuando supo que Phelps iba a publicar sus memorias, y ha argumentado que, incluso aunque Gray había fallecido, “no podía romper la fuente de confidencialidad” que le unía al responsable del FBI.

Adaptado de El País (25/05/09)


Ben Bradlee, ex director del Washington Post, entre los periodistas Carl Bernstein y Bob Woodward (Foto: AP)

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Nuevo libro: ‘Reinas de España’

“Hubiera preferido ser monja en Estiria, que ser reina de España”, dijo Margarita de Austria, esposa de Felipe III, al embajador de Alemania. María Victoria del Pozzo, consorte de Amadeo de Saboya, soberano elegido por primera vez en un Parlamento, sufrió un atentado cuando estaba embarazada.

Las vicisitudes de ser reina no siempre han sido cómo administrar los privilegios o la posesión de palacios de cristal. Sus alcobas fueron testigos de las lágrimas de mujeres que soportaron muchos sacrificios y privaciones por el bien de su nación. Las puertas de las estancias reales se abren por primera vez en las casi mil páginas del libro ‘Reinas de España’, editado por La Esfera de los Libros.

“Este libro pretende sacar a nuestras reinas del ámbito meramente ginecológico de otros trabajos, como simples madres de herederos, y reconocer su importancia política, su acción directa en el gobierno del país en algunos casos y la extraordinaria influencia de casi todas sobre el reinado de sus consortes, incluso en la sombra”, explica María José Rubio (Madrid, 1965), autora de este volumen y de La Chata. La Infanta Isabel de Borbón y la Corona de España (2003).

El primer volumen de Reinas de España comprende los aspectos más interesantes de las españolas coronadas desde el siglo XVIII hasta la actualidad. La autora parte del reinado de la “popular” María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V, con el que “se produce en España el drástico cambio de dinastía, de los Austrias a los Borbones”, para llegar hasta Sofía de Grecia (con un epílogo sobre Letizia Ortiz).

“He procurado ofrecer una visión global de la vida de cada una de ellas: su familia, su infancia, su educación, los porqués de sus matrimonios de Estado, sus problemas al acoplarse a la corte de España, sus relaciones conyugales, sus hijos, su ambición política, su influencia o las causas de su muerte. He cancelado muchas anécdotas peyorativas que se contaban de ellas, sin ningún fundamento histórico”, especifica Rubio sobre su último trabajo, que considera “la obra más completa jamás publicada sobre este tema”.

Mujeres con instinto y ambición.- Una de las sorpresas con las que la autora se encontró en la extensa investigación previa (a la que ha dedicado los últimos cuatro años) es la estela de tristeza que desprenden las palabras más íntimas de la mayoría. “Lo más sorprendente ha sido constatar de la mayoría de nuestras reinas y princesas -escrito de su puño y letra- la infelicidad y amargura que el rango aportó a sus vidas. Para muchas, fue una cárcel de oro vitalicia. Hay declaraciones sorprendentes”, concreta.

Concebidas e instruidas para reinar, algunas desarrollaron un instinto político que las acompañó desde la cuna, un aspecto interesante que se descubre en este libro. “Hasta nuestro siglo XX, las mujeres, incluidas las princesas, recibían una somera educación y aquellas llamadas a ejercer funciones de gobernante tuvieron que suplir su falta de preparación específica con sentido común. Por ejemplo, la regente María Cristina de Habsburgo, madre de Alfonso XIII, está reconocida por historiadores como Marañón como el mejor monarca, incluidos los dos sexos, de la dinastía Borbón”.

En la actualidad, las reinas han adaptado su forma de ‘cargar’ con la corona a los nuevos tiempos, el ejemplo, la futura Reina de España: Letizia Ortiz. “Defino a Letizia Ortiz como una princesa del siglo XXI con los mismos problemas que sus antecesoras de siglos atrás, con las cuales comparte muchos factores en común, propios del rango”, concreta María José. “Su matrimonio con el príncipe de Asturias ha demostrado la fortaleza de la Corona española, que resistió bien las críticas que en su momento se le hicieron, al parecer que, con esta boda, se transgredían ancestrales normas consustanciales a la Corona”.

La segunda parte de ‘Reinas de España’ ya está en camino. “Abarca las reinas de España desde el siglo XV al XVII, coincidiendo con la dinastía de los Austrias. Impresiona comprobar el altísimo concepto que aquellas mujeres tenían de su misión como soberanas. Y sin embargo, su faceta íntima y privada está llena de detalles sentimentales y humanos preciosos, solo accesibles a través de sus documentos personales”, afirma. Detalles íntimos y secretos de alcoba contados desde el rigor y la amenidad.

Tomado del diario El Mundo (23/05/09)

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Historia del Perú Colonial (una síntesis)

Con la conquista española de los Andes y la caída del Tahuantinsuyo, se inició una serie de transformaciones que llevó a la conformación del Perú moderno. El reemplazo del Estado Inca por la administración virreinal solo fue el cambio más superficial, aunque de indudables repercusiones políticas al establecerse un sistema centralista y autoritario. Lo importante fueron los cambios demográficos, la mezcla racial y el nuevo orden de la sociedad bajo criterios de raza y estamento; en el ámbito económico la introducción de una economía de mercado, el uso de la moneda y una nueva concepción de la riqueza y la pobreza; a nivel ideológico se desmoronaron muchas formas de pensamiento andinas que fueron reemplazados por una visión occidental del mundo y donde jugó un papel decisivo la evangelización impulsada por la Iglesia Católica. En suma, el territorio que hoy ocupa el Perú y sus habitantes ingresaron a la historia de Occidente o a la Historia Universal.

En un principio, entre 1532 y 1541, el Perú fue la Gobernación de Nueva Castilla, presidida por Francisco Pizarro gracias a la Capitulación de Toledo (1529). Se trató de una época turbulenta por los mismos efectos de la invasión; la Corona tenía escasa presencia y el poder, de hecho, lo ejercían los encomenderos. Con las leyes Nuevas de 1542 se creó el Virreinato del Perú y se estableció formalmente la administración que, con algunas reformas, tuvo vigencia hasta los tiempos de la Independencia en 1821 o 1824. Fueron casi 300 años de dominio español, que contrastan con los 180 de nuestra historia independiente. El Perú fue conquistado cuando España era la dueña de Europa bajo la batuta de Carlos V. Hacia 1820 la realidad de la Península era muy distinta; ahora España era una potencia de tercer orden y se encontraba bajo el reinado de Fernando VII. Los Habsburgo la gobernaron en los siglos XVI y XVII, dos siglos marcados por la grandeza y el declive. Los Borbones llegaron en el XVIII y sus reformas no pudieron reanimar el antiguo poderío español.

A lo largo de estos tres siglos el Perú presenta tres etapas bien definidas. La primera, entre 1530 y 1560, es la de la invasión y el saqueo de los tesoros incaicos; el territorio se abría a Occidente como un espacio promisorio para la explotación de metales preciosos. El “apogeo” se inició con el descubrimiento de las minas de plata de Potosí (hoy Bolivia); el territorio del Virreinato, además, abarcaba desde Panamá hasta la Tierra del Fuego (con excepción de Brasil, colonia portuguesa). Lima era el centro político, económico y cultural de ese vasto espacio. Su élite, gracias al monopolio comercial, era la primera de Sudamérica. Un funcionario que venía al Perú consideraba el hecho como un “ascenso”. Los criollos, por su lado, ocupaban cargos expectantes en la administración y en los negocios. Este “apogeo” duró todo el siglo XVII y entró en decadencia a mediados del siglo XVIII con las reformas borbónicas. Ellas le amputaron su inmenso territorio, abolieron el monopolio que beneficiaba a su élite comercial, desplazaron a los criollos de los cargos públicos e incrementaron la presión fiscal. Esto ocasionó gran descontento que llegó hasta la abierta rebelión. Por último, abrieron un camino poco adecuado a la futura independencia.

LA INVASIÓN ESPAÑOLA.- Hacia la década de 1520, Francisco Pizarro y sus socios, Diego de Almagro y Hernando de Luque, planearon expediciones al sur de Panamá. Luego de dos viajes detectaron el Tahuantinsuyo y lo reconocieron como un espacio con una población más numerosa, mejor organizada y con evidentes signos de riqueza. En 1529 Pizarro viajó a España y firmó con la Corona la Capitulación de Toledo que formalizó las condiciones de la conquista. En el tercer y definitivo viaje, Pizarro, con poco más de un centenar de soldados españoles, ocupó Cajamarca y capturó al inca Atahualpa (noviembre de 1532). Allí se repartió el producto del primer saqueo de los tesoros, básicamente en oro. El 26 de julio de 1533 Atahualpa fue ajusticiado en Cajamarca y allí terminó el primer momento de la invasión.

Con la llegada de refuerzos provenientes de Panamá la hueste creció y Pizarro pudo avanzar hasta el Cuzco, donde se repartió el segundo gran botín, y ocupar otras zonas. Un hecho paralelo fue la fundación de las primeras ciudades: Piura, Cuzco, Jauja y, en 1535, Los Reyes (Lima), que sería después la capital virreinal. Luego vinieron Trujillo, Chachapoyas, Huamanga, Huánuco y Arequipa. Otro hecho paralelo fue el reparto de la población nativa entre los españoles “encomenderos”. Cada encomienda tenía un número de indios y su titular disponía de su trabajo (servicio personal) y cobraba un tributo de ellos; a cambio los indios recibían “protección” y evangelización. De esta manera las ciudades tenían encomenderos como “vecinos” y este grupo se convirtió en la primera élite del Perú colonial. Gozaron de gran poder económico y político y controlaron instituciones claves como los cabildos.

La crisis de los encomenderos se inició cuando la Corona planeó limitar sus privilegios a través de las Leyes Nuevas (1542). En ellas se prohibía el servicio personal y la condición hereditaria de las encomiendas. La rebelión no tardó en estallar. Ya antes se había desatado la violencia cuando las huestes pizarristas y almagristas se disputaron la posesión del Cuzco. Los partidarios de Almagro asesinaron a Pizarro en 1541 luego de que los hermanos Pizarro vencieron y ejecutaron a Diego de Almagro en la primera guerra civil. La rebelión de los encomenderos se desató con la llegada del primer virrey, Blasco Núñez Vela, en 1544. El caudillo fue Gonzalo Pizarro quien en la batalla de Iñaquito logró ejecutar al propio virrey. Ante el caos, la Corona envió al clérigo Pedro de La Gasca a pacificar el Perú. Gonzalo Pizarro se negó a capitular y fue vencido en Jaquijahuana (1548). Derrotados los encomenderos La Gasca, como presidente de la Audiencia de Lima, pudo dar comienzo a la organización del virreinato.

El rápido derrumbe del Tahuantinsuyo no puede explicarse por la superioridad de las armas de los españoles o porque la población andina se confundió inicialmente al ver a estos nuevos hombres como dioses. Los españoles pudieron aprovechar dos circunstancias claves. En primer lugar la crisis política derivada de la pugna por el poder entre las élites cuzqueña y quiteña: la guerra entre Huáscar y Atahualpa. En segundo lugar, los invasores contaron con el apoyo de numerosos grupos étnicos que no aceptaban el dominio incaico; el “colaboracionismo” de amplios sectores de la población (huancas y chancas) contribuyó notablemente en el “éxito” de las huestes españolas.

Todos estos acontecimientos fueron narrados por los cronistas. Luego de darnos unas versiones deficientes o confusas, terminaron esbozando una imagen distorsionada del Tahuantinsuyo al tratar de comprenderlo bajo sus categorías mentales. Casi todos justificaron la conquista y los actos que siguieron afirmando que Atahualpa era ilegítimo y tirano, dando la imagen de una guerra justa. Luego los cronistas extendieron la ilegitimidad a todos los incas, que resultaron tiranos y usurpadores, una versión que llegó hasta el siglo XVII con la obra del cronista indio Felipe Guamán Poma de Ayala. Un caso aparte fue la obra del inca Garcilaso de la Vega donde se configuró una versión idílica y romántica del Tahuantinsuyo. Fieles a su tradición occidental y cristiana, los cronistas compararon al País de los Incas con el Imperio Romano y vieron en la guerra con los indios la continuación de la que mantuvieron con los árabes (La Reconquista), es decir, contra los infieles.

