Camus

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Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer… Nadie, nadie tenía derecho de llorar por ella. Y yo también me sentía pronto a revivir todo. Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio.

Así empieza y termina El Extranjero, quizás la novela más emblemática de Albert Camus, a quien se le ha recordado la semana pasado por el centenario de su nacimiento. Su azarosa vida está atravesada por el periodismo, la filosofía, la literatura y la militancia política que le valió el Nobel en 1957, cuando sólo tenía 44 años, por su “importante producción literaria, que con una seriedad clarividente ilumina los problemas de la consciencia humana”.

 Pero, ¿qué problemas humanos nos ayuda a desentrañar el pensamiento camusiano? Creo que uno de los más importantes está ligado al absurdo y la inutilidad de encontrarle un significado a la vida. Esta simplemente hay que vivirla, construyendo nuestros sueños que luego rodarán, mismo Sísifo, otro motivo de sus reflexiones, y, lo más importante, defendiéndola de cualquier extravagancia ideológica, como la marxista, que pregona y justifica la muerte para construir una sociedad ideal.

 Precisamente este último aspecto motivó una famosísima polémica con otro grande de su época, Jean Paul Sartre, el ícono del existencialismo frente al cual Camus se autocalificaba de absurdista. Recuerdo que yo seguí ese debate a través de la diversidad de ensayos que nuestro Nobel, Vargas Llosa publicara en su libro Contra Viento y Marea.

 Sin calcularlo, Camus murió de una manera absurda: un accidente automovilístico, la misma que él calificó como la manera más idiota de morirse. Definitivamente, un personaje que no se desconectó de la palabra y los hechos.

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