Mientras nadaba aquel día, pude ver el fondo del agua. Mi pecho golpeó suave con una profundidad escasa de concreto, y el azul de los bordes me hizo perder ideas en esos breves aletazos. Ahora estaba sóla. Ahora ya no tenía cual siempre los veinte soles que siempre caían a mis manos en cada visita: ahora estaba sola, cabritando por este mundo y sendero escogidos a mi antojo. Mi abuela (Eva) ya no estaba, no estaban sus manos suaves y tersas, ni su sonrisa al contarme (pícara) sobre nombres y lugares que nunca conocí. Ya no estaba ella para verme aunque sea de soslayo en su cariño diferente y lejano. Mi abuela Eva ya no estaba, y el día en que comencé a lograr las cosas que ella ansiaba ver en mí, una gruesa lágrima triste me invadió el pecho. La vida es un balance de todo, dicen. Si por un lado desbordas de alegría, tienes un recoveco junto de pesar que te hace sentir humano. Cual Vallejo a Dios: “tú no tienes Marías que se van”.
El agua me cubría el cuerpo. Mis brazos se extendían chapoteando sin agilidad. Ahora cada sol ganado es el esfuerzo de mis propios pasos y mis (in)seguridades. Cuanto daría por ver a mis dos abuelas sentadas una al lado de otra, riéndome con ellas, comiendo con ellas, hablándoles, cogiendo sus manos… llorando. Como ya dije antes a mí me han cortado el cuerpo, me ha golpeado la lluvia y me han quitado el amor de mi abuela Sabina, que fue como mi madre. No tengo (ya) temor de este vaivén de minutos y rostros, nada me asusta del hombre. Solo la furia del mundo me haría languidecer, además de olvidar hablar mi propia lengua, quizás enceguecer. Ya lo dije antes, mi vida está diferente. El nuevo año aproxima, el cuerpo cimbrea su esfuerzo y mi cansancio se esconde en mis días. Llego a cama, mi pecho oprime un par de ideas, sonrío, mis libros mirándome todos, pongo mi brazo debajo de mi cabeza y así, dibujo, como diría la canción, estelas en el mar.