LOS CAMBIOS EN LA SOCIEDAD ANDINA.- Para la población andina los invasores eran seres extraños por su apariencia física y tenían poderes similares a los del rayo y el trueno con sus armas de fuego. Venían, además, acompañados de un animal desconocido, el caballo, y hablaban en una lengua diferente. Por ello al principio fueron vistos como dioses. Al final, la conquista significó para los indios un cambio en el orden del mundo. Los españoles dieron muerte a los Incas, soberanos de origen divino, y tomaron el Cuzco, centro sagrado del Tahuantinsuyo. También saquearon sus templos robando los objetos de culto. En este sentido, la conquista fue percibida como la victoria del dios cristiano dentro de una concepción cíclica del tiempo.

Pero la conquista trajo otros cambios. El más dramático, quizás, fue el colapso demográfico. La población andina disminuyó en un 80% debido, básicamente, a los virus traídos por los españoles que se transformaron en epidemias. Enfermedades como la gripe, el tifus, la peste o el sarampión, inéditas en los Andes, hicieron estragos entre los indios. Las plantas y los animales traídos desde Europa también contagiaron sus virus a los recursos nativos alterando la dieta de los indios. A los virus se sumaron las muertes por la misma guerra de conquista, los trabajos forzados (la mita) y el “desgano vital”. En este sentido aumentaron los suicidios colectivos, abortos e infanticidios pues los indios perdieron las ganas de vivir debido a la caída de su mundo.

Sistemas tradicionales como el ayllu y el control de pisos ecológicos se vieron seriamente afectados e incluso desaparecieron. A medida que el gobierno virreinal establecía las reducciones en la sierra, a la gente se le desarraigaba de sus pacarinas, se rompía la unidad del ayllu y sus formas de trabajo comunal, y se afectó el acceso a recursos en los distintos pisos ecológicos. También desapareció la figura del Inca y la redistribución estatal, la mita fue desvirtuada en provecho de la economía española y el culto cristiano se impuso sobre las huacas y los dioses nativos. La evangelización trató sistemáticamente de satanizar el culto prehispánico.

Luego de muchas discusiones sobre la condición humana de los indios y si debían ser esclavizados o no (polémica entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda, por ejemplo), fueron considerados legalmente vasallos libres del Rey de España en condición de menores de edad. Quedaron bajo la protección de la Corona y por ello debieron pagar un tributo. Asimismo quedaron bajo la autoridad de sus curacas (llamados “caciques” por los españoles), los únicos que conservaron sus cargos tras la conquista. Ellos fueron los intermediarios entre las autoridades coloniales y los indios. Continuaron con sus obligaciones ancestrales frente a sus subordinados y asumieron otras como defenderlos y conseguir dinero, a través de sus negocios particulares, para cumplir con el pago del tributo. De esta manera la mayoría de los curacas conservaron su liderazgo y legitimidad frente a sus indios hasta que sus cargos fueron abolidos luego de la rebelión de Túpac Amaru II.

Los españoles introdujeron lentamente la economía de mercado en los Andes. Apareció la moneda, las nuevas ciudades se poblaron de mercaderes y los caminos de transportistas de mercancías o “arrieros”. Los indios, especialmente los curacas, tuvieron que aprender a ser comerciantes y algunos empezaron a formar una suerte de burguesía nativa, muy occidentalizada que terminó arruinada por las reformas del siglo XVIII. De otro lado se modificó la justicia. Antes los conflictos se solucionaban al interior del ayllu con la mediación del curaca. Ahora se administraba fuera del grupo de parentesco y estaba a cargo de un juez que la dictaba en base a una ley escrita, también ajena al ayllu. Los indios tuvieron que entablar una infinidad de pleitos judiciales para defender sus derechos.

Finalmente habría que añadir que con la conquista se introdujeron nuevas plantas y animales que cambiaron el paisaje andino. También muchos elementos de la tecnología occidental (rueda, vidrio, hierro, arado a tracción animal y nuevos métodos arquitectónicos, por ejemplo). Los indios, sin embargo, nunca abandonaron totalmente su antigua tecnología (andenes, chaquitaclla), sus cultivos tradicionales (tubérculos, maíz), el pastoreo de auquénidos o sus formas de trabajo colectivo (ayni o minca).

EL ESTADO VIRREINAL.- En un inicio el Perú (Nueva Castilla) fue una Gobernación, encabezada por Pizarro, y se organizó internamente bajo el poder local de los encomenderos. Con la aplicación de las Leyes Nuevas se creó el Virreinato del Perú y su territorio estuvo gobernado por un funcionario que representaba al Rey: el Virrey. Esto dio inicio a la burocracia virreinal que tenía por objetivo terminar con los apetitos señoriales de los encomenderos. En Lima se instaló la Real Audiencia e internamente el territorio se dividió en jurisdicciones denominadas corregimientos. El sistema funcionó hasta la década de 1570 cuando el virrey Toledo modificó las pautas de la administración.

Luego de realizar la primera Visita General que conoció el Perú, Toledo modificó el tributo indígena y organizó el sistema de la mita para abastecer de mano de obra a los centros mineros. También culminó el establecimiento de “reducciones” o pueblos de indios. Se trató de un sistema que tenía como fin controlar a la población nativa para cobrarle el tributo, enviarla a las mitas y evangelizarla. De esta manera quedó seriamente afectado el sistema de control de pisos ecológicos y se rompió la unidad de los ayllu cuyos miembros pasaron a vivir en distintos pueblos. Su gobierno, finalmente, ejecutó a Túpac Amaru I, último representante de la élite cuzqueña rebelde de Vilcabamba. En síntesis, si bien las reformas toledanas alentaron el auge minero y fortalecieron la burocracia colonial, afectaron profundamente los patrones económicos y sociales de la población andina.

El orden diseñado por Toledo entró en crisis en el siglo XVII cuando los indios burlaron el sistema de reducciones: aumentó el número de indios “forasteros” y disminuyó el ingreso del tributo. Esto se agravó cuando a partir de 1640 la producción minera de Potosí entró en “crisis”. La administración tardó en reaccionar. En la década de 1680 el virrey Duque de la Palata realizó otra Visita General. En ella no sólo se amplió el cobro del tributo a los forasteros, sino también a los mestizos y negros libres. Como es lógico, no tardó en crecer el malestar en la población.

Como vemos el mundo virreinal no fue tan estático, es decir, la administración nunca funcionó a la perfección. La población siempre creó mecanismos para burlar la presión, sobre todo fiscal, que ejercía el gobierno. Los indios trataron de evadir sus obligaciones con el tributo y la mita; los mestizos nunca quisieron pagar el tributo; los mineros “escondían” la producción real de la plata. Por ello hasta qué punto podríamos hablar de una “crisis” en el siglo XVII, como tantas veces se ha planteado. Lo cierto es que a la administración de los Austrias siempre le faltó la suficiente rapidez para corregir los errores. Ello explica el ímpetu de los borbones en el siglo XVIII por reformar el sistema de gobierno en América.

La administración virreinal reposó sobre tres instituciones fundamentales:

El Virrey.- Fue el representante del rey y tenía todos los poderes. Era el responsable de la administración de gobierno, de los fondos de los tesoros públicos, de la defensa del territorio y de los asuntos espirituales o religiosos. Era también el presidente de la Audiencia lo que le daba la suprema autoridad en temas judiciales. Generalmente los virreyes venían por períodos de cinco años y podían ser ratificados por más tiempo. Entre 1544 y 1824 el Perú fue gobernado por 40 virreyes.

La Audiencia.- Tenía su sede en Lima y al estar presidida por el Virrey se denominaba Real Audiencia. De ella dependieron, durante los siglos XVI y XVII, las audiencias de Panamá, Santa Fe, Quito, Charcas, Buenos Aires y Santiago. Era el máximo tribunal de justicia, legislaba con el Virrey y gobernaba en ausencia de éste. Sus miembros fueron los oidores.

Los corregimientos.- El virreinato estuvo dividido en 78 provincias o corregimientos. Estaban bajo la autoridad del corregidor, funcionario que representaba al Virrey en el ámbito local. Velaban por la buena administración de su jurisdicción y eran autoridades judiciales en primera instancia. Cobraban el tributo y enviaban a los indios a la mita. Muchos de ellos terminaron explotando a los indios al obligarlos a comprar mercaderías a precios muy altos a través del “reparto”. En 1784 fueron reemplazados por las intendencias.

LA VIDA ECONÓMICA.- A partir del siglo XVI el Perú empezó a formar parte del mercado mundial exportando los tesoros incaicos saqueados por los conquistadores. También se abrieron vínculos comerciales con España y México. Las exportaciones consistían en productos provenientes del tributo en especies (textiles) y creció la importación de artículos europeos. En un primer momento fueron los encomenderos y algunos funcionarios los que se beneficiaron de este tráfico comercial.

En 1545 se descubrieron las minas de plata de Potosí y el Perú se convirtió en uno de los más grandes exportadores de este metal en el mundo. También se abrieron otros yacimientos mineros y el comercio se generalizó en torno a las ciudades fundadas por mineros y funcionarios. De esta forma se configuraron varios circuitos comerciales siendo el más importante el área cuyas rutas convergieron en el centro minero de Potosí: Arequipa-Cuzco-Puno-Charcas-Potosí. Durante tres siglos se configuró el espacio “sur andino” que movilizó grandes recursos y sustentó la economía de la población de esta región.

En 1563 se descubrieron las minas de mercurio (azogue) de Huancavelica y el método de purificación de la plata fue sustituido por el de la amalgama. Esto favoreció el crecimiento de la producción a lo que habría que añadir el establecimiento de la mita, un sistema de trabajo obligatorio y por turnos en el que los indios acudían a trabajar a las minas. El apogeo minero de Potosí duró hasta mediados del XVII, época en que se fueron agotando las vetas de Potosí y se terminó el azoque de Huancavelica; la mano de obra también escaseó a medida que los indios intentaban burlar la mita. Afortunadamente para la Corona en el XVIII se descubrieron nuevos yacimientos de plata en Cerro de Pasco y Hualgayoc (Cajamarca). La producción se recuperó aunque nunca alcanzó los niveles de los mejores tiempos del Cerro Rico de Potosí.

Si bien la minería fue la actividad clave de la economía virreinal, el comercio debía ser también impulsado para generar ingresos a las Caja Real. Hasta el XVIII funcionó el monopolio comercial que benefició al gremio de comerciantes de Lima (Tribunal del Consulado). El Callao era el único puerto que podía recibir las mercancías traídas por los galeones desde España y de Lima ser repartían a todo el territorio virreinal. Esto consolidó el poder político y económico de la élite de la Ciudad de los Reyes. El apogeo llegó a su fin en 1778 cuando los borbones permitieron el libre comercio y se abrieron más puertos en América para comerciar con la Península. Esto marcó la decadencia del Callao y el auge de nuevos puertos como Buenos Aires.

Otros centros de producción fueron los obrajes donde laboraban los indios mitayos. La Corona trató en vano de frenar su expansión, pero debido al deficiente abastecimiento derivado del monopolio su producción cubrió la demanda del mercado local. Con el auge comercial en el siglo XVIII, debido a las reformas borbónicas, se inició la decadencia de la producción obrajera.

