La luz de Waldir

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La parca rondó y se metió de nuevo en la familia, llevándose a Waldir, un querido primo hermano, hijo de Raquel, hermana y representación viva de mi padre, a quien la parca también se lo llevó hace diez años. Fue ella, Raquel, quien hace dos días me avisó de la situación delicada de su hijo, el segundo de una camada de cuatro, todos hombres: Carlos, Geraldo y César. Fui a verlo a la clínica y ya lo encontré en ese cuadro escalofriante que se dibuja cuando la parca anuncia su visita terminante. Se lo llevó a las 6.30, y con su partida ingresó la tristeza que hoy reina en la familia.

En situaciones como esa, confieso que me paralizo, y creo que casi todos nos paralizamos ante la muerte porque no estamos preparados para su presencia, no queremos aceptarla como parte lógica de la vida. Estando en China, supuestamente aprendí eso; es decir, aceptar que la muerte nos alcanza a todos, que sólo es cuestión de tiempo, o como me lo decía esta mañana mi primo César; “Waldir se nos ha adelantado”.

Sin embargo, todo ese raciocinio se me cae cuando siento el dolor que causa la muerte de un ser querido, mucho más cuando veo ese dolor reunido y multiplicado en su envejecida madre, mi tía Raquel, totalmente desintegrada por la muerte absurda, incomprensible de su hijo que, además, estaba en la flor de su adultez. Frente a esa situación me paralizo y me aúno a mi tía y sus otros hijos que tampoco entienden porqué el hermano más bueno, tuvo que irse. En ese momento comprendo cómo es que nos hemos occidentalizado tanto, invisibilizando a la muerte, fantaseando que no existe; creando clínicas o funerarias para encargarse del trabajo sucio, mientras nosotros seguimos mirando al techo sin querer saber nada de ella…hasta que, inevitablemente, llega.

Cuando llega la muerte, como acaba de hacerlo en mi familia, la tristeza nos gobierna, y es inevitable que eso suceda no sólo porque se trata de un ser querídisimo, sino porque comprobamos, justo en ese momento, su esensiabilidad en nuestras vidas. Es decir, paradójicamente, cuando la vida de un ser que amamos se acaba, recién constatamos que su luz alumbraba la nuestra, comprobamos que lo amábamos y nos amaba. Con su partida sentimos menos amor, nos sentimos menos amados. Con su partida, de alguna manera, una parte de nosotros también muere. Por eso la tristeza, por eso el llanto, que es, confesémoslo, por nosotros mismos, por sentirnos disminuidos, en la sombra o sin la luz que nos proporcionaba el ser amado.

En China también aprendí que una manera estoica de enfrentar la colonización de la tristeza y el llanto es cotejándola con la riqueza que tiene la vida. Curiosamente, nuestro occidentalizado estilo de vida nos hace evitar la muerte, pero no nos ayuda a apreciar la vida, ya que la cargamos de muchos objetivos, o resentimientos o tonterías que nos impiden disfrutarla. Ojalá que la luz que irradió Waldir en todos nosotros, y en especial para sus padres, hermanos y su propia familia, Griselda, Gabriel y Mauricio, se mantenga para que, luego de la tristeza, nos ayude a encontrar esa chispa de alegría que no debemos perder. Pues, estoy seguro que Waldir, desde arriba, nos quiere ver así, gozosos y felices.

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