La agricultura presentó contrastes según las regiones. En las haciendas de la costa se cultivaron la caña de azúcar, el algodón, la vid y el olivo; la mano de obra era básicamente esclava. En la sierra los cultivos fueron más diversificados: trigo, tubérculos y panllevar; además tenemos la presencia de haciendas ganaderas (auquénidos y ovinos). La mano de obra también varió: mita agrícola, indios yanaconas y peones libres.

Los ingresos de la Corona provenían de una serie de impuestos siendo los principales el quinto real (20% de la producción minera al año); el tributo indígena (todos los indios entre 18 y 50 años debían pagar este impuesto en dinero); y la alcabala (gravó la compra y venta de bienes y varió del 2% al 6%). Otras contribuciones fueron el almojarifazgo (impuesto aduanero), las averías (al comercio marítimo) y las anatas (venta de cargos públicos). También había impuestos especiales al consumo de tabaco, bebidas alcohólicas o naipes. Cabe destacar que la Iglesia gozó de gran poder económico al no estar sujeta a ninguna contribución y beneficiarse de impuestos (diezmos y primicias) y muchas donaciones. Finalmente, en 1565 se creó en Lima la Real Casa de Moneda; el principal signo monetario fue el peso (dividido en 8 reales).

LA VIDA SOCIAL.- La sociedad virreinal estuvo dividida teóricamente en dos repúblicas paralelas y complementarias: españoles e indios debían estar separados con sus propias leyes, autoridades, derechos y obligaciones. La división era también espacial: los españoles debían vivir en ciudades y los indios en sus pueblos o “reducciones”. Pero esta división, aparentemente tan rígida, fue desvaneciéndose poco a poco con la aparición de los mestizos y de otras mezclas raciales (castas). De este modo, junto al criterio estamental (linaje) coexistieron otros como nivel de fortuna, formación cultural o color de piel. Un mismo personaje podía estar emplazado de una u otra manera según el criterio que se adoptase: podía ocupar determinado lugar por su casta (color de piel) y otro por sus ingresos.

En este orden jerárquico estaban, a la cabeza, los españoles. Ellos podían ser peninsulares (“chapetones”) o sus descendientes nacidos en América, los criollos. En este grupo estaban los nobles, la alta burocracia, los hacendados, los mineros, los curas, los intelectuales y los grandes comerciantes. Eran la élite de la sociedad virreinal y vivían en las ciudades. Sin embargo su condición de blancos no les garantizaba un lugar dentro de la aristocracia. Un blanco pobre (artesano, pequeño comerciante o chacarero) era considerado plebeyo. A partir del siglo XVII los criollos se adueñaron del virreinato copando los cargos públicos y las actividades económicas más lucrativas. Las reformas borbónicas del XVIII revirtieron esta situación causando gran malestar entre ellos al tratar la Corona de centralizar el poder en manos de peninsulares recién llegados.

La “república de indios” quedó dividida en los indios nobles (descendientes de la nobleza inca y los curacas) y los indios del común. Los primeros se educaban en los colegios de curacas (“El Príncipe” en Lima y “San Francisco de Borja” en el Cuzco) y estaban exonerados de ir a la mita y de pagar tributo. Eran los intermediarios entre el mundo español y el andino. En el siglo XVIII lideraron las rebeliones indígenas y sus cargos quedaron abolidos luego la ejecución de Túpac Amaru II. Los indios del común debían vivir en sus “reducciones”, acudir a la mita y tributar. Eran la mayoría de la población y quedaron básicamente ligados al mundo rural.

En un nivel intermedio quedaron las castas, producto de la mezcla de españoles, indios y negros. En esta mixtura racial estaban los mestizos (hijos de español e indio), zambos (cruce del negro con el indio) y mulatos (surgido del español y del negro). Las clasificaciones terminaron siendo muy complicadas cuando se fueron incrementando los tipos de cruce. Los mestizos nacieron con la conquista, se vieron desubicados y pasaron a cumplir papeles menores. Se les tachó de ilegítimos o peligrosos, y muchos terminaron sus vidas entre gente de mal vivir. Con respecto a los indios gozaron de estar exonerados de mitar y tributar, sin embargo, no podían acceder a cargos públicos importantes y su educación era elemental. Esta situación ambigua se debió a que el sistema de “repúblicas” no contempló legislación sobre su status.

Según la ideología virreinal los negros no debieron ser considerados dentro del orden social pues era vistos como objetos o mercancías. Sin embargo la sociedad supo desarrollar una gran sensibilidad hacia ellos y mucha gente los consideró perfectamente humanos, aunque nacidos para servir. La gran mayoría de negros vivió en la costa desempeñando múltiples labores que iban desde el laboreo en las plantaciones hasta el trabajo doméstico en alguna casa limeña. En este sentido la suerte del esclavo era variada. Si trabajaba en la ciudad, mantenía cierto trato con sus dueños que, si eran comprensivos, podían otorgarles la libertad; si era destinado a una hacienda estaba a merced de los excesos del capataz y no podía juntar dinero para obtener su libertad. El bozal era el negro recién llegado del África y no sabía el español; el ladino era el acriollado nacido en América; el manumiso era el negro que había obtenido legalmente su libertad; y el cimarrón era el esclavo fugitivo que vivía con otros de su condición en los palenques.

LA VIDA RELIGIOSA.- La evangelización de los indios se dio desde el mismo momento de la conquista. Al principio fue obra casi exclusiva de frailes dominicos y franciscanos quienes, desde conventos rurales, predicaron muy influidos por ideas mesiánicas surgidas en la mentalidad popular europea. Ello explica la idea del retorno del Inca en la mitología andina surgida en la colonia.

La política evangelizadora cambió cuando la Iglesia introdujo las ideas del Concilio de Trento. Ahora la empresa estaba en manos de parroquias dependientes del obispo. La llegada del arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo, y de los jesuitas, fue clave en este sentido. El Tercer Concilio Limense (1783) mandó quemar los catecismos bilingües que los frailes habían elaborado y los reemplazó con la Doctrina Cristiana, primer libro impreso en Virreinato. Elaborada por el padre jesuita José de Acosta, estuvo escrita en español, quechua y aymara; de esta manera se demostraba el carácter multiligüista de la evangelización andina. A finales del XVI estaban formalmente bautizados casi todos los indios.

En el XVII, tras una denuncia formulada desde Huarochirí de que los indios mantenían culto a sus dioses tradicionales (1607), el Arzobispado inició varias campañas de extirpación de idolatrías. La idea era destruir cualquier rezago de la religión andina: huacas o ídolos. De todos modos, la aceptación del catolicismo por parte de los indios nunca implicó la total renuncia a sus creencias ancestrales: hoy en día pueden verse en muchas lugares ritos a la pachamama y a los apus.

A nivel urbano el catolicismo tuvo rasgos particulares. Habría que mencionar al Tribunal de la Inquisición, instalado en Lima en 1570, que terminó siendo un eficiente agente del poder monárquico. Mediante la censura fue el encargado de reprimir cualquier controversia doctrinal y perseguir toda literatura “peligrosa” para la fe y el orden político. El Tribunal fue suprimido por las Cortes de Cádiz en 1812 pero, al restaurarse el absolutismo con Fernando VII, siguió funcionando en Lima hasta 1820.

Una circunstancia notable fue el surgimiento, entre fines del XVI y comienzos del XVII, de algunos personajes virtuosos que terminaron elevados a los altares. Ese fue el caso de los españoles santo Toribio de Mogrovejo, Arzobispo de Lima, san Juan Masías y san Francisco Solano; y de los peruanos San Martín de Porres e Isabel Flores de Oliva, conocida como santa Rosa de Lima. Todos vivieron en Lima.

Respecto a las fiestas religiosas, las más concurridas fueron Navidad y Semana Santa. También fue muy difundido el culto al Corpus Christi y que hoy goza de tanta popularidad en Cuzco y Cajamarca. Por ello, a diferencia de otras regiones de América, en el Perú los cultos populares más difundidos están dedicados a Cristo. Entre todos los “cristos” coloniales destaca, sin duda, el Señor de los Milagros que, desde hace más de tres siglos, recorre en procesión las calles de Lima. Hoy es la procesión católica más grande del mundo; incluso los peruanos emigrados recrean la procesión en las calles de Chicago, Nueva York o Santiago de Chile. Junto al Cristo moreno, pintado por un esclavo negro, tenemos al Señor Cautivo de Ayabaca (Piura), al Señor del Mar (Callao), al Señor de los Temblores (Cuzco), al Señor de Muruhuay (Tarma) y al Señor de Luren (Ica), entre muchos más.

También se multiplicaron las cofradías y las hermandades. Fueron agrupaciones de fieles de toda condición racial y de ocupación congregadas en torno a una imagen de Cristo, una advocación a la Virgen o un santo. Su función era la veneración y culto del patrono común, la ayuda mutua entre sus miembros y la salida en procesión durante la festividades. Dependieron de las iglesias o monasterios en los que se hallaban las imágenes de su devoción.

Las muestras de piedad femenina más importante se dieron en la vida conventual. Allí aparecieron las beatas y las mujeres que llevaban una vida apartada en forma individual o comunitaria. Los monasterios femeninos se diseñaron como ciudades dentro de la ciudad virreinal. Cada uno tenía su propio gobierno que recaía sobre la priora o abadesa. Entre los más importantes tenemos La Encarnación (Lima), Santa Clara (Cuzco) y Santa Catalina (Arequipa).

LA VIDA CULTURAL Y ARTÍSTICA.- La educación estuvo bajo el control del clero y abarcó tres fases: primeras letras, estudios menores y estudios mayores. No existieron límites claros para el paso de un nivel a otro y todo dependió de los recursos, la inteligencia y esfuerzo de los alumnos. Los estudiantes, blancos y en algunos casos mestizos, iniciaban su formación con las primeras letras, los rudimentos en números y el catecismo para llegar, a los 7 u 8 años, a los estudios menores en los que se aprendía retórica, música, humanidades y latín. Los hijos de indios nobles y curacas recibían una formación intermedia entre las primeras letras y los estudios menores. Se les impartía conocimientos en lectura, escritura, cálculo, canto, catecismo y algo de derecho natural.

La educación superior se impartió en los colegios mayores donde había cursos de filosofía, artes, leyes o medicina. Los más reputados estuvieron en las ciudades de Lima y Cuzco. En la primera los más destacados fueron los de San Felipe, San Martín y el seminario de Santo Toribio para la formación de presbíteros; en la segunda el San Antonio Abad y el San Bernardo. Tras la expulsión de los jesuitas (1767) se fundó en Lima el Real Convictorio de San Carlos. Los estudios universitarios no estaban destinados únicamente a la formación de abogados, médico o teólogos; también cultivaban la formación humanística. La principal universidad era la Mayor de San Marcos en Lima (1551) y, durante el siglo XVII, se fundaron otras en el Cuzco, Quito, Chuquisaca y Huamanga.

El desarrollo artístico contempló todos los niveles. La pintura limeña asimiló las técnicas renacentistas con la llegada en el siglo XVI de artistas italianos (Bitti, Medoro y Pérez D’Alesio). Pero esta tendencia limeña por la imitación tuvo su contraste con un pintura más libre y auténtica en las ciudades del interior. Quito y Cuzco fueron los centros de una escuela pictórica mestiza, pues asimilaron las técnicas europeas con motivos andinos; la pintura paisajista, los arcángeles arcabuceros, los retratos de la Virgen y las distintas versiones de Cristo son claros ejemplos. En el Cuzco, las obras de Diego Quispe Tito son las más reconocidas.

La escultura se desarrolló básicamente en la talla de madera para decorar los templos: altares, púlpitos y sillerías de coro. Caso aparte fue la proliferación de retablos o altares portátiles. En Huamanga destacó la escultura en piedra de alabastro y en Arequipa las obras en piedra volcánica (sillar). Los escultores más célebres fueron el mestizo Baltasar Gavilán, autor de La Muerte, y el español Pedro Noguera, quien talló la sillería del coro de la Catedral de Lima.

La arquitectura, que en el siglo XVI fue renacentista y mudéjar (influencia arabesca), se consolidó en barroca durante el XVII y el XVIII. El “churrigueresco” o barroco español quedó plasmado en las portadas de casi todas las iglesias. Los ejemplos más notables son los templos de San Agustín y La Merced (Lima) y el de La Compañía (Cuzco). El rococó, de influencia francesa, asomó en la segunda mitad del XVIII y se demuestra en el Paseo de Aguas, la Plaza de Acho, el Palacio de Torre Tagle, la Alameda de los Descalzos y la Quinta de Presa en Lima. Finalmente en primeros años del XIX apareció el neoclásico. Las torres del campanario y el altar mayor de la Catedral de Lima y el Cementerio General de Lima, ambos del presbítero Matías Maestro, son los ejemplos más sobresalientes.

La literatura, fiel imitadora de los estilos europeos, tuvo al erudito Pedro Peralta y Barnuevo, Juan Espinoza Medrano y Juan del Valle y Caviedes sus máximos exponentes. En música destacó la ópera “La púrpura de la rosa”, obra del maestro Tomás Torrejón de Velasco. El teatro tuvo especial importancia en la representación de autos sacramentales, obras de fondo religioso y moralizador.

La imprenta fue traída por el italiano Antonio Ricardo; en 1584 editó la Doctrina Christiana y Catecismo, primer libro impreso en el Perú y en América del Sur. De otro lado, el primer periódico que se publicó fue la Gazeta de Lima (1743), sin embargo, el que alcanzó mayor notoriedad y celebridad fue el Mercurio Peruano, publicado entre 1791 y 1795 por la Sociedad de Amantes del País.

EL SIGLO XVIII: REFORMAS BORBÓNICAS Y REBELIONES INDÍGENAS.- Durante este siglo la Corona española, ahora bajo el reinado de los borbones, introdujo una serie de cambios para restaurar la autoridad del Estado, disminuir el poder de la aristocracia, devolverle a España su poderío militar en Europa y recuperar el dominio en sus colonias americanas. Era un plan ambicioso que requería, en primer lugar, aumentar los recursos. Las reformas cobraron gran auge bajo el gobierno de Carlos III, el máximo exponente del despotismo ilustrado español. En el proceso España logró aumentar notablemente sus ingresos, pero perdió un Imperio. A la presión tributaria se sumó el desplazamiento de los criollos de la administración pública en beneficio de los peninsulares. El camino estaba allanado para pensar en la independencia.

Las reformas atacaron, en primer lugar, a la administración pública. Se crearon nuevos virreinatos (Nueva Granada y Río de la Plata), se reorganizó la defensa militar (establecimiento de las capitanías de Venezuela y Chile) y se implantaron las intendencias que reemplazarían a los corruptos corregimientos. Luego, en el plano religioso, se expulsó del Imperio a los jesuitas y el Estado asumió el control de la educación. Finalmente, el problema económico fue el que despertó mayor interés. Era prioritario elevar los impuestos y ampliar la base tributaria; también se debía estimular la producción minera para aumentar el flujo de metales hacia España, controlar el contrabando y estimular el libre comercio entre la Península y América.

La aplicación de las reformas en América fue a través de visitas generales. Al Perú fue enviado el “visitador” José Antonio de Areche. Rápidamente atacó el problema fiscal y elevó la alcabala a un 6%. Estableció las aduanas interiores para elevar la recaudación y tuvo que hacer frente al descontento de casi toda la población, especialmente cuando se rebeló en 1780 el curaca Túpac Amaru II, descendiente de los incas.

Las rebeliones indígenas del siglo XVIII, que pasaron de un centenar en el territorio del virreinato, tuvieron como marco la recuperación de la cultura andina, especialmente el mesianismo en la mentalidad popular: el retorno del inca generaría un futuro mejor. Esta idea se vio claramente en el levantamiento de Juan Santos Atahualpa en la selva central (1742), quien sublevó a los indios campas contra las misiones franciscanas de la zona.

El movimiento de Túpac Amaru II, que contó con el apoyo de muchos curacas como los hermanos Catari, fue más complejo. No solo porque movilizó una cantidad mucho mayor de indios, sino porque incluyó en su programa de reivindicaciones a población no andina: criollos, mestizos y negros. Su base social fue más amplia porque la rebelión coincidió con el descontento general ante las medidas borbónicas. Los impuestos se elevaban y el comercio con el mercado de Potosí se vio afectado al crearse el virreinato de Río de la Plata (1776), que incluía al famoso centro minero. Por ello el territorio de la rebelión fue más amplio: abarcó todo el sur andino y el Alto Perú.

Túpac Amaru se rebeló contra el mal gobierno pero no necesariamente contra el Rey. Al final fue ajusticiado y ejecutado en la plaza del Cuzco (1781), sin embargo las consecuencias de su rebelión tuvieron largo alcance. La Corona tuvo que crear una audiencia en el Cuzco, una demanda de Túpac Amaru, abolir los repartos y los corregimientos y acelerar el establecimiento de las intendencias. De otro lado tuvo suprimió los curacazgos y prohibió la lectura de los Comentarios Reales de Garcilaso para no despertar la reivindicación incaica entre la población.

Finalmente el intento de Túpac Amaru por incluir en su rebelión a criollos no dio resultado, pues estos tuvieron temor ante la posibilidad de conceder excesivas reivindicaciones a los sectores populares. La imposibilidad de compaginar los intereses entre criollos e indios le restó al movimiento la capacidad de tornarse en separatista.

El siglo XVIII no trajo buenos resultados al Perú. Su virreinato perdió importancia al verse amputado su amplio territorio. Asimismo, al eliminarse el monopolio comercial del Callao, su aristocracia mercantil ya no dominaba todo el mercado del Pacífico sur. Finalmente, tras el estallido de numerosas rebeliones indígenas, quedaba una secuela de recelos y odios difíciles de borrar en el tiempo, claves para entender el futuro movimiento independentista.
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Historia del Perú prehispánico (una síntesis)

Desde que puso su primera huella en los Andes, hasta el siglo XVI, el hombre andino vivió apartado de la influencia de Occidente y tuvo escasos contactos con otras sociedades de la América precolombina. Su logro más espectacular fue el haber desarrollado una gran capacidad de adaptarse a su medio geográfico (la ecología), de administrar grandes conjuntos humanos y de hacer una efectiva redistribución de recursos a la población. Esto fue algo fue fascinó a los europeos que llegaron a los Andes en la década de 1530. Venidos de un continente donde el hambre arreciaba constantemente, fueron testigos de excepción al ver en pleno funcionamiento el cultivo en andenes, el sistema vial culminado por los incas y los depósitos o colcas abarrotados de alimentos y otros productos (tejido) que los incas se encargaban de repartir entre la población de los ayllus.

Estas hazañas materiales cautivaron a los cronistas y marcaron para siempre la imagen del Perú prehispánico ante el mundo. Hoy, sin embargo, tenemos una visión más global acerca de los pobladores andinos. Gracias a la investigación arqueológica e histórica sabemos que concibieron el mundo como un inmenso tejido al aceptar formas de organización derivadas de sus dioses y que consideraron divinidades a los incas y a sus curacas. También sabemos que explicaron ritualmente (mediante mitos) su sociedad, sus diversos sistemas de organización y hasta su experiencia: la historia era registrada por una infinidad de mitos y no era lineal (o positiva) como la europea.

Las excavaciones han demostrado la presencia del hombre en los Andes por lo menos hace 10 mil años. Antes de la aparición de la primera sociedad compleja (Chavín, hacia el 1.000 a.C.) los arqueólogos distinguen etapas de cazadores-recolectores (Arcaico); horticultores, pastores y pescadores (Precerámico); y las primeras aldeas o templos (Formativo Inicial). La siguiente etapa ha sido dividida en períodos llamados “horizontes” e “intermedios”. El primero es un tiempo en que la población vivió relacionada por un poder central o por medio de patrones culturales ampliamente aceptados en la región andina; Chavín, Wari y los Incas corresponden a estos períodos de unificación. En oposición, los intermedios serían tiempos de regionalización o diversificación cultural: los reinos de Nazca, Mochica y Chimú son los ejemplos clásicos. Los horizontes indicarían un predominio serrano, mientras los intermedios un auge costeño.

La vida del hombre en los Andes es, pues, muy larga y debe entenderse que los Incas no fueron una ruptura en esta historia. Sus logros se explican gracias a que aprovecharon toda la experiencia anterior. Poco es lo que aportaron de original en los Andes, aunque ello no disminuye su importancia. Son el pueblo andino del que poseemos mayores testimonios y su estudio nos permite entender patrones de comportamiento y de organización anteriores a ellos. Sin los Incas hoy no manejaríamos los conocimientos que tenemos. De esta manera todo el mundo andino se comunica para nosotros: la historia de los Incas, por ejemplo, nos ayuda a entender Wari, así como los hallazgos arqueológicos de esta cultura enriquecen nuestra visión de los Incas.

LAS PRIMERAS HUELLAS DEL HOMBRE EN LOS ANDES.- Hace unos 13 mil años, en diversas oleadas, se inició el poblamiento del actual territorio peruano. Los primeros ocupantes poseían un amplio bagaje cultural: fabricaban utensilios, técnicas de caza especializada y recolección de plantas. Desde la llegada de estos cazadores-recolectores hasta la aparición de Chavín pasaron alrededor de 10 mil años. En la sierra el hombre se dedicaba a la caza de auquénidos y ciervos y recolectaba tubérculos y raíces; sus instrumentos los fabricaban con hueso, piedra (cuchillos y puntas de proyectil) y madera. En la costa la dieta estaba compuesta de peces y mariscos, pequeños roedores, lagartijas, aves y, a veces, ciervos y zorrillos. El mar, los valles y las lomas proporcionaban los principales alimentos. Las viviendas, en un primer momento, eran las cuevas y los abrigos rocosos. Hacia el 7 mil a.C. aparecieron arreglos en las cuevas: barreras de troncos y ramas en la entrada, muros pequeños de piedra y, al interior, pinturas rupestres y fogones, incluso hornos. En la costa hay campamentos semicirculares al aire libre. En esta época los hombres vivían en grupos no muy grandes de 20 a 30 individuos. Eran bandas lideradas por los más fuertes donde existía una “división del trabajo”: los hombres cazaba y pescaban; las mujeres y los jóvenes recolectaban plantas y atrapaban a los animales pequeños. Los sitios arqueológicos de Lauricocha (Huánuco), Pikimachay (Ayacucho), Toquepala (Moquegua), Guitarrero (Ancash), Telarmachay (Junín) y Cupisnique (La Libertad), entre otros, son los más representativos.

Hacia el octavo milenio se inició el proceso de domesticación de plantas. El proceso terminó con la agricultura y la construcción de las primeras aldeas y monumentos ceremoniales. En el sexto milenio se inició la domesticación de auquénidos (llamas), cuyes y patos que formó los primeros pueblos de pastores en el 4 mil a.C. En la sierra el hombre sembró oca, ají, olluco, frijol, pallar y zapallo; el maíz sería posterior (5 mil a.C.). En la costa la pesca se tecnificó (anzuelos, redes y embarcaciones) y se inició la siembra de calabaza, maní, palta, yuca, pacae algodón, lúcuma y maíz. No hay evidencia en la domesticación del perro pues al no ser oriundo de América, debió acompañar al hombre desde su ingreso al continente.

Con el cultivo de plantas se hizo necesaria la sedentarización y con ello aparecen las primeras aldeas. En la sierra estuvieron en los valles cálidos con facilidades para el cultivo. Las primeras aldeas en la costa surgieron cerca de la explotación de los recursos marinos (pesca y recolección de mariscos); eran pueblos de pescadores y recolectores de frutas cuyas viviendas eran semisubterráneas con techos de costillas de ballena o esteras de junco. Cuando la agricultura estuvo bien desarrollada se construyeron los primeros monumentos públicos. Los más antiguos fueron montículos elevados donde se diseñaron plazas, algunas hundidas, para desarrollar ceremonias rituales. Hacia el 1.800 a.C. se comenzaron a edificar grandes monumentos públicos piramidales de adobe (costa) y piedra (sierra). Los sitios arqueológicos de Kotosh (Huánuco), Huaca de los Reyes y Huaca Prieta (La Libertad), Sechín Alto y Moxeque-Pampa de las Llamas (Ancash), o Huaca La Florida, Las Haldas y Cerro Paloma (Lima), corresponden a este período.

Los tejidos más antiguos se han encontrado en Huaca Prieta (valle de Chicama); es un tejido de fibras de algodón entrelazado, sin telar, y con decoración. Los tejidos jugaron un papel importante en definir la posición social y se vincularon a prácticas rituales (entierros). La cerámica, por su lado, apareció luego de la domesticación de plantas y animales, la sedentarización y la construcción de monumentos. Probablemente vino de los actuales territorios de Ecuador o Colombia entre el 1.800 y 1.300 a.C. Las primeras piezas de cerámica reemplazaron a las de cestería y a las calabazas.

Lo cierto es que con todos estos avances culturales, producto de 10 mil años de observación y experimentación, el hombre andino se adaptó a su medio ecológico y había creado las condiciones para la aparición de las sociedades complejas o Altas Culturas del Primer Horizonte.

LAS BASES DE LA CULTURA ANDINA.-En los Andes el parentesco y la reciprocidad rigieron la vida de la población. Ésta se encontraba organizada en ayllus o familias extendidas que aparecieron hacia el primer milenio a.C. Sus miembros se reconocían parientes entre sí porque descendían de un antepasado común. Este vínculo ancestral (parentesco simbólico) les obligaba a ayudarse mutuamente. En este sentido la reciprocidad se basó en el parentesco, y era un intercambio de trabajo o ayuda que se medía en tiempo de servicio. Si alguien se negaba a prestar ayuda a sus parientes recibía la sanción del grupo que podía llegar hasta la expulsión.

Las formas de trabajo al interior del ayllu eran el ayni (intercambio de servicios entre personas de un mismo status), la minca (faenas colectivas que beneficiaban a todo el grupo) y la mita (trabajo rotativo en beneficio del curaca). Los curacas eran los jefes del ayllu y eran elegidos mediante actos rituales. Ellos organizaban el trabajo, administraban justicia y dirigían el culto. En los tiempos del Tahuantinsuyo fueron los mediadores entre el Inca y el ayllu.

En una economía sin moneda, sin mercado ni comercio, y sin un tributo tal como lo conocemos hoy , los principios de parentesco y reciprocidad fueron claves. De esta manera se desarrolló una reciprocidad con una jerarquía superior: el curaca o el Inca. Esta reciprocidad asimétrica fue la “redistribución”. En ella la autoridad proveía a los ayllus de recursos (alimentos, coca, tejido) según sus necesidades y en retribución a su trabajo en la mita. Los ayllus no daban productos a la autoridad en forma de tributo, ni el estado remuneraba con salario el trabajo de los indios. Todo esto funcionaba por medio de la reciprocidad. Los curacas, y luego los incas, almacenaban los productos obtenidos de la mita en depósitos (colcas) para luego redistribuirlos a los ayllus. Por lo tanto el poder y la riqueza no se medían en función de la acumulación de bienes sino en la capacidad de movilizar mano de obra a través del parentesco y la reciprocidad.

Tanto el espacio como el tiempo eran sagrados y tenían una explicación mítica y una representación ritual. La concepción del espacio era dualista, dividido en hanan y urin, opuestos complementarios. El concepto de autoridad también era dual. Los curacas y los incas no “heredaban” sus cargos, sino eran elegidos en medio de un ritual donde los urin eran siempre vencidos por los hanan. La imagen del tiempo era cíclica con sucesivas “edades” del mundo determinadas por tiempos de caos (desorden) y cosmos (orden).

La Pachamama era reconocida como la divinidad de la tierra (“madre tierra”) y productora de alimentos. Frente a ella, según el dualismo, hubo una divinidad ubicada en el mundo de arriba. Ésta parece ser Wiracocha, un dios celeste y con rasgos solares. En los mitos cuzqueños Wiracocha, luego de haber hecho una primera ordenación del mundo, mandando al sol y a la luna al cielo, dividió el mundo en cuatro partes: Chinchaysuyo (Oeste), Collasuyo (Este), Antisuyo (Norte) y Contisuyo (Sur); luego ordenó salir a los hombres del subsuelo (pacarina); finalmente, siguiendo el camino del sol, se perdió en el oceáno. Entre la dualidad cielo-tierra había comunicación con el rayo (illapa) o la serpiente (amaru). Cada ayllu tenía sus ídolos y su huacas, o lugares sagrados, que podían ser cerros (apus), lagunas o riachuelos.

EL PRIMER HORIZONTE (1.000-200 a.C.): CHAVÍN Y PARACAS.- Este período se caracteriza por ayllus organizados alrededor de templos (centros ceremoniales), basados en una agricultura avanzada (obras de irrigación) y complementada con el aprovechamiento de recursos marinos y la ganadería. Metalurgia, textilería, cerámica y escultura son técnicas que han avanzado notablemente respecto a la fase anterior. El arte está representado por imágenes impactantes (felinos, serpientes, aves de rapiña) que reflejan la ideología del momento. Toda esta influencia provino del centro ceremonial de Chavín de Huántar, ubicado en la sierra de Ancash.

Dentro de un contexto religioso muy complejo, y que aún no entendemos del todo, el culto al felino (el jaguar o una especie de dragón que vuela) fue la manifestación más predominante en Chavín. La cerámica (monócroma y de asa estribo) y toda la producción escultórica (Lanzón monolítico, cabezas clavas, Obelisco Tello y Estela de Raimondi) demuestran esta tendencia. De otro lado, el templo Chavín de Huántar fue el típico conjunto de edificios monumentales formado por plataformas superpuestas con planta rectangular abierta hacia uno de sus lados (en forma de “U”); hay escalinatas y galerías laberínticas subterráneas. Los templos de Kuntur Wasi (Cajamarca) y Sechín (Ancash) guardan este modelo. Otros centros “chavinoides” fueron Pacopampa, Garagay, Conchopata y Chongoyape.

La influencia de Chavín se extendió desde Tumbes, por el norte, hasta Ica y Ayacucho, por el sur. Se trató de una expansión artística, cultural y religiosa propia de un culto que desarrolló un enorme prestigio entre la población. Chavín, de otro lado, diseñó algunas estrategias “estatales” propias de una sociedad teocrática aunque la arqueología no hable todavía de un “Estado Chavín”. Descubierta por Julio C. Tello (1919), la época Chavín representa para el mundo andino su primer momento de unificación cultural.

Una derivación Chavín, que luego dibujó sus propios rasgos, fue Paracas. Enclavada en medio del desierto costeño (Ica) esta cultura fue el resultado de una fusión de la tradición local, aldeas de pescadores, con las más sofisticadas tecnologías y formas ideológicas “chavinoides”. Surgió a finales del Primer Horizonte y prolongó su existencia hasta la primera época del Intermedio Temprano. En la costa sur fue el puente entre Chavín y Nazca.

Hacia 1925 Tello encontró una gran cantidad de cementerios en la Península de Paracas (18 kilómetros al sur de Pisco). Unos eran en forma de botellas (Cavernas) y otros eran grandes cementerios subterráneos (Necrópolis). Los primeros databan de 700 años a.C. y los segundos de 500 años a.C. Esto le valió a Tello para dividir la “historia” de los Paracas en dos períodos: Cavernas y Necrópolis.

La vida de los Paracas transcurrió entre la pesca, la horticultura, la fabricación de numerosos utensilios (cerámica, cuchillos de obsidiana, instrumentos musicales) y el tejido de hermosos mantos de algodón y lana. Sus sitios de ocupación más importantes están en Tajahuana, Cabeza Larga, Ocucaje, Media Luna y Cerro Colorado. Los ceramios, siempre con asa puente, fueron en Cavernas polícromos y en Necrópolis monócromos (crema).

Esta cultura se hizo famosa por su técnica funeraria. Momificaban a los muertos y los colocaban en fardos con abundantes objetos para ser utilizados en la siguiente vida; los individuos de mayor rango recibían más ofrendas textiles, hasta tres capas sucesivas. Los entierros tienen carácter colectivo y se supone que respondieron a criterios de parentesco. De otro lado, debido a la proliferación de conflictos y a las heridas recibidas en ellos, los Paracas desarrollaron la técnica de trepanar los cráneos; se hacía con “bisturíes” de obsidiana recubriendo la parte afectada con placas de metal.

Finalmente, en su fase Necrópolis, los Paracas tejieron los mejores mantos de los Andes precolombinos. Su decoración estuvo bordada con hilos multicolores de algodón o lana (esta última proveniente de intercambios con Ayacucho). Los motivos son diversos: geométricos, naturalistas y seres mitológicos que hasta hoy no sabemos su significado. Fue también en la fase Necrópolis que sus pobladores iniciaron el trazo de los célebres geoglifos de las Líneas de Nazca.

EL INTERMEDIO TEMPRANO (200 a.C.-550 d.C.): NAZCA Y MOCHICA.- En este período de diversificación cultural pueden identificarse dos grandes estilos regionales: uno en la costa norte, caracterizado por ceramios bícromos de asa estribo (Mochica), y el otro en la costa sur, con ceramios polícromos de asa puente (Nazca). Otros estilos aparecieron en Virú (La Libertad), Lambayeque, Recuay (Ancash), Lima, Cajamarca y Huarpa (Ayacucho). Estas culturas realizaron obras hidráulicas a gran escala para irrigar la costa desértica. Construyeron canales, sistemas de drenaje y represas que desviaban el agua de los ríos; también abrieron pozos para aprovechar las aguas subterráneas. De esta manera incrementaron notablemente la capacidad productiva de sus regiones. Estos cambios tecnológicos y económicos provocaron otros en el campo político que hicieron de estas sociedades los primeros “estados” en los Andes.

Mochica inició su desarrollo en los valles de Moche y Chicama (La Libertad) y se expandió hasta el Alto Piura por el norte y el valle de Huarmey (Ancash) por el sur. Aprovecharon la fertilidad de los valles de la costa norte, de clima cálido y húmedo, pero dos problemas afectaron su desarrollo: el avance del desierto y el Fenómeno del Niño. Los Moche no tuvieron un poder centralizado, sino varios curacas que dominaron en cada valle. Estos señores, como el de Sipán, ostentaban poderes sagrados y militares. Como símbolo de su poder portaban prendas de oro, plata y piedras preciosas. El ajuar funerario encontrado en las tumbas revela su alta jerarquía. También contaban con un séquito de parientes, servidores y “funcionarios”.

Los moche tuvieron dioses antropomorfos donde destaca una divinidad felínica, con cinturón de serpiente y que portaba un cuchillo ceremonial (Aia Paec o el “degollador”). En sus rituales el consumo de alucinógenos permitían una “comunicación” directa con sus dioses; por ello los sacerdotes, curanderos o “chamanes” gozaron de gran prestigio. Los sacrificios humanos (“ceremonia del sacrificio”) fueron una práctica común. Construyeron templos piramidales truncos de adobe, con plataformas y muros decorados con escenas rituales (Huaca del Sol, Huaca de la Luna y El Brujo). La cerámica también tenía una función ritual pues está decorada con escenas de ceremonias religiosas. Tenía dos colores (ocre y crema) y podía ser pictórica o escultórica (los “huacos retrato”).

En 1987 fue rescatada de los “huaqueros” la famosa tumba del Señor de Sipán. El hallazgo arqueológico mostró por primera vez todo el esplendor de una tumba correspondiente a un señor moche. El ajuar funerario que lo acompañaba a la otra vida era riquísimo: objetos de oro, plata, cobre y tumbaga (oro mezclado con cobre); turquesas, mullu y cerámica; el Señor, además, había sido enterrado con parte de su corte. El valor histórico del hallazgo superó ampliamente el valor material de los objetos pues nos descubrió facetas desconocidas de la vida y la cosmovisión de los mochicas. La tumba confirmó, por último, la gran destreza de estos antiguos peruanos en el trabajo de los metales.

La cultura Nazca se desarrolló a partir del templo de Cahuachi, una pirámide trunca construida de adobes hechos a mano aprovechando el promontorio natural. Su organización parece ser una confederación religiosa compuesta por ayllus de distintos linajes que habitaron los valles de Ica. En las vasijas y textiles se nota, además, aspectos de su vida religiosa y política. Predominan escenas de guerras rituales para conseguir las preciadas cabezas-trofeo; los hombres arriesgan sus cabezas y usaron porras, cuchillos de obsidiana y estólicas. También hay mujeres como víctimas. Expertos constructores de acueductos subterráneos o puquios, los nazcas desarrollaron una cerámica sobresaliente en términos pictóricos.

Los nazcas terminaron de trazar los famosos geogligos de las Líneas de Nazca. Éstas no parecen haber tenido un significado astronómico. Son la huella material de un complejo ritual propiciatorio. Los nazcas trazaron plazas y caminos para sus bailes rituales que, junto a plegarias y ofrendas, miraban un punto en el horizonte. Creían que en esa dirección se encontraban sus antepasados, el apu tutelar. Estos rituales se desarrollaban junto al paso de las estaciones y coincidían con la llegada del agua, recurso clave en la supervivencia del hombre costeño.

Las causas de la decadencia de nazcas y mochicas no están del todo claras. Parecen estar relacionadas a los efectos de un violento Fenómeno del Niño y a la expansión de la cultura Wari.

EL SEGUNDO HORIZONTE (550-900 d.C.): TIAHUANACO Y WARI.- Fue la segunda época de interrelación en los Andes definida por las culturas Tiahuanaco y Wari. El centro de la primera se ubicó en la región sureste del Lago Titicaca (actual Bolivia) y su influencia se extendió por la sierra sur del Perú y el norte de Chile; Wari tuvo su centro en Ayacucho y su expansión llegó a La Libertad y Cajamarca, por el norte, y Arequipa y Cuzco, por el sur.

Tiahuanaco se conoció desde el momento de la Conquista y los cronistas la relacionan como una “ciudad” arruinada y misteriosa; los incas, además, hablaron de ella como una civilización anterior a ellos. La arqueología confirmó luego que su antigüedad era mayor a la de los incas e identificó a Tiahuanaco como un Imperio que, tras su colapso, dio origen al Cuzco debido a migraciones de pueblos altiplánicos hacia el noroeste.

Estudios recientes confirman que Tiahuanaco fue un conjunto de ayllus vinculados a centros ceremoniales y administrativos (Kalassasaya, Akapana, Templete, entre otros) y que se “expandió” a través de colonias en los distintos pisos ecológicos que van desde el Altiplano boliviano a las costas del sur del Perú (Arequipa, Moquegua y Tacna) y el norte de Chile (Arica y Tarapacá); esto nos da la imagen de un “estado-colonizador”. En todo caso Tiahuanaco nunca fue un Imperio, o un pueblo guerrero y expansivo, sino un centro religioso con un particular culto (Wiracocha o “dios de los báculos”) cuya influencia también llegó a los actuales departamentos de Cuzco y Ayacucho, marcando claramente el posterior desarrollo de Wari.

La economía de Tiahuanaco se basaba en la agricultura, en el pastoreo de auquénidos y en la pesca lacustre y fluvial. Desarrollaron una cerámica donde destacó el vaso ceremonial (kero) con decoración geométrica y polícroma, y fueron los descubridores del bronce (aleación del cobre con el estaño). Construyeron grandes templos piramidales de piedra y esculpieron figuras megalíticas (Puerta del Sol, donde destaca la imagen del “dios de los báculos”, y el Monolito Benett). El colapso de esta cultura parece estar relacionado a cambios climáticos, iniciados hacia el 700 d.C., que modificaron los niveles del Lago Titicaca afectando seriamente la vida económica de sus pobladores.

En relación a Wari sí podemos hablar de una organización urbana dirigida, al parecer, por una élite guerrera que se expandió construyendo una red vial y una serie de centros administrativos. Si bien la arqueología aún no puede confirmar el carácter militarista de esta expansión, sí es visible que se logró una gran uniformidad de criterios en su área de influencia: centros urbanos planificados con barrios de artesanos y depósitos; arquitectura monumental y el uso del modelo “trapezoidal”; control de pisos ecológicos y la movilización de mitmaqkunas; culto al “dios de los báculos” (Wiracocha); red vial que luego sería ampliada por los incas; y la utilización del runa simi como lengua para los intercambios. Por esta razón se ha hablado del Horizonte Wari, del “primer imperio andino” o del primer Tahuantinsuyo. De todos modos no podríamos dudar que se trató de la primera época con características “imperiales” en los Andes de la que los Incas retomarían casi todas sus manifestaciones.

Los wari construyeron las “ciudades” de Wari (la “capital” ayacuchana), Ñawimpuquio y Conchopata (Ayacucho), Pikillacta (Cuzco), Pachacamac y Cajamarquila (Lima), Huarivilca (Huancavelica) Vilcahuaín (Ancash) y Wiracochapampa (La Libertad), entre otras. Todas ellas funcionaban como centros de almacenamiento y de producción artesanal (textiles, cerámica y objetos de metal). Terminaron convirtiéndose en cabeza de región y, alrededor del 800 d.C., cobraron cada vez mayor autonomía del centro ayacuchano dando inicio al colapso del Segundo Horizonte y configurando la “regionalización” del Intermedio Tardío. En este sentido el oráculo de Pachacamac adquirió independencia y cobró un prestigio que duraría hasta la época incaica.

EL INTERMEDIO TARDÍO (900-1.450 d.C.): CHIMÚ Y CHINCHA.- En este segundo período de “regionalización” la costa recupera la importancia perdida tras la expansión Wari. Los reinos de Chimú (costa norte) y Chincha (Ica) son los más representativos. No podemos dejar de mencionar, sin embargo, la presencia de otros señoríos en el Lago Titicaca (Lupacas, Collas y Pacajes); en la sierra central (Huancas); en Ayacucho (Chancas); en Arequipa (Collaguas y Cabanas, en el valle del Colca); en Ancash (Chancay, célebre por su arte textil); Lambayeque (Sicán, conocida por sus tumbas); y en Huánuco (Chupachos), entre muchos más. Todos terminaron conquistados por los Incas que, en su fase mítica pertenecieron a este Intermedio.

El reino Chimú es el que ha alcanzado mayor resonancia. Tuvo su centro en el valle de Moche (La Libertad) y su expansión militar lo llevó a dominar la costa desde Tumbes hasta el norte de Lima. Fue un reino conocido desde la conquista pues los cronistas conocieron a sus líderes (Chimo-Cápac o ciquiq) ya sometidos a los señores del Cuzco. Se trató de una sociedad muy jerarquizada con una población de unos 500 mil habitantes de los cuales casi 40 mil parecen haber vivido en la ciudadela de Chan Chan, capital del reino. Entre las diferentes lenguas que hablaban prevalecía el muchic o yunga.

Existe una “genealogía” de Chimú registrada por los cronistas. Tuvo 10 gobernantes y su fundador esta relacionado con la figura mítica de Naylamp o Tacaynamo; su último líder, antes de la conquista incaica, parece haber sido Minchacaman. Entre sus divinidades destacaba la luna, llamada si, seguida por el sol, las constelaciones y el mar, llamado ni. Asimismo, el soberano era considerado una deidad.

Sus pobladores se dedicaban a la agricultura aprovechando los valles de la costa norte y las aguas subterráneas (puquios); construyeron wachakes o terrazas agrícolas hundidas que aprovechaban la humedad del terreno. Sembraron maíz, frijol, maní, ají, algodón y frutales como lúcuma, pacae, guanábana y palta. Su economía se completada con la pesca y la recolección de mariscos. La caza parece haber sido una actividad ritual. Su cerámica (monócroma con gollete estribo) fue utilitaria y fabricaron hermosos mantos de plumas.

De los wari heredaron la tradición urbana y, de sus ancestros moches, la destreza en la orfebrería. Construyeron, o volvieron a ocupar, grandes ciudadelas de barro planificadas y divididas en sectores para artesanos (Chan Chan y Pacatnamú); en el trabajo de los metales realizaron múltiples objetos rituales (como el tumi o cuchillo ceremonial) y de decoración (muchas de éstas combinadas con piedras semipreciosas como la turquesa). Su orfebrería es todavía considerada la mejor del Perú prehispánico.

El Señorío de Chincha fue el más importante de la costa central. Sus asentamientos estuvieron distribuidos por todo el valle y de éstos destacan dos: Centinela de San Pedro y Centinela de Tambo de Mora, conocido también como Lurinchincha. Documentos del siglo XVI revelan que los chinchas estuvieron divididos en 12 mil campesinos, 10 mil pescadores y 6 mil “mercaderes”, además de un cierto número de orfebres cuya mayoría estaba ausente. Los campesinos cultivaban maíz y otros plantas como el algodón, mientras los pescadores salían al mar por turnos (mita) con sus balsas y redes.

Sus “mercaderes” se dedicaban al intercambio de productos. Navegaban por buena parte de la costa del Pacífico hasta el actual Ecuador y también trajinaban rutas terrestres hasta el Cuzco y el Collao. El objetivo central de su trueque fue distribuir el mullu, un molusco marino que gozaba de gran valor ritual en los Andes (ofrenda y alimento de los dioses). El comercio del mullu convirtió al Señorío de Chincha en uno de los pueblos de mayor prestigio en el futuro Tahuantinsuyo.

Los Incas terminaron absorbiendo a estos dos señoríos. La conquista de Chimú parece haber sido dramática según las crónicas. La arqueología nos habla de una crisis en la costa norte producida por graves inundaciones relacionadas con un Fenómeno del Niño; esta coyuntura sería aprovechada por los ejércitos de Túpac Yupanqui. La conquista de Chincha parece no haber sido violenta sino un proceso de alianza política con los cuzqueños.

EL TERCER HORIZONTE (1.450-1532): LOS INCAS.- Los incas llegaron al Cuzco alrededor del siglo XII como resultado de una movilización general. No se conoce con exactitud el lugar de partida; según los mitos salieron del Collao y pasaron por lugares como Pacaritambo donde dominaron, a su paso, diversas poblaciones. Hacia el siglo XIII eran el grupo de mayor prestigio y poder en el valle del Cuzco y se reclamaban descendientes del Sol. La fundación del Cuzco está relacionada con la figura mítica de Manco Cápac, primer Inca, e iniciador del linaje de gobernantes. Todos sus sucesores, hasta Wiracocha, son personajes míticos. No se puede hacer una “historia” de los Incas hasta el siglo XV; parece que en este lapso sólo llegaron a dominar el colindante valle de Yucay, muy rico en maíz. El gran cambio vino con Pachacútec, su primer gobernante histórico. Él venció a los chancas, implantó oficialmente el culto solar e inició la expansión. Había nacido el Tahuantinsuyo o “imperio de las cuatro partes del mundo”.

A Pachacútec le sucedieron Túpac Yupanqui y Hayna Cápac. Desde la victoria frente a los chancas (h. 1438) hasta la muerte de Huayna Cápac (1528), los incas conquistaron un enorme territorio de unos 4 millones de kilómetros cuadrados y poblado por 9 a 12 millones de personas. Iba desde Pasto (sur de Colombia) hasta Tucumán (Argentina) y Maule (Chile). Las mayores conquistas las realizó Túpac Yupanqui, quizá el personaje más fascinante que conocemos de esta larga historia andina; guerrero, viajero y visionario dominó a huancas, chimús, y chachapoyas; anexó el “reino de Quito” y posiblemente realizó una expedición marítima hasta la Polinesia; conquistó los territorios del extremo sur del Imperio, recorrió las pampas argentinas y se dice que arribó hasta el Estrecho de Magallanes. Huayna Cápac encontró un territorio muy amplio y se dedicó a pacificarlo y reorganizarlo. Sus sucesores, Huáscar y Atahualpa, encabezaron una lucha entre la élite por el poder que desgastó al Imperio justo cuando los españoles preparaban la invasión definitiva. Hacia 1530 el Tahuantinsuyo tenía una duración de menos de 100 años, un tiempo muy corto para poder dominar coherentemente su extenso territorio. No todos los grupos étnicos aceptaron el dominio de los cuzqueños y “colaboraron” con los invasores para recuperar su autonomía.

Los incas aprovecharon toda la experiencia acumulada en los Andes y su mérito fue extenderla desde su centro en el Cuzco. Los criterios de reciprocidad fueron aprovechados, y la mita y la redistribución fueron aplicadas en beneficio el Estado. Ampliaron y mejoraron la red de caminos de origen wari; multiplicaron los tambos (albergues en los caminos) y colcas (depósitos); andenes y puentes se siguieron construyendo; aprovecharon el control de pisos ecológicos y movilizaron a miles de mitimaes (mitmaqkuna) para colonizar áreas de cultivo o zonas recién conquistadas; finalmente, desarrollaron un eficiente sistema de administración y contabilidad (quipus) para movilizar a la población. Todo se realizó con la mediación de los curacas. Tuvieron un calendario solar y el año se dividió en festividades vinculadas al culto y al trabajo. Por último, fundaron ciudades (Tumibamba, Cajamarca, Huánuco Pampa) y otros centros administrativos cerca del Cuzco (Ollantaytambo, Písac, Machu Picchu).

El inca era un personaje sagrado; tenía varias esposas y junto a sus hijos formaba una panaca. Elegía a su sucesor (auqui) utilizando el criterio del más apto, no el de primogenitura. La familia del Inca junto a las demás panacas completaban la “nobleza de sangre”; a ella se le añadía la “nobleza de privilegio” formada por los señores de los pueblos sometidos. El resto lo formaban los hatunrunas (habitantes de los ayllus), los mitmaqkunas (familias de colonos) y los yanaconas (casta servil que dependía del Inca). Para la administración el Estado contaba con los “orejones” (nobles), los tucuyricuys (supervisores) y, naturalmente, con los curacas. El Sol (Inti) era la divinidad oficial pero siguieron cultos antiguos como Wiracocha, la Madre Tierra (Pachamama) y el Rayo (Illapa); también se respetaron los cultos locales (huacas). El sacerdote principal o Villac Umo vivía en el Coricancha; las acllas (“escogidas”) se dedicaban al culto y a atender las necesidades del Inca (vestido, comida). El Cuzco, “centro u ombligo del mundo”, era la ciudad sagrada desde donde se dividía el universo en cuatro suyos o partes.

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Nobles por la gracia del dictador Franco

La Ley de la Memoria Histórica de España, que suprime los símbolos de exaltación de la dictadura franquista, se ha olvidado de los títulos nobiliarios que el Generalísimo otorgó a militares, falangistas, empresarios y personalidades adeptos a su régimen. Los nietos de aquellos ostentan hoy esas dignidades.

Tras la Guerra de la Independencia, Fernando VII premió al militar Enrique José O’Donnell con el título de conde de La Bisbal por su heroicidad al capturar al general francés Schwartz. En 1949, el caudillo Francisco Franco recompensó al general Fidel Dávila con un marquesado que lleva su nombre por su papel en la sublevación contra la II República. Además, en 1951 le regaló la Grandeza de España, la máxima dignidad de la jerarquía nobiliaria española. O’Donnell contribuyó a la expulsión de los franceses; Dávila, al fratricidio.

Como jefe de Estado, Franco se arrogó, mediante la ley de 4 de mayo de 1948, la capacidad de conceder títulos nobiliarios, abolidos durante la República. Recompensó con ellos a militares que secundaron el levantamiento del 18 de julio de 1936, como Juan Yagüe, José Luis Moscardó y Gonzalo Queipo de Llano; a empresarios fieles a su cruzada, como el vizcaíno Patricio Echevarría, fundador de la marca de herramientas Bellota, y Alfonso Churruca, abuelo de Emilio Ybarra, ex presidente del BBVA; a los más destacados falangistas, como José Antonio Primo de Rivera y su hermana Pilar, y a intelectuales y científicos, como el escritor Ramiro de Maeztu y el premio Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal.

En total, Franco otorgó 35 nuevos títulos nobiliarios que hoy siguen vigentes y que ostentan los descendientes de aquellos agraciados. Este aspecto, la herencia de las dignidades nobiliarias otorgadas en la dictadura, no se contempla en la Ley 52/2007 de 26 de diciembre, conocida como de Memoria Histórica. Y así, los nietos de los militares y políticos que ejercieron la represión están solicitando la renovación de sus títulos sin ningún obstáculo. Los últimos en hacerlo han sido Francisco García-Escámez Pablos, nieto de teniente general García Escámez, que renovó el título de marqués de Somosierra en julio de 2008, y Emilio Mola Pérez de Laborda, nieto del general Emilio Mola, que obtuvo la renovación el pasado 10 de marzo. Precisamente, la firma de la resolución por Mariano Fernández Bermejo, en esa fecha ministro de Justicia, para que se expida la Real Carta de Sucesión en el título de duque de Mola ha provocado la reacción de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) y de Izquierda Unida (IU). Ambas entidades exigen la supresión de los títulos concedidos por Franco a todos aquellos “que participaron y colaboraron en el sostenimiento de la dictadura”. Para Emilio Silva, presidente de ARMH, es “intolerable que aún conserven sus honores los que se levantaron contra el gobierno legítimo de la República”. El diputado de IU, Gaspar Llamazares, opina que “la Ley de la Memoria Histórica debe ser mejorada. Igual que establece la supresión de símbolos de exaltación de la dictadura, esos títulos nobiliarios deben ser derogados”.

“La historia es la historia”
Si fuera por Eugenia Yagüe Martínez del Campo, hija del general Juan Yagüe, lo que desaparecería sería la Ley de Memoria Histórica y no el título que el caudillo regaló a su progenitor, marqués de San Leonardo de Yagüe, y que ahora ostenta su hermano Juan, también militar. El general Yagüe ha pasado a la historia como el carnicero de Badajoz por la matanza de republicanos que bajo sus órdenes se acometió en la capital extremeña. “La historia es la historia y hay que asimilarla. Un pueblo que olvida su historia es un pueblo muerto –sentencia Eugenia Yagüe–. Franco concedió el título a mi padre por sus méritos, por su categoría técnica y humana. Me parece una locura que ahora se quiera abolir”.

La mayoría de los nobles de Franco son vistos con cierto desdén por el resto de la aristocracia española, formada por 2.790 títulos, concedidos todos ellos por distintos monarcas. Un conde español, abogado, cuyo título fue concedido a finales del siglo XIX, reconoce a Interviú que “los nobles de Franco desvirtúan la esencia misma de la nobleza, por no haber sido designados por un rey”. Señala también este conde que “una dictadura militar, antecedida de una guerra civil, no es el escenario ideal para recompensar a nadie con un título”. Otro aristócrata, cuyo abolengo data del siglo XVIII y cuya familia no comulgó con el franquismo, opina que los herederos de los militares y empresarios agasajados por Franco con una dignidad nobiliaria “deberían haber renunciado a la sucesión, porque hoy en día están claras las barbaridades que cometieron algunos, como firmar sentencias de muerte para compatriotas”.

Aunque a los ojos de otros nobles los de Franco sean vistos como menos aristócratas, lo cierto es que la corte del dictador amasó considerables fortunas y ennoblecieron a sus familias. Fue el caso del ingeniero vizcaíno Alfonso Churruca Calbetón, abuelo de Emilio Ybarra, ex presidente del BBVA. Churruca, quien perdió un hijo en la guerra, ocupó la presidencia de Campsa, Azucarera Española, Altos Hornos de Vizcaya y de otras 15 grandes empresas. En 1969, Franco lo nombró conde de El Abra, título que heredó su hija María Dolores y que recientemente ha cedido a su hijo Santiago. El gallego Pedro Barrié de la Maza fue otro empresario convertido en conde, en su caso de Fenosa, ya que fue el creador de las Fuerzas Eléctricas del Noroeste, en 1943. Presidente del Banco Pastor, de Astilleros y Talleres del Noroeste (Astano), Gas Madrid y de la compañía Española de Propaganda, Industria y Cinematografía, entre otras sociedades. Barrié fue uno de los promotores de la donación del Pazo de Meirás al caudillo.

El general Gonzalo Queipo de Llano, uno de los cabecillas de la sublevación de julio del 36, recibió una finca donada por el pueblo de Sevilla, tras ser nombrado marqués, en 1950. Su hijo, el segundo marqués de Queipo de Llano, fallecido el año pasado, declaró en 1976: “La suscripción popular fue hecha en homenaje a mi padre, tomando parte en ella personas de toda clase y condición que, voluntariamente, en prueba de agradecimiento por haberles salvado de caer bajo dominio rojo, no dudaron en aportar lo que buenamente podían”. El hijo del general, que a su vez fue teniente general del Ejército del Aire, ocupó durante muchos años un puesto en el consejo de administración de Inmobiliaria del Sur, uno de los principales grupos empresariales andaluces.

Muchos de los decretos que ennoblecieron a los militares franquistas fueron firmados un 18 de julio, fecha significativa del régimen, que “nos impone de manera ineludible el deber de reavivar el recuerdo de los que por los actos y servicios prestados en la Cruzada se hicieron acreedores a que la gratitud de la Nación se exteriorice, otorgándoles honores adecuados a sus merecimientos”. Por decreto, a la mayoría de ellos se les condonó el impuesto de sucesión del título en las dos siguientes generaciones y su último privilegio fue disponer del pasaporte diplomático, retirado en 1984.

Algunos descendientes de aquellos militares golpistas han seguido la carrera militar sin renunciar a los negocios. Por ejemplo, el hijo del capitán general José Enrique Varela, marqués de Varela de San Fernando, ex ministro del Ejército. Su único hijo varón, actual marqués, es capitán y fue consejero de Cementos Lemona, absorbido por Portland, y está vinculado a Cementos Alfa, otra de las más importantes firmas del sector.

Fuente: revista Interviu (18/05/09)

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La iglesia ortodoxa de la Santísima Trinidad (Lima)


Altar de la Iglesia de la Santísima Trinidad

Hasta hace pocos años, cruzando el by pass de la avenida La Marina, con dirección al Callao, en Magdalena, los limeños podían ver una pequeña iglesia, de color blanco, con unas pequeñas torres en forma de cebolla, a imitación de las iglesias ortodoxas rusas. Hoy ya no están aquellas peculiares torres, pero sigue la iglesia, ahora restaurada y ampliada con una torre al estilo de las iglesias griegas.

La historia de esta iglesia de la comunidad de cristianos ortodoxos de Lima se remonta a la llegada a nuestra ciudad del padre Serafín, sacerdote ruso nacido en la Siberia en 1908. Desembarcó en el Callao en 1948 y fue recibido por el ingeniero ruso Claus Kursell y su esposa. Rápidamente, anunció su deseo de formar una parroquia. De esta manera, el padre Serafín empezó a movilizar a la pequeña comunidad ortodoxa que vivía en Lima, en su mayoría de origen ruso, para levantar el templo. El tema era que el estado peruano exigía, como requisito para levantar un templo de otro rito que no sea el católico, la formación de una asociación cultural sin fines de lucro. Así se formó, el 17 de diciembre de 1953, la “Asociación Cultural Ortodoxa Cristiana”; contaba con 55 miembros.

El padre Serafín y la junta directiva de la Asociación empezaron a organizar diversas actividades sociales (almuerzos, cenas y bailes) para recaudar fondos y comprar un terreno para la parroquia. Esto ocurrió el 18 de junio de 1954. Las obras se iniciaron de inmediato con otras donaciones en dinero y en materiales de construcción; los donantes eran personas de origen ruso, sirio-libanés y serbio. Los responsables de la nueva iglesia fueron el arquitecto Vladimir Mosser y el ingeniero Vadim Nikitim.

La inauguración de la iglesia fue en 1955 y estuvo a cargo del Arzobispo Monseñor Leonty (Polipovich) de Santiago de Chile, que pertenecía al sínodo de Obispos de la Iglesia Ortodoxa Rusa en el exilio, con sede en Nueva York. Así empezó a funcionar esta pequeña iglesia. Con el tiempo, la comunidad ortodoxa siguió creciendo con la llegada a nuestra capital de personas de origen griego, árabe-palestino, rumano y yugoslavo.

Lamentablemente, el padre Serafín murió en 1998 víctima de una larga enfermedad. Luego de su desaparición, hubo un paréntesis hasta que llegó del Brasil el archimandrita José Roberto de Oliveira, quien es párroco de la iglesia desde hace 9 años. La Iglesia Ortodoxa de la Santísima Trinidad está bajo la jurisdicción del arzobispado de Buenos Aires y Sudamérica (que está a cargo de Su Eminencia Monseñor Tarasios) que, a su vez, depende del Patriarcado de Constantinopla (hoy encabezado por el patriarca Bartolomeo I).

En 2001 la iglesia tuvo que pasar por un proceso de remodelación y ampliación. Las antiguas torres de “cebolla” fuero retiradas porque estaban muy deterioradas; se reemplazaron por una de estilo griego. La reinauguración fue el 14 de abril de 2002 con la presencia del Arzobispo ortodoxo de Buenos Aires. Hay que destacar que no solo está el templo sino un pequeño salón de reuniones y la residencia del párroco. En 2005, esta iglesia cumplió 50 años.

La iglesia en sí no es muy grande. Se parece mucho a una iglesia cristiana. La diferencia más notable la dan los íconos de estilo griego y ruso, traídos de Europa o pintados por artistas ortodoxos residentes en Lima. En él se ofician misas, bautizos y matrimonios. El padre José Roberto nos cuenta que la misa se celebra todos los domingos a las 11 de la mañana. También nos dice que es difícil saber cuántos cristianos ortodoxos viven en Lima. Un domingo normal, por ejemplo, asisten a misa entre 60 y 70 personas. En cambio, cuando hay alguna fiesta importante, como la Pascua (que cae en fechas distintas porque está marcada por el Calendario Juliano) la iglesia se abarrota con unas 200 personas. Es posible que la colonia de cristianos ortodoxos en Lima sea de poco menos de 2 mil personas (ese cálculo es nuestro).


El pequeño iconostasio de la iglesia

El padre José Roberto con algunos miembros de la iglesia ortodoxa
(las fotos pertenecen a la página oficial de la iglesia de la Santísima Trinidad)

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The Union Church of Lima

Ubicado en la avenida Angamos Oeste (cuadra 11), este templo, construido en la década de 1950, pertenece a la Unión Iglesia, fundada por misioneros escoceses y norteamericanos en 1926. En su mayor parte, los miembros de esta iglesia son norteamericanos que viven permanentemente en el Perú o extranjeros que pasan a pocos años o meses. Se trata de empresarios, estudiantes, o diplomáticos con sus familias, y los misioneros, cuyos orígenes son la fe protestante y católica, litúrgica y no litúrgica. Lo que las une es el “vínculo común en Cristo, la solidaridad grupal y el uso del inglés en la oración, las relaciones sociales y el estudio”.

La iglesia ofrece una membresía de asociado para aquellos que se encuentran en Lima a corto plazo, así como para los miembros que viven en Lima permanentemente. Es una iglesia totalmente autónoma, pues no depende de ninguna denominación. Eso sí, cada año, sus miembros designan un 10% de sus ingresos totales al mantenimiento de la iglesia y sus proyectos; hay un Consejo de Administración que es elegido cada año y representa a hombres y mujeres de diferentes orígenes.

En este local también funciona la oficina permanente de los americanos y la “Asociación Canadiense de Perú”, así como una biblioteca y sala de club de la American Women’s Club Literario. Otros que usan las instalaciones del templo son la Comunidad Estudio de la Biblia en español y grupos de autoayuda en español como Alcohólicos Anónimos y Narcóticos Anónimos. El actual pastor es Bruce Sloan, quien antes sirvió a la Iglesia Unión de Tokio (nació en Bainbridge, Georgia EE.UU.).




(Fotos: Juan Luis Orrego)

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El ‘Templo de los mormones’ (Lima)

En la avenida Javier Prado Este (nº 6420, urbanización Santa Patricia, distrito de La Molina) está el “Templo de Lima de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”, más conocido como el templo de los mormones.

Se trata de una construcción monumental, una especie de gótico moderno, atípico en Lima, con torres en forma de chapitel o punta, en las que se observa (en la columna más alta) la figura en bronce de un ángel Moroni tocando la trompeta que llama a todas las naciones de la tierra a escuchar el “Evangelio Restaurado”. Arquitectónicamente, el templo guarda el estilo que tienen los mormones en varias ciudades de América Latina, como los de Buenos Aires y Santiago. Fue el 11 de Septiembre de 1982 cuando se puso la primera piedra del edificio que hoy observamos. La inauguración solemne ocurrió los días 10, 11 y 12 de enero de 1986. Cabe destacar que, en la actualidad, los mormones cuentan con más de 400 mil fieles en nuestro país.

La “Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días” fue fundada en 1830 por José Smith (1805-1844), hijo de campesinos metodistas, en Estados Unidos de Norteamérica. La primera referencia que tenemos de los mormones en el Perú está en los informes que envió Parley Pratt a Brihham Young (1852) en la que explica las pocas posibilidades de continuar aquí una misión por falta de dinero y material de lectura, así como la dificultad de aprender el idioma. Un segundo momento, más exitoso, fue con la familia de Alfredo W. McCune, quien llegó a nuestras costas a inicios de 1900. La familia compró algunas minas de cobre y plata, y formaron la Corporación Cerro de Pasco. Por lo tanto, la primera congregación estuvo formada por mormones norteamericanos a la que se fueron integrando empleados de las compañías mineras.

En Lima se inician sus actividades en 1956 y se expandieron en varias misiones. A fines de la década de 1970 había unos 20 mil miembros. Luego, en enero de 1986, el Presidente de los Mormones, el señor Gordon B. Hinclley, bendijo el Templo de Lima que, por sus dimensiones, es el tercero de Sudamérica (cabe destacar que antes de la construcción de este imponente templo, los mormones celebraban sus ritos en un local en Limatambo).

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Nuevo libro: ‘Diccionario político y social del siglo XX español’

Ensayo. Los conceptos y valores políticos no sólo sirven para orientarnos en el mundo de la política, son también la sede de fieros combates dirigidos a ajustar la realidad a los intereses de los actores políticos, a dotarlos de identidad o, si es preciso, a cubrir ideológicamente las diferentes posturas. Entre otras razones, porque es a través de ellos como analizamos, argumentamos o, en general, actuamos en la política. El conflicto ínsito a lo político se traslada al mismo uso del lenguaje. La semántica de cada uno de los términos fundamentales con los que operamos en la política adquiere así su sentido por la manera en la que son utilizados en un determinado contexto y a la luz de las necesidades de las fuerzas políticas del momento. Lejos de poseer un significado establecido de una vez para siempre, éste cambia por el paso del tiempo y por la acción que sobre ellos ejercitan los actores políticos, de forma que la mayoría de las veces recae sobre ellos la ambigüedad y la plurisemia.

Esta realidad de la aparición de nuevos conceptos o de la mutación de los ya existentes ha sido el principal objeto de investigación de quienes practican esa nueva especialidad que se denomina “historia conceptual”, inspirada en gran medida por la magistral Historia de los conceptos de Reinhard Koselleck o, en general, en la exitosa aplicación del “giro lingüístico” a la historia de las ideas o historia intelectual.

El libro que aquí nos ocupa constituye una lograda aplicación de esta especialidad a los conceptos políticos y sociales del siglo XX español, y es una prolongación de un libro anterior por parte de los mismos editores que se ocupó de los del siglo XIX. Con la lógica y el tamaño de un verdadero diccionario, se van desgranando alfabéticamente 125 entradas por parte de más de cuarenta conocidos historiadores, politólogos y constitucionalistas españoles, que consiguen llevar a la práctica con éxito las directrices marcadas por los editores. Estos últimos, además de cargar con un buen número de entradas, son autores también de una magnífica introducción metodológica que clarifica el sentido de la empresa. Además de las diferentes voces, el extenso índice analítico y la bibliografía lo convierten también en una obra de referencia imprescindible para conocer los entresijos conceptuales de la política española del pasado siglo. El resultado es un trabajo que atestigua a las claras cómo el mundo académico español, de ciencias sociales en este caso, está en condiciones de competir ya con similares proyectos presentes en otras latitudes que hasta ahora envidiábamos.

Si se bucea en este océano de conceptos, ideologías y valores políticos llama la atención cómo las diferentes fases de la historia española del pasado siglo van dejando su impronta en el lenguaje, o cómo a través de él se puede reconstruir la evolución de nuestra historia política: de la crisis del parlamentarismo al régimen de Franco; de la transición al tiempo presente. En gran medida porque los autores han bebido de una multiplicidad de fuentes y han rastreado la evolución de estos conceptos en el discurso de la política cotidiana. Las referencias de prensa son, a este respecto, imprescindibles para detectar los cambios semánticos o la aparición de nuevos vocablos. Y esto se hace tanto más necesario a partir de la transición a la democracia, uno de los momentos en los que se produce una explosión de nuevos significados, pero también la aparición de nuevos términos como el mismo de “transición” o el de “consenso”. Otros como “España”, “patria”, “dictadura”, “democracia”, “nación”, “pueblo”, “crisis” o “guerra civil”, “ciudadanía”, “democracia” muestran mutaciones notables debidas a la propia evolución de las ideologías y al nuevo marco político.

Las voces más cercanas al presente, véase “globalización” o “posmodernidad”, atestiguan la aparición de nuevas tendencias sociales y políticas que comienzan a encarnarse en el discurso. Anuncian la aparición de nuevos desafíos y, felizmente, contribuyen a dejar en el olvido esos conceptos políticos tan presentes en momentos mucho más oscuros de nuestra historia -“caciquismo”, “movimiento nacional”, “caudillo”-. En algunos, como es el caso de “emigración”, se manifiesta de forma plástica la propia evolución económico-social de la sociedad española. Si en el XIX equivalía a grandes rasgos a exilio, y en el XX a emigración económica, hoy ya sólo se entiende como inmigración.

Este último ejemplo puede servir para constatar algo que señalan los propios editores, la no existencia de una renovación conceptual en la terminología política adecuada al propio proceso de cambio económico y social habido en la sociedad española. Quizá, y esto es sin duda positivo, porque hemos convergido ya también desde la perspectiva político-lingüística con el resto del continente. Ahí es donde también se nota nuestra feliz normalidad política.

Tomado del suplemento Babelia (16/05/09)

“Diccionario político y social del siglo XX español”
Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes
Alianza. Madrid, 2008
1.400 páginas.

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